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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
XV. De las cosas que acaecieron en Chile después de la muerte de Valdivia

Llegada a la ciudad Imperial la carta que Valdivia escribía a Pedro de Villagra, que era su teniente, le enviase veinte hombres, y algunos de ellos señalados en su letra, los apercibió, y con mucha presteza partieron de aquella ciudad. Siendo llegados a la casa fuerte de Puren, que está doce leguas de la Imperial, hallaron a Martín de Ariza que había llegado de Tucapel desbaratado, o por mejor decir desanimado: de él se informaron cómo y de la manera que dejaba el fuerte que a su cargo tenía. Después de haber entendido que la provincia de Tucapel estaba alzada, hubo varios pareceres entre los que iban si entrarían o no. En este caso dudoso estuvieron dos días; al fin de ellos, como eran hombres tan valientes y que tantas veces habían peleado con indios y siempre de ellos habían tenido victoria, se determinaron de entrar en demanda de Valdivia, queriendo dalle a entender a lo mucho que se habían aventurado y en lo más que se aventurarían en caso que le pudiesen servir. Con esta orden salieron de el fuerte de Puren catorce hombres de los veinte, porque los demás por justas ocupaciones se quedaron allí. Estos catorce soldados caminaron hasta llegar a vista de la casa fuerte de Tucapel, que era una jornada de caballo de donde habían partido. Los indios que tenían aviso de la muerte de Valdivia, los dejaban pasar viendo que iban perdidos, y luego que pasaban les cerraban el paso esperándoles la vuelta. Yendo su camino, llegaron a un alto desde el cual vieron venir hacia ellos un escuadrón de indios, que llegando cerca les decían: "Cristianos, ¿a dónde vais, que a vuestro gobernador ya lo hemos muerto?". No dándoles crédito, como muchas veces mienten, pasaron adelante peleando con ellos. Luego desde a poco toparon con otro escuadrón que venía de hallarse en la muerte de Valdivia, diciéndoles lo mismo que el primero les había dicho; y viendo que traían algunas lanzas de Castilla y ropa de cristianos, diéronles crédito, que a lo que después se supo había dos días que era muerto Valdivia, que fueron los que se detuvieron en el fuerte de Puren, que a no detenerse llegaban a tiempo que Valdivia andaba peleando con los indios; y no desamparando Martín de Ariza la casa fuera posible que pervertidos los indios con tantos socorros le sucediera mejor, en cuanto a los juicios que en aquel tiempo se echaban; mas el que ordena todas las cosas prósperas y adversas, que es nuestro Dios, permitió que fuese así, como arriba se ha dicho. Volviendo a los catorce soldados, viendo la determinación que los indios traían a pelear con ellos, como hombres que no llevaban bagajes más de sus armas a la ligera, pelearon un grande rato, y viendo que mostraban otro brío y determinación de la que solían tener, y que muchos otros se les llegaban diciéndoles: "No penséis sustentaros contra nosotros, que como hemos muerto al gobernador os mataremos". Los cristianos entendiendo lo que decían, se recogieron, y todos juntos hechos un cuerpo se retiraron por el camino que habían venido. Los indios, cantando victoria, los iban siguiendo, y para más desanimarlos y dar a entender a los comarcanos que andaban peleando, ponen fuego a los campos que estaban llenos de yerba seca, como era en mitad del estío, que por esta señal de humo se entienden en gran manera. Vueltos por el camino hacia Puren, en las partes que había estrechura hallaban el camino cerrado y los enemigos a la defensa; que de necesidad les convenía pelear para pasar adelante o morir allí, pues que no podían volver atrás. Habiéndoles muerto un soldado en una ladera a la retirada, que se le vino la silla a la barriga del caballo por llevar la cincha floja, encarnizados con esto iban con más braveza siguiéndolos. Los caballos ya no tenían el aliento que al principio, porque habían andado siete leguas y peleado mucho; con el calor del sol iban muy sudados y cansados. Desde a poco, a la pasada de una puente, mataron a Pedro Niño, soldado de buena determinación, y Pedro Cortés, valiente soldado y de grandes fuerzas, que no le aprovecharon; no contentos con esto, iban en seguimiento de los demás. Desde a poco, en un paso, el postrero de los que allí adelante había, derribaron de los caballos otros tres soldados, y entre los demás alanceados y heridos escaparon siete de catorce, el uno de ellos tan mal tratado de heridas y golpes en la cabeza, que llegado a la ciudad Imperial y puesto en cura perdió la vista de ambos ojos, y desde a pocos días murió: era natural de Córdoba, llamado Andrés Hernández de Córdoba, caballero conocido. Allí le acaeció a un soldado llamado Juan Morán de la Cerda, natural de Guillena, en la ribera del Guadalquivir, junto a Alcalá de el Río, una cosa digna de escribirla, y fué que, andando peleando, le dió un indio una lanzada en un ojo que se lo sacó del casco y lo llevaba colgando sobre el rostro; y porque le impedía al pelear y recibía pesadumbre traerlo colgando, asiéndolo con su mano propia lo arrancó y echó de sí; y hizo tan buenas cosas peleando, que los indios cuando le veían venir tanto era el miedo que le tenían, que apartándose le daban lugar para que pasase; este soldado tan valiente escapó con el ojo menos. En este postrero recuentro ya venía la noche, y entre los soldados que allí derribaron, uno de ellos, natural de Almagro, llamado de su nombre Juan Gómez, hombre de grandes fuerzas y buenas partes, a quien llevaban los catorce por su capitán, con la oscuridad de la noche que era vecina se metió por un monte; estando escondido, que ya no había grita entre los indios como de antes, y que por respeto de un aguacero grande que vino en aquella coyuntura se habían retirado a unas casas que estaban en medio de el camino, que por no mojarse habían dejado de seguir el alcance. Juan Gómez, vista tan buena ocasión para su remedio, salió al camino, yendo por él sin espada, ni daga, ni otra arma alguna, que todo lo había perdido peleando; se descalzó unas botas por respeto de la huella, que fuera posible por ella sacarle de rastro, e yendo descalzo iba al seguro. Así topó con un indio, el cual le habló como llegó a él en su lengua, creyendo era otro indio como él: Juan Gómez, como sabía la lengua, le respondió en ella; descuidado con esta respuesta no se apartó del camino, antes se llegaron juntos. Como Juan Gómez le vió solo, pareciéndole que habiéndole el indio conocido daría aviso a los de guerra, que estaban cerca, y viéndole un cuchillo que en una mano llevaba, arremetió con él, quitándole el cuchillo lo mató; que aunque dió muchas voces no fué oído. Luego, con su cuchillo en la mano, pasó su camino por las casas donde se habían metido los indios que pelearon, huyendo del agua que llovía, con muchos fuegos, y los caballos que habían ganado atados a las puertas. Yendo adelante poco camino, se metió en el monte, y allí estuvo escondido, porque venía el día, hasta reconocer lo que haría. Sus compañeros llegaron a la casa de Puren dando nueva de su jornada y dónde les habían muerto sus amigos, y que no dudaban sino que Valdivia era muerto. Entró tanto temor en ellos, que luego quisieran desamparar aquella fuerza: dejáronlo de hacer por parecerles que estando en tierra llana era flaqueza sin ver más, aunque no tardó mucho; que luego aquel día, corno se supo la muerte de Valdivia, los indios de la comarca tomaron las armas, conociendo el temor que tenían los que en la casa estaban; los cuales, compelidos de necesidad ocho soldados que se hallaron en ella, salieron a pelear, y entre ellos un arcabucero llamado Diego García, herrero de su oficio, valiente hombre; éste dió orden con dos mantas de cuero de lobo que para ello hizo con algunos agujeros, para tirar con tres arcabuces que tenían, y los de a caballo detrás, fuesen a desbaratar los indios. Con este ardid de guerra fueron contra un escuadrón que enfrente de la casa estaba esperando que saliesen a pelear. Los indios les tiraban muchas flechas, aunque no se osaban llegar a ellos, por no entender qué era aquello que detrás de los cueros veían venir, y los caballos detrás que los hacían fuertes, por este respecto se estaban en su orden. Los soldados, con los tres arcabuces que tenían, puestos cerca, como tiraban a montón, derribaban muchos. Viendo que los mataban, no teniendo ánimo para cerrar con los de las mantas, comenzaron a remolinar, dando demostración (de) huir de los arcabuces. Los de caballo, conociendo el temor que tenían, rompieron por ellos, alanceando algunos, los desbarataron y dejaron ir, sin seguir el alcance por no apartarse de el fuerte. Vueltos a él, dieron orden cómo irse a la Imperial, porque los que allí llegaron desbaratados, como no eran más de seis que quedaron de los catorce que fueron: Andrés Fernández de Córdoba, Gregorio de Castañeda, Martín de Peñalosa, Gonzalo Hernández, Juan Morán, Sebastián de Vergara, estaban tan mal heridos, que luego que allí llegaron, se fueron y dieron aviso a Pedro de Villagra de lo sucedido en su jornada, el cual, como hombre de guerra, envió doce hombres a socorrer el fuerte de Puren. Los que iban, llevaban por su capitán a don Pedro de Avendaño, hombre en gran manera belicoso y amigo de guerra. Por mucha prisa que se dió en caminar, topó en el camino a los que iban de Puren, que habían desamparado el fuerte; y por dar razón de ello lo quiso él mismo ir a ver si era lo que decían de los muchos indios que habían muerto y estar todo alzado. Llegado don Pedro a la casa vió muchos indios que estaban en ella, todos con sus armas; éstos en viéndolo se juntaron creyendo pelearía. De esta ida resultó que Juan Gómez de Almagro no viniese a manos de aquellos bárbaros, el cual metido en el monte reconoció con el día que estaba cerca del fuerte de Puren; como hombre que había andado muchas veces aquel camino, determinó irse él encubriéndose por los trigos grandes que había en aquel camino por donde había de ir: siendo como eran muy altos, podía ir por ellos sin que le viesen. Yendo así caminando vió venir hacia sí un principal, hijo del cacique y señor de todo el valle. Juan Gómez, cuando lo vió y vió que el indio lo había visto, porque no se alborotase, lo llamó por su nombre que se llegase a él, y se quitó un sayete de terciopelo morado con unos botones de oro y se lo dió, el cual tomó el indio de buena gana; diciéndole no dijese que le había visto, le esperaría allí que le trajese algo de comer, porque tenía hambre; el indio le dijo que sí traería y volvería luego, que le esperase allí y no tuviese miedo. Juan Gómez recibió gran contento viendo que lo había engañado y que no era cosa fiarse de él; fuese hacia donde vió un poco de monte y debajo el hueco de un árbol que estaba caído de tiempo atrás y que era cenagoso lo de alrededor, mirando bien no pareciese su huella, se escondió dentro en aquel hueco. Esperando la noche quiso su ventura que un soldado de don Pedro se apartó de los demás que iban juntos. Como lo halló menos mandó que lo fuesen a buscar; los que lo buscaban dieron algunas voces, a las cuales Juan Gómez, que estaba debajo del hueco del árbol, que las oyó, salió a ellas, e yendo hacia la parte que las había oído vió un soldado a caballo, que como lo vió se vino luego a él; éste le tomó a las ancas y lo llevó a donde su capitán estaba, que se holgó en gran manera por haber sido instrumento para escapar a un soldado tan valiente y tan principal; fuese luego a la Imperial con su gente. Los que estaban haciendo sus casas en Angol, como supieron la muerte de Valdivia retiráronse unos a la Imperial; otros, a la Concepción. Los que estaban en las minas sacando oro fueron luego avisados por los que de Arauco habían ido, que fueron los primeros que llevaron la nueva. De esta manera se recogieron las guarniciones que tenía Valdivia en los fuertes.