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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
XXI. De lo que acaeció en la ciudad de Santiago después que Villagra dejó el cargo de capitán general

Entendido por los vecinos de la Concepción que los señores de la Audiencia de los Reyes mandaban volviesen a poblar aquella ciudad, y que las justicias de la ciudad de Santiago les diesen todo el favor y auxilio necesario, viéndose por casas ajenas, acordándose que en las suyas eran servidos y estaban sin necesidad, para ponerlo en efecto se comenzaron aderezar y con ellos algunos soldados que quisieron ir en su compañía a los cuales le ayudaron con dineros, porque yendo más gente, más efecto tendría su jornada. Los oficiales de el rey que en Santiago residían les prestaron ocho mil pesos obligándose por ellos al rey. Con esta ayuda y con lo que ellos pudieron juntar, se hallaron setenta hombres bien aderezados, y para mejor efecto, llevaron un navío con las cosas pesadas de su servicio y bastimentos.

Puestos en camino a la ligera, llegaron a la Concepción y reconocieron sitio en donde hacer un fuerte pareciéndoles estaba a propósito un lugar alto que señoreaba el pueblo y eran casas de un vecino llamado Diego Díaz; lo repararon luego, y en él todos juntos residían. Los indios de la comarca les salieron a dar la paz y servirles de todo lo que les mandaban hasta tiempo de dos meses. En este tiempo, reconocido el número de gente que era y la defensa que tenían, se concertaron servirles muy mejor para descuidarlos. El capitán que tenían era un hidalgo llamado Juan de Alvarado, montañés, a quien Villagra había dado un repartimiento de indios en aquella ciudad: teníanle por su capitán para las cosas de guerra, que en lo demás los alcaldes conforme a la provisión que tenían hacían justicia; porque yendo caminando un soldado pobre con otro como él se revolvieron con un soldado principal y le dieron ciertas lanzadas que de ellas sanó breve; con el primer ímpetu el uno de los alcaldes llamado Francisco de Castañeda, prendió al uno de ello, el más culpable y lo mandó luego ahorcar.

El capitán Alvarado después que hizo asiento en la parte dicha, salió a visitar los repartimientos con quince hombres. Los indios todos conforme a lo que entre ellos estaba concertado, le sirvieron y dijeron harían lo que les mandase; y así vinieron a la Concepción a ver a sus amos y servirles debajo de la cautela que tenían ordenada, la cual el capitán no entendió por no tener tanta plática de guerra, aunque la había seguido con Villagra. Vuelto, pues, a la Concepción, un día víspera de Santa Lucía por la mañana, año de 1556, que para aquel día y tiempo por la orden de la luna (que es la cuenta que ellos tienen, a tantos de creciente o a tantos de menguante, por ella se entienden), se juntaron todos los indios de guerra comarcanos y otros muchos con ellos. Hablados y repartido capitanes, como cosa que ya tenían en sus pechos concebida la victoria, se mostraron por una loma rasa bajando hacia la ciudad doce mil indios y más con muchas varas largas y gruesas como la pierna: con ellas hicieron luego un fuerte en donde estar reparados; hincándolas en tierra atravesaban otras entre aquéllas, y con muchos garrotes tan largos como el brazo y menores, que de ellos trajeron muchas cargas, y con sus lanzas largas y arcos y grande cantidad de flechas, armados con unos pedazos de cuero de lobo marino cudrio(6) y grueso, que a manera de coracinas les defendía el hueco del cuerpo; y platicado entre sí de la manera que pelearían, tomaron esta orden: que hecha la palizada, cuando los cristianos viniesen a romper en ellos, pues eran tan pocos, disparasen los garrotes a las caras de los caballos, arrojadizos, y que siendo, como eran, muchos, dándoles tanta lluvia de palos en las caras y cabezas, harían mucho efecto para que no osasen llegar a ellos: que ésta era toda la fuerza que los cristianos tenían; y que si los caballos viniesen tan armados que no tuviesen temor a los muchos garrotejos que les tirarían y los rompiesen, se recogerían a la palizada que tenían hecha, pues detrás de ella tenían una quebrada, que aunque era pequeña los hacía fuertes, y que de esta manera comenzarían su pelea, pues era cierto que los cristianos, en viéndolos, habían de salir a pelear con ellos, y que si los desbaratasen en la primera refriega, tuviesen entendido que en ninguna parte otra tendrían defensa; y si no los desbarataban, como entendían, por lo menos los dejarían medrosos, y los caballos con temor para no osar llegar más a ellos; y pues les tenían tomados los caminos, diciéndoles mal, los acabarían en ellos de matar; y que si iban al navío que en el puerto tenían, por lo menos les habían de dejar los caballos y ropas. Esta plática y orden de guerra tuvieron, sin haber hombre señalado entre ellos más de su behetria, a manera de república, porque estos indios, si tuvieran señor a quien obedecer, en general fuera conquista muy trabajosa.

Los cristianos, después de haberlos reconocido, tratan la orden que tendrán para pelear y defender todo lo que tenían en tierra: unos contradecían a otros, porque decían que el servicio de mujeres, que son indias de la provincia, y algunos yanaconas con las ropas, se fuesen al navío; otros que no porque los indios no se animasen y lo tomasen, como eran tan supersticiosos, por buen pronóstico de fortuna, sino que se apeasen parte de ellos para pelear, pues estaban en tierra llana; y que si los indios se recogiesen a la palizada que tenían hecha, con los arcabuces los desbaratarían, y los que tenían buenos caballos rompiesen todos a un tiempo, teniendo cuidado de socorrer a los de a pie. De esta manera fué el capitán Alvarado hacia los enemigos, en una loma sin monte, junto a la ciudad, los cuales, llegando a romper, dispararon en ellos una gran tempestad de garrotejos: dándoles por las caras y cabezas de los caballos los hacían remolinar, y si algunos pasaban adelante, les ponían las lanzas a su defensa, y por los dos lados de la palizada. En este tiempo que peleaban salieron dos mangas de muchos indios con muchas lanzas; éstos derribaron cuatro cristianos, y entre ellos a Pedro Gómez de las Montañas, buen soldado; sin que se los pudiesen quitar, los hicieron pedazos. Los cristianos de a pie pelearon con la frente de la palizada, y los indios que la estaban defendiendo que no llegasen a entrarles, hirieron a Francisco Peña, valiente soldado, de dos lanzadas en la cara, y dándoles otras muchas heridas. Con los cuatro cristianos que habían muerto cobraron tanto ánimo, que sin hacer caudal de el fuerte que tenían, salieron de tropel y los llevaron a espaldas vueltas hasta meterlos en el fuerte que tenían hecho.

Reconociendo que les tenían miedo, viendo como ya huían al navío, los acometieron dentro de su propio fuerte, en la cual entrada pelearon y les mataron muchos indios, derribándolos con las lanzadas a los que intentaban entrar. Estaba entre los cristianos un clérigo, natural de Lepe, llamado Hernando de Abrigo, valiente hombre, junto con un soldado de Medellín llamado Hernando Ortiz; para animar a los demás salieron de el fuerte con intención de trabar nueva pelea con los indios; a estos dos hombres valientes les tomaron la puerta, cercados por todas partes peleando, después de haber muerto muchos indios, los mataron a lanzadas. Viendo los demás que no podían dejar de perderse, salieron de conformidad por una ladera abajo hacia la mar, y los que estaban a pie lo mismo; los indios los fueron siguiendo hasta el llano de la mar, que más adelante no osaron, por ser tierra llana y parte que no tenían defensa para caballos, aunque de los que iba a pie mataron seis cristianos al pasar de un río pequeño que allí había. Francisco Peña, natural de Valdepeñas, como estaba tan mal herido de las lanzadas que en la palizada le habían dado, se fué al navío; pudo llegara tiempo que le tomaron en el batel. Diego Cano, natural de Madrigal, quiso irse al navío; cuando llegó a la playa vió el batel que iba a lo largo; después de haberlo llamado, como vió que no quería volver, porque iba muy cargado, pareciéndole que más seguro camino era para salvar su vida aquél, dió al caballo de las espuelas y se metió por la rasar adelante nadando tras de el barco: ¡tanto puede hacer el miedo en casos semejantes! Los del batel, cuando le vieron venir, porque no se perdiese, le esperaron y tomaron consigo; el caballo, desechado su señor de sí, se volvió a tierra y siguió a los cristianos que huían. Los indios siguieron a los demás hasta meterlos en el camino de Santiago; allí los dejaron por volver a gozar del despojo, entendiendo que los que estaban a la guarda del camino los acabarían de matar. Los que iban huyendo, en sólo aquello pláticos, tomaron otro camino por la costa de la mar que no era tan usado, aunque también lo hallaron cerrado: cortando los árboles grandes que junto a él estaban, éstos cayendo en medio lo cerraban de tal manera que no podían pasar; allí los hallaban con sus lanzas a la defensa. Ayudóles mucho ir todos juntos para pasar estos pasos, que aunque mataron algunos, los mataran a todos.

De esta desdicha y mala orden decían en Santiago se tenían ellos la culpa, y les fué bien merecida la pena, querer poblar una ciudad setenta hombres, que ciento y treinta la habían despoblado, sin tener fuerte bastante, careciendo de artillería y arcabuces; y cierto el suceso que tuvieron, en la ciudad de Santiago por algunos hombres que lo entendían les fue dicho, consideradas todas las cosas, que se habían de perder. Murieron en este recuentro y alcance diez y nueve soldados; los demás que escaparon llegaron a Santiago como gente desbaratada. Los que estaban en el navío, vista su perdición, hicieron vela y se fueron al puerto de Valparaíso, donde habían partido. Decían que Villagra no mostró pesarle de este desbarato, diciendo que él despobló teniendo tino a lo de adelante, porque de él dependía todo, y por no perder más de lo perdido se retiró con tiempo, antes que, queriendo, no pudiese.

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Notas

(6) Por crudo. (Nota de la edición de la Academia).
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