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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
XXXVIII. De cómo se alborotaron los indios de toda la provincia viendo despoblada aquella ciudad, y cómo fueron sobre la ciudad de Angol y los desbarato don Miguel de Velasco

Los indios de la provincia de Arauco, como vieron que Francisco de Villagra se había embarcado para ir a la Concepción, despoblada la ciudad de Cañete, entendieron que lo hacía con temor de no perderse; tratan con los demás comarcanos que no dejen perder tiempo tan oportuno como el que tenían, y que todos tomasen las armas y viniesen sobre la casa fuerte de Arauco, y la combatiesen hasta tomarla por fuerza o por asidio; y para este efecto hicieron junta y llamamiento general de toda la provincia, y para hacerlo con mejor orden rogaron a Colocolo se encargase del mando y cargo de la guerra. Era este Colocolo cacique principal y señor de muchos indios cerca del valle de Arauco; y para el efecto hicieron derrama a su usanza de mucha chaquira y ropa, que es el oro que entre ellos anda, y de esto le dieron por su trabajo y en nombre de todos paga y salario. En las juntas se conformaron con el parecer que este indio les dió, que era hombre de buen entendimiento, cuerdo, y pensaba las cosas de guerra bien; el cual les dijo que convenía dar aviso a los indios comarcanos a la ciudad de Angol, que juntos con algunos capitanes que les enviaban, el día que les pareciese diesen repentinamente sobre el pueblo; y que cuando no saliesen con la victoria, por lo menos serían parte para despoblar aquella ciudad y desechar aquella pesadumbre, y que despoblado Angol, o muertos, como creían, los cristianos que estaban a su defensa, no dudasen sino que los que estaban en la casa fuerte de Arauco serían todos perdidos, porque cuando todo les dijese mal, lo cual no creían, les tomarían los pasos, y que ellos propios se consumirían de hambre, faltos de toda cosa, porque comida no la tenían dentro del fuerte y serían parte para salilla a buscar.

Resumidos en este acuerdo, despacharon indios pláticos que hablasen a los principales de Angol y les dijesen la voluntad que tenían acerca de su voluntad, y de cómo se condolían de sus trabajos. Puesta esta plática en la junta que hicieron, acordaron que para un día señalado todos estuviesen juntos en el valle de Chipimo, que está de la ciudad poco más de dos leguas, y que allí, por ser montaña, estarían al seguro y encubiertos para lo que querían hacer. Juntos cantidad de seis mil indios, lucida gente, con buenas lanzas, arcos y flechas, soberbios en gran manera, en mitad del día se representaron contra la ciudad, pudiendo venir al amanecer, hora competente para su disinio, que aquella hora estando como estaba descuidados de caso semejante los tomaran en sus camas, a causa de ser la ciudad en la parte que estaba poblada cercada de ríos y barrancas, tan aparejado todo a su propósito, que ni los vieran ni sintieran hasta que estuvieran en sus casas; mas fué Dios servido no lo alcanzasen, porque no se perdiese tanto niño y mujer. El capitán, don Miguel, como los vió venir tan al descubierto, mandó recoger las mujeres y muchachos en dos casas que estaban cercadas de pared, que para caso repentino como aquél bastaba, hasta ver cómo sucedía, pues forzosamente habían de pelear; dejó con ellos algunos soldados por guarda con el capitán Juan Barahona y salió con veinte hombres, los menos de ellos, bien en orden, porque había enviado al capitán Francisco de Ulloa con quince soldados que tomase plática de cómo estaban los indios y de lo que intentaban hacer; por otra parte, envió a Juan Morán, vecino de aquella ciudad, con ocho soldados a lo mismo. En esta coyuntura acertaron los indios a venir sobre Angol no hallándose don Miguel con más gente de estos veinte hombres, los seis eran arcabuceros y catorce de a caballo. Los indios venían por tres partes; el un escuadrón grande venía por el llano derecho al pueblo, confiado en la gente que traía; el otro escuadrón venía el río arriba, trayendo por su defensa las barrancas. Viéndose don Miguel tan falto de gente determinó con los veinte hombres que llevaba pelear con el escuadrón mayor, pues en aquél estaba toda la fuerza que los indios traían: puesta una pieza de artillería a tiro y asestada en parte que podía al descubierto jugar en los indios, les comenzó a tirar algunas pelotas y mandó apear los arcabuceros para mejor y más certero pudiesen tirar: los llevó por delante con orden que no disparasen todos juntos, sino uno a uno, y que cuando uno tirase, el otro cargase y que así se esperasen, de manera que no dejasen siempre de tirar para cerrar con ellos, porque a causa del miedo que tenían cuando algún arcabuz se disparaba se bajaban todos, y como no dejaban de jugar los pocos arcabuces que llevaban teníalos destinados a causa de ser los arcabuceros pláticos y tan diestros en manejar los arcabuces y tan certeros en los tiros que hacían. Eran los arcabuceros Juan González Ayala, Francisco Gómez, Miguel de Candia, Juan de Leiva, Martín de Ariza, Juan Vázquez; y de a caballo Juan Bernal de Mercado, Diego Barahona, Miguel Sánchez, Pedro Cortés, Cristóbal de Olivera, Baltasar Pérez, Sebastián del Hoyo y un clérigo que iba con un crucifijo en la mano, llamado Mancio González, animándolos y rogando a Dios les diese victoria. Los indios, considerando que la parte en donde estaban era tierra llana y que los caballos les tenían ventaja, comenzaron a juntarse a manera de hombres que demostraban tener miedo. Conocido esto por el capitán don Miguel, después de haberles dado una rociada con todos los arcabuces juntos, rompió con los catorce hombres que tenía a caballo por ellos, entrando en el escuadrón; un indio, rostro a rostro, le dió al caballo en que iba una lanzada por los pechos que le metió más de una braza de lanza por el cuerpo, y él se vió perdido, si no se defendiera con su espada peleando valientemente. Juan Bernal de Mercado, queriendo remedar en valentía a Lorenzo Bernal, su hermano, encendido en una virtuosa envidia y mostrar ser merecedor de tal hermano, en un buen caballo en que iba, para que tuviesen cuenta con él le puso un pretal de cascabeles, y andando con esta furia peleando lo esperó un indio con una lanza; errándole el golpe del cuerpo le acertó por un muslo y le pasó más de la mitad de la lanza a la otra parte; el caballo con la furia que llevaba le sacó la lanza al indio de las manos, y llegó luego a un amigo suyo que se la sacase. Pareciéndole que tardaba en obra de médico, él mismo tirando por el asta, la sacó por el regatón y no por el fierro que hizo la herida y después peleó a gran condición de perderse por la mucha sangre que le iba de la herida. Los demás soldados, revueltos con los indios, pelearon de manera que les hicieron volver las espaldas huyendo hacia el río en cuya defensa por las barrancas se pudieron ir retirando haciéndose fuertes en toda parte para no recibir más daño. El otro escuadrón que venía a entrar en el pueblo les salieron a la defensa tres soldados con los yanaconas de servicio que había en la ciudad: éstos peleaban con hondas y piedras, no para más efecto de entretenerlos, no se metiesen en la ciudad, hasta ver cómo les sucedía al capitán don Miguel con el escuadrón que peleaba. Allí se nido una mujer india que se cargaba de piedras y entre los yanaconas las derramaba para que peleasen con ellas; haciendo oficio de capitán los animaba y volvía por más. Este escuadrón, como nido al otro principal desbaratado y volver las espaldas, hicieron ellos lo mismo: no se pudo dar alcance por respeto del río a donde se echaron; murieron muchos de los arcabuces y pieza de artillería y alanceados de los de a caballo. Antonio González y Francisco de Tapia pelearon tan valientemente, que merecieron aquel día cualquiera merced que su majestad les hiciera. Trataron luego mudar de allí aquella ciudad a otro asiento mejor donde con más seguridad pudiesen estar, porque allí estaban muy a riesgo de semejantes acaecimientos y por ventura de perderse después. Se trataba entre los indios la gran flaqueza que habían tenido siendo los cristianos pocos y ellos muchos salir desbaratados y perdidos; afeándoselo algunos principales daban por descargo no habían podido hacer más, porque una mujer andaba en el aire por cima de ellos que les ponía grandísimo temor y quitaba la vista; y es de creer que la benditísima Reina del cielo los quiso socorrer, que de otra manera era imposible sustentarse, porque las mujeres que en la ciudad había era grandísima lástima verlas llorar, y las voces que daban; llamando a Nuestra Señora, es cierto les quiso favorecer con su misericordia. De allí mudaron luego la ciudad donde hoy está poblada en un llano, dos leguas de donde estaba, ribera de un fresco río llamado Congoya. Esto resultó de aquella jornada que los indios hicieron a esta ciudad.