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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
XXXIX. De cómo todos los caciques y señores principales de toda la provincia se conjuraron y vinieron sobre la casa fuerte de Arauco, y lo que sucedió

Después que Francisco de Villagra se embarcó en la playa de Arauco con todos los vecinos y mujeres que de la ciudad de Cañete vinieron dejando despoblada aquella ciudad, que había cinco años poco más que don García de Mendoza la pobló, con mucha costa del rey y trabajo suyo y de todo el reino, los indios, viendo que se les venía a la mano su pretensión como ellos lo deseaban, aunque la jornada que hicieron a Angol no les salió como pensaban, se contentaron con lo hecho, pues despoblaron la ciudad de donde estaba (lugar dañoso para ellos por respeto de estar tan conjunta a los montes donde ellos se recogían): tratan luego de se juntar e ir sobre la casa fuerte de Arauco, que aunque estaban en ella ciento y quince hombres, los nombres de los cuales dijimos en el capítulo de atrás, los tuvieron en tan poco, que les pareció probar con ellos su ventura; juntándose todos los principales de la provincia, y con número de veinte mili indios, habiendo lo tratado resumido en que se hiciese la jornada, con orden de guerra dada por su capitán Colocolo, indio de las partes que tengo dichas atrás, una mañana comenzaron a descubrirse a vista del fuerte, con muchas lanzas de Castilla y arcabuces de los que habían ganado en los recuentros que con cristianos habían tenido.

Pedro de Villagra, que allí estaba por capitán mayor, mandó que los fuesen a reconocer. Salió a ello el capitán Lorenzo Bernal con cincuenta soldados a caballo, el cual, viendo los grandes escuadrones que venían caminando, se retiró al fuerte, y dijo a Pedro de Villagra mandase cargar el artillería, porque de las maneras que los indios venían, y los muchos que eran, no era cosa pelear con ellos en campo, pues estaban tan pláticos en menear las armas, sino esperar qué designio era el que traían, y que después el tiempo les diría lo que habían de hacer. Los indios llegaron a ponerse con sus escuadrones en una loma rasa apartados algo del fuerte; representada la batalla, comenzaron a llamar a los cristianos a ella. Los soldados que andaban fuera del fuerte, número de cincuenta, trataron con el capitán Lorenzo Bernal sería bien pelear en aquel llano, donde, si les decía bien, castigaban aquellos bárbaros, y si mal tenían el remedio cerca, pues con el artillería y arcabuces los podían defender. Unos eran de este parecer; otros, más atentamente, decían que no era bien aventurarse en caso semejante por ser pocos: que era mejor conservarse para mejores efectos con prudencia de guerra, procurando con algunas mañas y ardides desbaratarlos que no en batalla tan desordenada, pues era cierto los indios estaban en sus tierras, y aunque los desbaratasen muchas veces podían volverse a juntar muy muchos, como ellos conocían era gente sin temor y morían bestialmente con grande ánimo. Estaba a esta plática presente un valiente soldado, caballero vizcaíno, llamado Lope Ruiz de Gamboa, con ánimo grandísimo de valiente hombre, como en efecto lo era deshaciendo a los indios y animando a los demás que rompiesen con ellos; les dijo que él sería el primero que acometería, que al fin eran indios, que rompiesen con él y no dejasen caer sus ánimos, pues otras cosas mayores habían acabado en el reino de Chile; y para que viesen que hacía lo que decía, les rogaba le socorriesen. Con esta determinación y ánimo se arrojó al escuadrón de los indios, los cuales, viéndole venir, se abrieron y lo dejaron entrar, y el escuadrón se cerró por la frente haciendo defensa a los demás que le quisieron socorrer. Los indios que cerca de este caballero se hallaron en mitad del escuadrón, peleando con él, con macanas grandes y porras le dieron tantos golpes y lanzadas, que lo derribaron del caballo e hicieron pedazos, desmembrándolo todo, sin que se atreviesen a socorrerlo. Esta arremetida fué sin orden y de sólo su autoridad: digo esto por salvar a los capitanes, que no tuvieron de ello culpa. Pedro de Villagra, como vió el suceso de Lope Ruiz, mandó que todos se apeasen y metiesen en el fuerte. Los indios, viendo que los cristianos no querían salir a pelear, determinan quemarles la casa que hacía el fuerte, que eran cuatro lienzos de pared, los tres de ellos cubiertos; éstos servían de aposentos a los soldados que estaban en ella; y pudiéronlo muy bien hacer a causa de no estar cubierta con teja, sino paja; y aunque el capitán lo podía haber reparado, no paró en ello, entendiendo no fuera la venida de los indios con tanta brevedad: por este respeto no la había descobijado. Un indio valiente y de buena determinación la quiso quemar, y para ello [puso] a una lanza larga una flecha con fuego atado a ella: este indio, corriendo, dando vueltas porque los arcabuces no tomasen puntería en él, llegó a la casa y metió la flecha entre la paja, que como era la lanza larga pudo alcanzar a ella. Acrecentado el fuego con el aire, levantando grande llama, comenzó a extenderse por la casa adelante: los indios dan grandes gritos con sonido de muchas cornetas y cuernos con que se apellidan. Los cristianos que dentro estaban, como veían tan grande fuego entre ellos, y que era imposible poderlo apagar, y más los indios a las puertas buscando por dónde entrar a pelear con ellos, y el bramido de los caballos que dentro tenían quemándose, andaban sueltos dándose de coces y bocados, buscando en dónde tener reparo, y el humo tan grande que los cegaba, no sabían qué hacerse; y si los indios con escalas acometieran por dos torres que tenían, o les quemaran las puertas, era cierto que vieran la victoria de todos ellos, aunque estaban dentro soldados valientes y ejercitados en la guerra. Porque dos indios que llegaron a un cubo, hallándolo solo, que los que estaban a su defensa por respeto del humo lo desampararon, éstos, abriendo la tronera y haciéndola mayor, sacaron una pieza de artillería atada a una soga; ayudándoles otros se la llevaron: los soldados que estaban en lo alto de los cubos los desampararon, que no podían sufrir el mucho humo que los ahogaba. Pedro de Villagra con los demás soldados, fuera de los que guardaban las puertas, andaban atajando el fuego, no se les acabase de quemar todos los cuarteles. Baltasar de Castro, con una hacha, adargándole el capitán Gaspar de la Barrera, andaba cortando las varas del cobertor de la casa para poder atajar el fuego, y eran tantas las flechas que los indios tiraban a los que esto hacían, que levantando los brazos para dar el golpe los herían con las flechas que les tiraban. Un soldado llamado Francisco de Niebla estaba a la guarda de una torre, y aunque los indios estaban por de fuera a la mira, quiso más morir peleando, que como animal morir ahogado en humo; por una ventana hacia la puerta del fuerte se arrojó sin que los indios le enojasen, que no le debieron de ver atentos a otras cosas, que allí lo mataran; mas cuando acertaron a verle ya le abrían la puerta. Don Juan Enríquez estaba en este cubo herido y en la cama, por la cual indisposición de la herida no se pudo levantar ni hubo quien le socorriese; murió ahogado del humo. Los soldados que trabajaban a atajar el fuego cortaron un pedazo de un lienzo con tanta presteza, que comenzó a ir en disminución: sobreviniendo la noche se acabó de matar. Los indios, viendo que no les habían hecho más daño de quemarles la casa, que no fué poco, y mucha parte del bastimento que se les quemó y ahumó, después de haber estado tres días, viendo que no querían salir a pelear, se fueron a sus tierras con intenciones de volver a ponerles cerco después de haber cogido las simenteras que tenían, y no quitarse de sobre ellos hasta verlos todos a las manos. Pedro de Villagra, habiendo visto el rebato pasado, y trance tan a pique de perderse, pareciéndole que no era para él sustentar aquella fuerza, sino para un soldado amigo de ganar reputación y honra, dejó por capitán a Lorenzo Bernal con comisión que todos le obedeciesen, y él, con dos amigos, se metió en un barco y fué a la Concepción, donde el gobernador estaba, que se degustó mucho con su venida, pesándole hubiese dejado aquella fuerza, a lo cual daba buen descargo, como hombre que en hábito de soldado no pretendía ganar honra de nuevo.