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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
LIX. De cómo los oidores llegaron a la Concepción y asentaron el audiencia, y de las cosas que hicieron

Ido el gobernador Rodrigo de Quiroga, los oidores asentaron el Audiencia conforme a la orden que de España traían dada por su majestad y Consejo de las Indias; comenzaron a oír de negocios que había muchos, y pleitos de indios, a causa que por estar pobres no podían illos a seguir a la Audiencia de los Reyes, [y] por respeto de las ordinarias guerras no tenían aprovechamiento de sus indios; luego se movieron muchos para venir a la Concepción y pedir lo que cada uno le parecía tenía derecho por título de los gobernadores pasados. Los oidores nombraron luego oficiales de Audiencia y señalaron cárcel de corte y procuradores para los negociantes que pedir quisiesen, y oían cada día de negocios públicos, y como habían tomado todo el gobierno del reino a su cargo, después que salían de Audiencia se ocupaban de cosas y proveimientos de guerra. Eran estos señores dos, y sin presidente, porque otro oidor que su majestad había proveído juntamente con ellos, llamado licenciado Serra, murió en Tierra-Firme antes de llegar al Perú; el uno de los dos, natural de Estepa, llamado licenciado Juan de Torres de Vera, y el otro, natural de Montilla, cerca de Córdoba, por nombre licenciado Egas Venegas: ambos de conformidad tenían el gobierno.

Queriendo sustentar lo que estaba de paz y atraer lo de guerra a quietud, rogaron al general Martín Ruiz de Gamboa, que lo había sido de Rodrigo de Quiroga, se encargase de hacer la guerra a los indios alzados. Hubo demandas y respuestas, porque Martín Ruiz les pedía le diesen provisión bastante para poderlo hacer, dándole el supremo cargo. Los oidores no estuvieron en se la dar hasta ser informados de lo que convenía al bien público, y así se dilató algunos días, hasta que después, por vía de ruego, se fué a encargar de los soldados que andaban con el maestro de campo Lorenzo Bernal y estaban en la ciudad de Cañete; finalmente de todo, escribieron por vía de acuerdo a todo el común lo respetasen y tuviesen por su capitán, como hasta allí lo había sido; con esta orden se partió y llegó a Cañete, mandando en todo lo que entendía que convenía hacerse. El maestro de campo estaba en la casa fuerte de Arauco, que quería venir a verse con los oidores; enviáronle a decir no viniese, sino que se estuviese en la guerra como estaba; y para hacer gente en las ciudades de arriba para que con más posible se pudiese campear al seguro, enviaron al capitán Alonso Ortiz de Zúñiga, natural de Sevilla, con provisión, que por la orden que se acostumbraba en el reino y a él le pareciese, hiciese la más gente que pudiese en las ciudades de Valdivia, Osorno, Imperial, Ciudad Rica, y con ella viniese a la Concepción.

Llegado el capitán Alonso Ortiz a la ciudad de Valdivia, presentó en el cabildo la provisión que llevaba y comenzó a apercibir a las personas que podían ir en su compañía; y otros que eran tratantes y hombres que no seguían la guerra, se componían por dineros para con ellos ayudar a los que estaban pobres con que se aderezasen; juntó en breves días sesenta soldados bien aderezados, y a vueltas de ellas muchos otros que venían a negocios, y las ciudades por dalles el bien venido, les enviaron procuradores y que demás de la orden que llevaban tratasen cada uno lo que les pareciese conveniente a su república, conforme a la instrucción que para ello les daban. Llegó el capitán Alonso Ortiz a la ciudad de la Concepción con su gente; fué recibido de los oidores alegremente. Después de haber descansado algunos días del camino, por respeto del servicio que traían y por no haber cosa nueva, a causa que el general Martín Ruiz, estando en la ciudad de Cañete, tuvo nueva que los indios de aquella provincia hacían un fuerte, dos leguas de aquella ciudad, como gente que no sabía tener quietud, y se juntaba de cada día más Número, apercibió ochenta soldados y envió al fuerte de Arauco dar aviso de ello al maestro de campo se hallase con él, el cual vino, y con la gente que trajo y la que el general tenía se juntaron ciento y quince soldados. Llegando al fuerte el maestro de campo, reconoció y dijo al general su merced hiciese cuadrillas porque en todo caso convenía pelear; que el fuerte estaba por acabar, y por aquella parte podrían pelear a mucha ventaja, aunque los indios eran muchos; el fuerte que tenían era una trinchea lunada con dos puntas a manera de luna cuando está de tres días. Estas puntas fenecían en una quebrada muy honda, y por la frente tenían de más del fondo muchas sepulturas hondas de estatura del un hombre, algunas cubiertas de manera que no se conocían. Ellos estaban detrás de su trinchea número tres mil indios, y los más cercanos tenían lanzas largas a medida de las sepulturas para que cayendo en ellas los soldados sin salir a ellos, desde lo alto los pudiesen matar con las lanzas. El general ordenó cuadrillas de a quince hombres cada una, porque mejor pudiesen pelear y socorrerse, y las dio [a] algunos soldados que de valientes eran conocidos: a don Diego de Guzmán, natural de Sevilla, le dio una; y [a] Alonso de Miranda, otra, y a Luis de Villegas, otra. De esta manera repartió todos los soldados, y con algunas alcancías de fuego que hacen entre los indios mucho efecto para desbaratarlos; estando juntos, quedó el general a caballo para proveer lo que conviniese, y treinta soldados consigo con que pudiese socorrer a la salud de los que habían de pelear a pie. El maestro de campo, con algunos amigos, quiso pelear a pie para poder mejor animar y acaudillar su gente; hablándoles primero, aunque en breve palabras, les dijo: aquellos indios habían tenido ánimo esperarle allí, confiados de la fuerza que tenían de trinchea y sepulturas hondas; que no desmayasen, pues al fin eran indios, y que peleando con determinación de hombres, como otras veces habían hecho, no le esperarían el primer ímpetu: que les rogaba mirasen y tuviesen cuenta a no se detener en dar socorro a los que cayesen en los hoyos, sino que pasasen adelante, teniendo tino a la victoria, porque si se paraban a socorrerlos eran desbaratados. "¿Qué más quieren los indios -decía el maestro de campo- que vernos olvidados de las armas, socorriendo a los que están caídos en las sepulturas? Saliendo ellos nos han dé tomar ocupados en aquella obra; es cierto a su ventaja pelearán con nosotros, como lo han hecho en otras partes, sino que pasemos adelante peleando animosamente, quitaremos a los indios la ocasión de pelear y matar a los que en los hoyos cayeren, y de esta manera ellos saldrán sin que les ayude nadie, ni habrá quien se lo estorbe". Con esta orden fueron caminando hacia el fuerte. Los indios los dejaron llegar; yendo tan cerca de él, que querían intentar a entrarlo, cayó un soldado en un hoyo, luego cayeron otros: los indios los alcanzaban y daban de lanzadas; los demás soldados no se quisieron ocupar en dalles socorro, sino, conforme a la orden que tenían, asaltar la trinchea. Con esta determinación les quitaron el poder herir a los que estaban en las sepulturas, que con este beneficio salieron de ellas sin peligro. Los cristianos echaban muchas alcancías de fuego entre los indios, y de su suerte y poca plática de guerra no prendía el fuego, porque las tiraban arrojadizas a manera de quien tira piedras, no habiéndolo de hacer así. El maestro de campo, como había reconocido por dónde se les podía entrar, acometióles por aquella parte, y muchos soldados con él: los indios pelearon defendiendo la entrada. El general Martín Ruiz estaba a caballo, puesto a la frente del fuerte con treinta hombres haciendo rostro a los enemigos, y encomendó al capitán Andicano con quince soldados a caballo tuviese cuenta con una punta que hacía el fuerte para resistir a los enemigos, si por allí quisiese salir alguna manga. El maestro de campo se acostó al tete del fuerte, que era uno de los dos cuernos que acababan en la quebrada; por allí pelearon también y con tanto ánimo lanza a lanza ay [a] arcabuzazos, los enemigos gran cantidad de flechas. Estuvo en peso un rato la batalla haciendo cada una de las partes todo lo que podía; hasta que viendo los indios la determinación grande de los cristianos y que peleaban como hombres desesperados, volvieron las espaldas para huir; y como no lo podían hacer a causa de estar tan apretados, los mataban con las espadas: dándoles por las espaldas los hacían apretar a los que junto con ellos estaban, de manera que el vaivén los hacía desamparar el sitio que tenían. En este medio, un soldado acertó a echar entre ellos una alcancía; ésta prendió de suerte que quemó algunas indios de los que cerca estaban; viendo su muerte y pérdida presente se echaron huyendo por la quebrada que a las espaldas tenían sin que pediesen los cristianos seguirles el alcance. Murieron pocos esos por respeto de ser mala la tierra para caballos y no poderlos seguir. De los cristianos muchos hubo heridos y ninguno muerto. Desde allí anduvo el general Martín Ruiz por la provincia llamando a los naturales le viniesen a servir, los cuales, viendo que no tenían seguridad en parte alguna, porque donde quiera que iban las seguía e perseguía, comenzaron a venir de paz dando alguna disculpas, y tomo les eran admitidas, venían de cada día más, hasta que les quitó el temor-. tratándoles bien por una parte y castigando los malos por otra, se asentaron y servían todos los comarcanos.