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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
LXXIII. De cómo llegó a Santiago don Miguel de Velasco con doscientos hombres que le dio el visorrey don Francisco de Toledo para socorrer a Chile, y de lo que hizo

Llegado don Miguel a la ciudad de los Reyes fué a visitar al visorrey, y después de haber tratado algunas cosas, le dió cuenta del estado del reino, pidiéndole socorro; halló voluntad en él de mandar hacer alguna gente que llevase, pues todo era del rey de España, y en semejantes necesidades sería servido se ayudasen y socorriesen sus gobernadores. Desde a pocos días mandó el visorrey hacer gente, número de doscientos hombres, y con ellos algunos criados suyos que de Castilla habían venido en su casa a la menos costa que al rey pudo hacer; poniendo pinsiones [a] algunos extranjeros de los reinos de España, conforme al caudal y haciendas que tenían, despachó a don Miguel en dos navíos, proveyóle de armas, pólvora, toda suerte de municiones y cuatro piezas de artillería de campo y se hizo a la vela del puerto de los Reyes, con buen tiempo. Llegó a Chile en tres meses de navegación, que aunque no hay más de quinientas leguas de mar, es el viento siempre tan contrario, que se navega contra el mismo viento a la bolina, dando un bordo a la mar y otro a la tierra; así van ganando el camino. Llegado al puerto de la Serena, dió aviso al gobernador Saravia, que estaba en Santiago, de su llegada y la gente que traía. Saravia mandó comprar caballos de la hacienda del rey para aderezarlos y salir con brevedad a hacer la guerra, cobrando la perdida reputación con el nuevo socorro.

Estando en esto, llegó con la gente en los dos navíos al puerto de Santiago; de allí se vino con toda la gente que traía a la ciudad, dejando el artillería que la llevasen por mar a la Concepción. Puestos en Santiago por el mes de septiembre del año de setenta, el gobernador les dió caballos y mandó hacer muchos fustes de sillas para ellos; y para aprestarse con brevedad envió a su hijo Ramiro Yáñez y al capitán Gaspar de la Barrera con comisión a las ciudades Valdivia, Osorno, Ciudad Rica, Imperial, Ciudad de Castro, que hiciesen la más gente que pudiesen, y que para el aviamiento pudiese gastar de la hacienda del rey lo que le pareciese.

En este tiempo, de la ciudad de Angol salieron entre vecinos y soldados doce hombres para ir a la Imperial, que está de Angol diez y ocho leguas, y como hombres mal pláticos de guerra hicieron dormida seis leguas de Angol, en mitad del camino cerca de unos carrizales. Los indios de guerra tuvieron nueva de ellos por sus espías que es imposible quitarles a causa que de ordinario tratan con cristianos y les sirven; siendo avisados, número de quinientos indios con sus lanzas vinieron aquella noche sobre ellos. La centinela que velaba oyó levantarse una perdiz con aquel estruendo y barahunda que ellas suelen, el cual estuvo con cuidado mirando hacia aquella parte; luego desde a poco sintió los enemigos que venían dando arma; por advertir a sus compañeros se retiró. Los indios que venían por dos partes, como gente que les había reconocido el sitio que tenían, fueron con ellos, tan presto como fué su centinela; con esta presteza los tomaron en las camas descuidados, durmiendo, y los caballos desensillados, y como se levantaban vencidos del sueño, yendo a tomar sus armas, topaban con las de los contrarios que los alanceaban y mataban. Algunos que sabían la tierra se metieron huyendo por el carrizal que junto a ellos estaba, y como los indios tuvieron tino a robar lo que llevaban y era de noche, pudieron escaparse cuatro soldados que llevaron la nueva de lo sucedido [a] Angol, de donde habían salido. Quedaron muertos ocho, y entre ellos Gregorio de Oña, natural de Burgos, que iba por su capitán: muerte bien empleada si en él solo fuera, porque le dijeron los demás que estuviesen con cuidado y se velasen con sus caballos muy en orden, y que haciendo muestra de dormida allí, pasasen dos leguas adelante y desmentirían a los enemigos, si algunos había; respondió estaban allí tan seguros como en Sevilla, hablando a lo rasgado, que es costumbre de algunos soldados bravos midiendo mal sus razones. Pues como llegaron Angol y dieron nueva de su pérdida, hicieron mensajero a la Concepción. Sabido por el licenciado don Juan de Torres de Vera, fué increíble la presteza que tuvo en ir al socorro con veinte soldados que llevó consigo; siendo veinte leguas de camino, las anduvo en un día natural, pasando dos ríos grandes antes de llegar Angol. Llegado a la ciudad, halló a los vecinos desesperados de su salud, porque con la muerte de los ocho cristianos habían ganado los indios reputación y se juntaban para venir sobre ella. Con su llegada cesó el miedo que tenían, reparando un fuerte que en la ciudad había, velándose con cuidado; recogió algunos vecinos que estaban apartados de los demás, y con la llegada de Luis de Villegas, soldado de buen ánimo y determinación, estando en Valdivia en compañía de Ramir Yáñez y Gaspar de la Barrera, teniendo nueva de lo sucedido, con la gente que pudo haber, se partió en socorro de aquella ciudad. Con su llegada, el general Torres de Vera, viendo que estaba sin peligro con la gente que tenía, se volvió a la Concepción.

Volviendo a Saravia, que en la ciudad de Santiago estaba paresciéndole Angol tendría necesidad de gente por la muerte de Gregorio de Oña, rogó a don Miguel se encargase de la guerra como su general, y con la gente que le pareciese fuese [a] Angol [e] hiciese la guerra en aquella provincia, pues sabía y entendía lo que más convenía al bien general, y que como fuese aderezando a los demás, los enviaría tras de él por sus cuadrillas, para que los indios viesen iba mucho campo a hacerles la guerra. Don Miguel le respondió que no quería encargarse más de gente. En esto pasaron algunos días, en los cuales, siendo importunado, acetó el cargo y con cien hombres partió de Santiago para Angol. Estando pocos días, por no hacer costa a los vecinos de aquella ciudad, que estaban pobres, se salió al campo camino de Puren, haciendo la guerra en las partes que le parecía podía hacer alguna suerte en los indios que habían muerto los ocho cristianos poco había.

En estos días, Ramiro Yáñez y Gaspar de la Barrera, en las ciudades que fueron a hacer gente, juntaron sesenta hombres bien aderezados de armas y caballos, con el ayuda que les hicieron de la hacienda real, que con la cantidad que ellos gastaron y lo que gastó Saravia en Santiago para aviar los soldados que don Miguel trajo, llegaba a número de veinte mil pesos, que serán veinte y siete mil ducados. Yendo caminando con esta gente, tuvieron nueva que el general don Miguel estaba en Puren haciendo la guerra [a] aquellos indios, y siendo certificados de ello, dejaron el camino que llevaban de Angol y se fueron a juntar con él. Después de juntos y recibidos unos a otros, como acaecer suele en semejantes vistas, trataron de ir al desaguadero de la ciénaga de Puren y dar una vista [a] aquella tierra. Para ello se ofreció un vecino de la Imperial, llamado Juan de Villanueva, el cual dijo sabía toda aquella comarca y la había andado muchas veces. Con tan buena guía partió del campo el capitán Gaspar de la Barrera con cincuenta soldados y llegó con ellos al desaguadero de la ciénaga, donde halló quince o veinte casas y en ellas algunas mujeres que tomaron los soldados que a ellas primero llegaron, y porque había mucho ganado suelto por el campo, con codicia de hacer presa, se dividieron a muchas partes. Los indios se comenzaron [a] apellidar y juntos hasta cuarenta indios hicieron rostro [a] doce soldados y comenzaron a pelear con ellos, porque dos que se apearon a tomar unas mujeres se les soltaron los caballos y se fueron hacia los indios; queriéndoselos quitar, les mataron otros dos de los que con ellos peleaban, y hirieron otros. En esto se habían ya juntado muchos indios que iban a tomarles el paso del desaguadero. Gaspar de la Barrera y Ramiro Yáñez, con los soldados que consigo tenían, les defendían no llegar al paso, porque pudiesen salir los que dentro en la ciénaga de la otra parte del desaguadero estaban; y porque tardaban, los fué a llamar un soldado. Pasados de esta otra banda, venían tras ellos número de mil indios con mucho ánimo, viendo que se les huían; por provocarlos a pelear, los cristianos volvían algunas veces sobre ellos y alanceaban algunos. Los indios se recogían a su escuadrón y todos juntos caminaban tras ellos. Luis de Villegas, como era buen soldado y valiente, hizo una arremetida: quiso su poca ventura cayó el caballo con él y al levantar no se pudo aprovechar del caballo, donde le convino huir a pie de muchos indios que venían sobre él; algunos soldados le daban las ancas de sus caballos; no quiso o no pudo subir a caballo por respeto de una pierna que llevaba maltratada, tomáronlo por delante. Mas los indios, viendo que iba a pie, como gente suelta, los apretaron de tal manera, que dejándolo los de a caballo como hombres temerosos, desamparado si no de su fortuna, aunque él con buen ánimo, que lo tenía de buen soldado, rogándoles que le hiciesen espaldas, no aprovechó, que los indios llegaron a él. Viéndolos tan cerca se paró; poniendo mano a su espada, revolvió sobre ellos como hombre desesperado. Los enemigos, que con lanzas y macanas venían a herirle, le dieron tres golpes a la par sobre la cabeza y brazo, que no pudiendo mandar más el espada, en presencia de los de a caballo con ser muchos de ellos sus amigos, lo mataron sin ser socorrido. Los demás soldados, huyendo, llegaron al campo de don Miguel con la pérdida dicha; el cual, otro día, mandó su campo para ponerse más en comarca de Puren y castigar la muerte de este soldado.