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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
LXXIV. De lo que hizo el gobernador Saravia después que envió a don Miguel de Velasco al socorro de Angól, y de lo que acaeció a don Miguel en Purén

Después que salió don Miguel de Santiago para socorrer a la ciudad de Angol y hacer la guerra [a] aquellos naturales, Saravia quedó aprestando los demás soldados para enviarlos en su seguimiento; y porque la Concepción estaba desproveída de ganado y pasaba necesidad, mandó al maestro de campo Lorenzo Bernal se aprestase, para que con cincuenta soldados metiese en la Concepción el bestiame de vacas que de la hacienda del rey se habían comprado, y después de haberlas entregado en aquella ciudad, se fuese a juntar con don Miguel, quedándose de retaguardia con la resta del campo, para irse después a juntar con ellos. El maestro de campo partió de Santiago; diciéndole bien su jornada, llegó a la Concepción, y de allí salió al campo con ánimo de esperar al gobernador en los términos de aquella ciudad, que a lo que algunos decían, más era por no se juntar con don Miguel que por hacer en aquel distrito la guerra, a causa de no llevarse bien.

Saravia salió de Santiago por el mes de enero del año de setenta; por sus jornadas llegó a Quines, que es un repartimiento de indios siete leguas de la Concepción. Desde allí escribió al licenciado Juan de Torres de Vera se viniese a ver con él, el cual le respondió le perdonase, que estaba ocupado en negocios de justicia y no podía salir de aquella Audiencia; dando otros descargos, no quiso ir a verse con él a causa que se había visto con don Miguel cuando por allí pasó y supo la comisión que le había dado de su general, sin tener con él cumplimiento alguno como hombre degustado; siendo, como era, de grande ánimo, recibió mucha pena en su espíritu. Habiendo antes de esto mandado juntar el cabildo de aquella ciudad, les dijo hacía dejación del cargo que de general había tenido en nombre del gobernador Saravia, y lo deponía en aquel ayuntamiento, despreciando toda cosa, quedando en su pecho quejoso, como se le pareció desde allí adelante; y aunque muchas veces fué importunado por aquella ciudad no los desamparase, no lo quiso hacer, que a lo que después se vió y sucedió a don Miguel en aquella jornada, le estuvo mucho bien el no haberse encargado del campo. Por donde entenderá todo cristiano que el bien o mal que a cada uno sucede es guiado por la voluntad divina, y así le sucedió a don Miguel en aquella jornada, porque queriendo ir a castigar la muerte de Luis de Villegas con ciento y treinta soldados, llegó al río de Puren, y hallando sitio a su propósito, como él lo quiso, alojó el campo en un codo que el río hacía, teniendo [a] sus espaldas las barrancas del río, y por los lados así mismo lugar bien fuerte para su seguridad, y por la frente tenía la campaña, que era tierra llana y muy a propósito para pelear a caballo. Estando el campo alojado en la parte dicha, los indios se llamaron y juntaron por sus mensajeros número de dos mili indios; muy bien pertrechados de armas que para aquel efecto traían, se llegaron un día cerca del campo, menos de una milla de camino, con ánimo, a lo que después se supo; de pelear aquella noche con los cristianos, dando de sobresalto repentinamente en ellos. Habiendo primero reconocido las barrancas del río, si les iba mal, eran mucha defensa para su salud, y porque la noche les ayudaría alguna parte, acordaron a las dos horas de noche probar su ventura; pues eran tan pocos cristianos y ellos dos mil indios, no dudaban la victoria ser suya. Aunque sin capitanes conocidos, sino a manera de behetria, con mucha orden se emboscaron con esta determinación esperando la noche. Acaeció que un soldado andaba potreando un caballo, que era nuevo y no estaba bien domado, y como el campo era a su propósito, iba al galope sin saber dónde más desenvolver su caballo, y así fué a dar en una quebrada donde los indios estaban, que sería hora de vísperas, por el mes de enero, año de setenta. Cuando los indios lo vieron, creyendo eran muchos cristianos, se levantaron y mostraron: el soldado, cuando los vió, volvió al campo dando arma. Don Miguel mandó apear sesenta soldados, quedando los demás a caballo, y éstos que estuviesen a pie para pelear si conviniese; y mandó al capitán Gaspar de la Barrera que con veinte lanzas fuese a reconocer los indios que estaban de la otra banda. El río era pequeño, que se podía vadear por muchas partes: pasándolo, llegó a una loma donde estaban parados en su escuadrón, que como los descubrió aquel soldado, luego por orden de Paylacar, señor principal en el valle de Puren, a quien todos ellos respetaban, se pusieron en orden. Viendo que no podían hacer el efecto acordado, que era pelear de noche, se fueron caminando hacia el campo, para ver de qué manera se ponían los cristianos con ellos. La orden que llevaban era un escuadrón cuadrado, con dos cuernos o puntas, que llaman mangas, de a cuatrocientos indios, y algunos sueltos que andaban fuera de orden como les parecía. Gaspar de la Barrera, cuando llegó y vió la orden que traían caminando, trabó con ellos escaramuza y alancearon algunos. Los indios le echaron una manga que les tomase las espaldas, y el escuadrón cerrado iba caminando hacia ellos: los cuales, viendo que unas veces se paraban y otras caminaban, acordaron puestos en ala acometerlos por ver qué ánimo mostraban, con demostración de darles batalla, aunque después acometieron a manera de juego de cañas, porque si se retiraban, era cierto los habían de llevar tras de sí al campo. Con esta orden arremetieron todos juntos, donde un soldado, de nombre Juan de Cabañas, o fué que lo llevó su caballo, o que él quiso pasar adelante más de lo que le convenía, entró en los indios, que con muchas lanzadas y golpes de porras lo derribaron del caballo, y con gran presteza le cortaron la cabeza y pusieron en una lanza; más animosos con esta suerte, iban cerrando en su orden, siguiendo a los cristianos hasta cerca del campo, donde hicieron alto esperando batalla. Vuelto el capitán Gaspar de la Barrera con la gente que había llevado, y los indios tan cerca, mandó don Miguel al artillero asestase una pieza de campo que tenía, aunque pequeña, y jugase en los indios. Con esta pieza les hacía daño algunos tiros, porque los tomaba al descubierto, y los arcabuces así mismo. Los indios tenían tanto aviso para no dar a entender que les mataba gente el artillería, que cuando alguno caía, los que estaban cerca se le ponían delante por no dar ánimo a los cristianos; y viendo que tanta gente les mataban, para repararse del tiro que les hacía más daño, se recogieron a unas matas [que] aunque claras los defendían algo. Don Miguel trató con los capitanes que allí estaban qué orden tendrían. Todos de conformidad le dijeron que pelease; no dejase perder una ocasión tan buena como tenían delante para castigar aquellos bárbaros, y decían que en qué parte podían desear tenerlos más a propósito para pelear que en un llano como aquel donde no había monte, ciénaga ni quebrada que los hiciese fuertes, sino sus armas. Viéndolos con esta determinación y que los que esto le decían eran soldados viejos y que otras veces habían peleado con indios, mandó a todos los que tenían caballos para poder pelear, que subiesen a caballo quedando a pie ocho o diez soldados con el artillero que de ordinario tiraba a los indios con la pieza de campo que tenían. Saliendo con esta determinación para pelear en aquel llano, los indios como los vieron venir, que era lo que deseaban sacarlos del fuerte que tenían, en orden de guerra se vienen hacia los cristianos, que con grande determinación rompieron con ellos; andando peleando mataron muchos enemigos, los cuales como eran muchos y todos los más con lanzas, que es gran ventaja para pelear contra gente de a caballo, y los caballos desarmados, los apretaron de manera que les convino retirarse al campo, y los indios envueltos con ellos llevándolos desbaratados, entraron todos juntos en el campo. Los soldados, derribados los ánimos y temerosos, sin haber peleado más de solamente la primera arremetida que hicieron, vueltas las espaldas, se dejaban llevar de los enemigos, tan desanimados que aun que su capitán los llamaba [a] que peleasen y se juntasen, no lo quisieron hacer, porque viendo a los indios dentro en el campo y que les andaban saqueando las tiendas y robando sus haciendas, que era ocasión para volver sobre ellos con coraje por vengarse del daño recibido, no lo quisieron hacer, pues era cierto que andando envueltos en el saco, olvidados de las armas y riñendo unos con otros sobre las ropas que tomaban, ocupados en esto, hicieran una suerte de guerra más buena, al cual efecto el miedo no les dió lugar. Don Miguel acudió con diez hombres a socorrer al artillero; cuando llegó, ya lo habían muerto; recogiendo algunos que a pie andaban, tomaron el camino de la ciudad de Angol, que estaba de allí nueve leguas, dejando a los indios todas sus ropas y lo que les había dado Ramir Yáñez, hijo del gobernador Saravia, de socorro en Valdivia y lo que había gastado su padre en Santiago, que todo ello no fué para más de vestir los indios, con muchas camisas, frezadas, jubones, capas y otras muchas galas que traían hechas, muchos caballos y otras cosas de precio. Murieron de los cristianos el artillero y un soldado llamado Juan de Dueñas, que entró en los indios, cuando al principio los fueron a reconocer. Fué una pérdida la que allí se hizo no vista ni oída en las Indias, porque ella perdieron toda la reputación que entre los indios tenían, teniéndolos en poco de allí adelante: viendo que en un llano los habían desbaratado y quitado sus haciendas, haciéndolos huir afrentosamente, cobraron grandísimo ánimo, porque antes de esto en tierra llana nunca los indios osaron parecer cerca de a donde anduviesen cristianos. Quedaron soberbios, y los españoles, corridos de su flaqueza y poco ánimo, llegaron a Angol aquella noche.