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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
XXXVI. De cómo Francisco de Villagra envió su hijo Pedro de Villagra a desbaratar un fuerte en compañía del licenciado Altamirano, que era su maestre de campo, y de lo que en la jornada le sucedió

Después de haber sucedido lo dicho, viendo los indios que los cristianos les iban a buscar dentro en los fuertes que hacían, acordaron de hacer uno muy de propósito donde se pudiesen juntar en mucha cantidad y pelear a su ventaja. Para este efecto, tratado y comunicado entre ellos, como en todo lo que hacen no hay señor principal a quien respetar, sino behetrias, escogieron en conformidad de todos el propio lugar y sitio donde habían peleado con Arias Pardo y Pedro de Villagra, que aunque no estaba acabado de hacer cuando pelearon, tenían entendido que puesto en defensa era el lugar a propósito por el mucho efecto que en él habían fecho; y así luego lo cercaron por la frente y lados de hoyos grandes, a manera de sepulturas en mucha cantidad y junto a la palizada del mismo fuerte, que era de maderos gruesos, una trinchea que lo hacía más fuerte, teniendo las espaldas a una quebrada de mucho monte desembarazada la entrada, para si les dijese mal irse por ella sin que les pudiesen matar gente alguna, y con orden de no salir a los cristianos fuera del fuerte, sino estarse dentro de él y dejarlos llegar hasta los hoyos que tenían cubiertos con paja y tierra, tan sutilmente tapados que era imposible dejar de engañar a quien no lo sabía. Hubo muchos principales que se hallaron en esta junta con sus indios, y todos de conformidad metían el calor y prenda que podían. Hecho el fuerte, tratan con los señores de Arauco que den de ello noticia a Villagra, los cuales también eran en ello como los otros, aunque como gente cautelosa los cubrían, dando a entender no sabían más de lo que les decían.

En este tiempo, Villagra estaba en la cama enfermo, e informándose muchas veces del propósito que los indios tenían por un principal del valle de Arauco, llamado Colocolo, [que] siempre fué hasta que murió amigo de cristianos, le dijo que los indios habían hecho el fuerte, y en qué parte y cómo había en él mucha gente y que deseaban pelear. Entendióse que echaban esta nueva para más atraer .la voluntad de Villagra a la suya, diciendo que ya eran dos veces desbaratados, y que si aquella los desbarataban no pelearían más, sino que darían la paz y servirían como les mandase. Villagra, bien informado del caso, envió a llamar a su maestro de campo, que andaba haciendo la guerra en la comarca de Tucapel, y al capitán Gómez de Lagos, que así mismo mandaba una cuadrilla de soldados en la misma provincia. Llegados donde estaba con la gente que, tenían, les dijo era informado que los indios habían hecho un fuerte: que le parecía se debían aderezar para ir a desbaratarlo, y que entendía, por lo que era informado, que en aquel buen suceso se acababa la guerra, según los propios indios le habían dicho: ellos se aderezaron de lo que les faltaba para caso semejante. El gobernador mandó a su hijo Pedro de Villagra, mancebo de mucha virtud, se juntase con él, por cuyo respeto fueron algunos soldados, sus amigos, y de la Concepción vinieron otros, que como era cosa tan señalada quisieron hallarse en ella. El maestre de campo bien quisiera que Villagra no le encargara cosa donde aunque le sucediese bien no se ganaba en ello nada, y si se perdía aventuraba perder mucho; mas como estaba sujeto a voluntad ajena no pudo hacer menos, y así con ánimo de hacer lo que el tiempo y la necesidad presente le dijese, partió de la casa fuerte de Arauco con noventa soldados valientes, y tanto que su mucha temeridad fué parte para su pérdida, y con quinientos indios por amigos con arcos y flechas; fué camino de Mareguano, que así se llamaba la tierra donde los enemigos esperaban camino de Arauco, hasta allí de seis leguas, y habiendo llegado cerca el maestro de campo, hizo dormida en un valle que estaba una legua de los enemigos, por descansar los caballos y gente para que con más asiento otro día se hiciese lo que entre todos se determinase. Luego como amaneció hizo cuadrillas de la gente que llevaba y dió una a Pedro de Villagra de veinte y cinco soldados, y tomó otra para sí del mismo número, y dió otra al capitán Gómez de Lagos; y al capitán Pedro Pantoja con cierta gente que le señaló mandó estuviese a caballo para favorecer a los de a pie si fuese necesario. Así mismo mandó al capitán Lagos que con seis soldados fuese delante de todos, y reconociendo el camino llegase hasta el fuerte si le dejasen caminar, y reconocido le diese aviso; con esta orden aminó delante del campo.

Los indios ya tenían nueva que venían, y del número que eran, y dónde habían dormido, los cuales acordaron no salirles al camino, sino dejarles llegar, y así estuvieron quedos; aunque eran muchos y podían pelear en el monte y mal camino, no lo quisieron hacer, sino más a su ventaja: por este respeto no pareció ninguno. Era cosa de ver los soldados que iban en la compañía de Pedro de Villagra; como eran mozos gallardos y briosos [y] no se habían visto en semejantes recuentros ni peleas, iban diciendo deseaban en gran manera [que] los indios se esperasen en el fuerte para mostrar el valor de sus personas, teniéndolos en tan poco que creían en su ventura no les habían de esperar; otros, que tenían más plática de guerra, decían que no los querían ver ni venir con ellos a las manos, y que pluguiese a Dios hubiesen desamparado el fuerte [y] no hallasen indio en él: que esto decían por experiencia de haber otras veces peleado con indios en fuertes, donde tan a su ventaja pelean, y que era bestialidad de capitanes mal pláticos, pudiendo pelear en tierra llana, o a lo menos en no tan mala, venirlos a buscar detrás de maderos puestos en los cerros, donde se aventuraba a perder y no ganar. Yendo en esta conversación les interrumpió el capitán Lagos, que llegó diciendo: "Ahí están los indios". Algunos se regocijaron, y a otros les pesó, porque entendían que había de resultar daño en general. Luego el maestre de campo dijo que le parecía no se debía de pelear, sino reconocer el sitio y de la manera que estaban, para ordenar lo que conviniese; tuvo muchas contradicciones de mancebos que con Pedro de Villagra iban, diciendo que a pelear venían y que aquello era lo que convenía. El maestre de campo, aunque conocía y entendía era caso temerario el que se intentaba, eran tantas cosas las que a sus oídos le decían, que aunque quisiera, puesto en donde estaba se cree era imposible obedecerle; por otra parte, vía que Pedro de Villagra estaba haciendo cierta oración a sus amigos, diciendo que les rogaba en aquel caso presente tuviesen cuenta con su persona y no permitiesen fuese hollado de sus enemigos, antes se holgaría lo hollasen sus amigos, dándoles a entender que, aunque él se perdiese, tuviesen tino a la victoria pasando por cima de él adelante, remedando a lo que dijo el marqués de Pescara a sus amigos en la batalla que tuvo con Bartolomé de Alviano, junto a Vicencia, porque se holgaba mucho de leer en aquel libro como hombre tan virtuoso, y así tomó de él lo dicho. El maestre de campo, visto la determinación de todos, puestas las cuadrillas en su orden, los capitanes delante, va caminando poco a poco hacia el fuerte. Los indios los dejaron llegar, estando puestos detrás de su trinchera con lanzas largas, esperando que llegasen a los hoyos que tenían cubiertos. Este caballero iba delante animando su gente a pelear; sin ver el engaño, cayó en un hoyo hecho a manera de sepultura, tan hondo como una estatura de un hombre, y tras él cayeron muchos en otros hoyos, de tal suerte, que como los indios les tiraban muchas flechas y los alcanzaban con las lanzas, no podían ser bien socorridos. Pedro de Villagra cayó en otro hoyo, y antes que sus amigos le pudiesen socorrer le dieron una lanzada por la boca, de suerte que le hicieron pedazos las ternillas del rostro, y echaba de sí tanta sangre, que poniéndolo en un caballo no se supo tener; desvanecida la vista, juntamente con la muerte, que le llegaba cerca, cayó del caballo, y allí murió sin poderlo más socorrer, porque sus amigos, que eran los que más braveaban cuando venían caminando, en otros hoyos junto a él los habían muerto. El maestro de campo no tuvo quien le estorbase, y así salió sin ayuda de ninguno, porque los que con él iban, como pasaron delante más cerca del fuerte, y cayeron en otros hoyos, los indios se ocuparon con ellos, los cuales, viendo el buen suceso que tenían, salen del fuerte por dos partes, y cercan los cristianos de tal manera, que como vieron a unos muertos y otros heridos, con grandísimo ánimo pelean. Los cristianos se comenzaron a retirar hacia sus caballos; los indios los aprietan de tal manera, que a lanzadas mataron muchos, y a manos tomaron algunos, aunque luego los mataban. Los que pudieron subir en sus caballos, sin esperar uno a otro, como gente vencida y desbaratada, huían unos por el camino de la Concepción y otros por el camino de Angol, que era una ciudad poblada ocho leguas de allí, y no por el camino de Arauco. Los indios los fueron siguiendo dos leguas, en cuyo alcance mataron algunos en los malos pasos que había de camino estrecho, y otros que se despeñaban sus caballos con ellos. Hubo grandes flaquezas en algunos, y como acaecer suele, en otros hubo buen acuerdo y ánimo reposado para favorecer a los que tenían necesidad. Iban tan desanimados, que poniéndose delante en un paso estrecho, lugar casi seguro, porque esperasen a los que atrás venían y recogidos juntos caminasen a su salvo, Antonio González, vecino de Santiago, natural de Constantina, y Gaspar de Villarroel, vecino de Osorno, natural de Ponferrada, en Galicia, con las espadas desnudas, no los podían detener. El capitán Pedro Pantoja, con la gente que tenía a caballo, siguió el camino que los demás. Luis González residente en la Concepción, hallándose a caballo desbaratado como los demás, conoció a Francisco de Ortigosa, secretario que había sido de don García de Mendoza, ir a pie y perdido; llegándose a él con ánimo de buen soldado, le dijo subiese a las ancas de su caballo, que con ayuda de Dios le sacaría de la necesidad en que estaba, y así escapó este hombre noble en tiempo donde ningún amigo se acordaba de otro; que fué hecho de soldado valiente: era Ortigosa, natural de Madrid. Murieron en este recuentro cuarenta y dos soldados valientes, y entre ellos Andrea Esclavón, valentísimo hombre, y Francisco Osorio, fijodalgo de Salamanca; Francisco de Zúñiga, de Sevilla; don Pedro de Guzmán, caballero noble de Sevilla; Rodrigo de Escobar, de Medina de Rioseco, y otros muchos que dejo por evitar prolijidad.