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Crónicas
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Advertencia

Con la presente edición del Compendio Historial de Melchor Jufré del Águila, que por encargo del rector de la Universidad hemos atendido, complétase la serie de los poemas que la larga y porfiada guerra de la conquista de Chile inspiró, y que en los últimos años han sido dados a luz por vez primera, o reimpresos de sus antiguas y agotadas ediciones, obedeciendo al gusto por la exhumación de los documentos primitivos que caracteriza los estudios históricos en este siglo, y al cual, por lo que a nosotros respecta, se ha mantenido fiel desde su primeros pasos aquella docta corporación.

De la Araucana, generadora de todos los poemas sobre la historia del nuevo mundo a la vez que el más alto representante de la épica española, cuéntanse numerosas ediciones hechas en España y en Francia con propósitos puramente mercantiles. La única de estas ediciones que debemos recordar, es la que dio a luz en París en 1840 el conocido traductor de Virgilio don Eugenio de Ochoa, al frente de una reimpresión de los fragmentos de varios poemas que con el título de musa épica española había reunido e ilustrado el poeta Quintana; Ochoa mejoró su edición exornándola con el retrato de Ercilla grabado en acero, aunque no en copia directa del que dio en madera el célebre cincelador Arfe y Villafañe al frente de las ediciones de 1578 y 1590.

A esa edición siguiose la no menos estimable, y quizás más cuidada, que dio don Cayetano Rosell en el tomo de la biblioteca de autores españoles de Rivadeneira consagrado a los poemas épicos. Madrid, 1851. Pero superior a ambas, y ya definitiva en cuanto a la corrección del texto, es la que publicó en 1866 la Academia Española por cuidado y diligencia de don Antonio Ferrer del Río. Es lástima que esta edición no contenga la dedicatoria al Rey, a quien se dirige Ercilla en más de una de sus octavas, las aprobaciones, las licencias para la impresión, y los versos que algunos ingenios del tiempo compusieron en elogio del autor y de su obra: documentos que nos dan la historia del libro en sus primeros pasos, y que reflejan los juicios que mereció de los contemporáneos.

No tenemos para qué detenernos a considerar entre los poemas de la historia nacional, una verdadera leyenda que en octava rima, y como cuarta y quinta parte de la Araucana, publicó en 1598 don Diego de Santisteban y Osorio; de quien sólo sabemos que era natural de León y que aún no había salido de sus montañas, pues era muy joven, cuando escribía. Su estro despertose probablemente, más que al calor de los heroicos hechos cantados por Ercilla, a lo novedoso y romanesco de los nombres de sus personajes, Fresia, Guacolda, Lautaro, Galvarino, etc. El poeta leonés principia describiendo una reunión de las tribus araucanas que se han congregado para elegir un jefe,

No llevando a paciencia el ser vencidos
Con general silencio se juntaron.

Eligen a Caupolicán, el hijo del cacique de este nombre a quien había hecho empalar el capitán Reinoso; y sus empresas ocupan gran parte del poema que concluye con su muerte. Fuera de dos episodios, también al estilo de Ercilla, la toma de Orán y el descubrimiento del Perú, su narración marcha apretada, seca, sin que nada la detenga, ¡triste mérito en una obra de imaginación! Sin que brote de la mente del poeta uno solo de esos pensamientos ora brillantes, ora profundos, que Ercilla con tanta felicidad engasta en los pareados de sus octavas, y que Oña habrá de derramar por doquiera con juvenil desparpajo.

Pedro de Oña, nacido en la ciudad de Angol y criado entre las alarmas de la frontera y el ruido de los combates, es con su Arauco Domado el verdadero continuador de la epopeya de Ercilla, porque el araucano, cuya fama de valor indomable y de constancia sonaba ya en Europa al finalizar el siglo XVI, estaba destinado a tener poetas por cronistas de sus hazañas. Ercilla cierra su narración con el descubrimiento del archipiélago de Chiloé, a cuya isla grande penetró

El año de cincuenta y ocho entrado
Sobre mil y quinientos, por febrero,
A las dos de la tarde, el postrer día...

Oña avanza cerca de medio siglo en su narración:

El año es el presente en que esto escribo
De mil que, con quinientos y noventa,
Contando cuatro más, remata cuenta,
A la sazón que sale el tiempo estivo...

Dos años después de esta fecha apareció en Lima el Araucano Domado, y luego en 1605 lo reprodujo la prensa de Madrid, merced a don García Hurtado de Mendoza que, viejo ya y en disfavor en la corte, presentaba como una apología de sus trabajos en los gobiernos de Chile y del Perú, los cantos del joven criollo.

A pesar de esas dos ediciones publicadas en tan corto tiempo, y a pesar de aquel alto patrocinio (aunque con más exactitud pudiera decirse que el poeta había amparado al magnate), el olvido cayó luego sobre el poema. Lope de Vega incluyó a Oña en el Laurel de Apolo, galería poética en que pasó en revista a los ingenios de su tiempo, pero fue como autor de otro poema, el Ignacio de Cantabria, consagrado a referir la vida del fundador de la Compañía de Jesús.

Llegó a hacerse tan raro el Arauco Domado, que el erudito don Nicolás Antonio, que escribió su Biblioteca hispana nova bajo el reinado de Carlos II, no logró ver ningún ejemplar de las dos ediciones, y sólo pudo citarlas de oídas.

Al cabo de un olvido de más de dos siglos volvió a aparecer el Arauco Domado, dado a luz por don Juan María Gutiérrez en Valparaíso en 1849, quien preparó su edición publicando un elegante estudio del poema (1848). Mas si ser recordado en su patria antes que el autor de la Araucana, era lisonjero para la gloria del poeta que no olvidó mencionar al frente de su obra el oscuro lugar de su cuna, su mérito literario no podía ser aquilatado sino en la península, en concurso con todos los ingenios que entonaron en lengua castellana la trompa épica. Don Cayetano Rosell, el editor de Ercilla ya citado, incluyó el Arauco en la colección Rivadeneira como la obra de las inspiradas por la Araucana que más se acerca a su modelo. Pudo disponer Rosell para su edición de un ejemplar de la rarísima de 1596, y restablecer algunos pasajes viciados de la edición de Valparaíso, que fue hecha sobre la de Sevilla de 1605.

No se apagaba aún el eco del canto del poeta de Angol al ruido de los nuevos combates de la guerra araucana, y ya otro poeta, el capitán don Fernando Álvarez de Toledo, encomendero de Chillán, salía "por el camino de su aldea» para seguir tras de aquel, «aunque en flaco rocín",

                   relatando
En todo la verdad, sin que se vea
Patraña que la vaya deslustrando.

Su narración abrazaba un período de diecisiete años, desde 1583 a 1599, y se dividía en dos partes de las cuales no sabríamos decir si formaban un sólo poema, o si eran dos poemas diversos. Como quiera que fuese, la primera parte titulada Araucana, de cuya existencia no se tiene otra noticia que la que nos da el historiador Ovalle, que la sigue al tratar del gobierno de don Alonso de Sotomayor, parece definitivamente perdida, pues desde mediados del siglo XVII, no se vuelve a encontrar alusión a ella.

La segunda parte, bajo el título de Puren Indómito, cuenta la salida del gobernador Loyola de la ciudad de la Imperial, la dispersión de su campo y su muerte a manos de los indios en el asalto nocturno a Curalaba, los desastres y muertes de españoles que se siguieron, la venida de don Francisco de Quiñones al gobierno de la colonia, y por fin la victoria que éste obtuvo contra los bárbaros en Yumbel, en la cual perecen los dos principales jefes enemigos. El poema se detiene repentinamente en una octava inconclusa, habiendo desaparecido el resto que por lo menos llegaba hasta la conclusión del gobierno de Quiñones.

El Puren Indómito estuvo a punto de ser incluido en la biblioteca de Rivadeneira. De la copia que para este fin tenía preparada Rosell, se aprovechó don Diego Barros Arana para darlo a luz en Leipzig en 1862. Si esta edición adolece de algunas incorrecciones, que son fáciles de salvar con una lectura atenta, han de achacarse al editor alemán, aunque conjeturamos que algunas sean provenientes de defectos de la copia que sirvió de original.

Otro cantor de las guerras de Chile, de dotes poéticas de mayor valía que las del capitán Álvarez de Toledo, fue un soldado, cuyo nombre ignoramos porque nos dejó su obra anónima e inconclusa tal vez por haber perecido trágicamente en algún encuentro. Sabemos por su propio testimonio que empezó a escribirla en 1622, y que se había enrolado en Lima bajo las banderas de Quiñones para venir a pelear en la "larga y envejecida" guerra de Chile, a los dieciocho años de edad, siendo ya veterano por llevar cuatro corridos en expediciones por los territorios del Ecuador y del Nuevo Reino de Granada, donde vió

               animalías infinitas
De tales calidades y figura
Que no pudo dejarlas Plinio escritas
Porque ignoró sus formas y su hechura.


La obra, como decimos, nos ha llegado inconclusa, pues los once cantos de que consta sólo aparecen bosquejados, y por su contenido no se puede inferir qué desarrollo debía alcanzar. En los cinco primeros cantos se describe el país, sin olvidarse de tomar a Ercilla esa famosa octava tan vituperada por los críticos, para nosotros tan gráfica,

Es Chile norte sur de gran longura...

y se resumen los principales hechos de la guerra hasta el momento en que llegan al Perú los emisarios de Chile a pedir al virrey un nuevo gobernador. Los cantos restantes recuerdan el descubrimiento de la ruta que permitió al piloto Juan Fernández hacer en pocos días el viaje del Callao al sur y encontrar las islas que llevan su nombre; y refieren la navegación que hizo Quiñones hasta desembarcar en Talcahuano, y luego los primeros encuentros de la nueva campaña.

Se ha dicho que es una inferioridad del genio de Ercilla y del de sus continuadores el no haber manifestado el sentimiento de la naturaleza. Por mucha que sea la exactitud de esa observación, que no ha de aceptarse sin reservas tratándose de autores educados en las tradiciones del renacimiento, justo es en parte exceptuar de ella al autor del poema anónimo que nos ocupa, porque supo describir con rasgos tan pintorescos que hoy se podría señalar con exactitud en un mapa el camino de sus largas peregrinaciones, a pesar de haber variado los nombres de los lugares que recorrió. Este talento gráfico de las descripciones físicas lo hermana con altas concepciones de fantasía. Así en el canto final introduce un monstruo de «sombras y agua hecho», que es el espanto de los navegantes,

desde que la imán mostró al acero
A estar fija a los polos soberanos;

imagen hermosa y grande, por más que nos la aminore la reminiscencia del gigante de la epopeya portuguesa.

El original, es decir, los borradores de este poema, consérvanse en la biblioteca de Madrid catalogados bajo el título genérico de Guerras de Chile. Con este mismo título ha sido publicado en Santiago, en 1888, en una edición que para ser completa no necesita sino una fe de erratas que permita restablecer algunas palabras omitidas y nombres propios desfigurados.

Aunque de paso, observaremos aquí que en esta edición ha dado el bibliófilo don José Toribio Medina por autor del poema a un oscuro capitán llamado don Juan Mendoza Monteagudo, natural de Chile y fallecido en Santiago en 1666. Creemos que su abundancia de noticias ha ofuscado en este caso la crítica del docto bibliófilo. Prescindamos de la fecha de la muerte de ese capitán, la cual le da una edad de 85 años; prescindamos también de que el poema que nos ha llegado inconcluso en todos sus cantos, ha sido compuesto 44 años antes de esa fecha; y fijémonos tan sólo en que para afirmar que un don Juan de Mendoza es autor de este poema, como pudiera serlo de otro escrito cualquiera, se funda el señor Medina en una octava del penúltimo canto del Puren Indómito de Álvarez de Toledo, que dice así:

No os pido, no, el favor, no de Helicona,
Hermanas nueve del intonso Apolo,
Que don Juan de Mendoza es quien abona
Mi heroica historia, y basta el suyo sólo;
El cual, pues de Clío quiso la corona,
Ya es bien vaya del uno al otro polo
La fama eternizando las hazañas
Del Marte nuevo, honor de las Españas.

¿Hay algo en tal estrofa que autorice a creer que ese Mecenas cuyo favor invoca Álvarez de Toledo para su obra y para el héroe que en ella celebra, sea a su vez autor de un poema o de otro escrito en verso o en prosa? Ese Mecenas así invocado nos parece que no es otro que el virrey del Perú don Juan de Mendoza, Marqués de Montes Claros, amigo y protector de poetas, como que lo era él mismo, el cual dio en 1608 una nueva organización al ejército de la frontera. Al período de este virrey y quizás a este año preciso podemos asignar la composición por lo menos de los cantos postreros del Puren Indómito, lo que hace a este poema anterior de algunos años a las Guerras de Chile, que se empezaron a escribir, como ya lo hemos dicho, en 1622, en tiempo del virrey Marqués de Guadalcázar.

A la lista de esos poemas ha de añadirse otro, cuyo titulo y autor se ignoran, pero de cuya existencia no puede dudarse, por testimonio del mismo héroe del poema, el licenciado Merlo de la Fuente. En la carta que sobre su campaña araucana de 1610 escribió a Melchor Jufré, y que este puso al frente de su libro, leemos lo que sigue: "un hidalgo bien entendido en cosas de poesía, me pidió diversas veces en esta ciudad de Lima le diese relación de las acciones de mi gobierno, porque deseaba cantarlas en sus versos,... y con algunas cosas que debió coger al vuelo por relaciones de algunos soldados o de otras personas, al fin salió con su pretensión; y habiendo formado su libro, me lo dio muchos años ha..." Sin duda es a este poema al que alude el oidor Escalona y Agüero en la aprobación que dio a las Guerras de Chile de Santiago Tesillo, si bien parece que no lo tuvo en sus manos, pues lo supone escrito por el mismo Merlo de la Fuente, cuyos hechos celebraba.

Detenida la conquista a las orillas del Biobío por la resistencia de los indígenas a someterse a la servidumbre de la encomienda, los fuertes levantados para servir de apoyo al avance de la ocupación, pasaron a ser raya de frontera; y la guerra, no presentándose ya los indígenas en apiñada muchedumbre como en los tiempos de Valdivia y de Hurtado de Mendoza, degeneró en vulgares correrías que de una y otra parte se emprendían todos los años en la buena estación para incendiar sementeras y robar ganado. Los desertores españoles pasaban a azuzar con sus malas artes a los indios, y gruesas partidas de estos venían a servir de auxiliares al campo cristiano. A las batallas campales sucedieron las emboscadas, y la poesía sin hechos de legendaria grandeza que celebrar, bajó de tono y se entregó a referir consejas. Entonces escribió Melchor Jufré su relación histórica, y vertió su experiencia militar y de gobierno y su ciencia astrológica, en metros rastreros y desmayados, pero diciendo con el aplomo de los años,

Esto del enseñar en sí contiene
Un no sé qué de propia estimativa
En que humildad parece el encogerse.

No poseemos sino una parte, tal vez la más pequeña, de las obras que compuso Jufré del Águila, a pesar de que no poco envanecido de ellas, él mismo cuidó de tomar precauciones para salvarlas de la fácil destrucción a que quedaban expuestas mientras no llegaban a ser impresas. Hizo sacar de todas ellas tres copias manuscritas (una de estas copias constaba de tres volúmenes, según se lee en su testamento) y las distribuyó entre sus hijos, estableciendo sobre su propiedad una especie de mayorazgo a favor del que primero las diese a luz, "obra, les dice, de cristiano y caballero, que redundará en gloria de Dios, y en honra suya y de sus descendientes."

Esas obras, de las cuales no han llegado hasta nosotros sino las que él mismo alcanzó a hacer imprimir en Lima, eran las siguientes:

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De las cosas admirables del Perú. Alude a este opúsculo su autor en la nota de la página 49 de la presente edición.

2º.

Historia general de la conquista y guerra del Reino de Chile. La cita del oidor Merlo de la Fuente en su carta a Melchor Jufré, en la página 43 de este volumen.

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Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerra del Reino de Chile. Es el que ahora reproducimos.

4º.

Avisos prudenciales en las materias de gobierno y guerra. Reproducidos en esta edición.

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De lo que católicamente se debe sentir de la astrología judiciaria. En Lima sólo se publicó una parte de este tratado, y así incompleto lo damos ahora.
Esos cuatro opúsculos, con excepción del tercero, escritos en verso y en forma de diálogo, y que se referían todos más o menos directamente a las cosas de Chile, formaban un conjunto bajo el título de Coloquio sentencioso de provecho y gusto.

6º.

Cotejo Racional. El título de esta obra no da ninguna luz que nos permita inferir cual fuera la materia de que trataba. Parece que Jufré del Águila la compuso con posteridad a 1630, es decir, después de haber aparecido en Lima el volumen que comprende los tres últimos opúsculos.

Suerte ha sido para Melchor Jufré que su Compendio historial que, por el tiempo en que fue compuesto y por su escaso valor literario, es la postrera de nuestras crónicas rimadas, haya sido también la postrera en presentarse para ser reimpresa. Se le ha recibido como al hijo pródigo, con festejo, que es esta edición oficial, honor que no han alcanzado hasta hoy ni Ercilla ni Oña, que se hacen valer por sí solos, ni Álvarez de Toledo ni el anónimo de las Guerras de Chile, que a no haberlos editado los señores Barros Arana y Medina, tal vez seguirían en manuscrito.

En esta edición se ha seguido con fidelidad la excelente copia que nos ha servido de original, y sobre la que da noticias más adelante el señor Barros Arana; así hemos conservado las formas mesmo y mismo, letor y lector, doto y docto, ducientos y doscientos, traía y traía, dél y de él, y otras semejantes. Esto probará que en 1630 todavía no adquirían esas palabras en el castellano del nuevo mundo, su forma definitiva.

En cuanto a la ortografía, no habiendo sido posible conservar la del original, que no obedece a regla ni lógica alguna, pues una misma palabra aparece escrita de dos y de tres maneras, y la puntuación caprichosamente repartida, se ha usado la corriente en Chile, adoptando una regla que querríamos ver seguida en la reproducción de los documentos antiguos que no se destinan a estudios de lingüística, a saber: pintar el sonido antiguo con el signo moderno. Por no haberse seguido esta regla en las reimpresiones de la Araucana, pronunciamos hoy Ercilla en vez de Ercila, que parece haber sido el verdadero apellido del poeta, sino es que se pronunciara de ambos modos.