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Crónicas
[Páginas Preliminares]
Carta

Que el Oidor Doctor Luis Merlo de la Fuente, Capitán General que fue de la guerra de Chile, escribió al capitán don Melchor Jufré del Águila, autor deste libro, sobre cosas concernientes a él y por servicio de Dios y S.M.

De mano de Hernando García de Úbeda recibí la que Vm. se sirvió escribirme en 10 de agosto de 1629 años, con aviso del libro que Vm. había compuesto cerca del descubrimiento, conquista y guerra del Reino de Chile, con otros dos discursos a él conjuntos, uno de avisos prudenciales para las materias de gobierno político y de la guerra, y otro de lo que católicamente se debe sentir de la astrología judiciaria, todos hijos del grande talento de que N.S. se sirvió dar a V.M. con tan larga gracia. Para cuya facilidad del mejor despacho de su imprenta, manda Vm. que para conseguir de S.E. el señor Virrey destos reinos del Pirú la licencia para ella, y demás cosas que miraren al mejor y más presto y acomodado despacho, haga por uno de los beneméritos de ese Reino (cual Vm. lo es mucho y yo confieso) lo que generalmente he hecho, y hagio de ordinario, en cuanto me es posible, con cualquiera de todos los moradores dél.

Y para poder mejor cumplir con el gusto y orden de Vm., quisiera que mis flacas fuerzas fueran mayores que las que setenta y dos años de edad y achaques continuos conceden. Sirviéndose N.S. darme algún alivio en ellos, acudiré con grande voluntad a todo lo que me fuere posible, de modo que sea Vm. lo más servido que yo pudiere, que si bien a todos los de ese Reino, como Vm. refiere, generalmente he procurado servir en lo que han gustado valerse de mi corto caudal, no todos igualan a los servicios y merecimientos que yo reconozco en Vm., y a esta medida ofrezco que procuraré sean los efectos de mis deseos.

El asunto que Vm. tomó para este su libro intitulado Compendio Historial del descubrimiento, conquista y guerra de Chile, y Avisos prudenciales para el mejor uso della, lo tengo y juzgo por muy esencial y necesario; y espero que tiene de ser muy bien recibido, y que ha de obrar mucho para que entendidas por él tan demostrativamente las causas de que por discurso largo de tantos años haya durado, y se hayan seguido daños tan sensibles, con pérdida de tanta hacienda real y vasallos tan leales, como los de ese Reino, gastada tan sin fruto por la menos estima que de esa guerra se ha hecho, y por otros desmanes, que no son para aquí, y los refiere Vm. en su libro; y juzgo conviniera que hablara Vm. en ellos con mayor claridad, para que mediante ella, se acudiera al más presto y conveniente reparo de todo; pero estando ya el libro en la imprenta, y Vm. muchas leguas desta ciudad, y mar en medio, no tiene reparo, y pasará como lo envía.

Cuanto a los sucesos tan bien afortunados de mi gobierno, por especial favor de N.S. conseguidos, de que refiere Vm. algunos de los más considerables en su libro, me avisa por su carta que el no haber hecho más largo discurso de otros que omitió, fue por no parecer sospechoso a otros interesados en los demás gobiernos, y conocer de mi modestia cuan enemigo soy de adulaciones y glorias vanas. En lo cual, con buena licencia de Vm., agravia y ofende mucho l causa común y pública, cual el asunto de Vm. lo muestra, por el cual procura dar a entender con historia verdadera al Rey N.S. y al mundo los sucesos que ha habido en todos gobiernos de aquesa guerra, para que por ellos se juzgue lo bueno y lo malo que ha habido, y por uno y otro se vea y entienda también lo que más conviene proveer.

Para que el deslucimiento tan grande que esa guerra tan envejecida nos causa, tenga fin; y siendo tan notorias las grandes mercedes que N.S. se sirvió hacerme, libres de todos azares que los demás que la gobernaron tuvieron, y mis acciones todas, por merced especial de N.S., irreprensibles y limpias como el sol, para cuya honra y gloria sólo lo refiero; debiera Vm. por honra y gloria de la Divina Majestad y por lo tocante a la causa pública, expresarlas para que sirvieran de espejo y ejemplo, y para que por ellas se persuadiesen todos y tuviesen por muy cierto que a solos los que tratan de servir a Dios comunica sus misericordias, y a los demás que caminan por otros extravíos y caminos torcidos, todo les sucede al revés, llamando pecados a pecados, y unos sucesos adversos a otros, en pena de su no ajustado proceder, hasta que dan al través con todo, cegándoles Dios el entendimiento y depravando sus potencias y esfuerzos para que no consigan cosa buena.

Tuvo el señor gobernador y capitán general Alonso García Ramón, mi predecesor, que esté en el cielo, las dos mil plazas cabales con que desde el año 1606 tiene mandado S.M. se siga esa guerra. Matáronle esos enemigos en desgraciadas facciones de su gobierno 380 soldados españoles y otros muchos indios amigos nuestros y de nuestra paz, con lo cual estaban aquesos enemigos muy soberbios y arrogantes, y los nuestros menos alentados que conviniera, y me es sentible el representarlo. Dejome por su muerte encomendada la guerra y gobierno del Reino, en conformidad y cumplimento de una real cédula de S.M. y como estudiante y nunca cursado en cosas de la guerra, se juzgó, según dieron a entender algunos, que había sido entregar el ganado a los lobos de esa guerra.

Pertrecheme, y proveí en la ciudad de Santiago, (donde me halló la nueva de mi provisión), con toda brevedad las cosas que para mi avío y el mejor servir del nuevo cargo de soldado, me eran convenientes. Llegué a toda ligera a la ciudad de la Concepción, en la cual y por el camino, hallé rumor de palabra pasada en orden a levantamiento de la tierra desde el río de Maule adelante. Recibí alguna información dello, y hallé que se había fraguado la traición en la regua de Lebo, que es una de las nueve de la Aillaregua de Arauco[1]; y habiendo hecho publicar bando general en la Concepción para que todos los militantes se apercibiesen y estuviesen a punto para con el del principio del mes de noviembre, darlo a la campeada y guerra que habíamos de hacer aquel verano a esos enemigos; y considerando que si no hacía castigo en los movedores de la traición fraguada en Arauco, y entraba a hacer guerra dejándolos por detrás, podrían perturbar mis intentos y atrasarlos; por lo cual partí para Arauco con sólo diez soldados, aunque la tierra no estaba segura. Y de Arauco pasé a Lebo, donde habiendo en una y otra parte averiguado la traición, hice justicia de cinco caciques movedores della; y honré a otros por leales que no habían querido recibir la flecha del levantamiento; y dí a cada uno de los leales diez ovejas y un vestido de paño de Quito; y hice quemar las casas de los cinco traidores y sembrarlas de sal. Con lo cual hice de aquellos indios que tan sospechosos y declarados estaban, los amigos que más me ayudaron y acompañaron todo el tiempo de mi gobierno.

Y asentado esto, y prevenido todo lo que más convino para la campeada aplazada en la Concepción, volví a ella a toda ligera, donde hallé otro nuevo rumor, y peor en su tanto que el del levantamiento de los indios, causado por los ministros mayores y capitanes, personas todas por quienes corrían más fuertes obligaciones para ayudar mis buenos intentos, y no dejarse llevar, con tan grande cargo de sus conciencias, de su envejecida y mala costumbre, contraria de los mayores servicios de ambas majestades, que yo tanto procuraba y deseaba hacer; divulgando ellos que o convenía campear porque el enemigo estaba muy orgulloso por tantos buenos sucesos como había tenido con mi predecesor, con haber sido tan gran soldado y haber tenido las 2.000 plazas cabales; y que no teniendo yo 1350 en los dos tercios, y en los presidios y fuertes de nuestras fronteras, no debía entrar en tierras de los enemigos, porque, demás de lo dicho, estaban los nuestros con encogimiento, considerada la mucha pujanza de los enemigos. Y también decían en mi ausencia, que por no ser yo soldado, no se prometían tanto de mí cuanto les manifestaban el recato y aliento de mis acciones.

Respeto de lo cual, luego como volví de Arauco a la Concepción, y tuve aviso dello, los hice llamar a palacio el mismo día que llegué, así al vedor general y oficiales reales y del sueldo, como a los ministros mayores y capitanes del ejército y encomenderos de la Concepción, y a todos juntos propuse como había entendido que, con ocasión del bando que mandé publicar antes de mi partida a Arauco, habían todos ellos divulgado que no convenía entraren tierra de los enemigos no habiendo en el Reino más fuerzas que las presentes, por las causas ya referidas, y también porque no podría yo en ninguna manera sustentar el ejército en la campaña desde principio de noviembre, según por mi bando lo había divulgado, hasta haber entrado el año y corrido alguno o algunos meses dél, como mis antecesores lo habían hecho, porque si pudiera hacerse lo que yo pretendía, que también ellos lo hubieran hecho, pues todos fueron cristianos y tuvieron conciencia.

Y también les dije que, sin embargo de que para el acierto de mi resolución, habían precedido todas las premeditaciones, desvelos, y diligencias que juzgué por bastantes, con todo, por ser la importancia tan considerable, e ir tanto en su mejor acierto, oiría en cualquier tiempo, con grande voluntad, cualesquiera avisos que se me diesen, y más por los ministros tan mayores que allí se hallaban; sin embargo que había extrañado su proceder, y que siendo tan grandes sus obligaciones para ayudar todas las acciones del servicio de S.M., como a socapa y espaldas vueltas desdoraban lo que debían ayudar, siendo así que lo acertado fuera haber acudido a mí, dándome parte de cuanto se les ofreciese, y no, dejando de hacerlo, haber caído en una quiebra tan grande, cerca de la cual les encargué y apercibí la enmienda, con promesa que no habiéndola conveniente, proveería lo que más importase a los mayores servicios de S.M.. Y en orden a ellos, les ordenaba que el día siguiente a aquella hora, se volviesen a juntar conmigo, y cada uno me trajese su papel con día, mes y año, jurado y firmado, que lo que por él me decía era lo que a su parecer convenía hacerse, según el estado en que de presente se hallaban nuestras fuerzas y las cosas del Reino, expresando las causas de la conveniencia para hacerse, o las porque no convenía hacerlas.

Y habiendo vuelto el día siguiente con los papeles de sus pareceres, dados en la forma que ordené, sin embargo que el rumor que corrió fue general de todos ellos, porque, como es notorio, nunca en la vida los demás gobernadores comenzaron a campear tan temprano como yo, sino después de entrados los años, como dichos ministros lo habían divulgado, y todos teníamos dello entera noticia; y teniendo tan entendida la resolución de mi bando, y algunas de las causas fundamentales dél, y que habían de dar la razón de sus votos y pareceres delante de mí, y que también habían de oírme las del mío, y que eran tan evidentes, como diré, todos por mayor parte se conformaron con la conveniencia de mi bando, excepto muy pocos, y esos, vecinos encomenderos y moradores de la Concepción, que fueron de parecer que, atento las razones dichas, no convenía salir de nuestras fronteras, sino desde ellas acudir al reparo de nuestra paz en cuanto nos fuese posible ampararla.

Y en orden a persuadirlos a la gran conveniencia e importancia que sería el haber prevenido yo el tiempo para con él ser nosotros los primeros que entrásemos en tierra de aquellos enemigos, antes que pasasen a las nuestras, me aproveché de la comparación de los buenos sucesos que Aníbal y los cartagineses tuvieron con los romanos que señoreaban el mundo, y de los mejores que después tuvo Escipión pasándoles la guerra a África a los cartagineses, y la que allí les hizo trocando el asombro tan grande en que Aníbal y los suyos habían puesto antes a Italia, con la destrucción e ruina en que puso Escipión la famosa ciudad de Cartago, arrasándola por los cimientos; y que a aquella semejanza, confiaba yo en N.S. que me había de suceder a mí lo mismo en el tiempo que pretendía pasar a Biobío, el cual, por la grande pujanza de agua que trae por los meses de noviembre y diciembre, sólo él me haría frontera segura a nuestra paz; y que demás dello, dejaría yo en ella la mayor defensa que me fuese posible, como lo hice dejando (como a tan gran soldado y confidente ministro) el comisario Juan de Contreras por cabo de la gente della, demás de que andando yo haciendo la guerra dentro de las tierras de aquellos enemigos, me habían de servir de verdadera frontera los muchos daños que confiaba en Dios tenía de hacerles, mediante los cuales esperaba en la Divina Clemencia que no me había de pasar indio ninguno de guerra a los términos de nuestra paz, como nunca pasó en todo el tiempo de mi gobierno; y se gozó en él la más quieta que jamás se ha tenido. Sin embargo, que en este mismo tiempo los vecinos de la ciudad de Santiago, cabeza de la gobernación, con hallarse más de cien leguas de los términos de la guerra, donde yo andaba tan bien ocupado en la guerra tan cruda y continua que andaba haciendo a aquellos enemigos, estuvieron los de Santiago con los grandes miedos de que Vm. tendrá más entera noticia, como quien se halló en ello, porque yo, por oídas y diversas cartas, fui avisado de que fueron muy grandes, con hallarse en el corazón de nuestra paz, cuando los que andábamos con las armas en las manos, estábamos dando mil alegres alabanzas a N.S. por tantas victorias y francas mercedes de los muchos y felices sucesos, cuales fueron los que se sirvió darnos, sin la menor desgracia del mundo.

Demás de lo cual les dije que si nosotros no pasásemos a castigar a aquellos enemigos en sus tierras, habían de venir ellos a ofendernos en las nuestras, por el mucho orgullo con que se hallaban; y que siendo nuestra frontera tan ancha, de veinte y tres leguas como las que hay desde la angostura y faldas de la grande cordillera nevada hasta las Tetas de la entrada de Biobío en la mar, era muy llano el temor de los grandes daños que debíamos recelar, pues en todas veinte y tres leguas de la amplitud de nuestra frontera, solamente ocupábamos un punto de todas ellas con el tercio de nuestro presidio que asistía en Yumbel, el cual imposiblemente podía cubrir ni acudir al reparo de los daños que en tan ancha frontera nos podía hacer francamente el enemigo; y que todo aquello miraba a recibir notorias afrentas, y a no ganar paz ni honra ninguna de la mucha que esperaba en Dios habíamos de conseguir, previniendo a aquellos enemigos en el hacerles guerra en sus tierras y los mayores daños en ellas que nos fuesen posibles. En orden a los cuales, y para el mayor aliento de los nuestros, se serviría N.S. abrirme camino con que, a gloria y honra suya, lo viesen todo cumplido con muy gloriosos efectos. Cerca de lo cual no les daba por entonces más claridad que ésta, por ser tan convenientes las secretas y recatadas prevenciones en caso de guerra.

Y en cuanto al recelo tan desconfiado que demostraban tener, de que no podría yo sustentar nuestro ejército en la campaña dando principio a mi campeada con el mes de noviembre, último de los de la primavera, porque si pudiera hacerse, mis predecesores, como tan soldados y cristianos, lo hubieran hecho, en lo cual los convencí también representándoles las obligaciones que por mí corrían, y por cada uno de todos los que en aquel ejército y guerra servíamos a S.M.; y que habiendo tiempo conveniente y cosas en que servirle, el día que yo fuese moroso y diese lugar a que no sirviésemos a S.M., quedaría precisamente obligado a restituir no sólo el salario que yo recibiese sino el de todos desde el menor soldado al ministro mayor; y que era pobre y no podía restituir tanta hacienda. Y que para excusar daños tan grandes, lo más conveniente era que todos sirviésemos con amor a S.M., que es el que facilita las cosas, y entendiésemos que no nos daba el sueldo de un año para sólo el servicio de una campeada de quince o veinte o treinta días pocos más o menos, como muy de ordinario hicieron mis predecesores, sino para servirle todo el verano habiendo en que ocuparlo. Y que habiendo tanto en que poder servir en él, era forzoso el hacerlo, so pena de la culpa y cargo de todo el tiempo no servido. Y que me admiraba mucho de las conciencias de mis predecesores y de sus ministros, en haberse dejado llevar todos ellos de una costumbre tan mala y contraria de una buena conciencia, en haber atrasado el hacer de sus breves campeadas para algunos meses después de entrados los años, y que yo había visto y conocido uno de los que precedieron a mi gobierno, que comenzó a campear por abril, tiempo en que como a todos nos era notorio, es más para recogerse de la campeada, porque recrudece ya el tiempo y entra el invierno.

Demás que, como muy bien sabían, remitiendo los gobernadores pasados sus campeadas para después de algunos meses, entrados los años, hallaban ya en ellos agostados los campos; y la yerba dellos, como agostada y seca, quemada industriosamente por los enemigos para más dificultarnos su conquista, y los esteros y ríos pequeños muchos dellos sin agua, todo lo cual necesitaba a los nuestros a jornadas descompasadas, de las cuales se seguían muertes de algunos soldados y de muchos caballos; y que también se hallaban en los meses de los años entrados, cogidas ya por los enemigos todas las cebadas y la mayor parte de los trigos, y de otras semillas, y a veces todo.

Y comenzando con el principio del mes de noviembre último de los tres de la primavera, es absolutamente el mejor del año, porque se goza en él del tiempo fresco y templado, en el cual todos los campos están abundantísimos de yerba, y en cualquiera quebrada se halla agua y alojamientos a medida del deseo, y las cebadas todas en sazón, y ningunas cogidas; y los trigos todos verdes, y unas y otras mieses muy de sazón para poderlas comer los caballos, bagaje y ganados del ejército; todo lo cual no es así en los meses entrados del año, en los cuales las comidas que se hallan por coger, por la grosedad y dureza de sus cañas, y asperezas de las raspas secas de las espigas, no las pueden comer bien los caballos, bagaje y ganados porque les llagan las bocas.

Y cuanto al no poder sustentar el ejército en la campaña, comenzando la campeada con el principio del mes de noviembre, como divulgaron, los convencí con más evidente demostración presuponiéndoles cuan averiguado y llano era que habíamos de hallar en pie todas las cebadas, y muy de sazón; y también muchos trigos tempranos, granados y de sazón, para poderlos comer soasados al fuego, y las cebadas de la misma manera; y que demás de uno y otro, habíamos de hallar la campaña poblada de muchas papas y frutillas, garbanzos, habas, madí, quínua y otras legumbres y semillas; demás de las comidas y otras cosas que en los silos y rancherías de aquellos enemigos se hallarían. Pero que para apretar más la seguridad del reparo de mi conciencia y de las de todos, por caso imposible y no concedido, les dije que no quería que me diese un espárrago la campaña, sino que cada uno de los que servíamos a S.M., llevase de alguna parte de lo que cada uno había de comer holgando en los presidios y alojamientos de nuestra paz, dos quintales de harina o petacas de bizcocho para servir en la campaña, con las cuales, y con los novillos que habíamos de llevar en pie para el sustento de todos los del ejército, con cantidad de carneros para los enfermos y personas de regalo, no nos moriríamos de hambre; cuanto más que era muy llano que si el intento de nuestra campeada no mirara principalmente a la cruda guerra que debíamos hacer a aquellos enemigos hasta ablandar de su endurecida obstinación, y nos divirtiéramos a procurar sacar comidas, que podríamos coger de las de aquellos enemigos muchos millares de hanegas. todo lo cual sucedió y lo vieron cumplido por la obra como se los predije.

Y que en orden al buen avío de lo tocante a mi campeada, sólo sentía que pudiese causar algún cuidado la lleva de la harina o bizcocho de los soldados infantes; porque a los de a caballo, aviados estaban por tantos, como de ordinario tiene cada uno; y que entre los de infantería, el capitán, alférez y sargento, cabos de escuadra, y algunos otros soldados, también los tenía; y que el amparo de los dichos y su avío, pendería del cuidado de su capitán y oficiales, a los cuales lo encargué previniéranlo, y hízose así. Y mediante ello, y la misericordia de Dios, que tiene el primero lugar en todas nuestras acciones, conseguimos las mil fortunas buenas referidas, sin el menor azar ni desastre del mundo, y pudieron todos los que quisieron sacar, como algunos sacaron, costales de trigo.

Presupuesto lo cual y que, como queda referido, aquellos enemigos estaban lozanos por tantas buenas fortunas como tuvieron con mi predecesor, y por el contrario, los nuestros más desanimados que conviniera; considerando muy de sus principios con debida atención lo que más convenía, y en consecuencia dello, habiendo entendido por las confesiones que recibí de los cinco caciques traidores, movedores del levantamiento de la tierra, los cuales dijeron haberlo hecho por causa de haberse persuadido a que nuestras fuerzas iban a menos, por haber visto que habiendo sido la plaza de armas donde asistía nuestro tercio que milita en los estados, la del fuerte de Paicaví, que es el último de aquella frontera, y la más conveniente para el amparo de todos los indios que tenemos de paz en aquellas reducciones, se habían retirado primeramente al fuerte de Lebo, que está siete leguas más a nuestra paz; y de allí dentro de pocos meses, se retiraron al fuerte de Arauco, que está catorce leguas de Paicaví, dejando con ello las reducciones de aquellos naturales por fronteras, y expuestas a los muchos daños que por ello recibieron, por causa de los cuales dieron oído a los tratos amigables de paz que los indios purenes les ofrecieron. Por lo cual, gozando yo desta ocasión, que fue pública, para mejor conseguir con el velo della el secreto de mi intento, porque si ésta falta en las facciones de guerra, hay muchas erradas, ordené al maestre de campo Álvaro Núñez de Pineda, que mudase la residencia de su alojamiento y tercio de su cargo a la frontera de Paicaví, y que tuviese allí listas las armas y soldados, y todas las demás cosas necesarias, para salir en campaña el día que tuviese orden mía para lo hacer, y parte por donde hubiese de acometer, para que asaltados los enemigos por dos partes en un tiempo, les causásemos mayor turbación y daños, y les diésemos más en que entender. Y que para los mayores castigos dellos y más seguridad de la conservación de los nuestros, entresacase de noventa hasta cien soldados de los presidios de los tres fuertes de aquellos estados, que habiendo de andar nosotros haciéndoles frontera y señoreando la campaña de los enemigos, no tendría aquello inconveniente ninguno; como si mi gobierno durase algún tiempo, verían, por la experiencia, de cuanto más servicio y provecho eran los soldados en la campaña que no perdidamente reclusos en tantos fuertes, no juzgando por convenientes más que sólo los no excusables, cuales los últimos de nuestras fronteras, pues tantas necesidades de S.M. no daban lugar a gastos tan excusables e infructuosos, y muy contrarios para conseguir la paz de aquella guerra, la cual no podía hacerse con soldados reclusos y encarcelados; y que el sacar de los fuertes cien soldados para fortalecer más aquel tercio de su cargo, lo hiciese en el tiempo más cercano a su marchar, y todo con grande recato, guardando esta orden en su pecho para sí solo.

Y lo hizo así, y yo lo mismo en el tiempo de ir marchando, en el cual entresaqué de los presidios de la Concepción y de Chillán, y de los fuertes de San Pedro, y de N.S. de Buena Esperanza, y de Monterrey, y Talcamávida, y San Jerónimo, y de la Angostura, y de Santa Fe, y del Nacimiento, y de Ongol; y el mismo día que salí de la Concepción dando principio a mi campeada, di dello aviso a Álvaro Núñez para que estuviese alerta cuando llegase mi orden, y de Monterrey le envíe otro segundo aviso, apercibiéndole lo dicho y que luego que pasase a Bio-Bio le enviaría la orden de su marchar; y que lo en ella contenido fuese para él sólo, y que ninguno otro entendiese los designios de su partida, porque así convenía a la mayor quietud de aquellos estados.

Y luego como pasé a Bio-Bio, le envié orden para que, con el secreto que le tenía encargado y sin revelar nada dello a persona alguna, marchase por los pinares de Cayocupil, y en tal día y en tal hora fuese bajando de la sierra y marchase a la Retirada de don Alonso de Sotomayor; porque al mismo punto y hora, habiendo partido yo del alojamiento de Ñiñingo, me iría acercando en forma que a un mismo tiempo nos juntásemos en aquella Retirada, lo cual, con favor de N.S., se hizo con la misma puntualidad referida.

Y juntos me pareció aprovechar las horas que restaban de aquel día y trocar el alojamiento que habíamos de tener en aquella Retirada por el de la misma Ciénega de Pidoco. Y así continuamos nuestro marchar; y a la hora de las tres de la tarde estábamos ya alojados a la orilla de la Ciénega de Puren, bebiendo su agua y comiendo de lo que había en ella, de la cual destrozamos todas las tres islas que tiene, sin dejar espiga enhiesta en ellas, sin embargo del seguro y salvo conducto que se solían prometer del sagrado de aquellas defensas e inundación de sus aguas; las cuales son menos inaccesibles e inexpugnables que los asombros con que las ha cantado la antigüedad, porque el buen regimiento y ánimo denonado de los españoles, todo lo suele allanar, como lo manifestó la facilidad y buenos efectos con que por merced de Dios yo las talé, quemé y despojé de cuanto en ellas había, sin el menor azar del mundo, u con castigo y muerte de muchos, hallándome en persona en el destrozo y allanamiento dellas; y acompañando de ordinario mis soldados en todas las escoltas que se hacían en partes belicosas, previniendo y celando siempre el reparo de todos daños y mirando mucho por la conservación de todos los nuestros; y así se sirvió la Divina Majestad que no me sucediese desgracia ninguna.

Y de la isla de Pailamacho, que es la mayor de las tres de aquella Ciénega, hice sacar una pieza de artillería que tenía en ella hincada aquel cacique por trofeo, la cual sirvió en el fuerte que el dicho gobernador Martín García de Loyola pobló sobre el desagüadero de Lumaco, el cual despobló con tan ligera y secreta retirada que no le dio lugar a el embarazo de su lleva. La cual puse en el fuerte de Ongol con dos bueyes que para ello llevé prevenidos de nuestra paz, los cuales dieron que hablar a nuestros soldados no sabedores del intento y mira del caso para que yo los previne, hasta que les vieron arrastrar la pieza de artillería puesta sobre los troncos de dos sauces que hice labrar para el propósito, porque para todas facciones de guerra es tanta cosa el secreto y muy dañoso lo contrario. Y tomando muestra de los soldados de ambos tercios, pareció haber en ellos novecientos y cuarenta y seis soldados españoles, y más de ochocientos soldados indios amigos, con más de otros mil y ducientos yanaconas del servicio de todos los del ejército, y en unos y otros hubo más de tres mil combatientes y gastadores.

Y prosiguiendo en la tala general que iba haciendo de todas comidas y legumbres, y en la quema de las casas y rancherías de aquellos purenes enemigos, por los cuales comencé, como por los merecedores de mayores castigos, como causadores de mayores daños y cabezas principales de todas inquietudes; y porque en los dos meses de noviembre y diciembre en que, por su mucha agua, me hacía Bio-Bio frontera a nuestra paz, me pareció el tiempo conveniente para aquel castigo; el cual tome tan por el cabo, cuanto juzgué ser merecido por su mucha malicia y granes efectos buenos que dél esperé se habían de conseguir; y prosiguiendo en la tala y quemas de todas mieses y legumbres, casas y rancherías de todos los valles de aquella indómita provincia, según la noticia que llevaba para haber de cortar y quemar las de los valles en que estaban alojados los gobernadores y cabezas principales de aquella guerra; se había de tomar el camino de unas lomas rasas que caían a mano izquierda antes de pasar a Lumaco, río que desagua de la misma Ciénega; hallándome ya en aquel paraje, dije a don Fernando de Lezana, ayudante de sargento mayor, que me lo llamase, a el cual ordené diese orden a el maese de campo Miguel de Silva, que llevaba la vanguardia de aquel día, que nombrase guía y doblase postas, y marcharse para los valles de la habitación y alojamiento de Ainavilo; el cual, conocidamente fue en su tiempo el mayor gobernador y capitán de cuantos han tenido aquellos enemigos; y que el sargento mayor tuviese cuidado que marchásemos lo más recogidos y en un cuerpo que fuese posible.

Y habiendo dado mi orden, volvieron el maestre de campo general del Reino y el de los estados de Arauco y Tucapel y el sargento mayor y capitanes del ejército, y entre ellos el buen Juan Ruiz de León que, por serlo tanto, alcanzó con su valor y buen servir, por excelencia entre todos los capitanes de aquella guerra, el ser conocido por sólo el renombre del capitán español, el cual hasta aquel día había militado sesenta y tres años continuos sirviendo a S.M. en aquella guerra. Y de común acuerdo de todos ellos, me dijeron lo que, conformándome con sus razones, las referiré con la misma formalidad que me las representaron, diciendo: suplicamos a U.S. se sirva considerar el tiempo tan calamitoso en que está el Reino, en el cual por desgraciados sucesos que sobrevinieron a los nuestros en el gobierno de su predecesor de V.S., en que le mataron estos enemigos cuatrocientos soldados españoles, no veinte menos, con otro mayor número de indios amigos de nuestra paz, y que con ello están muy arrogantes y soberbios, y que los valles donde V.S. pretende entrar son los de la corte destos enemigos, la cual habitan los gobernadores y cabezas principales desta guerra, y que su tierra es muy doblada, tal que ninguno de cuantos gobernadores había pasado, jamás alojó en ella ejército de S.M.; y que estaban las cosas en término de perderse el Reino con cualquiera desmán que nos sucediese. Y habiendo oído éstas y otras razones, y todas tan desanimadas, como se ve de las referidas, con el justo sentimiento que todas me causaron, les dije: que cuantas afrentas me habían referido, había días que las tenía entendidas; y me había lastimado mucho de haber entendido por ellas que el pecho y valor de los españoles, y con armas tan aventajadas, y contra unos indios bárbaros, hubiesen tenido tan poco coraje y tan licenciosas conciencias que en años tan largos, ninguno de tantos gobernadores, como me precedieron, hubiese estimado la honra y gloria de Dios y el servicio de S.M. en el grado que debieron; y que por ventura, por algunas quiebras propias, no se atrevieron a acometer ni a esperar de la grande clemencia de la Divina Majestad las misericordias que de continuo se sirve usar con los que sólo tratan de su servicio, honor y gloria, sin divertirse a otras ningunas cosas a él contrarias, como con muchos menos soldados de los más que traemos en nuestro ejército, las usó la Divina Majestad de Dios N.S. con Jedeón, el cual con solos ducientos soldados, mató y puso en huida cientos de millares de enemigos. Por tanto, los amonestaba que tuviesen buen ánimo, pues yo con ser estudiante, y no soldado como ellos, y cargado de tantos años, agravados con los continuos achaques que vían, tenían tan entendido que lo tenía tan grande que mediante él, les hacía hacer tantos y tan anticipados servicios, como los que andaban haciendo, y tan diferentes de los que bien sabían que hicieron en otros gobiernos; y que estuviesen ciertos que si, como yo lo confiaba de la misericordia de Dios, se serviría S.M. Divina que cortase las cabezas de aquellos gobernadores y caudillos principales de aquella guerra, todos los demás, como miembros faltos dellas, me los había de poner Nuestro Señor en las manos; y que, aunque había entendido y creía que fuese corte de aquellos enemigos y que la habitaban los gobernadores y cabezas principales de aquella guerra, Ainavilo, y Anganamón, y Pelantaro, y Liempichun, y Liguanquipai, y otros, con todo, no me persuadía a creer que fuese tan doblada ni de riesgo, como me la pintaban; ni para ello tenía sus dichos por mayores de toda excepción, pues me confesaban que nunca se había alojado en ella ejército de S.M.; y que yo por diferente discurso que el suyo, y por ventura más ajustado con lo verosímil, sentía lo contrario, y presumía que, pues era corte donde habitaban las cabezas más principales del Reino, que serían sus tierras las mejores dél; pero que, sin embargo de lo dicho, para mejor justificación de mi conveniencia, y ejecución de mi orden y sin perjuicio de la verdad, les quería conceder lo que me decían de que fuese tierra doblada y de acceso dificultoso; porque, si así fuese, cuanto más y más doblada fuese, sería tanto mejor para nosotros que para nuestros enemigos; pues, como les era notorio en la era presente, estaban mudadas de todo punto las cosas del ejercicio de aquella guerra; porque como bien sabían, desde los primeros principios della, nuestro modo de seguirla fue con soldados de a caballo y de lanza y adarga y algunos arcabuceros, que también servían a caballo, y sólo se apeaban en algunas angosturas de malos y estrechos pasos hasta franquear el pasaje, y los enemigos usaban de picas, macanas y arcos y flechas y todos a pie. Y con la ruina de las ciudades perdidas y despobladas, y por otros sucesos desgraciados, y muchos dellos por poca prevención y descuidos de los nuestros, y con desastres de otros acontecimientos temerarios, y con infinitos hurtos que de ordinario han hecho de infinitos caballos, tienen muchos, y con ellos es hoy su mayor fuerza la de los de lanza y adarga; y los de a pie son menores en número que los de a caballo, por lo cual nos ha sido lance forzoso mudar el modo de nuestra milicia; y así el día de hoy el casi todo de nuestras fuerzas consiste en los mosquetes y arcabuces de nuestra infantería, para lo cual no puede haber soldado que ignore que la tierra y montuosa es muy mejor para los mosquetes y arcabuces de nuestra infantería, que no para las lanzas y adargas de la mucha caballería contraria; de lo cual queda llano que, siendo cual se ha dicho, será muy buena para nosotros y muy mala para nuestros enemigos; y también es llano que el sambenito que hasta hoy ha corrido con tanto desdoro de los gobernadores pasados, por no haber habido ninguno que arbolase la insignia de nuestra fe ni el real estandarte de S.M. en esta llamada corte destos enemigos, no ha de correr por mi cuenta; antes, en colmo de mis grandes esperanzas en Dios, se ha de servir N.S. que borremos tan mala memoria, y que con nuestro hecho honroso demos a entender a estos enemigos que por servicio de su Divina Majestad y con su gracia, no ha de haber en todos los términos desta su guerra y tierra, parte invencible, sino que todo es llano y conquistable para los que guían las cosas por los caminos de Dios y como ministros suyos. Tales somos por su divina bondad, su causa hacemos, según lo cual ¿qué cristiano habrá de fe tan muerta que no fíe en la Divina Majestad las grandes mercedes que espero ejecute cada uno de todos lo que le toca según su oficio, para la mejor ejecución de lo que tengo ordenado; y vayan con vivas esperanzas en Dios de que en esta corte donde vamos, tenemos de conseguir los más honrosos trofeos de cuantos se ha de servir Dios darnos en toda nuestra campeada para ofrecerlos a su Divina Majestad?

Sea millones de veces loado, pues se sirvió que en los más preciosos valles de aquella llamada corte y dentro de la hermosa plaza del bebedero y borrachera de Anganamón y Pelantaro, dos de los principales gobernadores de aquella guerra, se comenzase a cumplir la profecía de mi esperanza al cuarto día de haberla predicho; y no presumo erraré si la désta y otras muchas acciones, según la certeza de su cumplimiento tan breve, las llamaré casi evangelios, pues todas ellas, de la misma manera que las premedité y supliqué a N.S., puestas en ejecución, se sirvió que todas me sucediesen (ex animi sententia) según y como y con los felices sucesos que yo me prometí de su divina bondad.

Y así rompimos y vencimos allí la primera de tres batallas campales que se sirvió (S.M. Divina) ganásemos de aquellos enemigos más afamados de aquella guerra y dentro de su misma indómita provincia de Puren, llamada hasta allí así; con muerte y cautiverio de más de novecientos y cincuenta dellos, y muchos despojos, y todo sin la menor desgracia nuestra del mundo, lo cual con entera evidencia mostraba que el dedo de Dios y su divina gracia lo guiaba todo.

Y en enmienda y castigo de la arrogancia de su soberbia, en conformidad de la cual los dichos Anganamón y Pelantaro tenían puesta en la cumbre de un árbol muy alto desmochado de dicha su borrachera la cabeza del capitán Antón Sánchez de Araya, que cautivaron con otros en uno de los desbarates que tuvieron con mi predecesor en el valle de Tolpar, hice quitar la cabeza del dicho capitán y la llevé y hice enterrar en la ciudad de Santiago, de donde era natural, y por ella puse seis cabezas de los caudillos y personas de mayor estima entre los que cautivamos en aquella primera batalla, las tres dellas en el árbol desmochado donde estuvo la del capitán Araya, que era el sitio más principal de aquella borrachera, y las tres en otro árbol que mandé desmochar al principio de la entrada de la dicha borrachera, y frontero del sitio donde rompimos y vencimos la dicha batalla.

De las cosas referidas en esta carta, y dejadas otras muchas que fuera largo referillas, rastreará Vm. cuáles serían los intentos con que el Doctor Merlo sirvió en esa guerra a ambas majestades, y cuan ajenos fueron de amor propio y de todas vanidades e intereses sus pensamientos; pues, como es muy llano y notorio, en todo mi breve gobierno no tuve día ninguno de huelga, y mi mayor holganza consistió siempre en un continuo servir; y tan deseoso de ajustarme en todas acciones con lo más piadoso y justo, que de cuantos despojos se cogieron en la guerra, no reservé para mí, ni dí a persona alguna particular, presea ni joya de las que los generales suelen llevar tan aventajadas, porque todo el pillaje y piezas que cautivamos, fuera de veintitres indios caudillos principales e inquietadores, de quienes hice justicia y dejé colgados en algunos alojamientos, y de otros caciques y principales que reservé para rescates de algunos de nuestros cautivos españoles, todas las demás piezas las repartí entre los soldados del ejército, a razón de tantas por compañía, con más todas las reliquias de cuanto llevé de mi casa y del sueldo que me corrió, sin sacar de todo ello de aquellas fronteras, más de lo que traje vestido, repartiéndolo todo entre muchos soldados pobres, por quienes solía yo decir que gobernador que tal viese y no procurase dar hasta su camisa, no era cristiano, y así sabe Dios cuántas yo repartí con parte de la ropa de mi cama.

Ni en todo el tiempo de mi gobierno me pasó indio ninguno de guerra a nuestra paz, cosa no vista en otro alguno de cuantos me precedieron; ni yo salí un sólo día de los términos de aquella guerra, haciéndola muy cruel a aquellos enemigos por tiempo de cuatro meses continuos, hasta que el sucesor que me envió el señor Marqués De Montes Claros (que Dios tenga en el cielo) me sacó della con crecidos y conocidos daños de la causa común.

Y en el demás tiempo que estuve en ese Reino formando la planta de los dos tribunales, de la real Audiencia y de la Santa Cruzada, y después que salí dél, no son decideros los muchos y grandes trabajos que de continuo he puesto sobre mí con tan grande voluntad, mirando en ellos a sólo el mayor servicio de ambas majestades, y al reparo de la causa pública y bien universal de todos los del Reino.

Ni son de menor interés y estima los muchos ducados que me cuesta el celo tan grande de haber procurado hacer que se revocase el desacierto, de que tantos daños se recrecieron, por la introducción de la guerra defensiva perseverando en este intento por espacio de quince años, compadecido de tanta hacienda y reputación perdida, como con aquel intento se abandonaba; y los grandes que a mí se me siguieron del naufragio y muerte de don Juan de Merlo, mi hijo, anegado con toda la hacienda con que lo avié para la corte, para que en ella procurase, a propias expensas mías, la revocación de la guerra defensiva; y también en haber vuelto a enviar para que prosiguiese lo por él comenzado sobre el mismo intento, a don Alonso de Merlo, otro de mis hijos, el cual llegó a términos inmediatos del mismo naufragio, yéndose el galeón Almiranta, en que iba, al fondo, salvando sola la persona con pérdida de la hacienda. Todas las cuales, como dellas parece y de lo que Vm. y otros de ese Reino tienen de mí tan entendido, no miran a cosas vanas del suelo, las cuales, por merced de Dios, las traigo muy a los pies; y mis intentos principales siempre han mirado y miran a que Dios N.S. y S.M. sean más servidos por los caminos justos que deben, y yo he procurado y deseado. Y para dar a entender cuáles sean éstos, y que, en todos tiempos en que los dí, se pudiera haber proveído lo más conveniente, he dado mil avisos con el desempeño cristiano y verdad llana a que me han obligado la fidelidad de vasallo y obligación jurada como ministro de S.M., por tantas mercedes obligado a semejantes servicios; que es lo mismo que Vm. refiere, y procura con la impresión deste su libro, que de presente ahora nuevamente sale a luz, aunque con más temores de los que yo he tenido en todas mis acciones, después que sirvo, contra los cuales nunca me han contrapesado respetos ningunos humanos para impedirme el verdadero cumplimiento de mis obligaciones y fidelidad debida amabas majestades y a la causa pública y bien común.

En orden al cual son muy de considerar muchos casos y cosas en que, por ocasión destos servicios, he dicho y escrito a graves ministros destas y otras partes, y sea la honra y gloria a Nuestro Señor, por ello. Nunca de ninguno tuve nada que recelar ni sentir que me causase desabrimiento ninguno, porque la Divina Majestad, sabidor de mi celo y ajustado lenguaje de mi razonar, e importancia de los avisos, lo previno todas veces como más convino. Y habiendo Vm. sido sabidor del modo que serví en ese Reino y su guerra, y tratando de dar cuenta a S.M. de cosas que tanto convienen a su mayor servicio, obligación tuvo de decir en su libro todo lo más que sintió y tuvo entendido de mi gobierno y de los felices sucesos dél, y causas por que se siguieron las mercedes tan grandes que Dios me hizo que sólo miraron como queda referido, a su mayor gloria y servicio. Y llevando Vm. por delante la mira en este intento, no tenía por qué quedar corto por contemplación ninguna, y tan agraviada, cual la de decirme Vm. por su carta que, porque los demás no tuvieran a Vm. por sospechoso, dejó de decir lo más que pudiera en mi gobierno, pues sabe Vm. en su propia causa, mejor que otro alguno, que entre Vm. y mí, nunca hubo causa de sospecha ninguna, porque queriendo a todos bien, no se hallará que con ninguno tuviese yo amistad ni conversación especial, conformándome en esto con el cumplimiento de la obligación jurada que como ministro de S.M. debí guardar. Demás de lo cual refiere a Vm. en su carta otra razón de mayor agravio, diciendo que por entender de mí que no soy amigo de lisonjas ni glorias vanas, quedó corto; en lo cual condescendiera con Vm. si su intento mirara a adularme a mí; pero no es eso, pobre de mí, el intento expreso del Compendio Historial de Vm. sino de avisar a S.M. por medio de su historia verdadera los sucesos de todos los gobiernos, buenos o malos, que cada uno tuvo, y cuál fue el regimiento de uno y cuál el de otro, para que examinadas las causas y sucesos de todos, se tomasen las más acertadas resoluciones, para proveer lo más conveniente para el asiento desa pacificación; en conformidad de lo cual debió Vm. decir lo que, en realidad de verdad, tuvo de mí entendido por lo tocante a lo público, y en que se atraviesa la honra y gloria de Dios, que tantas veces he repetido, como tan conveniente para el mejor acierto de todo. Y en lo que a mí tocante, en todas ocasiones suplico a Vm. me juzgue y tenga cual hombre muerto para estimaciones del mundo, pues no he aspirado ni pretendo dél premio ninguno de cuantos puede darme, en tanto grado que certifico a Vm. con toda verdad que, para el haber de ir a fundar la Real Audiencia y Tribunal de la Santa Cruzada que asenté en la ciudad de Santiago, cabeza principal de la gobernación de ese Reino de Chile, por tres cartas que tuve de señores Consejeros me aseguraron una plaza del Consejo si eligiese el querer ser llevado a él, o la primera presidencia que vacase en estas Indias luego como hubiese dado asiento a los dichos dos tribunales; y habiéndolos asentado, la merced que supliqué a S.M. fue que en lugar de la plaza del Consejo o Presidencia destas Indias, se sirviese jubilarme en mi plaza de Oidor de la Real Audiencia de Los Reyes y con el salario della, para con ello estar con quietud en el rincón de mi estudio; y se sirvió concedérmela, y la estimé más que otro cargo ni mando estimables de cuantos me pudiera dar el mundo.

Y en orden al mismo intento, un hidalgo bien entendido en cosas de poesía, me pidió diversas veces en esta ciudad le diese relación de las acciones de mi gobierno, porque deseaba cantarlas en sus versos, a quien rogué no tratase de cosa semejante por no ser conveniente ni de mi gusto; y aunque algunas veces me volvió a hacer instancias sobre ello, lo despedí con el mismo desvío; y él perseverando en su propósito, con algunas cosas que debió coger al vuelo, por relaciones de algunos soldados o de otras personas, al fin salió con su pretensión; y habiendo formado su libro, me lo dio muchos años ha, y certificó con toda verdad que no sólo no lo he leído, sino que dudo si leí en el instante que me le dio de cuatro a seis hojas dél, y que no sé do lo arrojé ni donde está.

Demás de lo cual, y en el mismo propósito, otro deudo mío me ha hecho la misma instancia por diversas cartas, para hacerlo componer en España, a lo cual no ha querido dar lugar.

Según lo cual y todo lo por ésta referido, y más que pudiera decir en el propósito, bien pudo Vm. decirme en su carta que soy enemigo de glorias vanas. Pero en su obra de Vm. que mira a lo público, entre lo cual principalmente reluce el servicio de Dios y de S.M., que es por lo que yo tanto he trabajado, y en que siempre que hallo ocasión en que luzca mi trabajo en algo, y sea para algún efecto bueno, como el que Vm. procura por su libro, dí treinta y siete hojas de mi letra al señor don Francisco Lazo, nuevo gobernador y capitán general de ese Reino y guerra, advirtiéndole muy pormenor todo lo que me pareció más conveniente y conforme para los mejores aciertos de esa guerra, consideradas las necesidades presentes, y lozanía en que se hallan esos enemigos, y el no estar enteradas las dos mil plazas con que está mandado y conviene seguirla; lo cual, si como confío lo ejecuta, espero en Dios lucirá mucho su servir; y yendo por otros modos, remito al tiempo lo que será.

Considerando que Vm. no fue de los que me acompañaron en la campeada de mi gobierno, he hecho mención de los sucesos y cosas referidas en esta carta, para que, demás de las que con notoriedad tiene Vm. entendidas de mi proceder y gobierno, y de las que refiere en su libro, se certifique más en todas con la fuerza de la razón, y confesiones públicas aquí referidas que hicieron en la Concepción veinte y tres ministros mayores y capitanes, en consejo de guerra que con ellos tuve. Y por todo entenderá Vm. mejor cuan poco alentadas hallé las cosas, y las trazas y estratagemas de que usé para alentarlos a todos según el coraje de mi alentado corazón.

Y también verá Vm. por las confesiones de los ministros, cómo he sido yo sólo entre todos los gobernadores, el que comenzó a campear desde principio del mes de noviembre, último de los de la primavera; y también cómo él es el tiempo en que más aventajados servicios se pueden hacer, y notoriamente con mejores efectos que en el tiempo que los demás entraron. y también entenderá por la segunda confesión hecha por los mismos ministros y capitanes, estando sobre el río de Lumaco con el ejército que iba marchando, confesaron allí cómo nunca ningún otro gobernador destrozó la llamada corte de la habitación de los caudillos y gobernadores principales de la provincia de Puren, que son los que siempre han gobernado la guerra de aquel Reino. Y también hallará confesado como en ningún otro gobierno, ninguno de mis predecesores alojó en la dicha corte ejército de S.M. hasta que yo lo alojé, y los castigué con el grande rigor de que queda referido, muy semejante al que requería su malicia y excesos, no habiendo querido con industria recibirles la paz que muchas veces me ofrecieron desde los meses primeros de los cuatro de mi continua campeada, hasta tenerlos bien castigados; y muy en especial a los purenes, como a los merecedores de mayores castigos por su mayor soberbia; y así fueron tan grandes los que en ellos hice, que los necesité a que desamparasen su más afamada provincia de Puren; y que se desterrasen della a servir en otras, por no morir de hambre, los que fueron servidos y mandadores de todos, no habiéndose dado maña ningún gobernador de cuantos me precedieron para haber hecho que ningún indio puren jamás desamparase su tierra con haber sido muy más largos sus gobiernos, lo cual comprueba y certifica con evidencia la confesión dicha, hecha por dichos ministros y capitanes del ejército, de que ninguno dellos se alojó con ejército de S.M. en dicha llamada corte de dichos enemigos, hasta que yo lo alojé, de que bien se consigue no haber salido ninguno de los dichos indios purenes de su provincia, y que siempre gozaron de haber tenido su corte y provincia en pie, sin jamás haber perdido la habitación della, hasta el tiempo de mi gobierno, en el cual, con tantos crudos castigos, les hice caer del renombre de indómitos purenes y a que desamparasen su antigua tenencia y posesión.

Y para mayor corroboración del casi milagroso suceso desta mi acción del destierro de los purenes de su provincia, para el cual ninguno de los gobernadores que me precedieron se dio maña para hacer que ninguno de aquellos indios desamparase su provincia en tiempo de sus más largos gobiernos, debe Vm. considerar que los dichos gobernadores, como Vm. bien sabe, tuvieron pobladas y en pie y de paz las cinco ciudades de Ongol, Imperial, Rica, Valdivia y Osorno, pobladas todas de muchos vecinos, encomenderos ricos, y de otros soldados españoles; y los términos de cada una de todas ellas, poblados con muchos millares de indios amigos nuestros y de nuestra paz, todos los cuales en el tiempo de mi gobierno, los hallé rebelados y de guerra desde el tiempo de la muerte del gobernador Martín García de Loyola; y con sólo cuatro meses de la guerra continua que les hice, los necesité al destierro de su más afamada provincia de Puren, de la cual los hice salir a todos, mediante los condignos y apretados castigos con que pretendí tomar enmienda y castigar muchas acciones suyas desaforadas.

Y así generalmente me ofrecieron la paz ellos y los demás de aquella guerra, como subordinados a los de la provincia de Puren, que siempre fueron gobernadores principales de todas las acciones de aquella guerra.

Y yendo yo ya amunicionado para sitiarme con el ejército en la Vega de la Imperial, que es la más medianera de los contornos de aquella guerra, para tratar desde allí del asiento de la ofrecida paz y de la libertad de nuestros españoles cautivos, me llegó sucesor en aquel gobierno enviado por el Virrey del Pirú, a quien está subordinado aquello por S.M., y con su llegada cortó el hilo de las misericordias tan grandes que usó Dios conmigo, y olvidando las causas que tuvo este daño y por ventura (quia nondum completæ erant iniquitates Amorræorum) y sea lo uno o lo otro, corriendo la consideración por ello, me es forzoso hacer pausa, por afligirme el alma considerar cuan en las manos me tenía puesta Nuestro Señor aquella paz, y mis buenos deseos para asentarla, con los cristianos medios convenientes a su duración, y la conversión de aquellos miserables indios; y también de haber visto y entendido cómo han corrido las cosas después que yo la dejé, y el estado tan trabajoso en que hoy está. Secretos juicios son de Dios, cuyo fondo no alcanza la corta capacidad humana; dejémoslos a su divina misericordia, y según las leyes de justicia, persuadámonos a creer una profecía evangélica, que si no vivimos y hacemos esa guerra como cristianos, que nuestras acciones se tienen de volver en desastres y afrentas. Y llevando a Nuestro Señor por guía en cuanto hiciéramos, en cuatro días se conseguiría esa paz, y la conservará su Divina Majestad tratando a esos naturales con el ajustamiento caritativo y cristiano con que todos querríamos ser tratados; y dándoles el buen ejemplo que debemos con nuestras obras y vida; y de aquí es que, aunque tan malo, se sirvió favorecer tanto los deseos que tuve de servirle, que siendo todo suyo y no pudiendo nada sin Él, haya dado lugar para que se hayan divulgado por divinas y aclamado como tales, las acciones dichosas de las muchas mercedes que fue servido usar conmigo en los seis meses y nueve días a que alcanzó mi breve gobierno, en los cuales otros gobernadores, soldados y aviados desde los principios de sus más largos gobiernos y habituados a las cosas de aquella guerra, según su proceder, hubieran habido menester más que dichos seis meses para sólo haber salido de la ciudad de Santiago y llegar a la frontera de la Concepción; y en solos ellos previne yo en Santiago (donde me halló la nueva de mi elección) las cosas necesarias para mejor servir en la guerra, y caminé las más de cien leguas que hay hasta los términos della, y fui a los estados donde hice la averiguación y castigo de los traidores, Y volví a la Concepción, de donde comencé a salir en campaña, y estuve cuatro meses en ella haciendo los grandes castigos referidos en esta carta, y otras cosas que dejo por no ser más largo; y todas con felicísimos sucesos tan favorecidos de Dios, como queda dicho.

Y es muy de notar que habiendo sido mi gobierno más breve que otro ninguno de los veinte y seis que gobernaron aquella guerra hasta el día de la data desta, ninguno de cuantos la siguieron y salieron con ejército a la campaña, dejó de tener desastres, y algunos muy desgraciados; y habiendo andado yo cuatro meses continuos sin salir del corazón de los términos de aquella guerra, haciéndola continua a aquellos enemigos (la cual no hizo otro gobernador, ni de cuarenta días cabales el que más) y en todos ellos no tuve la menor desgracia ni pérdida del mundo, sino suma felicidad y dichosos sucesos en todas acciones, y sin haber dado despojo de un sólo caballo a aquellos enemigos. Cuya honra y gloria de todo sea a solo Nuestro Señor, cuya es, y para cuyo sólo servicio lo refiero. Y en orden a él, ya que en este Compendio Historial del libro ya impreso quedó Vm. más corto de lo que debió, justo será que en el otro mayor de la Historia General de la Conquista y Guerra de ese Reino, si Vm. la sacare a luz, no permita que se deje de dar a Nuestro Señor toda la honra y gloria que por tantas mercedes recibidas se deben.

Y demás que lo referido en esta es cierto, y así lo certifico a Vm. con toda verdad, la cual es muy notoria en ese Reino, y para ella se citan muchos testigos que hoy viven y están avecindados en él, y lo harán cierto; y para comprobarlo más cada (vez) que conviniere, están presentes y en mi poder los avisos y pareceres que con juramento me dieron todos los ministros y capitanes que actualmente militaron en el tiempo de mi gobierno en el consejo de cosas de guerra que con todos ellos tuve en la ciudad de Concepción, y con los mismos lo ya referido estando a las riberas del río de Lumaco y Ciénega de Puren.

Largo he sido, y pudiera serlo más, refiriendo otras buenas acciones; pero para el intento que escribo ésta, y siendo para Vm., que tan presentes tiene las cosas de esa guerra, bastarán.

Guarde Dios a Vm. muchos años con el sumo bien que suplico.

En Los Reyes, primero de mayo, mil y seiscientos y treinta.

D. Luis Merlo de la Fuente

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Aillaregua es nombre general de provincia, cada una de las cuales tiene nueve reguas, y cada regua muchos indios.-El Autor.