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Relación que de la Conducta Observada por los Padres Misioneros del Colegio de Propaganda Fide, de la Ciudad de Chillán, Desde el año 1808 Hasta Fines del Pasado de 1814, Hace su Prelado el Reverendo Padre...
Relación.

En virtud del oficio que por comisión superior me dirige V. P. con fecha de 6 de junio de este año de 1815, a fin de que instruya y le remita una relación documentada de los servicios que ha hecho esta comunidad en favor de la justa causa, y auxilios espirituales y temporales que franqueó al ejército real que vino a sostenerla, debo decir: que los individuos de este apostólico colegio, sobre la lealtad que todo vasallo debe al soberano, añaden un particular amor a que los llama con fuerza el reconocimiento para la gratitud.

Jamás olvidaremos que para el ejercicio del ministerio a que nos llamó en España la divina Providencia, nos condujo el Rey de su cuenta, con las comodidades que pueden proporcionarse en mar y tierra, hasta llegar a esta casa; y que, no satisfecha la real piedad con proteger en todas partes nuestro ministerio, nos alimenta y viste mientras nos ocupamos en la conversión de los indios; socorre nuestras necesidades temporales y nos franquea liberalmente los auxilios posibles para facilitar estas expediciones y suavizar los trabajos de ejercicio tan penoso. Claro está que unos religiosos de carácter tan cristiano y racional, llegado el caso de manifestar su amor y fidelidad al soberano, no se habían de dar por satisfechos con cualquiera sacrificio; así sucedió, y así lo hicieron en esta época lamentable, duplicando los esfuerzos a medida de la necesidad.

Llegó ésta al último grado cuando las llamas del incendio que levantó en Buenos Aires el furor de la revolución, avanzando sobre las cordilleras nevadas, se apoderaron del reino; y entonces fue también cuando se desplegó y manifestó en todo su lleno el amor y lealtad de estos religiosos a su amado y adorado Rey, el señor don Femando VII, que Dios guarde.

Al ver que los pueblos se franqueaban para recibir en triunfo el árbol de la mal entendida libertad, y al considerarse casi solos en un país que desde luego comenzó a mirarlos como extraños y enemigos de sus frenéticas ideas, lejos de acobardarse, se levantaron sobre sí mismos, apoyados en la justicia de la causa, que favorece los sagrados derechos de la religión y del Rey; y con el mayor decoro de sus personas se entregaron generosamente al arbitrio de la Providencia, determinados a morir antes que doblar la rodilla al ídolo de su abominable sistema.

Estas son unas verdades notorias en el reino y fuera de él; sin embargo, satisfechos los religiosos con haber cumplido sus deberes, quizá hubieran callado, contentos por haber dado al mundo este ejemplo de fidelidad; pero en atención a que V. P. me pide, como llevo dicho, una relación documentada de los servicios y auxilios que ha dado este colegio en favor de la justa causa, lo haré exponiendo con sencillez ingenua, la conducta que sobre estos asuntos ha guardado esta comunidad, desde el año 1808, en que se ausentó de la monarquía nuestro amado Femando, hasta fines del de 1814, en que se halló restablecido en el trono, para honor y gloria de la nación española. Su relación manifestará en los hechos el amor de estos religiosos a su soberano en los padecimientos, la firmeza de su lealtad en los auxilios espirituales y temporales que franqueó al ejército, la noble generosidad de su corazón y ardiente deseo del feliz éxito de la justa causa; y en el todo, un amor y fidelidad que los distingue y eleva noblemente es tan sagrada lid.

Mas, por cuanto V. P. me dice nombre y especifique en la relación [a] los religiosos que concurrieron más eficazmente con la pluma, con los sermones y con otros arbitrios a favor de la justa causa, debo advertir que lo expuse a los padres discretos del colegio, que unánimes y conformes contestaron diciendo:

“Que cuando se trata de los servicios que había hecho la comunidad en favor de la justa causa, debía únicamente entenderse de un cuerpo, íntima y perfectamente unido por la obediencia a su cabeza y prelado, cuyos individuos sólo propenden al provecho y buena opinión de la comunidad misma.

Que cuanto se ha obrado en la materia fue de común acuerdo, ocupándose los religiosos, según las circunstancias, proporciones y talento, y cada uno con la posible circunspección, actividad y energía.

Que siendo el sacrificio de la vida el que, como mayor, absorbe en sí todos los demás a que se extiende el arbitrio humano, y habiendo estado prontos los religiosos a morir por tan justa causa, queda excluida toda distinción.

Que ninguno de los religiosos aspira a alguna satisfacción personal, por más obras que no consideran de su prerogación sino de rigurosa justicia; pero que respecto a presentarse ocasión oportuna, desean todos llegue a noticia del Rey, nuestro señor, que esta comunidad congregada a su real nombre de varias provincias de España y conducida a cuenta de la real hacienda, para trabajar en estos países más remotos del mundo habitado, ama de corazón a su majestad, como a su padre y natural señor, y ha cumplido enteramente los deberes que la justicia, la religión y la gratitud le imponen hacia su real persona; y que además ha procurado, cuanto es de su parte, que estas gentes guarden a su majestad entera fidelidad y sumisión, como a su verdadero y legítimo soberano; con lo que esta comunidad y sus individuos se dan por plenamente satisfechos”.

Oída esta contestación, noble y religiosa, y conformándome con ella, doy principio a la relación en el nombre del Señor.

El día 27 de octubre del año de 1808 se tuvo en esta ciudad la primera noticia del estado lamentable de la España con la prisión escandalosa del Rey nuestro señor, y la invasión traidora de las tropas francesas para oprimir la libertad de la nación. A proporción de la causa fue el sentimiento de esta comunidad, que al punto levantó las manos al cielo implorando la piedad divina en favor de la buena fe y de la inocencia contra el tirano más pérfido del mundo; pero como el peligro de la patria, del Rey y de la religión es causa común de todos los vasallos, juzgo por punto necesario que los votos y clamores del sacerdocio y del pueblo se presentaran unidos delante del Señor. A este fin, rompió el silencio extraño que, a pesar de tanta calamidad, se guardaba por todas partes, y publicó en esta iglesia un novenario de rogativa a la Inmaculada Madre de Dios, patrona de la monarquía española, la que hizo con toda devoción por nueve días continuados. Concluida, se cantó una solemne misa y se predicó un sermón en que el predicador manifestó al numeroso concurso el peligro de la monarquía, y le exhortó de todos modos a desempeñar con fervor la obligación de pedir a Dios el remedio de tantos males por medio de la Santísima Virgen.

Los ultrajes que de los sacrílegos franceses recibía el Señor en el augusto Sacramento del Altar, martirizaban el corazón compasivo de estos religiosos; para dar algún desahogo a su piedad e inclinar a la divina misericordia, meditaron hacer una solemne función en desagravio de tan sacrílegas injurias. Para ella compusieron loas en honor del Divino Sacramento, y se instruyeron tres niños que las dijeran vestidos de ángeles; se sacó la licencia correspondiente del Vicario Capitular del obispado y preparado todo lo demás necesario, se publicó la función para el día 6 de enero del año inmediato, como más propio para todas las circunstancias.

Después de haber confesado y comulgado este día mucha gente por la mañana a la hora competente, iluminados todos los altares, se expuso a Su Majestad, se cantó otra misa solemne, y se dijo un sermón, en que el predicador manifestó los sentimientos religiosos, propios de todo cristiano en tan funestas circunstancias; y exhortó al numeroso auditorio a implorar la divina clemencia en honor de su santo nombre, libertad del monarca y victoria de la nación. Concluidos los oficios, quedó expuesta Su Majestad, con guardián y el correspondiente decoro hasta la tarde, en que, a hora competente, se hizo una procesión solemnísima, llevando a Su Majestad por las calles y la plaza de la ciudad, en medio de un numeroso concurso, que acompañaba devoto, y la mayor parte de los hombres con antorchas que repartió la comunidad; y concluida la función quedaron contentos los religiosos por haber satisfecho, en parte, su piedad tierna y fervorosa.

Mas, no por esto se aquietaba el movimiento de sus devotos corazones, afligidos desde la primen noticia de tantas desgracias, cuya memoria renovaba el prelado en los capítulos de los viernes, exhortándolos a clamar a Dios incesantemente en favor del cautivo Rey y de la nación. Con este objeto, y para obligar a la Inmaculada Madre de Dios, en favor de sus clientes, luego que se celebró la función de desagravios, se añadió a las mortificaciones ordinarias una disciplina de comunidad todos los sábados del año, aunque fueran festivos, la que debía continuar hasta ver libre del cautiverio a nuestro amado soberano, y en paz y quietud. Asimismo, en el mes de junio, se hizo una devota novena al glorioso San Antonio de Padua, y en su día se cantó una misa solemne con sermón, implorando el patrocinio del santo en favor de la justa causa. La misma diligencia se practicó el día del Príncipe General de los Ejércitos del Cielo, San Miguel Arcángel, y un día después se aplicaron las misas de toda la comunidad, por las necesidades del monarca y de la nación.

Al paso que los religiosos, con estos obsequios y continuas oraciones, empeñaban a Dios por la felicidad de la España, no cesaban de exhortar a los fieles, a los que acompañaban en el cumplimiento de tan justa demanda. En los sermones, en las pláticas, en el confesionario y en todas las oraciones que se presentaban,  recordaban la obligación de todo vasallo a concurrir, en el modo posible, al remedio de esta urgente necesidad; pero como los corazones de muchos comenzaban a dañarse con la noticia de la sublevación que se meditaba y corría secretamente, no hallaban en ellos cabida los exhortos, que la gente sencilla y bien intencionada abrazaba con gusto, por el vivo deseo del más pronto remedio de los males que padecía la nación.

A este tiempo se recibió una patente de nuestro reverendísimo padre Comisario General de Indias, fecha en 8 de julio de 1809, en la que, después de referir su reverendísima con toda viveza al estado triste de nuestra monarquía y del soberano, nos recomienda sus necesidades, y manda la celebración de dos misas cantadas con el Santísimo manifiesto, aplicando, la una, por la felicidad de nuestras armas, y la otra por la salud de nuestro amado Femando y acierto de la Suprema Junta Central, que a su real nombre gobierna; que en todas las rezadas se dijera la colecta tempore belli, y después de vísperas y maitines, se rezaran las antífonas de la Purísima Concepción, Santiago apóstol y nuestro padre San Francisco, terminándolas con la misma colecta tempore belli. Y por cuanto eran acreedores a nuestras particulares oraciones los que habían perecido en la justa lid en que estaba empeñada la nación, se cantaran también una vigilia y misa solemne por sus almas. Todo se cumplió y cumple hasta hoy puntualmente, como mandaba su reverendísima, y además se dio aviso a todas las misiones para que enterados los religiosos de esta superior disposición la desempeñaran en el modo que pudieran. Así consta del documento número 1, con todo lo demás que llevo referido, como también la esperanza que desde el día 1º concibió esta comunidad de que nuestras armas, favorecidas del cielo, saldrían victoriosas, a pesar de la contradicción de tan poderoso enemigo.

En este estado de cosas, principiaron a sentirse los vapores de la revolución, que como densa nube oscurecieron este país dichoso. En el momento mismo que sonó la trompeta de la rebelión, se comenzó a propagar a pasos largos la iniquidad, introduciéndose el escándalo como fuego devorador por los pueblos, casas y familias, hasta poner a todo el reino en el mayor desorden y confusión. El capítulo 28 de la profecía de Isaías nos presenta la imagen más viva y propia de tan lamentable trastorno. Puedo decir, con el mismo profeta, que los rebeldes, para afirmar su sistema, se coligaron con el infierno, prometiéndole aumentar sus víctimas con la protección del libertinaje, para el exterminio de la santa religión; y que el infierno concurría por su parte, protegiéndolos con la mentira que les daba por escudo, y los ayudaba con una seducción tan íntima y obstinada, que aún en el día apenas hay quien confiese con sencillez que erró como hombre. Así se abrazaban y estrechaban estos dos horrorosos monstruos, coligados para la más abominable y triste situación.

Claro está que en este plan combinado, se envolvía la ruina del colegio y sus moradores, que desde el primer paso de la revolución presintieron el trabajo que los amenazaba de cerca, pues, aunque jamás hicieron mal a nadie y siempre mucho bien a todos; sin embargo, los dos aliados los miraban como enemigos irreconciliables de su infame solicitud, aunque por distintos motivos. Habían observado bien los insurgentes, en los dos años anteriores, la actividad con que los religiosos procuraban el remedio de los males de la nación, y, como por otra parte, tocaban de cerca la buena opinión, que tenían zanjada con las personas sensatas y de probidad, creyeron, y con razón, que servirían de mucho estorbo para la consecución de sus fines, y por eso decretaron su exterminio; pero el infierno, que mira a la satisfacción de su odio contra los remedios del Señor, tenía motivos de otra clase, que al paso que le insultaban, le llamaban con fuerza a procurar la ruina de los enemigos de su tenebroso imperio: los manifestaré brevemente.

La escasez de ministros que hay en este obispado, hace que de varios curatos concurran tantos a confesarse en nuestro colegio, que los religiosos, aunque se levantan a las cuatro y media de la mañana, en el verano, y a las cinco en el invierno, están de enero a enero ocupados en el confesionario, sin poder contar por suya ninguna mañana del año. La santificación de estas almas, las que con sus consejos y dirección se mantienen puras y contentas en la ley santa de Dios, los frutos copiosos que se consiguen todos los años en las misiones circulares de las campañas, y en las permanentes de los indios, y otros muchos bienes espirituales que, por medio de los religiosos, reciben los fieles y los infieles, tienen irritado al común enemigo y deseoso de arruinar el baluarte que por todas partes le hace una guerra tan viva como permanente. Ninguna ocasión se le pudo presentar tan oportuna para arrancar de la tierra de los vivientes a estos soldados de Jesucristo, como esta de la revolución, porque coligado en ella con unos hombres desmoralizados, sin ley y sin religión, hallaba los instrumentos más proporcionados para la ejecución de sus horrorosas ideas. Así se experimentó, pues, apenas los insurgentes se apropiaron el mando del reino, deponiendo a sus legítimos jefes y levantando sus Juntas bajo los mentidos auspicios de nuestro amado Fernando, cuando meditaron la ruina del colegio y de sus moradores.

Congregados en Santiago los vocales del reino, se trató en las primeras sesiones la extinción de este cuerpo, y viendo que algunos diputados hablaban en favor de su existencia, se suspendió por entonces hacerlo tan a las claras, que se trascendieran sus fines; pero comenzaron a minarle con la ruina de los establecimientos que estaban a su cargo. El primer golpe fue contra el colegio Carolino de Naturales, contiguo al nuestro, suspendiendo al nuestro, suspendiendo el numerario para alimentos, vestuario y demás cosas necesarias para la subsistencia de sus alumnos y maestros, con lo que se suprimió un establecimiento el más interesante al bien público, puesto por Su Majestad a beneficio de los indios, y que con este motivo servía también para los españoles que no teniendo en esta ciudad ni en sus campañas escuelas competentes, concurrían de varias partes a instruirse en las primeras letras y la gramática (documento número 2, donde a continuación se anota la malignidad del contenido de esta acta).

Determinó así mismo la Junta de Concepción, con fecha de 20 de diciembre de 1811, que los religiosos asistentes en el Hospicio de Santa Bárbara se retiraran al colegio para ahorrar el gasto de su continuación, que no podía sufrir el erario (documento número 3, con dos notas importantes a su continuación). Pero habiéndose presentado los indios pehuenches con los vecinos de dicha villa, pidiendo que uno de los dos misioneros (nombrando determinadamente al padre fray Gil Calvo) permaneciera en aquel Hospicio, obligándose el vecindario a mantenerlo y socorrer sus necesidades accedió la Junta, aunque con repugnancia, por temer que aquellas gentes, incomodadas con la negativa, no seguirían su partido en caso necesario.

Las dos misiones de Arauco y Tucapel estaban en punto de sufrir su total abandono. A este efecto,  la Junta de Concepción pidió informe al comandante de la plaza de Arauco, don Carlos Spano, quien, mancomunado en la revolución, dijo: que la misión de los indios de Tucapel era superflua, y que en la de Arauco se podían entregar al cura los indios cristianos. No tuvo resultado esta diligencia porque los señores militares, en una contrarrevolución, aprehendieron a los que componían, en la capital de Concepción, la Junta de la patria insurgente.

Igualmente estaba pensada y tratada la expulsión de los religiosos existentes en la jurisdicción de Valdivia, suprimiendo aquellas misiones, por lo que el prelado de esta comunidad previno al padre prefecto de ellas que, en caso de verificarse, tomaran los religiosos la ruta para la provincia de Chiloé. De modo que la Junta de Concepción pensaba quitar los establecimientos que aseguraban la permanencia del colegio, para arrancar después el tronco con más desembarazo.

Mas no por esto se descuidaban los insurgentes en avanzar a pasos largos hacia el objeto principal de sus meditaciones, que era la independencia. La ambición del mando, que como fiera voraz les abrazaba el corazón, no admitía treguas, hasta que por fin los determinó a dar el último golpe al resto que quedaba de autoridad real, deponiendo a los subdelegados de los partidos, y sustituyendo en su lugar una Junta de tres vocales decididos por el sistema. Para instalar la de esta ciudad vino de Concepción un comisionado llamado don Luis de la Cruz, que hacía gran papel entre los cabecillas de la revolución, y después de suprimir el Cabildo legítimo y sustituido otro de personas de su satisfacción, convocó al pueblo en cuya asamblea, por solicitada, nombró los vocales en quienes depositó la autoridad correspondiente, con dependencia de la Junta provincial, mientras existió. Pero como estas juntas se establecieron bajo el principio de que la voz del pueblo era la voz de Dios, causaron los mayores escándalos, atropellando lo más sagrado y religioso, y ésta de Chillán se distinguió sobre todas desde el primer paso de su entable.

No pensaba el prelado del colegio en cumplimentar a los vocales de la nueva Junta; pero a las 24 horas le despecharon un oficio (documento número 4), en que le hacen saber el nombramiento para el gobierno del partido, con el fin de obligarle a prestar su reconocimiento, y caso de no hacerlo, levantarle una sumaria; pero el prelado con mayor acuerdo, pasó a cumplimentarlos, con lo que no hubo novedad por entonces. Poco duró esta calma porque en breve dio principio la mayor persecución, que llenó de escándalo aún a los mismos insurgentes.

Desde que principió la revolución habían comenzado también los insultos contra este colegio y sus individuos. Frecuentemente se oían de noche, en la plazuela de la iglesia, voces desentonadas que pedían el destierro y algunas veces la muerte de los religiosos, ajándolos con el nombre de sarracenos. Decir en sus conversaciones que eran unos zánganos, supersticiosos y perjudiciales al estado, con otros dicterios semejantes, era bufonada de pura diversión. Pero después de instalada la Junta fueron de otra clase más imperiosa. Querer referir el conjunto de sátiras picantes, calumnias y desprecios con que a cada paso los insultaban, sería querer contar las estrellas del cielo. Atribuirles los crímenes más ruidosos a la complicidad de los delitos que tocaban en lo más vivo de la buena reputación, con el fin de desacreditar con sus personas las funciones del misionero apostólico, en el pan de todos los días. En una palabra, como si tuvieran licencia absoluta de Dios para obrar impunemente contra ellos, así los perseguían. Unos gritaban pidiendo su destierro, después de pasarlos por la plaza montados en un burro, otros querían que se les impidiera pedir la limosna del sustento, este decía que perseguiría al colegio hasta hacer caballeriza de la iglesia, aquél prometía la cantidad de cien pesos a quien matara a alguno de los religiosos; y de esta manera todos y cada uno manifestaban el odio infernal que el enemigo común había encendido en sus corazones.

Pasó la persecución de las palabras a las obras, y a los pasos días de la instalación de la Junta se presentó el procurador de la ciudad con un escrito lleno de insultos, calumnias y desvergüenzas, pidiendo que se abriera calle entre el colegio y la huerta, con el fin de separarla para propio de la ciudad (1). La Junta misma con repetidos oficios, quiso obligar a la comunidad a abrir escuelas, y que los días festivos tuvieran misas una en pos de otra, desde las cinco de la mañana hasta las doce del día, sabiendo bien el corto número de sus individuos, los más de ellos enfermos habituales, y todos dedicados por el ministerio a las tareas del confesionario (documento número 5 y documento 6). Los libelos infamatorios que dirigieron a las capitales de la provincia y del reino contenían delitos tan atroces que parecía que sus autores eran furias vomitadas del abismo (2).  Por las puertas de la sacristía y del costado de la iglesia entraban los espías, secretamente y al descuido, al interior de los claustros. Esto es poco: pusieron también acechanzas a la vida de los religiosos. Este enorme atentado casi llegó a tener efecto en la persona del padre fray José Navascuas, que entre siete y ocho de la tarde venía de una confesión; no le tuvo porque el cielo sin duda, a la vuelta de una esquina, alucinó al agresor. Un hecho tan atroz obligó al prelado a no permitir que religioso alguno saliera a confesión desde la oración en adelante, y ordenar que si alguno previese, atendidas las circunstancias de la enfermedad y del enfermo, que no podía evacuar la confesión para estar en casa a las oraciones, las suspendiera o dimidiara.

A este conjunto de males, que los rodeaba por todas partes, se añadían los insultos contra la religión santa y la sagrada autoridad del Rey, nuestro señor. Ninguna cosa les era más odiosa a los insurgentes que el nombre del Rey y de su autoridad soberana, y hablar contra su real persona y sagrados derechos era un grande mérito para acreditarse de patriotas  (3).  Asimismo era para la mofa y el escarnio tocar puntos de religión, y prorrumpir en blasfemias contra la fe santa era hacer gala de la ilustración feliz a que la patria los había conducido, sacándolos del tenebroso caos de invenciones y antiguallas de curas y frailes ociosos, por su particular interés. Las costumbres seguían este mismo nivel, con general trastorno de las familias que flaqueaban, observándose que aún las más moderadas y respetadas hasta entonces por su virtud y proceder, se portaban con el mayor desbarato, desde el instante mismo que abrazaban el sistema. Estos males herían más de lleno el corazón de los religiosos, y los obligaban a implorar sobre ellos, día y noche, la piedad divina.

A este clamor continuo añadían las posibles diligencias para su remedio, siendo el prelado el órgano principal por donde se dirigían los asuntos después de meditados (4)

Clamaban desde el púlpito contra la corrupción de las costumbres, y persuadían en el confesionario la firmeza en la fe que debían a Dios y la subordinación al soberano. En las conversaciones familiares se insinuaban, y nada más, con los que eran sospechosos, pero con los leales se esforzaban para sostenerlos.

La paciencia invencible y serenidad con que sufrían la tribulación llamaban las atenciones de muchos, que graduaban por ellas la justicia de la causa, a pesar de las razones sofísticas con que los insurgentes pretendían seducirlos.

Algunos otros preguntaban lo que debían hacer; pero se les contestaba a la medida del conocimiento que había de ellos. Como en esta ciudad y su comarca hay muchas buenas almas, que se negaron de pie firme a doblar la rodilla al ídolo del sistema, se las confirmaba en su resolución, animándolas también a que, con cautela y prudencia, comunicaran sus religiosos conocimientos a los parientes y amigos, para que de boca en boca, se trasmitieran y difundieran por otros pueblos y campañas.

Asimismo, el prelado, siempre solícito de aprovechar toda ocasión oportuna para persuadir su obligación a las gentes, con ocasión de la visita pastoral que al fin del año de 1811 meditaba hacer el Ilustrísimo señor obispo de Concepción, señaló un religioso que le acompañara, con el cargo diario del púlpito y confesionario, de modo que la visita no solo fuese pastoral sino también apostólica. A este efecto, S.S. Ilustrísima, celoso del bien de las almas, demoraba en las parroquias el tiempo competente para las funciones de su ministerio pastoral, saliendo después a la campaña, donde, en lugares oportunos, se levantaban oratorios y concurrían las gentes en grande número para confirmarse, oír la palabra de Dios, expiar sus conciencias y fortalecerse con la santa Eucaristía (5).

Esta visita se comenzó el día 7 de enero del siguiente año de 1812, y se continuó hasta el mes de abril, que fue preciso bajara Su Señoría, llamado a Chillán, para mediar a fin de evitar el derramamiento de sangre en la guerra que las dos provincias de Concepción y Santiago se habían declarado por la ambición del mando del reino a que aspiraban las cabezas de ambos partidos. El señor obispo nos hizo el honor de alojarse en el colegio, y con su amable presencia y trato paternal se consoló y confortó esta comunidad por espacio de mes y medio.

A fin de noviembre del mismo año, continuó Su Señoría Ilustrísima la visita pastoral, acompañado del mismo religioso, y con el método mismo de la anterior. En ambas expediciones visitó toda la frontera: en la primera, los curatos de Hualqui, Talcamávida, Santa Juana, Nacimiento, doctrina de Santa Fe, San Carlos y Santa Bárbara. Comenzó también la visita de Los Ángeles, pero suspendió su continuación por haber sido llamado a Chillán, como ya lo he dicho. En la segunda visitó los curatos de San Pedro, Colcura, Arauco, Estancia del Rey, Yumbel, doctrina de San Cristóbal y el de Los Ángeles, donde acabada la visita, y avisado ya para ir a Tucapel, tuvo la noticia de haber llegado las tropas del Rey al puerto de San Vicente. Refiero estas misiones por los efectos que resultaron de la visita de la Frontera, cuyos habitantes, a excepción de unos pocos particulares que desde los principios se mancomunaron para la revolución, se mantuvieron fieles, como diré luego.

Entretanto, no cesaban los religiosos de clamar al Señor por el remedio de la pública calamidad, y no satisfechos con las oraciones particulares, hicieron varias novenas públicas a San Antonio de Padua, al príncipe de las milicias celestiales y a nuestro padre San Francisco, suspirando por la más pronta libertad de nuestro cautivo monarca, y por la victoria decisiva de nuestras armas en España, que miraban como término de las desgracias que padecía este reino y toda la América. Con este objeto se celebraron también algunas misas cantadas y rezadas, implorando siempre el patrocinio de la Inmaculada Madre de Dios, con esperanza firme de alcanzar lo que pedían con las mayores veras del corazón.

En esta tormenta deshecha, consoló mucho a los religiosos una patente del padre reverendísimo de Indias, fecha en Cádiz a 25 de marzo de 1811, que recibieron y con ella su paternal bendición, en que los exhortaba, con la eficacia y energía propia de un padre que desea en sus hijos lo más perfecto y santo, a la firmeza en la lealtad debida al soberano, y a intimar esta obligación a los pueblos. Todo tuvo su cumplido efecto, en el modo que le permitía el estado crítico en que se hallaba la comunidad, próxima a la última ruina, porque, a causa de los informes llenos de calumnias que los insurgentes renovaron y repitieron a la capital del reino, esperaban los religiosos, de hora en hora, el decreto fatal de su exterminio. Pero Dios, que siempre protege lo justo y vela sobre los que le invocan de corazón, hizo que aparecieran, sin ser vistas, en el puerto de San Vicente, las tropas del Rey, cuando ya venía de camino don José Miguel Carrera, comisionado por el Gobierno, a la visita de esta provincia, con muchas listas de proscripción de sus habitantes realistas. Aquí fue donde se comenzaron a experimentar los buenos efectos de la solicitud de los religiosos y visita del señor obispo. Diré:

Con motivo de las diferencias suscitadas por el mando, entre las dos provincias del reino, llegó a esta ciudad el batallón de infantería de Concepción, y una partida de 14 soldados vino al colegio para custodiar al monumento, en el jueves santo. Se les preparó la comida en la hospedería, y con motivo de obsequiarlos, concurrieron algunos religiosos a darles el buen provecho. Con esto hallaron proporción de decirles amistosamente, entre otras cosas, que sus jefes los traían malamente engañados, porque sólo pensaban en una verdadera rebelión contra el Rey y la religión santa, siendo un delito el más feo volver contra S. M. las mismas armas que les entregó, honrándolos y alimentándolos tantos años, y un horribilísimo cargo dar contra la religión que les dejaron sus padres y única que les podía salvar, exponiendo a todo el reino  a una pérdida temporal y eterna. Todos se mostraron sinceramente adictos al partido de la razón y confesaron con ingenuidad que por sus pocas luces eran engañados, y sentían no hubiera en su cuerpo quien los ilustrara. No paró en esto.

Corría en ese tiempo un papel en verso, con el título de Mandamientos de la Patria, y por fortuna uno de los religiosos tenía una copia que entregó al sargento de la partida para que la leyera en voz alta, como lo hizo con mucho gusto. Pero como estos mandamientos eran del todo opuestos a los de la ley de Dios, y, por otra parte veían experimentalmente que los insurgentes patriotas, en sus dichos y hechos, no hacían otra cosa, causó en ellos la leyenda, animada con las reflexiones de los religiosos, una impresión la más íntima a favor de la buena causa. Así lo dieron a entender entonces, pero su buen efecto se manifestó al todo, cuando el señor general Pareja, tomado Talcahuano, se encaminaba a dejarse ver en Concepción. Salieron de esta ciudad, por orden del Intendente las tropas insurgentes para oponerse a las del Rey; pero, habiendo llegado al paraje inmediato, llamado Chepe, el dicho sargento fue el primero que, exponiéndose a riesgo de la vida, levantó la voz por el Rey, con lo que las tropas se detuvieron sin querer pasar adelante, rindieron las armas y se entregó la ciudad.

Asimismo, en el momento [en] que se avistaron las velas, despachó el Intendente órdenes ejecutivas para que, sin pérdida de tiempo, bajaran todas las milicias de la Frontera a guarecer la ciudad; pero ninguno quiso moverse de su casa. Y para que después no se interrumpa la narración diré brevemente lo que hicieron y padecieron estos fieles vasallos del Rey, hasta la rendición de Rancagua.

Luego que el señor Pareja entró en Concepción, señaló para punto de reunión esta ciudad de Chillán, y las milicias de la Frontera lo verificaron al instante, siguiendo después el ejército hasta el río Maule. Pero viendo que las tropas se retiraban a invernar en Chillán, se volvieron a sus casas, donde estuvieron hasta que los insurgentes se apoderaron de los puestos de la frontera. Entonces fueron llamados para servir en el ejército insurgente; pero los más fugaron a los montes y quebradas, eligiendo vivir en las selvas antes que ir contra el Rey y señor. En vista de esto, los llamados patriotas, después de muchas diligencias, tomaron el bárbaro arbitrio de quemarles los ranchos en la Rinconada de la Laja y en Santa Juana, levantando también en Rere una horca para obligarlos a presentarse, pena de la vida. Todo fue en vano, porque muchos de ellos pasaron por las cordilleras a incorporarse en esta ciudad con los realistas, los más permanecieron escondidos en los montes, y los pocos que salieron por el miedo, fugaron prontamente; pero después que, rechazados y ahuyentados de Chillán los enemigos, caminó una guerrilla nuestra a posesionarse de la Frontera, salieron de los bosques y a miles se unieron a nuestra división, siguiendo después al ejército real hasta Rancagua, en el número que pareció conveniente al general. Tales fueron los efectos de la visita (6).

Volviendo a la narración, no se descuidó el prelado del colegio, en saludar al general de la expedición, luego que supo su arribo, dándole la enhorabuena por el feliz éxito en su primera empresa, ofreciéndose con toda la comunidad a su disposición, y franqueando cuantos auxilios pudiera prestar el colegio a beneficio del ejército y de la causa justa que defendía, de que agradecido el señor general le da las gracias y contesta la carta (documento número 7).

Por este tiempo se hallaba el Ilustrísimo señor obispo en la villa de Los Ángeles, concluida ya la visita del curato y disponiendo viaje a Tucapel para acercarse a Chillán, donde meditaba consagrar los óleos, el jueves santo. Las repetidas noticias de la entrada del ejército real, con la toma de Talcahuano y Concepción hicieron que Su Señoría suspendiera la marcha, esperando que se le noticiase de oficio lo acaecido. Entre tanto, el religioso que le acompañaba, asegurado de la verdad, después del sermón que predicaba diariamente, citó al pueblo para el siguiente día a la hora acostumbrada, a fin de celebrar un trisagio en acción de gracias, y pedir al Señor el feliz éxito de la expedición. El concurso fue muy numeroso y se celebró el trisagio con toda la solemnidad posible, expuesta Su Majestad, y concluida la función, con mucho consuelo del pueblo, lo volvió a citar para el siguiente día, que había de ser la despedida de su Señoría Ilustrísima.

Fue exorbitante el concurso, y mientras el religioso predicaba recomendando la doctrina que había oído aquella santa cuaresma, y se despedía a nombre del Ilustrísimo señor obispo, los vocales de la Junta insurgente, con los principales vecinos de la villa, se presentaron en persona a Su Señoría, suplicando se sirviese pasar a la iglesia para recibir el juramento de fidelidad al Rey, que querían renovar y ratificar, con todo el pueblo que se hallaba en ella congregado; a lo que accedió gustoso Su Señoría, dándoles las gracias, y al efecto despacharon recado al religioso para que detuviera a la gente.

Llegado el señor obispo a la iglesia se expuso el Santísimo Sacramento, y sentado ya en el presbiterio, el procurador de la villa, a presencia de todos, leyó en voz alta y sonora la presentación que traían hecha y autorizada en debida forma, suplicando a Su Señoría se sirviese recibir el juramento expresado, a que correspondió con un clamor general el numeroso gentío. El señor obispo, después de haberles dicho la importancia de este juramento, a que respondieron que le cumplirían a costa de la vida, le recibió por artículos separados, jurando fidelidad a Dios, a su santa religión, a Femando VII y su dinastía y al gobierno español que le representaba, jurando todo el pueblo su cumplimiento, con voz alta, y unida a cada uno de los artículos, según los proponía Su Ilustrísima, quien finalmente los amonestó que si cumplían lo jurado, tendrían premio de Dios; pero si no lo cumplían, se los tomaría a cargo. Concluido el juramento, se cantó el Te Deum y se cubrió a Su Majestad, quedando aquellas gentes sumamente alegres y contentas, viendo roto el yugo que la traición de los tiranos había puesto sobre sus cabezas.

Los vecinos de Yumbel, que supieron lo que habían practicado los de Los Ángeles, y nada satisfechos con el Gobierno nuevamente introducido, se dispusieron a hacer lo mismo, como de hecho lo verificaron al paso Su Señoría por aquella villa a la ciudad de Concepción, a donde llegó con felicidad, llevando consigo al religioso que le acompañaba en la visita.

Este, conociendo el natural y cristiano temperamento de las tropas que acaban de llegar, hizo sus diligencias y pudo haber dos cajoncitos y otras más reliquias de las que vienen de Jerusalén, y reparten los comisarios de los santos lugares, que con todo gusto les franqueó la madre Sor Melchora de San Miguel, religiosa del monasterio de Trinitarias de dicha ciudad (7). Buscó pedazos de tela y se dio mano para hacer y habilitar cerca de 300 relicarios. Esparció esta noticia entre las tropas, particularmente las de Valdivia, por ser más conocidas, y por algún resabio que quizá pudiera tener alguno, a causa de haber levantado Junta los insurgentes en aquella plaza. Con motivo de recibir estos relicarios iban los soldados en tropitas a un cuarto, y por este medio lograba el religioso su intento. Hacíales presente que la causa que iban a defender era la más justa y santa que se podía presentar en el mundo; que la patria, el Rey y la religión confiaban la defensa de sus sagrados derechos a la pujanza de sus brazos y firmeza de su corazón, animándolos de todos modos a desempeñar sus deberes, entregaba a cada uno su relicario, con lo que salían de su presencia muy consolados y determinados a morir primero que echar pie atrás; en efecto, se vio en todas las funciones su valor, firmeza y lealtad.

Luego que el general se posesionó de la capital, deshizo el Gobierno que en los partidos de las provincias establecieron los insurgentes, y restableció el del Rey en personas de su satisfacción. Esta diligencia fue muy oportuna porque en el momento que supo el enemigo la llegada de nuestras tropas, despachó órdenes ejecutivas a todas las Juntas para que, sin pérdida de tiempo, se replegaran las milicias a la orilla del río Maule, llevando consigo todos los animales cabalgares, armas de fuego y pertrechos de guerra, sin dejar cosa que pudiera ser útil a los realistas. Estos oficios llegaron originales a esta ciudad, pero el nuevo subdelegado, con consejo y acuerdo del prelado de esta comunidad, los inutilizó, cortando de este modo la notable ventaja que hubieran tenido los enemigos. Fue también muy útil la [providencia] de dispersar a los varios insurgentes, que tanto habían incomodado a este pueblo, limpiándole de unos enemigos que, aunque débiles en sí, podían por sus conexiones poner algún estorbo a los fines de la expedición, lo que hizo que a la llegada de la tropa estuviese sosegada la ciudad y contento su noble vecindario.

Pero el gozo del señor general fue cumplido cuando vio que, en el momento que entró en ella el ejército, se le franquearon las puertas de colegio, y el corazón de los religiosos deseosos de obsequiar a todos en cuanto podían, o alabando a Dios que les enviaba el socorro tan deseado, en la ocasión más crítica y oportuna, regalaron a los oficiales y soldados con cuanto hallaron a mano, habilitaron a 500 despeados del camino con igual número de pares de hojotas para seguir las marchas, franquearon al señor general para capellán de la plana mayor a un religioso, que por sus prendas y conocimientos de los sujetos adictos y contrarios a la justa causa, sirvió de mucho al ejército en repetidos casos, acompañándole hasta las riberas del Maule, y sin separarse hasta su regreso a ésta, dieron seis colchones nuevos de cotence para los enfermos, y el auxilio de 62 quintales de galleta, hortalizas y otros comestibles, que también fueron conducidos hasta Yerbas Buenas a expensas de la comunidad y al cuidado de un religioso lego, se hicieron cargo de la cura y asistencia de don Juan Huidobro, comandante de uno de los Batallones de Chiloé, y don Juan Francisco Echenique, oficial del batallón de Valdivia, que llegaron enfermos y quedaron en el colegio para su curación. Por último, después de animar a la tropa al cumplimiento de sus deberes, se ofrecieron a encomendarlos a Dios para el acierto y felicidad, como lo hicieron con el mayor empeño, no sólo por sí, sino también excitando el fervor y espíritu de muchas almas buenas y de todo el pueblo.

Pero como en este mundo no hay cosa permanente, todo el gozo de la comunidad en la primera entrada del ejército se convirtió en amarguras a su regreso a esta ciudad. Su vista movió el corazón de los religiosos a la mayor compasión porque llegaron las tropas estropeadas de las marchas, faltas de alimentos y fatigadas de los choques de Yerbas Buenas y San Carlos, y para corona [de] males, venía el general gravemente enfermo. Sin embargo, su caridad no menos activa que infatigable dio lado a todo, prontamente asistieron al general con la mayor puntualidad y esmero, hasta su muerte y entierro, que se hizo en esta iglesia con la pompa correspondiente a su graduación y cargo (8). Dio orden el prelado para que todos los días por turno asistiera uno de los religiosos, mañana y tarde, a consolar a los enfermos, de que pronto se llenó el hospital, y les administrara los santos sacramentos en caso necesario, como también 340 pieles de carnero con todo su vellón para cama de los soldados sanos y enfermos, y todos los religiosos animaban a toda la tropa y la regalaban con cuanto podían, a que contribuyó este heroico pueblo con generosidad y sin escasez. Esto hizo que en breve se repusieran las tropas; y el general nuevamente nombrado para ellas (9). Agradecido a la ingeniosa caridad de los religiosos, creyó ser de su obligación darles las gracias, como lo hizo por el oficio (documento número 8).

Desde este punto el ejército y el colegio se miraban como un solo cuerpo unido para sostener con la mayor pujanza la justicia de la causa. A este efecto, por medio del prelado, comunicaban los religiosos con el general y jefes subalternos sus conocimientos, y concurrían para allanar las dificultades que se presentaban en la ejecución de las providencias con todo esfuerzo, menos con plata sellada, porque no la tenían; pero ofrecieron con todo gusto cuantas alhajas había en el colegio de este metal, si se necesitaban, franqueándolas sin cargo de reintegro ni otra pensión alguna, como lo hicieron con otros auxilios de primera necesidad.

En diferentes partidas, dieron para servicio del ejército 100 y más caballos, de 30 a 34 resmas de papel para cartuchos, en libros impresos y manuscritos, parte de particulares y parte de la librería de colegio, peonadas, herramientas,  etc., etc., como que nada se dio para cobrar.

Además de lo dicho, cada religioso de por sí, era un padre amante para los soldados; los sacerdotes en sus celdas, el refitolero en su refitorio,  el hortelano en su huerta, el panadero en su panadería, el portero en su puerta y el prelado con el procurador en todas las oficinas, todos los agasajaban, animaban y entusiasmaban hasta hacerlos desear con ansia la más pronta llegada del enemigo para ajarle la soberbia. Al mismo tiempo la comunidad no cesaba de encomendar a Dios, en sus oraciones, la causa que defendía, celebrando algunas misas cantadas y rezadas por la paz, conservación y felicidad del ejército, e intimando a todos la moderación en las costumbres, y la santificación de sus almas, para alcanzar del Señor la victoria de los enemigos.

Estos, llamados repetidas veces de los muchos traidores y perjuros que había en Concepción, pasaron a apoderarse de ella, del puerto de Talcahuano y de la plaza de Arauco, y, dividiéndose en partidas, se apoderaron también de toda la Frontera. No contentos con esto, y para quitar a las tropas reales, encerradas en esta de Chillán toda esperanza de retirada y socorro de afuera, llamaron a los indios caciques de las plazas de Nacimiento y Arauco y demás comprovinciales suyos, con quienes pactaron, por medio de muchas promesas y agasajos, que no permitieran pasar a Valdivia a persona alguna española, sin distinción, sino que la apresarían, y, en caso de hacer resistencia, la matarían y llevarían la cabeza, que se les pagaría buen precio.

No debe admirar este pacto inhumano de los insurgentes con los bárbaros infieles, porque en el momento mismo que determinaron el viaje a Concepción, se quitaron la máscara y se manifestaron en su propia persona con las notas de irreligión, impiedad, fiereza, hipocresía y otros vicios que hacen su carácter, con lo que en un instante llenaron la provincia de escándalo, terror y abominación. Sin perdonar sexo, sin distinguir grado, y sin respetar condición, perseguían a los realistas con la mayor inhumanidad. Enajenaban sus propiedades, saqueaban sus casas y robaban sus haciendas. Los ministros más respetables del Seminario y las personas de honor y probidad gemían en las cárceles y sufrían muchos ultrajes. Las señoras virtuosas y delicadas, siempre respetables, eran arrancadas del seno de sus familias, y después de un vergonzoso arresto, las confinaban y obligaban a caminar a pie, rodeadas de soldados, a la playa del mar en los desiertos de Túmbez. La lealtad más inocente era castigada en medio de la plaza con el tormento de los azotes, y muchas veces se daba en espectáculo al pueblo, pendiente del lazo de un cadalso, con festivos toques de caja, y muchos vivas a la patria. Y para completar al todo la iniquidad, desahogaban contra Dios la rabia de su corazón profanando los templos, negando la fe de los divinos misterios y atropellando con la mayor enormidad los preceptos de su ley santa, hasta hacer gemir a la tierra y al cielo con el formidable peso de horrorosas blasfemias y abominaciones. Tal es el temperamento que dio a estos desdichados hombres su adorado sistema, transformándolos en furias infernales

Alguna parte de estos insultos tocó también a nuestro colegio, porque en el camino para Concepción encontraron a un religioso lego, que andaba pidiendo la limosna del vino, y después de insultarle a su gusto le prendieron y llevaron consigo a la ciudad. Luego que entraron en ella aprisionaron a tres religiosos más, uno lego y dos sacerdotes, que acababan de llegar de Montevideo con destino a esta casa, que estaban convaleciendo del escorbuto que les cayó en la navegación. Tres días después aprehendieron al religioso que acompañó al señor obispo en la visita y repartió los relicarios, contra quien habían extendido requisitorias, y en todas partes estaban advertidos para aprehenderle: su historia es extraña y la referiré brevemente.

A la entrada de los insurgentes en Concepción huyó este religioso y se escondió en las barrancas de Quilacoya; pero habiendo sabido que tenían noticia de su paradero, y que de una hora a otra le iban a aprehender, se determinó a dejar el retiro para unirse con el misionero que estaba en el hospicio de Santa Bárbara, por estar cerrados los caminos para tomar otra ruta. No pudo alcanzar allá, porque a seis leguas del hospicio y una de las plazas de San Carlos fue sorprendido y conducido a la villa de Los Ángeles, de que avisado el caudillo Carrera por oficio del comandante insurgente de la Frontera, mandó que le llevarán a Concepción asegurado con buena guardia.

No se pudo verificar su pronta remesa por los temporales de estos [esos] días, y en el entretanto, mudó Carrera de parecer y dio orden para que se presentara en el centro sin escolta. Aquí, después de haberle persuadido que la ruina de Chillán era inevitable por la entera carencia de todos los ramos precisos para que pudieran subsistir las tropas mal avenidas que en ella se encerraban, con otras mil cosas que la hacían creíble, el nombrado Cónsul Anglo-Americano (10) y Luis Carrera le intimaron que era preciso pasase a dicha ciudad y dijera de parte de su general al de las tropas del Rey, que se rindiera y entregara las ramas como debía hacerlo, sin dar lugar a la ruina de aquel pueblo y de sus habitantes, que sin remedio serían todos pasados a cuchillo, si hacían alguna resistencia cuando se presentaran las tropas de la patria.

El religioso aceptó [transmitir] el recado, y después de haber estado veintiséis horas entre los enemigos, salió sin habérsele pedido seguridad de su persona, ni hablado cosa alguna sobre su vuelta (11)

Pero luego que el religioso llegó a Chillán, y supo por los demás compañeros y por el mismo general, el estado en que se hallaba la plaza, después de admirar grandemente muchas mentiras con que quisieron seducirle, dijo resueltamente el prelado: “En fin, padre, ya estoy en mi casa, quiero más morir con ustedes que vivir con ellos”. Así salvó este religioso, disponiéndolo Dios de este modo, y sin duda alguna por intercesión de San Antonio de Padua, a quien se había encomendado muy de veras. De otra manera, por su avanzada edad, su salud siempre achacosa, y fatigado ahora con los trabajos padecidos en la fuga, sobre las tareas diarias del púlpito y confesionario mañana y tarde, sin descansar todo el verano, no hubiera podido resistir, sin fallecer, las penalidades de la prisión, que atendidas las circunstancias hubieran sido muy graves (12)

A este religioso le saquearon dos baúles de libros y un par de petacas con todos sus utensilios y ropa, dejándole con sólo lo encapillado; pero a otros dos religiosos presos, después de muchas amenazas, dicterios y mil malas razones, le pusieron al pecho una pistola, amenazándoles con la muerte, si no decían muera el Rey y viva la patria, atentado que sólo para en amenaza.

Aprehendieron, así mismo a uno de los misioneros que estaban en Arauco; pero fue canjeado, con lo que volvió a los pocos días a su misión. Fue fortuna suya que los insurgentes ignorasen el grande servicio que había hecho antes la causa, de otra manera lo hubiera pasado muy mal. Es el caso que hallándose en Valdivia el señor Pareja con los batallones de Chiloé para venir a esta provincia, y sin saber el estado militar, ni el que tenían el puerto de Talcahuano y demás puntos de la costa, lo comunicó al padre vice prefecto de aquellas misiones, quien con un indio de satisfacción, por estar la comunicación cortada, escribió una carta envuelta en enigmas a dicho religioso. Éste comprendió la materia y dio una noticia exacta y puntualizada de todo, con lo que pudieron entrar los buques sin recelo en el puerto de San Vicente.

Convalecida la tropa, puso el general para resguardo de nuestro colegio, una guardia de treinta soldados, que alojó entre la habitación de los religiosos y la huerta, en un patio espacioso con cuartos y corredores. Esta partida se aumentó hasta el número de setenta, y a veces más de ochenta con sus oficiales respectivos, los que también custodiaban a los presos y prisioneros que estaban en el colegio de naturales, y hacían la guardia en los parajes convenientes para la seguridad del todo. Deseoso el prelado de darles algún alivio, mandó que un religioso lego fuera el ranchero, y le dio peones para ayuda y cuidado de aderezarles la comida y repartirles mañana y tarde a cada uno, franqueando para esto el ajuar correspondiente. La plaza sólo daba la carne, con correspondencia al número de individuos, y la comunidad ponía todo lo demás necesario de legumbres, hortalizas, sal, ají, leña y pan diariamente para todos; pero a los oficiales, además del desayuno por la mañana, se les asistía con las viandas de la comunidad, como a cualquier religioso. Suplía también el colegio leña y luz para los cuerpos de guardia, que en él había, y como el tiempo era el rigor del invierno, y los soldados tenían que hacerla en descubierto y con poca ropa, después que acababan sus dos horas, se les daba un trago de vino bueno para aliviarlos del rigor del frío; y esta solicitud por espacio de cinco meses.

Por fin se acercaron los insurgentes para sitiar la ciudad, pasando el río Itata las últimas partidas el día 7 de julio; y previendo nuestro general que un edificio de casa, capilla, cocina y otros adherentes que, con arreglo a nuestro instituto y a las indigencias del pan, gozaba la comunidad en calidad de capellanía, distancia de cuatro leguas del colegio, podía ser muy perjudicial si el enemigo se apoderaba de él, lo significó al prelado, y toda la comunidad convino gustosa en que se arruinara prontamente, como se hizo para evitar los peligros.

Sitiados ya, y encerrada toda la autoridad real y eclesiástica del reino  en sólo el punto de esta pequeña ciudad, abierta por todas partes y sin más ámbito que el que alcanzaba el tiro de cañón, comenzaron los insurgentes a batirla con cañones de a 25 y 18, el día 29 de julio del año [18]13, a las tres y media de la tarde; y aquí fue donde la misericordia de Dios se manifestó declarada en favor de esta fidelísima ciudad. Los religiosos jamás por esto alteraron en lo menor sus distribuciones de canto y demás actos de comunidad, y el Señor les dio tal presencia de ánimo que muy en breve comenzaron a hacer como un desprecio santo de las balas y palanquetas que asestaban para derribar la casa, objeto principal de su odio. Es cosa que parece increíble; el edificio presentaba en descubierto y de frente casi una cuadra en largo y ocho varas en alto, y sin embargo de estar a medio tiro de cañón, en cinco días que le batieron con empeño, solas dos balas muertas le tocaron, cayendo la una sobre un corredor bajo, y la otra sobre la aleta del techo del edificio, sin hacer más daño que quebrar una docena de tejas, y sin caer al suelo ninguna de las dos, detenidas en la armazón de los techos.

El día tres de agosto una bala de a cuatro, dirigida de otra batería, y que tocó en el filo del estribo de un arco del pórtico de la iglesia, no hizo más que mostrar el calibre y caer al suelo. Pero ¡Oh prodigio de Dios!, en el mismo puesto en que cayó la bala se les incendió a los enemigos la pólvora, con horroroso estrago de los que se hallaban en aquella batería. Igual trabajo sufrieron los que estaban en la batería gruesa, pues además del estrago que hacía en ellos la de un fuertecito que la actividad del comandante de la nuestra, el infatigable don José Berganza, construyó en breves días, padecieron el de un cañón de a 24 que se les reventó y mató una partida de gente.

En los tres días últimos del ataque, los religiosos en lo más vivo del fuego, cantaban las letanías de la Virgen y la Tota Pulchra, y pedían al Señor, por intercesión de su Santísima Madre, que favoreciera su causa y mantenían iluminados con cera los altares hasta que aplacaba el estruendo. Así mismo aclamaban al cielo, día y noche, muchas buenas almas del pueblo, y de todos los parajes donde se oía el estruendo del cañón, afligiendo su cuerpo con ayunos y rigurosas penitencias y levantando sus manos puras al Señor para que defendiera la ciudad fiel, y diera la victoria a los que se sacrificaban con tanto amor y celo por la gloria de su santísimo nombre, y en defensa de los sagrados derechos del monarca. Por fin, se consiguió del cielo este favor el día 5 de agosto, siempre memorable, y señalado por esta fidelísima ciudad.

Este día 5, era el destinado para su ruina y exterminio; pero el cielo le destinó para cubrirlo de gloria. A las doce del día, se dio principio a la escena más horrorosa, bárbara y cruel que se ha visto en el reino de Chile. Iba adelante una bandera negra, precursora de la muerte, la seguía un tambor que, tocando a degüello, anunciaba su proximidad, seguía a ese una turba de incendiarios, que con fuegos artificiales hacían arder los ranchos y casas que se presentaban al paso; más de 60 fueron víctimas de este voraz elemento; por último, seguíase las tropas insurgentes, que dejándose caer a manera de rayo sobre la ciudad por la parte del norte, a fuego graneado de fusil y metralla de cañón, parecía que querían reducirlo todo a cenizas. En paraje conveniente se separó una partida como de 400 hombres, con designio de dar asalto al colegio, que ya tenía próximo el incendio; pero en poco tiempo vieron su desengaño muy a costa suya, y conocieron que tenerlas con Chillán era tenerlas con una ciudad que, aunque pequeña y abierta por todas partes, sabía y podía defenderse de la fuerza del reino entero. El resultado de un atentando tan inhumano y bárbaro fue dejar las cárceles llenas de prisionero, la circunferencia y calles de la ciudad sembradas de cadáveres, y el resto en vergonzosa fuga. Otra pluma más elocuente explicará el valor y constancia de las tropas del Rey, y la energía de los jefes, especialmente de su infatigable, valiente y celosísimo general don Juan Francisco Sánchez. Yo sólo diré que el entusiasmo de los vecinos incomparables de Chillán en defenderse y ofender al enemigo, fue muy extraño, y con obra de omnipotente, porque todos sin excepción, grandes y pequeños, mozos y ancianos, hombres y mujeres, a porfía, con lazos, cuchillos, machetes, asadores, hachas, palas y lanzas, todos hicieron su deber en herir, matar, degollar y fugar al enemigo insurgente.

En los tres último días del ataque, socorrió la comunidad a nuestras tropas con dos mil trescientas sesenta y cinco libras de pan blanco, y a las 5 de la tarde del día último, fugados ya los enemigos, dio a los soldados que estaban en el cuadro de la plaza, ocho arrobas de buen vino, y dos más a los oficiales para que se refrescaran, y lo mismo se hizo con los que custodiaban el colegio. En los días inmediatos se dieron gracias a Dios por la victoria con misas cantadas, y Te Deum, solemnizándolo con el estruendo de la artillería, festivos repiques de campana y repetidos mutuos parabienes. Durante el sitio quedó esta comunidad sin un bocado de carne, por haber llevado al enemigo, en el último asalto, la corta cantidad de carneros que restaba a su rapacidad; pero luego que fugaron se recobró y quedó socorrida.

El día 8 de agosto, determinó el general despachar una partida de 30 hombres de valor y arresto, a sacar los presos realistas que se hallaban en la Florida. Lo verificaron el día 10, y, pasando a la vista del enemigo, el 12 por la mañana entraron en esta ciudad sin más aviamiento que la ropa que traían en el cuerpo, mojados por las muchas lluvias y estropeados del camino. La mayor parte de ellos se acogió al colegio, donde se les habilitó para socorrerse al pronto, y los más de éstos permanecieron en el colegio hasta el mes de abril del año siguiente, en que se reconquistó la ciudad de Concepción. Agregáronse otros muchos que, sabida la derrota del enemigo, se acogieron también a esa casa, donde sin el menor interés y con la mayor liberalidad se socorrió a todos con mesa, cuarto, cama y luz, como a cualquiera de los religiosos con quienes se incorporaban para ir al refectorio, que se franqueó para facilitar su asistencia. El documento número 9 es la lista de los que se acogieron en esta casa y permanecieron en ella largo tiempo, sin incluir otros muchos que llegaban y estaban en ella 4, 6 y 8 días, hasta que se habilitaban o buscaban en el pueblo otro alojamiento, de modo que en un día y otro mantenía el colegio a 200 personas, inclusos los soldados.

Por este tiempo llegó el barco nombrado el Potrillo, y en la ensenada de Arauco, en el paraje llamado Tubul, echó en tierra secretamente al cura de Talcahuano, don Juan de Dios Bulnes, enviado por el Excelentísimo señor virrey de Lima para saber el estado del ejército, y con un pliego para el señor general, si acaso existía. Habiendo adquirido noticias de su existencia, de la derrota del enemigo sobre Chillán, y que la plaza de Arauco aún permanecía en poder de los insurgentes, confió el pliego a un mozo para que lo llevara con el correspondiente secreto a uno de los padres misioneros con encargo de darle dirección; y que por medio de una carta le avisara prontamente el estado de las cosas. Así se hizo, y recibida la carta, se marchó el cura. Luego que el religioso recibió el pliego, hizo toda diligencia y consiguió dirigirle al señor general por un mozo de astucia, que trepando las cordilleras, logró ponerlo en manos del general.

Este suceso hubo de costar la vida al religioso porque noticiado (13) el comandante insurgente de la plaza, haber apostado al cura de Talcahuano en Tubul, y conducido cartas, hizo exacta pesquisa y aprehendió al conductor; pero Dios dispuso las cosas de otro modo. El día mismo en que se le había de tomar declaración sobre el hecho, y atormentarle en caso necesario para que dijera la verdad, se formalizó la sublevación del pueblo de Arauco, y sus indios levantaron la voz por el Rey, aprehendieron al comandante, soldados y demás insurgentes que allí había, y dieron las competentes providencias para asegurar el hecho, siendo el alma de esta operación el mismo religioso, que canjearon antes, y que remitió el pliego para el general.

Otro servicio muy importante hizo la comunidad a principios del mes de septiembre, y fue que hallándose el ejército sumamente escaso de plata, determinó el general enviar a Valdivia en busca de algunas cantidades para el socorro de la tropa; pero no hallando persona de satisfacción para esta diligencia, el colegio, a pesar de la escasez de sus individuos, le franqueó un religioso sacerdote que por su actividad y presencia de ánimo, se juzgó a propósito para expedición tan delicada. Este dirigió el viaje por medio de los indios infieles de la provincia de los llanos, que estaban sublevados contra los realistas, en fuerza de las seductoras promesas con que los insurgentes los habían engañado. A tres jornadas de la plaza de Valdivia le sujetaron los indios, y le tuvieron detenido cuatro días; pero el religioso no se acobardó y fue muy oportuna esta detención porque tuvo tiempo para persuadirlos y hacerles ver el error en que los tenían. Al fin pasó bien y llegó sin novedad a la plaza. Los resultados fueron muy favorables, así porque aquel pueblo se hallaba sumamente consternado por las noticias ilusorias de los patriotas y escasez de las verdaderas, como también por haber evacuado y conseguido el fin de la diligencia a beneficio del ejército. Volvió el religioso sin tropiezo, porque desengañados los indios de su error, abrieron paso franco por todas partes a los españoles.

Al llegar a este punto, no puedo dejar de admirar la providencia con que asiste Dios a nuestros católicos reyes. Saben sus majestades los diferentes cuerpos de eclesiásticos regulares que hay en el Reino, a quienes, según las humana prudencia, podían confiar la reducción y conversión de los indios infieles que en él se hallan, y ahorrar las crecidas cantidades que se consumen en la colectación y conducción de religiosos de las provincias de España; pero ahora se toca palpablemente el interés que resulta, porque el colegio de Chillán, en medio de las tribulaciones causadas por los insurgentes, se ha mantenido firme como una roca en medio de un mar alborotado. Lejos de experimentar la menor debilidad en ninguno de sus individuos, así de los existentes en la casa, como de los empleados en los distritos de las misiones, cada uno de ellos ha sido un agente activo y sagaz en favor de la justa causa, como se ha visto en los hechos y se comprueba por los efectos.

Ya dije el resultado de las diligencias de los religiosos y visita del señor obispo, cuando las tropas no quisieron pasar a Talcahuano, ni las milicias de la Frontera unirse al ejército de los insurgentes; ahora observo también que en todos los puntos que ocupan los misioneros tuvo poca fuerza la insurrección. En Chiloé contribuyó con mucha eficacia, porque vinieron los chilotes con un valor extraordinario, y el celo de un San Pablo por el honor de la fe y de su Rey. En Valdivia contribuyó la prudencia y sagacidad activa de los misioneros para que, con una contrarrevolución, se disipara luego la Junta, y, después para facilitar los ánimos de su valeroso batallón, a fin de venir incorporado con los de Chiloé a rechazar a los agresores de la justa causa. En Arauco sacudieron muy en breve el yugo de la servidumbre y mantuvieron su lealtad, sosteniendo con valor un duro choque hasta rechazar a los enemigos y hacerles repasar el Biobío para no volverle a pasarle más. En la villa de Santa Bárbara no se conoció insurgente alguno declarado. En Chillán los religiosos fueron la columna constante del ejército, la firmeza del pueblo y sus campañas, y el muro de bronce donde se estrelló y quebrantó la soberbia del enemigo, puntos todos gobernados en lo espiritual, casi al todo, por los misioneros. Estas son unas verdades tan notorias, que hasta los mismos insurgentes las confiesan, por lo que su corazón llegó a inflamarse de un furor infernal contra ellos.

Muy desde los principios comenzaron a echarles la culpa de todas sus averías, y por eso estaba decretado su degüello, cuando se pusieron sobre esta ciudad. Pero ahora, que miraban amontonadas las desgracias, perdidas sus fuerzas, escasos de recursos y descubiertas sus mañas, ya que no podían herirles en el cuerpo, vomitaban contra ellos cuantas maldiciones les sugería el enemigo común, hasta que, finalmente, no hallando otras voces más expresivas de su furor, decían airados que eran un bostezo del infierno, con que el diablo los había vomitado aquí para la pérdida del Reino (14).

A consecuencia de este odio amenazaban hacer con sus personas tales y tan enormes atrocidades, que no pueden darse a la pluma sin escándalo y horror. Sin embargo, los religiosos que conocían la raíz de tanto mal, se compadecían al ver cómo les había transformado en su odio el enemigo común, y lejos de inmutarse por tantos agravios, rogaban a Dios por ellos en el secreto del claustro, y al pie de los altares. No contentos con esto, pedían también y suplicaban al pueblo, al fin de los sermones, que implorase la misericordia del Señor sobre aquellos pobres hermanos suyos que, engañados del enemigo, caminaban a la perdición eterna, en una palabra, pagaban bienes por males en la retribución de las ofensas.

Pero nada bastaba para suavizarlos y contenerlos en su furor, y viendo que sus cosas en esta provincia iban de mal en peor, y que no podían rendirla con las armas, hicieron venir de Talca al señor obispo de Epifanía (15)  para que con sermones y proclamas seductivas atrajera a su partido a los fieles vasallos del Rey. Así lo hizo Su Señoría, predicando en Concepción algunos sermones y circulando una proclama por toda la Frontera para reducir a sus habitantes, la que dirigió también a esta ciudad con el objeto de seducir a un noble vecindario y al ejército del Rey. Efectivamente, llegó original y firmada de su mano en Concepción con fecha de 15 de octubre de 1813, y fue contestada en el modo que manifiesta el documento número 10.

El resultado de la proclama de Su Señoría fue en la gente vulgar la risa y mofa de sus desatinadas pretensiones; pero en los sensatos causó el mayor dolor ver cómo una persona de tan alta jerarquía afrentaba el ministerio más sagrado con escándalo de todo buen cristiano.

Entre tanto no se descuidaban los religiosos en hacer presente al ejército y al pueblo los justos derechos del monarca de las Américas, la fidelidad de todo vasallo debida a un legítimo soberano, y los bienes espirituales y temporales que de esto resultaban, animándolos, al mismo tiempo, a continuar la lid hasta terminar cumplidamente la victoria, y cantar himnos de alabanza al Dios de los ejércitos. Este celo constante que inflamaba las tropas, y las hacía victoriosas de los enemigos en todos los encuentros grandes y pequeños, movió el corazón del general para pedir al prelado una relación de los auxilios que había prestado la comunidad en obsequio de la sagrada causa sostenida a favor del Rey y de la religión, a que accedió el prelado con fecha 8 de noviembre (como todo consta del documento número 11). Pero como el colegio no daba los auxilios como cosa prestada y para compensación, sino como un justo derecho debido a la causa común, expuso el prelado los que en el acto tuvo más presentes en número y especie, sin hacer caso de otra cosa, en lo que se daba con ánimo franco y generoso, y sin dejar por esto de continuar con la misma liberalidad en lo que alcanzaban sus fuerzas hasta la última salida de las tropas para Rancagua. El documento número 12 es la lista de los auxilios espirituales y temporales que ha franqueado el colegio en obsequio y honor de la justa causa.

Llegaba el tiempo de disponer las cosas para la celebración del capítulo guardianal, al que por ley deben ser llamados los religiosos existentes en las misiones y los comisionados por el colegio dentro del Reino. A este objeto convocó el prelado, en conformidad de la ley, a los padres discretos, pero éstos, haciéndose cargo de la dificultad en convocar a los ausentes, de la facilidad con que podían ser cortados por el enemigo si venían, y lo sabía, como era regular (16), de que aún vacilaba la causa no llegando el socorro oportuno, como también del peligro que resultaría no variar la conducta que seguía la comunidad, por el órgano del actual prelado, plenamente capaz de todas las distribuciones, y de los resortes que debiera de tocar en cualquiera contingencia peligrosa, muy posible, juzgaron que no se hiciera novedad, y que el prelado continuara hasta el seguro de la victoria, respecto a que este era un caso extraño, no prevenido en la ley positiva, que rige en los ordinarios, por lo que se admitía Epiqueya, cuando de un cumplimiento había peligro gravísimo de un notable perjuicio a la causa más sagrada. Tanta era la atención y delicadeza con que se celaba en esta casa el sagrado derecho del Rey y de la religión.

Así corrían las cosas cuando llegó el señor brigadier don Gabino Gaínza a tomar el mando del ejército. A su arribo en Arauco lo felicitó el prelado, ofreciéndose con la comunidad a sus órdenes, y poniendo a su disposición el colegio con cuanto en él había; y aunque Su Señoría se portó con los religiosos con notable indiferencia, no por esto dejaron de socorrer a las tropas fieles en sus necesidades espirituales y temporales, continuando con la misma firmeza en proveerlas de lo necesario, y obsequiando también al señor general en cuanto juzgaron pudiera serle útil o agradable, hasta que salió con el ejército para el Membrillar. Desde este paraje, y pasando por esta ciudad, caminó después en seguimiento de los enemigos, con quienes celebró en Talca los tratados de paz; pero, ¡que paz! ¡Qué tratados! Se estremeció la provincia de punta a punta; los hombres se encontraban en las calles, y mirándose unos a otros, con el semblante caído, pasaban adelante, sin hablarse palabra; las mujeres gemían de dolor y sentimiento, y los realistas de todo el reino, al verse entregados a discreción de unos hombres doblemente perjuros, infieles a Dios, a su Rey y religión, y que los miraban con odio mortal, quedaron pasmados y sin saber qué rumbo tomarían (17).

Los religiosos del colegio se juntaron, y examinadas las cosas menudamente, en conformidad de lo que previene el Santo Evangelio y manda en su regla nuestro padre San Francisco, determinaron caminar al abrigo de las tropas a donde pudieran ser útiles al servicio de ambas majestades, mientras se presentaba otro aspecto de seguridad en el reino. A este efecto proveyeron que se instruyera un escrito en que, expuestos los motivos de su determinación última, se pidieran al señor general los correspondientes auxilios para sus alimentos y exportación de los ornamentos sagrados, y alhajas del culto, librando así mismo Su Señoría providencias competentes para la conservación de los edificios y muebles de la casa, por pertenecer al Rey, a cuya disposición están con particularidad los individuos de este cuerpo, y que hecho y examinado el ejército por el discretorio, se presentara el prelado al señor general con la brevedad posible, para que la retardación no estorbara el cumplimiento de su salida.

Así se hizo, y luego que llegó el general pasó el prelado a visitarle, y fue recibido de Su Señoría con mucho agrado y benevolencia.

Habiendo tomado asiento, dijo el general: “Ea, padre guardián, ya estamos bien; ya tenemos hechas las paces: resta ahora que vuestras paternidades persuadan con eficacia a estas gentes para que se sosieguen y alegren, recibiendo las paces celebradas como un bien que les asegura la felicidad”. Oyó el prelado la relación, y revestido su corazón de una libertad cristiana y moderación religiosa, contestó: “Que ni él ni sus súbditos debían ni podían persuadir a recibir unos tratados que envolvían su ruina y la de todo el reino. Que eran unos tratados contrarios a la fidelidad que todo vasallo cristiano debe a su Dios y a su Rey, pues, después de tantos sacrificios y ventajas de nuestras armas, se entregaba por ellos al enemigo del Rey y de la religión el reino entero, en el puesto mismo que se esperaba su total ruina. Que este tratado...”  y a este tenor comunicó sus sentimientos al general que no esperaba tal resolución. Finalmente, le entregó la presentación (documento número 13), suplicando se sirviera proveer con la posible brevedad lo que se pedía, y se despidió urbanamente sin haber contestado el señor general cosa alguna en la conversación.

Este hecho animó al cuerpo militar y al noble Cabildo de la ciudad, para que sucesivamente hablaran a Su Señoría sobre el mismo particular y con los mismos sentimientos. El resultado fue la suspensión del artículo que contenía la salida y marcha del ejército en el término preciso de un mes, defiriéndola hasta la próxima primavera y aprovechar ese tiempo para hacer saber al excelentísimo señor virrey todo lo actuado y ejecutado, para que en su vista dispusiera Su Excelencia  lo que tuviera por conveniente.

En este intermedio, y entrado el rigor del invierno, comenzó la tropa a padecer muchas escaseces por la estación del tiempo, corta ración que se daba a los soldados, y por el corto sueldo de dos pesos mensuales, que no les alcanzaba para lo necesario a su subsistencia. Esto los incomodaba tanto que muchos no cesaban de suspirar por la libertad, deseando con ansia verse en sus hogares y en el seno de sus familias.

Para remediar estos males hicieron dos cosas los religiosos: una fue formar una proclama a nombre de las señoras realistas dirigida a las tropas, despachando en derechura y secretamente dos tantos de ellas al astuto y valiente comandante de Húsares de Abascal, don Antonio Quintanilla, que lo era entonces del puerto de Talcahuano, para que, sacando más copias, corrieran en Concepción y se comunicaran a esta ciudad, cuya diligencia tuvo buen efecto (documento número 14).

Otra fue auxiliar a la tropa en lo posible; y a este efecto ofreció el prelado al intendente de ejército sesenta arrobas de carne seca, doce fanegas de frijoles y doce arrobas de grasa, como consta del documento número 15; y además dio orden a los religiosos legos, que administraban las oficinas de la casa, de que jamás negaran a soldado alguno cualquiera cosa que pidiera.

A los enfermos que salían del hospital para su convalecencia los recibían en casa, asistiéndolos hasta su entero restablecimiento. En fin, todo se partía con ellos, hasta las hortalizas de la huerta; y pasaron de ciento y diez fanegas la harina que se dio a los necesitados que les pidieron, además del pan cocido que se les suministraba a todas horas, de manera que la comunidad estuvo siempre como una madre amorosa para acudir en  cuanto era posible al socorro de las necesidades de los soldados, hasta que por fin llegó el señor don Mariano Osorio, y se recibió del ejército como general, siendo su venida el iris que aplacó la horrible tormenta en que zozobraban los generosos corazones de los fieles vasallos del Rey, y disipó el descontento y amargura de las valientes tropas de Su Majestad (18).

Luego que el prelado tuvo noticia de la venida del nuevo general, y su desembarco en Talcahuano, le felicitó poniéndose a su disposición y obediencia con toda la comunidad y cuanto había en la casa. Desde que S.S. entró en Concepción, significó que deseaba alojar en el colegio, cuya noticia alegró mucho, viéndose compensados los religiosos de los desvíos de su antecesor. Al mismo tiempo, conociendo los cirujanos que la tropa que venía de auxilio corría peligro de enfermar e imposibilitarse si alojaba en las casas que servían de cuartel en esta ciudad, por la mucha humedad del suelo, juzgaron preciso su alojamiento en los alto del colegio, lo que hizo presente al prelado don Luis de Urrejola, mayor de la plaza, por el oficio número 16, y en su virtud se franquearon celdas competentes para que la tropa alojara con desahogo, como también se preparó alojamiento para el señor general y oficiales del batallón; que todos fueron recibidos con repiques de campana, Te Deum y mil abrazos de los religiosos, que tanto habían suspirado y clamado al cielo por tan oportuno remedio.

Fue indecible el gozo de la comunidad con socorro tan bizarro en ocasión que se hallaban inciertos de su suerte, y se excusa decir cuanto fue su esmero en obsequiar a los nuevos huéspedes que aseguraban su permanencia. Pero quien con fuerza llamó la atención de todos fue el señor general, cuya sola presencia les infundió una esperanza segura del alivio de sus males y del restablecimiento del reino, creyendo desde luego que era un nuevo Macabeo, que el señor virrey, inspirado de Dios, enviaba a este suelo para el restablecimiento de las leyes patrias y subsanación de los derechos de la religión y del Rey, que los falsos patriotas querían abolir.

No se equivocaron en su juicio, y se asombraron desde luego al ver la actividad incansable y penetración íntima de este jefe para organizar las tropas dispersas y mal avenidas desde los memorables tratados de Talca, uniendo las voluntades de todos, sin perder momento para verificar la marcha del ejército, y no dar lugar a que el enemigo, noticioso de su llegada, le preparase estorbos en el camino hasta la capital. A este efecto apreciaba Su Señoría los conocimientos que le comunicaba el prelado, con quien se enlazó por sus muchas buenas prendas y radical noticia de lo acaecido en el reino desde el principio de la sublevación. Dispuesto todo lo necesario, salió S.S. con el último resto de tropas, encargando a la comunidad que rogara a Dios por el acierto de la expedición y victoria de las armas del Rey contra los enemigos de la religión y del Estado.

Habiendo llegado Su Señoría a Talca, despachó un oficio lleno de piedad religiosa, y mandando que en las iglesias de la advocación de Nuestra Señora del Rosario, generala jurada de las armas del reino, y en las iglesias matrices de todos los curatos, se hiciera a la Santísima Virgen una devota rogativa por la felicidad de las armas, el día 21 de septiembre, por ser éste el día que juzgó estarían preparados para chocar con el enemigo, cuya copia pasó al prelado el comandante de las armas de esta ciudad (documento Nº 17). Y aunque esta iglesia ni es matriz, ni de la advocación del Rosario, se cantó una misa muy solemne con las deprecaciones correspondientes, sabiendo bien que en las urgencias comunes todos deben concurrir a medida de la necesidad.

Ninguna podía ser más grave que la presente, en que se aventuraban los derechos de Dios y del Rey, y con ellos la salvación de las almas y del Estado, por lo que clamaban sin cesar al Señor los religiosos hasta que, por fin, el día 8 de octubre tuvieron del General la feliz noticia de la victoria conseguida en Rancagua, y marcha que se disponía para la capital, la que se celebró con el mayor regocijo, repique de campanas y acción de gracias al Dios de los ejércitos.

No paró en esto, porque la comunidad viendo restablecido en el trono a nuestro muy amado Femando VII, arrojado al otro lado de la cordillera el resto de los insurgentes del reino, y las victorias con que se coronaba la nación española en todos los puntos de su dominación, determinó hacer, en acción de gracias al Dios de las misericordias, una fiesta por los multiplicados favores que nos franqueaba su piedad amorosa. Para que fuera más cumplida y agradable al Señor, resolvió hacer primero una función preparatoria para la general, y la anunció por todas partes, citando día determinado. Llegó éste, y se cantó solemnemente una misa con su sermón, en que el predicador, después de hacer presente a la multitud de los oyentes la grandeza de los beneficios recibidos de Dios por la intercesión de su Santísima Madre, los exhortó a la detestación de las culpas, causa principal y cierta de los males padecidos, y los animó a disponerse por medio de los santos sacramentos para que sus votos fueran agradables a Dios en la fiesta de acción de gracias que se había de celebrar de allí a quince días, que era el 6 del próximo noviembre.

En este espacio de tiempo se confesó mucha gente, y los religiosos prepararon lo necesario para solemnizar la función. Instruyeron cuatro niños que habían de decir cada uno su loa en el discurso de la procesión, tres de ellos vestidos de ángeles y el cuarto de militar. Compusieron varias poesías rústicas y sencillas, pero expresivas y con alusión a los diferentes puntos que hacían el objeto de la fiesta, y se escribieron en tarjetas con letras grandes. Se cubrió y coronó de palmas el pórtico de la iglesia, y en el centro del arco principal se presentó una gran tarjeta en que victoreaba al Rey y a los oficiales de las tropas del reino, desde el jefe hasta el menor subalterno. La torre se empavesó con banderas, y la plazuela de la iglesia y principios de las calles inmediatas se adornaron con una selva de árboles bien ordenados. El público hizo y visitó los teatros para las loas, limpió la plaza y compuso las calles, y las adornó con árboles y arcos, de que pendían muchas tarjetas de poesías.

La iglesia se aderezó con la mayor decencia posible y, al lado de la epístola, se puso en ricas andas la imagen de nuestro padre San Francisco, con el crucifijo en una mano y en la otra una bandera. Pero, en atención a que la Comunidad, desde la primera noticia de las calamidades de España, había consagrado sus votos a María Santísima, patrona de la monarquía española bajo el misterio de su Concepción Inmaculada, determinó bajar su santa imagen que ocupa el trono principal del altar mayor,  para que regentara la procesión y pasaran a Dios los cultos del reconocimiento a los beneficios por las mismas manos que pasaron las oraciones y gemidos en la calamidad (19)

Se puso en ricas andas al lado del evangelio, ocupando los cuatro ángulos del asiento de la peana cuatro efigies de ángeles, preciosamente vestidos y con hermosas tarjetas en la mano, que publicaban el honor de María en su pura Concepción.

Dispuestas las cosas, y obtenida la correspondiente licencia del ordinario, el día 5 de noviembre del año pasado de [1]814, a las 12 del día, se dio principio a la fiesta con repiques de campanas, fuegos artificiales y estruendo de la artillería de la plaza, y por la noche hubo iluminación, fuegos, repiques y toques de cajas militares. El día siguiente por la mañana, después de haber confesado y comulgado mucha gente, a la hora regular, se iluminaron los altares y se expuso a Su Majestad. Luego se cantó una misa solemnísima con sermón, en que el predicador echó el testo de su elocuencia manifestando las grandezas de Dios en la piedad con que miraba a la monarquía española, y a este reino, felices ya con el restablecimiento del señor Fernando VII a su trono, expulsión de los franceses y dispersión de los rebeldes de Chile, exhortando a una multitud inmensa al debido reconocimiento de tanta misericordia. Después de la misa, se cantó con mucha solemnidad el Te Deum, y repetidas las gracias al Señor con las oraciones acostumbradas, se cubrió a su Majestad.

Concluida la función y retirado el concurso, se condujo al pórtico de la iglesia un grande carretón que estaba prevenido y adornado, y en él se colocó el órgano para acompañar la procesión de la tarde. A hora competente se hizo la señal, y se presentó un inmenso concurso de gente de la ciudad y su partido. Ordenose la procesión con bastante trabajo, por el exorbitante gentío, y comenzó a salir de la iglesia, llevando después de la cruz y ciriales la imagen de nuestro padre San Francisco. Seguía el carretón con el órgano y la música tirado de robustos mocetones, y después iba la comunidad, cantando himnos y salmos en honor de la Virgen, a que el órgano acompañaba. Venía luego la Purísima María, cuya hermosura se manifestó este día tan realzada, que llamó con fuerza las atenciones y admiración de todo el concurso. Tras del preste y los ministros, venía una lucida partida de caballería mandada por el comandante general de armas de la provincia, y esta escolta cerraba la procesión.

Con este orden se dirigió por las calles y la plaza, entre festivos repiques de campanas, estruendo de la artillería y fuegos que cruzaban el aire, y que sólo paraban mientras los niños en los parajes prevenidos decían sus loas, al fin de las cuales cantaba la música varias letrillas correspondientes a la materia. Las gentes rebosaban de gozo y lloraban de ternura al compás de sus afectos; unos alaban a Dios, otros magnificaban a María y otros reconocían que los hijos del serafín llagado eran el instrumento del bien que ya gozaban. Volvió por fin, con el mismo orden de la procesión a la iglesia, donde se cantó la Tota Pulchra, y repetidas de nuevo las gracias al Señor y su Santísima Madre, se concluyó la función con general consuelo y regocijo del pueblo y de los religiosos.

Últimamente fueron conducidos del campo el grande trozo del cañón de a 24 que reventó, y otro que se les inutilizó a los insurgentes, y con anuencia y beneplácito del comandante de las armas, se pusieron a firme uno a cada esquina del pórtico de la iglesia, para testimonio y memoria de que esta casa fue el muro donde se estrelló la soberbia de los rebeldes, y aquel templo santo, el taller donde con cortas oraciones y sacrificios se preparó y trabajó la libertad del reino, continuando sin cesar los religiosos en dirigir sus votos al cielo, como lo harán hasta la pacificación entera de la América y firme seguridad de la España.

Concluida la función se dieron las providencias para la celebración del capítulo guardianal, en el que sin ningún mérito mío, en 1º de febrero de este presente año, fui electo prelado de esta comunidad de héroes en virtud y lealtad. No es hipérbole, sino justicia debida a su mérito realizado, como lo manifiesta la conducta que observaron desde la ausencia de nuestra amado Fernando hasta su restablecimiento al trono y el exterminio de los insurgentes del reino, cuya relación, como se ha visto, patentiza en los hechos su fino amor y reconocimiento al soberano: en los padecimientos por la más justa causa, la firmeza de su lealtad, en los auxilios que oportunamente y sin el menor interés franqueó al ejército real, la generosidad de su corazón, admirándose en él todo un amor y lealtad que, como dije al principio, los distingue y eleva noblemente en esta sagrada lid, en que manifestaron con empeño el más verdadero interés por los sagrados derechos del Estado, del Rey y de la religión, que vulneraban los insurgentes con la mayor enormidad y desacato

Me ha sido preciso instruir esta relación por las noticias que encuentro en los instrumentos del archivo, libros y papeles de mi oficio, y por otras que me han administrado varias personas de probidad, por no haber presenciado personalmente lo acaecido en esta casa y pueblo, a causa de tenerme ocupado la obediencia en la misión de Arauco, desde el año de 1788 hasta el presente en que fui electo prelado; y deseando que la verdad de la relación se conforme con los hechos, la pasé a los padres discretos con el oficio número 18, para que examinado su contenido vean si conviene con la verdad, notando si hay algún punto que desvíe de ella para corregirle, como asimismo, señalen y nombren dos religiosos que cotejen los documentos que acompañan la relación con los que se hallan en el archivo, y si están conformes, lo certifiquen al pie de cada uno de ellos, para que en todo se guarde fidelidad, y que a continuación de esta misma relación, digan y certifiquen de su verdad, como igualmente de la conformidad de los documentos que acompañan con todo lo demás que tuvieren por conveniente.

Los dos infrascritos, individuos del Discretorio de este apostólico colegio de San Ildefonso de Chillán, nombrados por el mismo Discretorio para examinar y autorizar esta relación, certificamos que todo lo en ella contenido está conforme con los documentos que en ella se citan y le acompañan en copia, y a la verdad de los hechos sucedidos desde el año 1808 hasta el de 1814, relativos a esta apostólica comunidad y sus individuos. Para que conste damos esta certificación, firmada en dicho colegio de Chillán, día 1º de abril del año de 1816. Fray Raimundo Fuentes.- Fray Juan López de Aro.- Fray Juan Ramón, guardián.- Así es, Fray Jerónimo Ondarreta, secretario del Discretorio.

 

 

 

1. Este escrito, por decreto de la Junta, se pasó al prelado, quien, viendo los enormes tratamientos que contenía contra la comunidad y los fines torcidos a que se dirigía, se detuvo sin querer contestarle por no avivar más el incendio. Pero Dios lo hizo todo, pues, habiendo llegado a oídos del Intendente insurgente de Concepción, que antes nos miraba con buen afecto, el enorme atentado del procurador de la ciudad, lo reprendió agriamente, mandándole desistir de su solicitud injusta. Obedeció por entonces; pero en su ánimo se reservó para la visita de la provincia que se había de traer, de orden del gobierno, como él mismo lo manifestó después. El documento ardió con otros papeles que se quemaron, ad cautellam, cuando el enemigo se puso sobre esta ciudad. Volver.

 

2. Estas noticias se comunicaban a los religiosos por personas seguras y fieles que por parentesco y otras relaciones tenían conexión con los insurgentes. Volver.

 

3. Los insurgentes se apropiaron el nombre de patriotas, y al cuerpo de la insurgencia llamaban patria. Estos dos nombres notados en la relación, con rayas, dan a entender su verdadero significado. Volver. 

 

4. No se podía predicar contra la Junta ni contra el sistema, y algunos insurgentes solían venir a los sermones prevenidos de lápiz, para tildar cualquiera proposición que sonara contra lo prohibido. El prelado fue tildado y acusado por una proposición bien indiferente; pero no hubo resulta, aunque sí muchos ultrajes por lo que llamaban atrevimiento del predicador. A pesar de esto, se predicaba de un modo que las verdades los abollaban sin darles lugar para la queja. Volver.

 

5. Su Señoría Ilustrísima hacía de su cuenta, en la visita, todos los gastos de su persona y familia, sin pensionar en lo más mínimo a los señores curas,  ni a otra persona alguna.Volver.

 

6. Estos mismo habitantes de la Laja, después de haberse retirado nuestra guerrilla, sin otras armas que tres malos fusiles, algunas pocas lanzas, garrotes y un cañón que figuraron con un tronco sobre unas ruedas de carreta, la defendieron con esta industria de una partida numerosa de los enemigos que, noticiosos de estar evacuado aquel punto de la Frontera, pasaron a posesionarse de él con ánimo de castigar y saquear la villa de Los Ángeles; pero habiendo entrado en el río de la Laja, volvieron las espaldas prontamente y huyeron poseídos del miedo que les infundió aquella gente valiente y generosa.Volver.

 

7. Este Monasterio, aunque pobre, dio al ejército real luego que llegó, 500 pesos, que no dejaron de hacerle falta, y las religiosas llegaron a desnudarse de la ropa que necesitaban para sí para aderezar camas, donde se acostaron los soldados del Rey que quedaron prisioneros cuando se apoderaron de la ciudad los insurgentes, encerrados en una cárcel sin el menor aliviamiento ni alimento alguno, por lo que partían también con ellos la escasa pitanza que para su sustento las administra el monasterio. Trabajó mucho en la presencia del Señor para alcanzar de su piedad el alivio de las calamidades públicas, desde que tuvo la primera noticia de lo acaecido en España. Sus oraciones continuas, sus ayunos y diarias mortificaciones con que hacían del claustro una nueva Thebaida, sin duda obligaron mucho a Dios que al mismo tiempo les daba paciencia para tolerar los dicterios y groserías con que los insurgentes hablaban de estas religiosas, y estorbó los males con que las amenazaban. Es constante que el enemigo común mira con odio este templo de virtud y pureza, pero entre tanto, vive bajo de la providencia del Altísimo, que le sostiene para que contenga el brazo de su justicia sobre los miserables pecadores. Volver.

 

8. Fue muy sensible al ejército la muerte del general don Antonio Pareja, cuya sabia dirección, desde el primer paso dado en Chiloé para la expedición hasta el día de su muerte, y el amor que tenía a los soldados, acreditan en todo sus hechos su aventajada pericia militar, su fidelidad al soberano, su valor y la prudencia con que el cielo le había favorecido. Volver.

 

9. Este fue el siempre y constante don J[uan] F[rancisco] Sánchez: desde el principio de la revolución le temieron los insurgentes, y por esto le confinaron a la cordillera, en calidad de comandante de la fortaleza de Santa Bárbara, donde continuó hasta la llegada del ejército real. Unido después al señor Pareja, manifestó desde luego el valor y grandeza de su corazón, por lo que no dudó el ejército en ponerle en la mano el bastón de general por muerte de su antecesor. Fue el azote y terror de los rebeldes. Sus tropas en todas las funciones grandes y pequeñas, castigaron siempre y se burlaron de los enemigos; sin tener un real la caja del ejército, lo mantuvo contento y se aumentó notablemente con los paisanos de la incomparable Chillán y la Frontera. Instruyó y entusiasmó a los nuevos reclutas, de modo que en poco tiempo se encendió entre ellos y los veteranos una generosa competencia de lealtad, firmeza y valor en las acciones, con lo que pudo entregar a su sucesor una tropa capaz de resistir la fuerza de los insurgentes y acometerla en cualquier parte, como lo verificó a los pocos días en la toma de las dos ciudades de Talca y Concepción. Volver.

 

10. Se refiere a J. R. Poinsett. (N. del E). Volver.

 

11. No le absolvían y nada aventuraban en demorarle cualquier castigo, estaban firmemente persuadidos de que la plaza era suya, y que o voluntariamente se rindiera, o la rindieran con la fuerza, siempre quedaba en su poder la persona de este religioso; por eso quizás no le hicieran caso al comandante del centro Juan José Carrera, que lejos de verle y hablarle, quería que le metiesen una bala por el cuerpo. Volver.

 

12. Era notorio que este religioso en la larga demora que hizo en Concepción a causa de su quebrantada salud, como también en el tiempo que acompañó en la visita al señor obispo, trabajaba siempre en mantener fieles a los buenos vasallos del Rey, y cuando se ofrecía ocasión, manifestaba amistosa y francamente a los insurgentes, y aún a los cabecillas de la revolución, la enorme injusticia de sus solicitudes y procedimientos. Además de esto, como le creían confidente del señor obispo, le hacían también cómplice en los delitos que achacaban achacaban a S. S. Ilustrísima. Estos eran que cuando tuvo noticia de la venida del ejército del Rey, mandó celebrar un solemne trisagio por la felicidad de sus reales armas contra la patria; que había obligado S.S. a los moradores de Los Ángeles a prestar juramento de fidelidad al Rey, contra lo que tenían prometido a la patria tenían prometido, que había practicado la misma diligencia con los vecinos de la plaza de Yumbel al paso para Concepción; que habiendo quedado gobernador interino de dicha ciudad, no sólo daba sino también activaba, con la mayor fuerza, las providencias de remitir armas y municiones de guerra al ejército del Rey que caminaba para Maule, cosa, decían, opuesta a su sagrado carácter. Pero lo que más le agravaban era que S.S. había pedido al Excmo. señor virrey del Perú las tropas para invadir el reino, por todo lo cual decían algunos temeraria y sacrílegamente, pero con franqueza, “que el obispo y el fraile debían estar ahorcados”. Estos eran los cargos a que el religioso debía responder como cómplice, y por lo que le buscaron con tanta diligencia, como se lo dijo al mismo, cuando estuvo el cuartel maestre general insurgente don Juan Mackenna. Volver.

 

13. Jamás los insurgentes perdonaron la vida a los que de parte a parte conducían cartas, no sólo de asuntos pertenecientes a la guerra, sino también los de correspondencia familiar. Volver.

 

14. Poco después de la derrota que padecieron sobre Chillán, salió un Monitor que no contento con ridiculizar a los religiosos y al general del ejército con hechos supuestos y solo capaces de ser invención de unos hombres desesperados, los abate más que al polvo de la tierra; pero daba contra los que creen y obedecen al Evangelio para no recibir de ellos la contestación que merece tan enorme desafuero. Volver.

 

15. Rafael de Andreu y Guerrero. (N. del E). Volver.

 

16. Es cosa notoria que cuanto pasaba y se determinaba en esta ciudad se sabía en el campo de los enemigos, cuyas partidas cruzaban por todas partes hacia la cordillera, hasta que se tomó la ciudad de Concepción, de que resultaba el peligro cierto de ser cortados y apresados los religiosos que vinieran de Valdivia. Después de tomada Concepción, fue preciso que esta determinación continuara a causa de los tratados celebrados por el señor Gaínza, que hicieron vacilar la suerte de la causa más que nunca, hasta que finalmente se aseguró con la toma de Rancagua y entrada de las tropas en la capital del reino, lo cual sabido, se dio pronta providencia para la celebración del capítulo.Volver.

 

17. Es inevitable la conmoción que causaron los tratados. Diré un solo caso. Hubo hombre determinado a quitar la vida a sus hijos para que no se vieran en la irreligión y se vieran en trabajos, y abandonando a su mujer, irse a donde la fortuna le ayudara antes que quedar al arbitrio de los enemigos, contra quienes y en favor de la justa causa, presentó muchas veces el pecho a las balas y consumió sus haberes. Pero habiendo comunicado como fuera de sí esta determinación desesperada a un religioso, éste le aquietó asegurándole que no se verificaría el cumplimiento de los tratados. Volver.

 

18. Aquí se vieron unidos el atractivo del mérito y la grandeza del corazón de don Juan Francisco Sánchez. Este valeroso militar, después de manifestar en el modo más sensible la lealtad al soberano, y el acierto de sus disposiciones en las repetidas victorias mientras dirigió las armas, sufrió por el celo exaltado de algunos, muchas sinrazones que le obligaron a reprimir en el pecho y contener sus generosos deseos, haciendo una vida privada en el campo mismo de Marte. Conoció el prelado que su unión con el nuevo general sería muy favorable al ejército y a la causa, y entabló esta solicitud. Pero a la primera insinuación del prelado contestó el señor Sánchez en términos precisos: padre, no tengo más que una vida, si tuviera mil, las sacrificara gustoso en obsequio de la justa causa que se defiende. Estoy pronto a lo que determine de mí el señor general, hasta servir de soldado raso; mañana saldremos los dos a encontrarle y ponerme a su disposición. ¿Cómo lo verificaremos? Esta unión fue el gozo de las tropas y el vínculo de los corazones de todos y dio al ejército una fuerza irresistible. A vista de esto puede callar la crítica más severa.Volver.

 

19. Nunca, desde la colocación de la iglesia, se había sacado esta santa imagen de su trono para función alguna; pero jamás hubo motivo más justo ni más honesto para esta demostración, que en la ocasión presente. Volver.