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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Capítulo XIV. La Revolución en Armas. I. La Guerra Civil. 1813
Documento 3. Santa Pastoral

31 de marzo de 1813[1].

Nos, Doctor Rafael Andreu y Guerrero, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Obispo de Epifanía y Auxiliar de la Diócesis de Charcas, Arequipa, Córdoba del Tucumán, Santiago de Chile, y su Gobernador en Sede vacante, Caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, a los pueblos de campo de este Obispado, salud en nuestro Señor Jesucristo, etc.

Amadísimos hijos míos de mi corazón en Nuestro Señor Jesucristo: el grave peso del ministerio pastoral, que por una extraordinaria providencia de la majestad de nuestro gran Dios ha recaído sobre mis débiles hombros en unos tiempos tan calamitosos, llenando mi espíritu de un santo temor, y confundiendo mi pequeñez, me hace elevar día y noche las manos al cielo con ardientes y fervorosos afectos en solicitud de aquella sagrada luz, que ilumina el entendimiento, y penetra los corazones.

¡Ah, si mis votos son escuchados!

Porque sin este eficaz auxilio, ¿qué valla podrán oponer los miserables mortales al impetuoso torrente que ha inundado las más felices regiones del globo, de calamidades, odios, y discordias?

A la verdad, hijos míos, que esta memoria me confunde, y al paso que quisiera separarla de mi mente, el nuevo peligro en que os veo y la forzosa obligación en que me halló de aspirar por todos los medios posibles a la salvación de vuestras almas, y libraros al mismo tiempo de los horrores y desgracias en que os quieren sepultar unos hombres que se han declarado enemigos de vuestra paz, y tranquilidad, y hacer correr arroyos de sangre, me obliga a hablaros del modo que vais a oír.

En el mes de mayo de 1808 se levantaron las provincias de España contra los franceses, para defender su libertad y derechos: cada capital de provincia instaló una Junta con el nombre de Suprema de España e Indias; aumentándose el peligro, conociendo dichas juntas que divididos los mandos en largas distancias no era posible salvar [a] la nación, se convinieron en remitir cada una dos diputados al sitio de Aranjuez, con los correspondientes poderes, a fin de que, con arreglo a la ley, nombrasen un Regente del Reino, que dirigiese, y gobernase la nación.

Reunidos todos los diputados, resultó por el mayor sufragio de votos instalar una Junta llamada Central, compuesta de los mismos diputados.

A poco tiempo de formada dicha Junta, llegan los franceses a Madrid: huye la Junta a Sevilla, en ella dan sus disposiciones contra el enemigo: con éstas, lejos de minorar [aminorar] el peligro de la nación, se aumentaba cada día.

Con aquellas continuadas desgracias, se introduce en toda la España un universal disgusto con el Gobierno, llegando al extremo de desconfiar de él.

Pasan los franceses la Sierra Morena; se acercan a Sevilla; huye por segunda vez la Junta Central; se desparraman sus vocales por diferentes puntos; el pueblo de Jerez de la Frontera prende a tres o cuatro; el General Castaños ruega por ellos, y los saca de la prisión; y resulta repentinamente un Consejo de Regencia en la isla de León nombrado por cinco o seis de los que fueron vocales.

Este nuevo Gobierno principia a expedir órdenes para las Américas; convocan a Cortes extraordinarias; ponen suplentes por todas las ciudades y pueblos que dominaban los franceses en España, y por ambas Américas hacen lo mismo; Caracas, y Buenos Aires, que observan dolorosamente las referidas desgracias de España, que miran en la lectura de sus papeles públicos pretende aquella nación, que en el caso de ser dominada de los franceses, se entreguen las Américas a esta nación.

Buenos Aires que lee una proclama de su Virrey Cisneros[2] en que dice se ve la España en un próximo peligro de perecer, y que en este caso lo hará saber a las provincias de su mando para con el acuerdo de ellas tomar las providencias convenientes.

Penétrase con estos acontecimientos Buenos Aires, del más vivo sentimiento; mira su grave peligro, y el de toda la América; conoce muy bien, que siendo el Virrey español europeo, colocado por la deshecha Junta Central, indubitablemente había de aspirar a que la América del Sur siguiese la suerte de España; medita, y calcula el medio de librarse de la mayor de las desgracias; se levanta todo el pueblo; quita el mando al Virrey; instala la Junta.

La Junta mirando que peligraba el pueblo abrigando en su seno al Virrey, y Audiencia, que seguían una misma opinión, los remite juntos a Canarias, para, sin estos opositores, salvar la patria; por esta tan sabia y justa medida declaran guerra a Buenos Aires los jefes de Montevideo, Paraguay, Córdoba, Potosí, Charcas y Lima; los pueblos del interior piden auxilios a Buenos Aires con ruegos y clamores; esta invicta capital marcha velozmente en socorro de sus hermanos, y a pesar de la guerra que le oponían los dichos jefes, vencen todos los obstáculos, y penetran hasta los confines del virreinato, que llaman el Desaguadero.

Nuestro pacífico y feliz reino de Chile, penetrado de los mismos sentimientos, que Buenos Aires, Caracas, México, Santa Fe de Bogotá y Quito, quiere salvarse, y para conseguirlo imita a estas provincias, e instala su Junta.

Esta convoca a los pueblos del reino; los inflama a la más justa defensa; forma sabias constituciones, levanta cuerpos militares con jefes de valor, nobles sentimientos, y acendrado patriotismo, que las instruyan en las reglas de la guerra, y defiendan al reino de los enemigos, que contra él se declaren.

Después de tres años en que nuestro sabio Gobierno ha logrado conservar con sus sabias providencias a este reino en la más envidiable paz y tranquilidad (a pesar de algunos enemigos de ella) franqueando a Lima no solamente los renglones de primera necesidad, sino también conservando la más cristiana armonía, nos hallamos inesperadamente en que aquel Virrey no contento haber hecho correr arroyos de inocente sangre en las provincias del Alto Perú[3], Tucumán, Salta y Quito, su inaudita ferocidad, ha remitido una expedición al puerto de San Vicente, tres leguas distante de Concepción, la que ocultando sus temores y aparentando valor ha tenido la audacia de intimar a la plaza su rendición.

¡Valientes chilenos, hijos amados de Jesucristo, y edificativos seguidores de su religión santa!

Examinad la parte de historia que os presento; reflexionadla, y meditadla bien, y veréis como la luz del día, es vuestra causa la más justa y santa del mundo, y que lejos de oponerse a los principios de la religión, que profesáis, ella misma la afianza, protege y asegura.

Extended la vista al reino de México, y veréis botados en aquellos campos y pueblos más de doscientos mil cadáveres, que con la mayor crueldad e injusticia ni aun le han prestado el auxilio, y socorro de la confesión, y comunión.

¿Y quién os parece será el monstruo, que ha cometido tales atrocidades?

El virrey de México.

Corred a Caracas, y encontraréis los mismos horrorosos estragos ocasionados por un malvado Teniente de marina, que se apellida Monteverde[4].

Pasad a La Paz, Potosí, Charcas y Cochabamba, y os horrorizaréis al ver sembradas las calles de hombres viejos, mujeres y tiernos niños muertos por esas desventuradas tropas del Virrey de Lima: pueblos incendiados, casas e iglesias saqueadas, y aun las imágenes de María santísima, según consta de documentos públicos, y excesos los más abominables son los premios, que después de grandes ofertas dan estos monstruos a los que las creen, confían y rinden a ellas.

¿Igual será la suerte de vosotros, hijos de mi corazón en nuestro señor Jesucristo, si por ese pequeño número de tropas despreciables, y forzadas, os intimidáis, y acobardáis?

Seréis víctimas inocentes como las de México, Caracas, Alto Perú y las que acaban de perecer en Quito por el inhumano Montes, que después de entregadas sin hacer la menor resistencia, poniendo en fila aquellos infelices habitantes, iba quitando la vida de cada cinco uno.

No esperéis que os valgan clamores, ruegos, súplicas, ni disculpa alguna, no, nada os valdrá si llegase ese triste acontecimiento.

Creed firmemente que sus corazones endurecidos, sus oídos sordos a vuestros gritos lastimosos, no serán escuchados, y sufriréis la ignominiosa muerte, que vuestros hermanos han experimentado.

Yo, hijos de mi corazón, no os alarmo a la guerra contra otros pueblos, porque en tal caso, por mi pastoral ministerio, quedara irregular, mas sí os exhorto, os animo, y os inflamo a la justa defensa que es de derecho natural.

Tomad las armas, corred a Concepción, y a cualquier punto del reino, a defender vuestras vidas, la de vuestros ancianos padres, y el honor y hacienda de vuestras mujeres y tiernos hijos.

Repeled a ese despreciable enemigo, que con la mayor inhumanidad, e injusticia viene a haceros los males referidos.

Quisiera no tener, en las circunstancias presentes, el carácter sacerdotal para ir al frente de vosotros.

Mirad que os habla un verdadero sucesor de los apóstoles, que no lleva otro interés que vuestra felicidad, la de vuestros ancianos padres, mujeres y tiernos hijos, pues nada puedo apetecer ni esperar de vosotros, ni del mundo entero, porque ya mi dignidad llegó al más alto grado: no tengo padre, madre, hermanos, parientes ni bienes que pudiera llamar mi atención y arrastrarme a un particular interés.

No, nada de esto tengo, y de consiguiente no puede haber un hombre entre nosotros, que deje de confesar llevó otro interés en ésta mi pastoral, que el que tengo referido, y creed que cualquiera que os aconseje en contra de lo que os digo, es vuestro capital enemigo, y desea vuestra destrucción y ruina.

¡Ea, pues, ancianos padres, y madres heroínas! Echad de vuestros ranchos y habitaciones a vuestros hijos grandes, y a vuestros maridos en defensa de sus mismas vidas, de vuestro honor; y de vuestras pobrezas, haced que corran a Concepción y a cualquier otro punto a desterrar, y confundir a los enemigos de vuestra natural felicidad: id, pues, a esta gloria, que vuestros mismos enemigos os presentan, y preparaos para recibir las inocentes coronas de laureles con que seréis recibidos en vuestra vuelta.

¡Qué himnos, alabanzas y bendiciones no elevarán al cielo todos los pueblos del reino, cuando os vean venir a vuestros ranchos triunfantes, y qué lágrimas de regocijo no veréis derramar a vuestra presencia!

¡Valientes chilenos!

Haced, que el mundo entero envidie vuestros triunfos y heroísmo y confiad que el Señor de los Ejércitos confundirá a los enemigos, y los aterrará con sólo vuestra presencia.

Nada os acobarde. Empuñad la espada, y creed que el Dios de las misericordias protegerá la más justa de las causas, y permitirá que saliendo de este despreciable peligro que os amenaza, se difundirá por todo el reino la más santa paz, unión y regocijo, sepultando en el abismo los odios, discordias, enemistades, y erradas opiniones, que son las únicas que han acarreado tanto males, y recibid todos mi bendición, que os la hecho con todo mi corazón en el nombre de Dios, que me ha de juzgar según mis obras, palabras y pensamientos. Dada en nuestro Palacio Episcopal de Santiago de Chile, a 31 de marzo de 1813.

Rafael, Obispo de Epifanía, y Gobernador del Obispado.

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Notas

[1] Este texto no aparece en la edición de 1848. Feliú Cruz lo agrega, copiándolo de un manuscrito encontrado por él en el archivo del convento de San Francisco de Chillán. (N. del E). Volver .
[2] Baltasar Hidalgo de Cisneros. (N. del E). Volver.
[3] Alto Perú es la actual Bolivia. (N. del E). Volver.
[4] Domingo de Monteverde. (N. del E). Volver.

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