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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo IX

CAPÍTULO IX
Osorio emprende su marcha al norte.- Plan de los realistas.- Se recibe orden de Abascal para reembarcarse y hacer arreglos de paz.- Osorio reúne una junta de oficiales.- Se acuerda desobedecer al virrey y seguir.

 

Preparado el ejército, Osorio dio el 28 de agosto la orden de moverse hacia el norte. La marcha se hizo con suma lentitud por campos humedecidos por las lluvias. Sin obstáculo se cruzó el famoso Maule, una de las formidables defensas naturales de Chile, y se siguió por lugares despoblados y sin enemigos. Sólo el 29 de setiembre se acampó en la hacienda de la Requínoa.

Las intenciones del jefe realista eran manifiestas: batir a los patriotas a donde los encontrase.

La moral y disciplina del ejército eran inmejorables. Venía a las órdenes de oficiales que inspiraban a la tropa plena confianza y contaba con cuerpos aguerridos como los Talaveras, las compañías del Real de Lima, el Chiloé, el Concepción y el de Castro. El ardor de los soldados se había aumentado con la falta de resistencia que encontraban a su paso y con la certidumbre que tenían de pelear con tropas bisoñas, divididas por discusiones recientes.

Al llegar a la Requínoa, Osorio recibió orden terminante de Abascal de volverse lo antes posible al Perú, tratando con los patriotas de cualquier manera. Le exigía de un modo perentorio que se reembarcase con los Talaveras y otras fuerzas disponibles, porque el virreinato estaba seriamente amagado por los argentinos que habían obtenido varias victorias en el Alto Perú. La reconquista de Chile no le importaba ya; lo que le preocupaba ahora con urgencia era la seguridad de su propio territorio expuesto a ser víctima de los insurgentes. Se trataba de la vida o muerte del Perú.

Osorio no se atrevió a resolver por sí solo el oscuro problema que venía a arrojar negras sombras a su espíritu pusilánime, a su carácter vacilante y a su conciencia timorata.

¡Cosa curiosa! Osorio no veía el secreto de la victoria en la hoja de su espada o en las bayonetas de sus legiones, sino en las mandas que hacía a los santos, en las fervorosas oraciones que dedicaba con el candor de un anacoreta a la virgen del Rosario en la activa participación que daba en las batallas a la divina providencia. Más esperada de las nubes de incienso, que del rojizo humo que los cañones despiden en el fragor de las batallas.

Abrumado con la responsabilidad de la empresa que tenía entre manos, convocó un Consejo de Oficiales y expuso el contenido de las órdenes recibidas de Abascal, a fin de que le diesen su opinión sobre el partido que era conveniente adoptar. Los jefes que lo rodeaban, como lo hemos dicho, eran osados, valientes y pundorosos. En sus pechos no cabía ni el temor, ni la duda. Luchaban por convicción profunda, por el sumiso respeto que tenían a su rey y porque sentían correr por las venas la sangre ardiente del soldado que busca ansioso el peligro y que halaga como ideal querido, morir afirmado sobre una espada de combate.

La clase de respuesta se presume en tales hombres. Acordaron desobedecer al virrey, apurar la marcha, cruzar lo antes posible el Cachapoal y atacar al enemigo sin perder un segundo de tiempo.

El plan estaba trazado, los cornetas dieron el toque de atención y marcha, y hora de la prueba sonaba en el reloj de los acontecimientos.