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Motivos que Ocasionaron la Instalación de la Junta de Gobierno en Chile. Cádiz, 1811.
Motivos que Ocasionaron la Instalación de la Junta de Gobierno en Chile. Cádiz, 1811.

De un error, muchos
Saavedra, Empresas.

El reino de Chile después de recibir de la naturaleza todas las proporciones para hacer dichosos a sus habitantes, conserva e inspira a estos aquel espíritu de orden, sencillez y probidad propia del siglo XVI en que lo unió a la corona de Castilla el noble esfuerzo de unos guerreros, que no tuvieron ocasión de olvidar sus generosos principios, o porque los compelía reconcentrarse en ellos la resistencia valiente de los indígenas; o por que no hallaron las riquezas que originaron en otras provincias las funestas discordias, que perpetúan males, que solo se atemperan, y jamás se extinguen con providencias y reglamentos, o parciales o del momento con que se establece aquella incertidumbre, que constituyendo el carácter de las acciones por el tiempo y lugar; labra un manantial eterno de arbitrariedad y desconfianza insoportable, y que fuerza por decirlo así, a la injusticia y a la malicia. Libre Chile de esta Hidra, y excepto por su situación de la   frecuencia de transeúntes, que aunque civilizan, corrompen, subsisten aquellas costumbres de los primeros tiempos. No hay aquí aquellos odios que en cambio del desprecio, se tienen las varias condiciones. Tampoco aquella pueril emulación,  entre los españoles, y los descendientes de estos, la hospitalidad, que encuentran los primeros, disipa en su concepto aquella idea de superioridad, que da la accidental circunstancia de haber nacido en el suelo dominante, de que hacen ostentación solo aquellos que no tienen absolutamente otro mérito. Contentos todos con un gobierno no atemperado jamás han pensado en alterarlo, ni alguna vez se han oído aquellos recursos ruidosos, dimanados de los partidos que hay en otros pueblos, ni de quejas entre sus gobernadores. Es verdad, que al parecer la providencia les ha deparado siempre unos jefes que o por su natural bondad o por la clase de negocios que se versan en el país, o por el temperamento de sus habitantes, no presentaron motivos de movimientos sobre todo, como si hiciese el último esfuerzo para darles los mejores en los últimos tiempos, Vinieron el justificado Benavides, el activo O´Higgins, el benemérito Avilés, el sabio, noble, y virtuoso Muñoz de Guzmán, para que con su falta desapareciese la feliz quietud de Chile, así como la libertad de Roma con la muerte de Pompeyo, y de Catón.

El real orden sobre el de la sucesión de los mandos, trajo al del reino, al Brigadier de Ingenieros don Francisco García Carrasco. Este es uno de aquellos oficiales que por el mérito de vivir largo tiempo ha llegado a la graduación que le dio la preferencia. Es de aquellos que entraron al cuerpo, cuando las ciencias exactas estaban en el último desprecio, y en que para excitar la aplicación a ellas, el gran Carlos III, prodigaba las recompensas. Es un hombre educado en el África, y que reúne todas las propiedades de los cartagineses, crueldad, disimulo, imprudencia, dureza, inconstancia, una perfidia propiamente púnica.

A su llegada le rodearon todos los hombres de bien, pero empezaron a separarse de la concurrencia con los mas viciosos y desacreditados, que al principio con reserva, y después exclusivamente tenían una familiaridad y confianza de que se habría desdeñado cualesquiera persona de mediano pundonor. Estos indignos satélites hallaron un vasto campo a sus operaciones. Empezaron por un crimen que hizo gemir la humanidad, y nuestras costas fueron manchadas por la sangre de unos negociantes extranjeros, que fiándose de la fe, y de la gratitud, fueron impíamente asesinados y robados.

La atrocidad y el horror que inspiró a las gentes del país, obligó a sus autores a seguir una conducta conforme a tal principio, o porque así creían sofocar los últimos latidos de sus conciencias, o porque no cabiendo ya en la sociedad se veían precisados a declarar la guerra. En efecto, su actitud insultante, sus propósitos facciosos, sus delaciones y continuos espionajes los hacia terribles a los hombres pacíficos, que creían tener en las leyes, y en su conducta baluartes de su generosidad. El estado actual de las cosas públicas ofrecía un vasto campo a estos manejos, a que se agregan continuamente hombres capaces de todo lo malo. Los discursos mas inocentes, los conceptos apoyados en noticias auténticas, las medidas mas prudentes y leales, se traducían delitos por estos ánimos corrompidos,  y se llevaban desfigurados al focus mismo de la desconfianza, y de la malicia que los escuchaba con una atención y deleite igual al que sentía su alma, al cortar por sus manos las cabezas de los gallos que eran vencidos, y cuya crianza ocupaba su atención. Así como Tarquino cercenando las espigas mas altas ordenaba la muerte de los primeros ciudadanos, Carlos IX dividiendo el cuello a los jabalíes, se preparaba decretar el San Bartolomé, Solimán II abriendo el vientre de los cautivos del baño se ensayaba a desolar el Asia; de este modo Carrasco ejercía del modo posible su corazón, y se adiestraba para empresas dignas de él.

No contentos con turbar la paz doméstica, esparcían especies capaces de causar estragos incalculables, persuadiendo a muchos jóvenes nacidos en la península, a que los naturales del país trataban de asesinarlos. Sorprendidos corren a reunirse y armarse, y habrían pasado de la defensa al ataque, si el menor casual accidente hubiese concurrido a fortificar una prevención tan infundada, que disipó el tiempo y la reflexión. La vergüenza de una credulidad tan fácil e injuriosa abochornó a los que la padecieron, y guardando un silencio profundo libertaron del castigo que merecían los autores, y que debería imponerles el gobierno sino hubiera tenido parte, y la debilidad de consentirlo.

Extendían su inquietud a las provincias vecinas. Suponiéndose sujetos de consideración dirigían cartas a los señores virreyes del Perú, y Buenos-Aires, insinuándoles que en Chile había partidos, y que con libertad se hablaba sobre trastornan el orden y sacudir la obediencia al Soberano, nombrando personas a quienes solo podrían calumniar a la sombra de la distancia. Estos celosos jefes lo avisaron al Presidente que o, por manifestarse vigilante, o por que le pareció, que había llegado la ocasión de dar pasto a su genio, o que estaba en el caso de empezar a realizar el plan que se le atribuye de hacer este reino obedecer a otra potencia, sea lo que fuere, empezó a tomar providencias que a todos pusieron en cuidado.

Lo que más inquietó por coincidir con esta sospecha, fue el envío de mil lanzas, que constituyendo el mejor armamento del país se tienen por inútiles en la península, adonde debían llegar tarde, y con unos costos, que bastarían para construir allá cuadruplicado número de unas armas cuyo defecto aquí abría la puerta al primer invasor. El clamor universal compelió al procurador de ciudad a excitar al cabildo de la capital a representar a la Audiencia que proveyó la restitución de las lanzas a la armería o su reposición, pero el más cierto efecto de la solicitud fue hacer caer sobre el procurador la venganza de un gobernador que creía poder hacer lo que quisiera, y que cifraba su autoridad en no retroceder jamás.

Removió al asesor nombrado por el rey, y cuya notoria honradez, no podía prestarse a sus ideas. Se restituyó al agente fiscal, hombre ambicioso de aquellas distinciones, que degradan cuando se obtienen con violencia, y con la renuncia de los mismos, cuyos votos deben graduar el mérito. Y este mismo individuo, que vio conmoverse el pacífico cuerpo de la universidad para resistir al violento nombramiento de rector hecho en su persona por el presidente que debió avergonzarse de que el cabildo le rechazase, para presidirlo, este se vio colocado en uno y otro empleo por la fuerza y temor de las armas, con que su patrono aterró la libertad de estas gremios. Era necesaria toda la frialdad de alma que caracteriza los tiranos, y que constituya al asesor para sufrir desaires, tolerados solo en medio de la esperanza de vengarlos. Su natural apatía, y la necesidad de formarse un apoyo contra los que detestaban su conducta, daba alas a los mozos insolentes que le rodeaban, y que al pretexto de ayudarle, dictaban providencias en los mismos negocios que patrocinaban.

El disgusto que debía necesariamente producir este desorden, la desconfianza consiguiente a los partidos, la inquietud que ocasionaban las espías y delaciones, signos de un gobierno débil,  viciado; las escandalosas proposiciones que salían de la boca de un jefe, que sostenía como conveniente que se igualasen las fortunas; en cuya máxima cifraba su popularidad y su defensa: continuas anécdotas ridículas de sus juzgamientos todo junto formó el raro y difícil fenómeno de unir en su persona el aborrecimiento y desprecio general. Pero lo que colmó la paciencia e inflamó el furor reprimido fue el atentado que cometió el 25 de mayo.

Al anochecer de este día fueron arrestados y conducidos al cuartel tres vecinos principales, relacionados con todo lo que hay de distinguido en el reino, que por su edad debían ser prudentes, por su educación leales, y por su conducta anterior exentos de nota; pero que por el empleo de Procurador general, el uno había impugnado las providencias del presidente, el otro por sus conocimientos hacia resaltar la ignorancia del jefe, y el tercero por su influjo en la universidad había dificultado las miras del asesor. Apenas fueron presos, cuando de orden del presidente se convoca el acuerdo, entran sorprendidos los oidores, divisan  detrás de una cortina testigos, y escribanos prontos a calificar sus dictámenes y expresiones. Se les presenta un proceso, que leído sin, estos prestigios, no prestaba margen ni aún para una leve reprehensión, pero mirado rápidamente y con susto, sonaba una información sobre delito de estada. Abultado por la relación del jefe del reino que aseguraba, que en aquella misma noche todos los asistentes iban a ser degollados, por unos conjuradores a quienes capitaneaban los tres sujetos comprendidos en las declaraciones, apenas tuvieron aliento para opinar. El primero de los vocales expuso la delicadeza de la materia, y el tino con que debía procederse; el segundo iba a tratar, de la providencia que convendría tomar, cuando el presidente les dice que ya estaban arrestados, y prontas las cabalgaduras y escolta para conducirlos al puerto de Valparaíso; de modo que accedieron a la separación que ya estaba resuelta, y a que se remitiesen al señor Virrey del Perú con los autos, adelantándose antes de la sumaria, de que comprendieron en medio del susto y angustia, que nada resultaba que justificase aquel precipitado y duro procedimiento.

A la mitad de aquella noche la más cruda precisamente del invierno, sin permitirles el uso de la menor comodidad, fueron llevados a Valparaíso,  e inmediatamente embarcados en un pequeño buque de guerra a presencia de todo el pueblo. Los generosos oficiales encargados de su custodia, hicieron cuanto era compatible con las órdenes que tenían, y las de marina manifestaron toda la atención que merece la inocencia perseguida.

Entre tanto el cabildo de la capital, pide al presidente que oiga, y juzgue según las leyes y los figurados delincuentes: afianza con las vidas y bienes de sus individuos la tranquilidad del país, y las resultas de la causa, la parte del cuerpo capaz de igual garantía, subscribe la misma, y el dictamen del acuerdo obliga al presidente a que mande retener los tres vecinos arrebatados de su seno. En efecto fueron arrebatados, y puestos separadamente en un castillo, se multiplicaban las instancias por parte de los interesados, para que se los tornasen sus confesiones y a los 31 días lo hizo un oidor que fue a   costa de ellos, y que en vista de todos les permitió vivir en casas particulares, tratar libremente entre si y con las gentes. El orden judicial había esperar que se oyese al fiscal y a los reos, y esto se pedía con frecuencia y energía a vista de la lentitud ajena de tales causas, y por que no solo no se divisaba sombra de delito; pero aparecía un mérito positivo en unos discursos y sentimientos de fidelidad y amor a la quietud, comprobados con las retractaciones extrajudiciales de los mismos declarantes, con la certeza de haber sido excluidos los que deponían a favor de los interesados, con los infructuosos registros de papeles, y allanamiento escandaloso de las casas que denotaba el ridículo conato de hallar diligentes a sus dueños.

Este mismo se descubría en las frecuentes providencias que excitaban la risa y el susto de todos. En los cuarteles se tomaban precauciones, para contener movimientos que no había, y que era solo capaz de producirlos la cavilosa estupidez que los figuraba. Las fincas inmediatas se hacían reconocer, como depósito de gente armada, y solo se encontraban pacíficos, inermes labradores, que disfrutaban la dicha de no conocer, al que por desgracia los mandaba. En suma cada movimiento salían órdenes emanadas de las noticias, que conducían los espías o las esclavas de las casas congregadas a la mesa de una gorda, vieja y asquerosa negra, principalmente digno depósito de la confianza del depositario de la autoridad y árbitro de la fuerza.

Esta conducta hacía recelar a los conocedores que la natural inclinación a la crueldad y el temor de las resultas de la vindicación de estos individuos, determinase al presidente a  sofocar sus clamores, haciéndoles embarcar para que se alejasen    pereciesen, y concurría a esta presunción el envío misterioso de un oficial propio para su confianza, conductor de un pliego  cerrado, en que decía el presidente que se contenía la orden para sacar los presos de Valparaíso y entrarlos a esta ciudad en horas que se excusase el alboroto y celeridad que se preparaba, y que en cierto modo desairaba al gobierno. Esta aseveración de una persona constituida en aquella altura y poder que es capaz de ennoblecer las almas de todos, y que hace increíble las astucias y bajeza de la debilidad o importancia, esta consideración aquietó las conjeturas y recelos, pero sobre todo las protestas que con lágrimas de un cocodrilo hizo al suegro de los interesados que le reconvino sobre la violencia que se anunciaba. Esta, acompañada con los ademanes de un energúmeno, hizo creer que eran infundadas  las sospechas, que acabó de disipar un ardid digno de sus falsas  combinaciones. Llamó a una persona de carácter que tenía por interesada en la suerte de los desterrados, y le consultó, si convendría, hacerlos ir a sus haciendas, antes de restituirse a la ciudad, para que esparciéndose la ocurrencia nadie dudase de la posibilidad.

Todo esto sucedía el día 1º de Julio, en que los tres infelices fueron repentinamente llamados por el gobierno en fuerza de una orden que le presentó el oficial comisionado en la hora que levantaba las anclas la última embarcación que había en el puerto en conformidad de lo mandado se les hizo saber por un escribano que debían embarcarse como lo ejecutaron a excepción de uno que gravemente enfermo, evitó los sufrimientos a que le habría entregado el ejecutor, sino lo hubiese resistido generosamente aquel gobernador. Un espectáculo propio para deleitar las almas de los Nerones, conmovió los corazones de todos los de aquella ciudad. Con silencio taciturno, y el dolor pintado en su frente, miraban indecisos aquella escena lastimosa. Todos a porfía desahogaron con sus lágrimas y con sus auxilios, el sentimiento que les inspiraba la dura perfidia que les habría conducido tal vez a excesos, que excusó la actitud de obedecer, y las medidas tomadas fríamente para atajar los movimientos de la compasión.

Un mallorquín de la hez de los mismos, confidente del jefe, y que mató (después de rendidos) varios hombres de la tripulación del navío ingles que robaron, este había armado a otros de su clase en virtud de orden del Presidente, y puestos a su frente aceleró el embarque, e insultó a aquellos extranjeros en términos, que es capaz la insolencia de los viles, cuando se ven sostenidos. Para completar la obra despachó quienes atajasen los expresos que enviaron en el momento algunos bien intencionados y que lograron a pesar de tan inicuos esfuerzos llegar prontísimamente.

Apenas se divulgó el día segundo un hecho, que puso a vista de todos la más atroz perfidia, y lo que debían temer, se congrega sin deliberación la porción más sana del pueblo, y se reúne en las casas de cabildo, reclama el desaire hecho a su garantía, piden que se les restituyan sus conciudadanos, y que se establezca la seguridad pública. Se envía una diputación pidiendo audiencia al presidente quien con seguridad contesta que no quiere oír, que todos se retiren. Una respuesta propia de un sultán se oyósin embargo con una quietud que hará honor a los chilenos, y en medio de la mayor agitación de espíritu se condujeron con la última moderación, y unánimes hicieron lo que previenen las leyes. Elevaron su recurso al tribunal de apelación al que debe proteger el súbdito contra la opresión del que manda. Se presentan a la Real Audiencia; le exponen su queja por boca del procurador general. Se destaca un oidor a llamar al presidente, y después de un rato vuelve con él. Éste afecta serenidad y aún una risa insultante, fiado en las tropas que había antes llamado, y en la Artillería que mandó aprestar. Trató de inútil aquel paso, y que él   mismo había compelido, amenazó a los circunstantes con un riesgo que a él solo amagaba, y que se habría realizado en cualquiera otro pueblo, de la más fría prudencia. Se pidió de nuevo la restitución de los expatriados, se inculcó sobre la garantía del cabildo y nobleza, se representó el deshonor que resultaría al país de una nota que abultaría el tiempo o la distancia, se pidió la remoción del asesor, secretario y escribano; retirado el acuerdo a otra sala hubo de usar de toda su sabiduría, para hacer que el presidente se conformase con el dictamen que accedía a la solicitud del público. Allí mismo proponía medidas de sangre que habrían producido su ruina, y la de la opinión del más reverente pueblo del mundo. Se nombró con general y sincero aplauso por Asesor al decano don José Santiago Concha, con cuyo acuerdo se debía elegir secretario y escribano y se expidió la orden para que los tres reos se entregasen al Alférez real. Este partió como un rayo, le precedieron, le acompañaron, y le siguieron muchos jóvenes de la primera distinción que cifraban en su diligencia el éxito de la más noble voluntad corrieron incesantemente 30 leguas y el generoso empeño acreedor a la dulce recompensa de verse coronados del más feliz suceso, solo sirvió para anticiparse el dolor de hallarlo frustrado por la salida del buque. Tratan de hacerlo alcanzar, por una barca que a falta de aperos exigió tiempo y gastos, que inutilizó la inevitable tardanza. Mientras tanto el nuevo Nerón, cercado de una música lúbrica, veía el incendio con una  tranquilidad insultante.

Damián ¡nombre horrible! Que ya sonó con execración en la lista de los sacrílegos regicidas; Damián fue puesto en prisión por el gobernador, confesó las órdenes que tenía para concertar malévolos que sostuviesen aquella violencia, y para en caso necesario a engrosar la turba de sus semejantes, con que pensaba ejecutar otra  en la capital: se expidieron providencias para su libertad y contra la voluntad del cabildo y habitantes de Valparaíso las hubiera obedecido su justo gobernador si no se hubiese cortado el mal en la raíz.

La noticia de haber sido burladas las instancias del pueblo, por una superchería, que no había sido capaz de creer, lo puso en un triste inquieto silencio. Cada uno se vía amenazado de igual tratamiento, pues todos se hallaban cómplices del mismo delito, todos querían ser fieles a su rey, y unidos a la nación, que era el crimen de sus desgraciados compatriotas.

La confianza en su presidente se había destruido de un modo irreparable. Sabían que este meditaba proyectos de venganza, y que comprendía en ella y cuantos tenían mérito, y por eso desagradaban a sus espiones. Sabía, que se habían pedido tropas a la Frontera, que se alistaba la Artillería, que se consultaba á los oficiales, y que no hallándolos dispuestos á la carnicería, se proponía el presidente excitar la plebe al saqueo de las casas. Sabía, que como otro Pigmaleon variaba de dormitorio todas las noches, que tenía en su casa cañones cargados de metralla, y cincuenta fusiles. Sabía, que por medio de un indigno corchete, y un miserable mulato, se procuraba el auxilio de los de su clase, que había dado patente de capitán de Ejército a uno graduado de Dragones, exigiéndole su atención y secreto, para golpe de mano que habría calculado, si la noble inclinación de este oficial hubiese sido capaz de prestarse a tal iniquidad y no la hubiese prevenido. En esta angustia se oyó la voz, de que el día 13 en la noche se daba el golpe fatal. Todos por propio movimiento procuran su conservación armándose y juntándose alrededor de los Alcaldes. Los que estaban montados, les acompañan hacia el amanecer, otros guardan el parque, y todos, todos maldicen al autor de tanta zozobra. Esta se mitigó hasta la noche del 15, en que se anunció la venida de gente armada, y nuevas disposiciones para una ejecución. Se repiten las mismas precauciones, y crece el descontento. Extendido, hasta muchas leguas del contorno, venían ya miles de hombres a la defensa de una población que veían angustiada, y habrían precisado a una resolución escandalosa sin lo que acordó la Audiencia.

Esta pasó a casa del presidente y realizó lo mismo que repetidas veces había pedido al, rey. Hizo ver a aquel la imperiosa necesidad, en que lo había puesto su conducta de hacer dimisión del mando. Pretextos frívolos, y la resolución de morir matando eran las razones en que se sostenía, hasta que propuso, que se oyesen los oficiales de ejército y milicias. Vinieron al instante,  y sin discrepancia convinieron en la precisión de renunciar. Voto conforme al que por momentos antes le había dado un religioso respetable quien había encargado que indagase la voluntad pública.

Cedió al fin... ¿Creerá la posteridad cual fue la última petición que en medio de tal bochorno? Fue solo que se le conservase el sueldo, y que se le protegiese a Damián. Este rasgo solo basta para caracterizarlo.

Sucedióle, según lo prevenido en la misma real orden que le colocó en la presidencia, el Brigadier Conde de la Conquista. Jamás un específico fue más propio y oportuno. La salida repentina del sol no habría disipado las tinieblas con más prontitud. Todos se miraban como acabados salvar de un naufragio, y considerarlo  desde entonces sus vidas y fortunas, se congratulaban a porfía sobre todo los que con la posible serenidad, contemplaban que entre los riesgos que había corrido este honrado pueblo, no era el menor verse expuesto a perder la reputación adquirida en tres siglos. Supo conciliar la dignidad del hombre con el respeto a las leyes. Reparó el riesgo inminente sin desaire llevar de las pasiones; mostró que es incapaz de aquella indolente estupidez, con que los esclavos ven, y a aún se complacen de la opresión de sus semejantes, pero depuso el enojo, cuando vio remediada la violencia, y prestó toda la consideración que había desmerecido el imperfectísimo simulacro su Soberano, y tanto que ha preferido esta atención a los medios de justificarse que le habría sin duda proporcionado la indagación de sus papeles reservados. Con todo, tiene sobrados documentos incontrastables, para hacer patente;  que acaba de hacer el más importante servicio, pidiendo justicia para sus conciudadanos, defendiéndose, de la tiranía, y ocasionando la separación del que o por torpeza, iba a perder el reino que ha de ser el último reducto de la fidelidad española.

Esta es la verdad, se hará palpable muy luego y mientras tanto debe prometerse que los demás pueblos suspendan a lo menos su concepto para que la ligereza en juzgar no fije una idea falsa [1].

Nec spacium, nec meno fuerum satis apta parandi. Ovid.

ACTA

En la muy noble y leal ciudad de Santiago de Chile, a 18 días del mes de Septiembre del año de 1810. El Muy Ilustre Señor Presidente y señores de su Cabildo congregados con todos los jefes de las corporaciones, prelados de las comunidades religiosas, y vecindario noble de la capital en la sala del Real Consulado, dijeron que siendo el principal objeto del gobierno y del cuerpo representante de la Patria, el orden, quietud y tranquilidad pública, perturbada notablemente en medio de la incertidumbre acerca de las noticias de la metrópoli, que producían una divergencia peligrosa en las opiniones de los ciudadanos, se había adoptado el partido de conciliarlas a un punto de unidad, convocándolos al majestuoso congreso en que se hallaban reunidos para consultar la mejor defensa del reino y sosiego común, conforme a lo acordado. Y teniendo a la vista el decreto de 30 de Abril expedido por el Supremo Consejo de Regencia, en que se niega toda provisión y audiencia en materias de gracia y justicia, quedando sólo expedito su despacho en las de guerra; con consideración a que la misma Regencia con su manifiesto de 14 de Febrero último, ha remitido el de la instalación de la Junta de Cádiz, advirtiendo a las Américas, que ésta podrá servir de modelo a los pueblos que quieran elegirse un gobierno representativo digno de su confianza; y proponiéndose que toda la discordia de la capital provenía del deseo de tal establecimiento; con el fin de que se examinase y decidiese por todo el congreso la legitimidad de este negocio; oído el Procurador General, que con la mayor energía expuso las decisiones legales que a este pueblo asistían; por las que le correspondían las mismas prerrogativas y derechos que a los de España para fijar un gobierno igual especialmente cuando se hallan no menos amenazados de enemigos y de las intrigas, que hace más peligrosa la distancia necesitado precaverlas, y preparar su mejor defensa; con cuyos antecedentes, penetrado el Muy Ilustre Señor Presidente de los propios conocimientos, y a ejemplo de lo que hizo el señor Gobernador de Cádiz, depositó toda su autoridad en el pueblo: para que acordase el gobierno más digno de su confianza, y más a propósito a la observancia de las leyes y conservación de estos dominios a su legítimo dueño y desgraciado monarca el señor don Fernando Séptimo. En este solemne acto todos los prelados, jefes y vecinos tributándole las más expresivas gracias por aquel magnánimo desprendimiento aclamaron con la mayor efusión de su alegría y armoniosa uniformidad, que se estableciese una Junta presidida perpetuamente del señor Conde de la Conquista, en manifestación de la gratitud que se merecía a este generoso pueblo que teniéndole a su frente se promete el gobierno más feliz, la paz inalterable y la seguridad permanente del reino, resolvieron que se agregasen seis vocales interinos mientras se convocaban y llegaban los diputados de todas las provincias de Chile, para organizar la que debía regir en lo sucesivo, y procediendo a la elección de éstos, propuesto, en primer lugar, el ilustrísimo señor don José Antonio Martínez de Aldunate se aceptó con universal aprobación del congreso; sucedió lo mismo con el segundo vocal, el señor don Fernando Márquez de la Plata del Supremo Consejo de la Nación, con el tercero, Doctor don Juan Martínez de Rosas, y cuarto vocal, el señor Coronel don Ignacio de la Carrera, admitidos con los mismos vivas y aclamaciones sin que discrepase uno de más de cuatrocientos cincuenta vocales. Y procediendo luego a la elección por cédulas de los dos miembros, que debían completar la Junta (porque se advirtió alguna diferencia en los dictámenes) resultó la pluralidad por el señor Coronel don Francisco Javier de Reina, y Maestre de Campo don Juan Enrique Rosales, que manifestados al pueblo fueron recibidos con singular regocijo, con el que celebró todo el congreso la elección de dos secretarios los doctores don José Gaspar Marín, y don José Gregorio de Argomedo, que por su notoria literatura, honor y probidad, se han adquirido toda la satisfacción del pueblo. Se concedió a los secretarios el voto informativo acordándose que el mismo escribano del gobierno lo fuese de la Junta: se concluyeron y proclamaron las elecciones, fueron llamados los electos, y habiendo prestado el juramento de usar fielmente su ministerio, defender al reino hasta con la última gota de su sangre, conservarlo al señor don Fernando VII, y reconocer al Supremo Consejo de Regencia, fueron puestos en posesión de sus empleos, declarando el Ayuntamiento, prelados, jefes y vecinos el tratamiento de Excelencia que debía corresponder a aquella corporación, y a su Presidente en particular, como a cada Vocal el de Señoría, la facultad de proveer los empleos vacantes y que vacaren, y las demás que dictare la necesidad de no poder ocurrir a la soberanía nacional. Todos los cuerpos militares, jefes, prelados, religiosos y vecinos juraron en el mismo acto obediencia a dicha junta, instalada así en nombre del señor don Fernando VII, a quien estará siempre sujeta, conservando las autoridades constituidas, y empleados en sus respectivos destinos. Y habiéndose pasado oficio al tribunal de la Real Audiencia para que prestase el mismo reconocimiento el día de mañana 19 del corriente, (por haberse concluido las diligencias a la hora intempestiva de las tres de la tarde), resolvieron dichos señores se extendiese esta acta y publicase en forma de bando solemne, se fijase para mayor notoriedad en los lugares acostumbrados, y se circulasen testimonios con los respectivos oficios a todas las ciudades y villas del reino. Así lo acordaron y firmaron, de que doy fe. El Conde de la Conquista.- Agustín de Eyzaguirre.- Diego de Larraín.- Justo Salinas.- José Antonio González.- Francisco Díaz de Arteaga.- Doctor José Joaquín Rodríguez Zorrilla.- Pedro José González Álamos.- Francisco Antonio Pérez.- El Conde de Quinta Alegre.- Francisco Ramírez.- Fernando de Errázuriz.- Agustín Díaz, Escribano de S. M.

Notas.

1. Cuando esto sucedía, ya la corte le había removido, y se aseguraba, que a instancia de la Inglaterra que pedía su cabeza como capaz de comprometer la unión de las dos naciones.