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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Mariano Egaņa. Cartas a Juan Egaņa. 1824-1829
22. Londres, 22 de Septiembre de 1824.

LONDRES, 22 DE SEPTIEMBRE DE 1824.

Amadísimo padre,

Cuando Ud. reciba ésta ya sabrá probablemente mi arribo a Londres por medio de la que escribí por un buque que salió de aquí en derechura para Valparaíso, y que habrá sido dirigida a Ud. por don Andrés Blest a quien rotulé el paquete con mi correspondencia privada y pública.

Aquella carta iba incompleta, porque la precipitación con que la escribí no me dio lugar a exponer todo lo que quería. Mi viaje, como digo a Ud. allí, fue tan angustiado como puede serlo el que más. Yo no soy apropósito para estas andanzas: no tengo espíritu de novedad, y tenazmente adherido a las costumbres de mi país, y a los hábitos adquiridos desde mi niñez, nada me gusta que le sea contrario. El amor al suelo en que se nace, es un afecto desconocido hasta que uno no se separa de él y ve usos distintos: entonces los compara con los suyos y ciegamente da la preferencia a estos. De aquí es que un americano, por más empapado que venga en que todo lo de América es despreciable, y lo de Europa bueno, nunca pierde el deseo de volverse a su país, y a mí me sucede algo más, porque me irrito cuando oigo decir a un americano que le gusta Londres. ¿Creerá Ud. que nada me ha asombrado aquí? Pero ¿qué digo asombrarme? Ni me ha causado impresión extraordinaria o superior a la idea que ya yo tenía concebida de estas cosas. La catedral de San Pablo pasa por el edificio más admirable del mundo exceptuando a San Pedro de Roma; pues a mí no hizo más que gustarme. Vi cuanto había que ver en ella (a costa de innumerables chelines que se pagan por cada paso que se da, y cada palabra que le dicen a uno, y por cierto que al Ecónomo le gustó tanto mi generosidad, que me convidó para que al día siguiente Domingo concurriese a los divinos oficios donde me tendría preparado el correspondiente asiento entre los Canónigos), pero yo la comparaba con la Catedral de Santiago, y aunque encontraba aquí enorme diferencia, con todo prefería vivir oyendo misa en ésta más bien que en aquélla.

Vamos a mi viaje. Cuasi me morí, y el malvado capitán habría contribuido mucho a matarme, no porque me dijese jamás una palabra, sino por su conducta tan soez y tan indigna. Cuasi nos consumió de hambre. Un plato de frejoles cocidos sin sal ni grasa, con un pedazo pequeño de carne, y sin pan (porque no había más que galleta que yo no podía probar), era mis sabrosa comida, en los días en que mejorado mi estómago y mitigada mi aflicción, podía comer algo. Con la mayor insolencia se tomó y aplicó a los usos generales cuanto (merced al cuidado de mis dependientes) llegó a sus manos de lo que yo había hecho embarcar. Este bribón me miraba completamente como a un perro. El resto lo hice yo esconder en los camarotes mío y de Barra; pero tampoco sirvió, porque el desamparo en que venía me hizo en la mayor parte inútiles estos auxilios; y el capitán se acabó de reír de mí cuando al desembarcarme tuve que dejarle todo mi rancho, y entre el exquisito dulce, chocolate, etc., porque por otra parte yo tuve la desgracia de que en Valparaíso sin la menor consideración a mi bolsillo se me dispusiese un rancho como para un príncipe. Sólo en velas, que debía suponerse las daba el buque, se me acomodaron más de 40 pesos de riquísima esperma, y por cierto que ni se tocaron en toda la navegación los paquetes en que venían, y ahora sirven al capitán. Se dispuso de la plata ajena con liberalidad, y hasta la tetera y vasijas en que debía servirse el te a todos los pasajeros se costeó de mi bolsillo, así como la compostura y obras que se construyeron en el camarote en que yo debía venir, y que me entregó el capitán ocupado con sus papeles, libros y hasta con la botica del buque, de suerte que yo en el rigor de la palabra no tenía camarote mío, porque cuando le daba la gana me despertaba para sacar remedios, libros, etc. Quitar a presencia mía a mi criado la bacinilla que sacaba de mi cuarto, y tirarla al mar, cerrar por defuera la puerta de mi camarote estando yo dentro, eran cosas que hacía así como cuanto género de soez incivilidad y descortesía. Esto era general, y estoy por decir que yo era el pasajero que menos le aborrecía, exceptuando a un tal Henderson o Anderson, viejecito de pegoselas y aun de mamoselas de quien podrá dar razón Vera, o Mardones, y que se decía era el Director del capitán, y algún paisano nuestro que parecía hacerle la corte ¡Qué bajos son naturalmente los americanos! Mr. Roche, inglés, formal y de buenos sentimientos, que también era uno de los pasajeros, no pudiendo tolerar más, intimó al capitán desde uno de los días del mes de junio “que tuviera entendido que precisamente en llegando a tierra le iba a matar a palos, cuyo castigo difería por no dar un escándalo, y porque era necesario que hubiese capitán durante la navegación”. Esta intimación la repitió hasta el último día, y probablemente habrá tenido su efecto, porque el hombre no parecía ser de los que varían de resolución. Yo por la primera vez de mi vida hice también el propósito de pegarle, o al menos hacer que Barra le condujese a un tribunal donde seguramente le habrían castigado; pero el bribón tuvo la habilidad, y entre otros motivos por miedo a Roche, de hacerse enfermo como veinte días antes de ver tierra, de una enfermedad de mal de corazón tan rara, que es una de las cosas admirables que he visto. La historia de este mal de corazón, del enamoramiento, celos, llantos, etc. es tan larga, y entretenida de anécdotas tan célebres, que como lo demás ya referido nos ofrecerá materia para sostener abundamentemente la tertulia de la cena por más de un mes; y Ud. debe conservar esta carta para que en los felices días en que estemos juntos, nos sirva de texto sobre que recaigan las exposiciones y comentarios que ella exige.

En ningún pueblo es más notable que en Inglaterra la diferencia entre la gente de educación y el populacho. Cuando avistamos la fragata Lady Flora, en la altura de 15 grados Lat. N., un pasajero nuestro, Mr. Stuart Old, el peor tratado de todos a pesar de ser hijo de un Gobernador de Madrás, pasó a su bordo, y como doliente contó el mal trato que recibíamos, anunciando que lo sentía principalmente por un Enviado Chileno que venía a bordo. Inmediatamente los oficiales que traía la Flora, y que se retiraban del ejército de la India, me mandaron decir que me trasladase a su buque donde sería atendido y considerado como mi carácter merecía hasta llegar a Inglaterra. Yo agradecí, pero no tuve por conveniente admitir su generosa oferta.

La especie que en mi anterior prometí a Ud. contar de mi criado Melitón Benítez, es la siguiente; y debe servirme de lección para conocer lo que son los españoles cuando no nos temen, y qué deberíamos esperar si nos pillasen. Ud. sabe que era un prisionero, que no conocía, que admití por recomendación, y sólo por caridad compadecido de sus ruegos. Le liberté de la calidad de prisionero y le traje a Europa costándome su pasaje individualmente 250 pesos. Pues a los siete días cabales de haber pasado la línea [del Ecuador], cuando ya concibió que en ningún evento, podíamos arribar a América, me dijo “que era tan bueno como yo, y que ya no quería servirme”. El capitán (con una atención desacostumbrada) tomó por su cargo el castigo de aquel insulto y mandó ponerle grillos y esposas, ¿y creerá Ud. que me empeñé con él para que no se los pusieren, como no se le pusieron? Era día de Santa Ana: yo nunca había tenido impaciencia mayor: me parecía poco despedazar a aquel ingrato y pérfido, que me burlaba así, y me dejaba abandonado sin tener ni quien me entendiese para pasarme agua, y quise ofrecer a Dios el sacrificio de mi enojo.

En fin, la navegación tuvo la ventaja inestimable de ser corta. Estuve un día en Gravesend, que es el punto donde por lo regular se desembarca y llegué a Londres al siguiente. En la que le escribo a mi madre verá Ud. que paisecito es éste para vivir un poco.

Mi padre: cuando aun no iba en la mitad me dicen que ya es la hora de salir el correo. Aquí no hay día fijo, y cuando uno no sabe su salida la víspera, o el mismo día, no alcanza a escribir.

A Dios mi padre. Soy su

Mariano.