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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Mariano Egaña. Cartas a Juan Egaña. 1824-1829
74. París, 16 de Febrero de 1828.

PARÍS, 16 DE FEBRERO DE 1828.

Amadísimo padre,

Me tiene Ud. en París examinando con cuanta atención y estudio puedo a este pueblo, que sin duda alguna no es el primero del Universo. Jamás he sentido un aprovechamiento más manifiesto en ningún género de instrucción a que me haya dedicado, que el que he adquirido en el estudio de la historia, de las leyes, de las costumbres, del gobierno y del carácter francés. Muy defectuosa habría quedado mi educación política, si yo no hubiese venido a Francia, porque es preciso observar estas dos grandes naciones vecinas, y compararlas. De esta comparación resulta que se penetra uno prácticamente de ciertas grandes verdades políticas cuyo conocimiento es indispensable, para servir a la patria con provecho. Cuanto no conoce uno, por medio de esta comparación, la certeza de aquel importantísimo principio: que nada valen las instituciones si no están apoyadas sobre el carácter nacional; o lo que es lo mismo, que las leyes nada son sin las costumbres, aunque aquéllas sean el producto del mayor saber y civilización. Arcanos impenetrables me parecían antes de salir de Chile, la atrocidad de la revolución francesa; el que se hubiese dicho que Robespierre era el hombre que había manifestado más extensión de miras; la caída inesperada de Napoleón; su abandono después de la batalla de Waterloo; la restitución de la familia real, etc. Pero a la vista de los hombres y del teatro de los sucesos se rasga el velo del misterio.

He conocido también a algunos hombres célebres de la revolución que aún existen, Talleyrand, Marmont, Macdonald, Oudinot, Soult, La Fayette, Grégoire, Sydney Smith, Destutt de Tracy, Portalis, Benjamin Constant, Jullien etc. A varios sólo conozco de vista, pero con la mayor parte he hablado. He visitado igualmente las bibliotecas, todos los establecimientos públicos literarios, los Tribunales y los palacios, todos los lugares notables. Entre éstos, una mañana entera gasté en ver el Palacio y jardín de Malmaison antigua morada de la Emperatriz Josefina, y lugar desde donde Napoleón salió para Santa Elena. En el día es propiedad de los hijos del Príncipe Eugenio y de la ex Reina de Holanda Hortensia; y se conserva con sus muebles y en el mismo pie en que se hallaba cuando le habitaban sus antiguos dueños. ¡Qué sencillez! ¡Qué gusto! Se diría que allí reina más bien la gracia que la magnificencia. El oratorio, el teatro, la sala de baile, la de comer, la del billar, los dormitorios, todo es hermoso y sencillamente adornado. En las diversas salas se ven retratos o bustos de las personas de la familia Bonaparte, y pinturas o grabados representando algunos sucesos de la vida de Napoleón. Pero nada me causó tanta impresión como cuando entré al cuarto de estudio de éste, que al mismo tiempo era su biblioteca. ¡Qué menaje tan modesto! Más parece el aposento de un filósofo que el de un gran monarca; y la nuestra de Peñalolén no le será inferior en aparato. Figúrese Ud. una sala de cinco a seis varas de ancho, y siete a ocho de largo, rodeada toda de estantes que conservan los mismos libros que usaba Napoleón, una estufa o chimenea en un lado, y enfrente una mesa donde estaban colocados el busto de Madama Leticia y otros. En el medio una gran mesa forrada en paño, destinada a escribir, con su silla grande pero sencilla y cómoda, y un aparato de escribir modestísimo compuesto de solo un tintero, una salvadera, unas tijeras y un sello. No contiene más el cuarto. Al llegarme a la mesa, no pude menos que, aunque lleno de un profundo respeto, sentarme por algún tiempo en la misma silla, afirmarme sobre la mesa, tomar una de las plumas, y considerar que en aquel mismo lugar y sobre aquellos mismos muebles trabajaba el hombre que daba leyes al mundo. Ud. se hará cargo que recorrí los estantes para ver los libros que encerraban. Lo primero que llamó mi atención fue una gran colección del Monitor desde su principio, que serviría a aquel gran hombre como de prontuario de toda la historia de la revolución y de los principales hechos de su mismo reinado. Había otra colección inmensa de tratados de paz, y noté que muchos de los celebrados en los últimos tiempos estaban en cuadernos separados forrados en rico tafilete, que sin duda eran las impresiones oficiales presentadas a él especialmente. Seguíanse los clásicos franceses; muchos publicistas y financistas; varias relaciones de viajes y campañas; algunos historiadores clásicos antiguos y modernos; diferentes historias de la revolución; y, lo que es más particular, algunas novelas.

En el jardín reina el mismo gusto de simplicidad, y se conoce además que ha estado por algún tiempo abandonado de sus dueños. Las puertas de la casa correspondían inmediatamente a un hermoso pradito donde pacían algunas pocas ovejas. Los límites de este prado que tenía la figura de anfiteatro, eran un gran río, que en los jardines de Europa se hacen con muy poca agua y costo (en la forma que, por especial encargo mío, habrá explicado a Ud. don Gregorio Paredes), porque son en sustancia unos es tanques muy largos y comparativamente angostos. A las orillas del prado había calles irregulares de árboles silvestres y corpulentos; y de trecho en trecho, hermosísimas estatuas de bronce del tamaño natural paradas sobre una pilastra de estuco, y representando varias divinidades silvestres y algunas otras de que han quedado bellos modelos de la antigüedad. El río hace en algunas partes saltos o cascadas, y tiene su pequeña barca chata, para usarla en los lugares en que corre a nivel. Por enfrente de la casa se le pasa por un sencillo puente de madera, para llegar a un templo construido de riquísimo mármol, consagrado al amor. Su figura es cuadrilonga de tres varas y media de ancho y cinco o menos de largo; pero de un gusto griego y una delicadeza que se siente, mas no puede explicársela por que no posee las reglas del arte. En su fachada que mira a la casa, hay una especie de corredorcito, o portal, del mismo gusto. En el centro del templo hay una graciosísima estatua de un amorcito puesto en un pie sobre una columna también de mármol como la estatua. Al lado mismo del templo y en un prado que cubren varios árboles formando bosque, nace artificialmente pero imitando con suma perfección a la naturaleza un arroyito que haciendo mucho ruido y serpenteando corre por un largo espacio a precipitarse en el río.

Mientras veíamos estas cosas, la señora cuidadora de la casa, en cuyo semblante se manifestaba una melancolía dulce y expresiva, y que había sido criada antigua de Josefina y la había acompañado hasta su muerte, nos hizo el más tierno elogio de esta princesa, a quien llamaba una amiga afeccionada y una madre compasiva de cuantos la rodeaban. Yo, con mi irresistible curiosidad, empecé a hacerle cien mil preguntas, hasta sobre la figura, traje, visitas, etiqueta, carácter y mutuo afecto de cada una de las personas de la familia, y a todas tuvo la bondad de satisfacerme. Madama Leticia después del divorcio continuó siempre viendo con la misma frecuencia y cordial amor a Josefina.

Al tiempo de salir se cerraron otra vez todas las habitaciones y jardín; y me retiré de un sitio que no sólo por los grandes recuerdos que ofrece, sino por el mismo estado de abandono y soledad en que se halla inspira cierta especie de melancolía y da lugar a las más profundas reflexiones sobre la inconsistencia y vanidad de la grandeza humana.

Por la tarde me dirigí a ver el sepulcro de Josefina. Se halla éste no muy lejos de la Malmaison, en la miserable iglesia parroquial del distrito rural en que ésta se halla situada. El monumento ha sido costeado por los hijos de la difunta, que, según se me ha dicho, sólo lo han podido elevar ahora tres años. Es de mármol hermosísimo; y representa una grande urna o sepulcro sobre el cual está la estatua de Josefina de tamaño natural, hincada sobre un cojín y en actitud de orar. Su traje es ordinario y no se divisa en todo el monumento atributo o insignia alguna real. La estatua es de la más admirable semejanza como lo expresaron los circunstantes que la habían conocido, y yo mismo la reconocí por la comparación con los retratos que acababa de ver en Malmaison. La inscripción es sencilla y tierna.

A
JOSEFINA
EUGENIO Y HORTENSIA

El cadáver está sepultado bajo el mismo monumento. No sé si Ud. sabrá que murió ya también Eugenio, hace algún tiempo.

Las descripciones de los magníficos palacios de las dos Cámaras, y en especial la soberbia magnificencia y decoraciones del de los Pares (antes el Senado Conservador), del Instituto Real (antes Instituto Nacional) y la sala de cada una de las Academias de que él se compone; del Palacio de la Justicia y sus Tribunales; del Tribunal de Comercio y Bolsa; del jardín de plantas, menagería real [sic], etc., etc., las reservo para nuestras vistas y para aquellos acuerdos que tengamos sobre el modo de establecer en Chile, no los grandes edificios, sino las instituciones a que ellos están consagrados.

Luego que llegué a París me vio Undurraga, y me contó que ya había comprado, encajonado (y aquí entraron todas las menudencias del encajonamiento) y remitido a Ud. una fantasmagoría. Siento que Ud. encargue estas cosas a otro, porque no se las proporcionarán tan de gusto, ni al intento como yo, que conozco tanto a Ud. y sé qué le puede agradar en cada cosa. A los quince días se me apareció Villaurrutia vendiéndome el favor de que se había venido de Versalles sólo con el objeto de verme en cuanto había sabido que estaba yo en París; y haciendo al mismo tiempo grande alarde de los empeños que tomaba para llenar con exactitud unos encargos que Ud. le había hecho, y que no eran más que un remedio para el reumatismo, y unos libros que seguramente no es él a propósito para elegir. Yo le indiqué a De Gerando: De la Perfección Moral, o de la Educación de sí Mismo, 2 volúmenes en 8º; y a Droz: De la Filosofía Moral, o de los Diferentes Sistemas Sobre la Ciencia de la Vida) 1 volumen en 8º o en 18. Estos dos autores, miembros del Instituto, son clásicos; y las dos producciones suyas citadas han obtenido la más alta reputación en términos que la Academia Francesa (la primera sección del Instituto) señaló a la primera en 1825 y a la segunda en 1824 el premio destinado al libro más útil a las costumbres. Díjele asimismo que remitiese a Ud. estas dos obras, y que estando yo ya aquí me encargaría de buscar las demás que conviniesen a las intenciones de Ud. y las remitiría yo mismo.

En efecto mi colección de moralistas (ciencia de mi particular afición) es completa y escogida entre cuanto se ha escrito desde el libro de Job hasta la fecha. Dejando aparte la Biblia y los tratadistas sobre la moral de la Biblia, de que llevo algunos volúmenes, llevo igualmente a Plutarco, Platón, Jenofonte, Teofrasto, Aristóteles, Esopo, Cebes; tratados sobre la moral de Sócrates, Diógenes, Epicuro, Zenón, etc. Confucio y los moralistas chinos e indios; Séneca (a Cicerón lo tenemos, pero llevo sus nuevos libros de República descubiertos, así como las nuevas fábulas de Fedro, halladas en Nápoles); Epitecto; Marco Aurelio; Antonino Bacon; Hutchinson; Reed; Dugald Stewart; Brown; Beathe; Delcar; Wats; Addison; Thomson y los ensayistas ingleses: Hume; Masson; Hare; Gisborne; Walston; como también Helvetio; Hobbes, Charron; Montaigne; La Bruyère; La Rochefoucauld; Vauvernargues; Duclos, Delisle de Sales; De Gerando; Droz; y otros que clasifico entre los escritores de derecho natural y legislación; y otros entre los teólogos o tratadistas de la religión y moral evangélica, y ¿cuántos moralistas podrán exceder a Pascal, Bossuet, Bourdaloue, Massillon, Fenelon, La Mennais, etc.? Entre todos éstos tiene Ud. un campo vasto para escoger a su gusto. Dugaid Stewart y Brown, que tratan a un mismo tiempo de metafísica y de moral, tienen un particular empeño en hacer amable la virtud en todos los deberes de la vida. Hare escribe sobre la conducta de Dios con respecto a las acciones humanas de un modo tan filosófico y tan persuasivo que inspira amor a la Divinidad. Dewar acaba de dar a luz su Ethica Christiana en que funda la moral sobre los deberes de la religión. Gisborne ha escrito dos obras que ha intitulado, la una Deberes de los hombres y la otra, Deberes de las mujeres. Trata en ellas de los deberes sociales y domésticos de cada sexo en el actual estado de la sociedad y de las costumbres. Es claro, metódico y religioso. Sería excelente para los ejercicios de Peñalolén. La Pequeña Cuaresma de Massillon se mira como la obra jefe de este grande orador. Es la colección de unos cuantos sermones (ocho creo) que predicó delante de la corte, siendo niño Luis XV. He leído, no sé dónde, la crítica que se le hace de que más parecen estos sermones discursos de un filósofo que de un predicador cristiano. En efecto, él sólo se contrae a hablar sobre las virtudes morales; pero esta crítica me parece severa y aún exagerada. Si las personas que hubiesen de concurrir a los ejercicios de la casita fuesen del mismo calibre que los cortesanos de la regencia de Luis XV, no habría más que pedir que la Pequeña Cuaresma; mas los sermones sobre las tentaciones de los grandes, sobre los escollos de la piedad de los grandes, etc., no me parece que cuadrarán perfectamente a lectores chilenos. Sin embargo, la considero necesaria, y aun no está traducida a español. Una obra ascética hay escrita con sabiduría, unción y elocuencia, y lo que es más notable por un filósofo del siglo XVIII. Esta es el Tratado de la Confianza en la Misericordia de Dios, por el obispo Beauvais. La juzgo necesaria, así como también en alguna manera el inmenso tratado sobre los Consuelos en Todas las Adversidades, por Tauffret. A mí me gustan mucho los sermones de Blair, el célebre escritor del curso de retórica y bellas letras, traducido en todos los idiomas de Europa (de cuya obra he comprado expresamente para el uso de Ud. un ejemplar en francés). El hombre se propuso escribir sermones que pudiesen leerse sin recelos por todos los cristianos de las diversas comunidades que hay en Inglaterra, así es que no habla del dogma, sino de los deberes morales, pero con mucha filosofía y elocuencia, y fundándose sobre las máximas evangélicas. Todos los libros que de cualquier manera indico aquí, los tendrá Ud. y traducidos al francés los que lo estén; así como también los más que pueda descubrir en mis investigaciones literarias y bibliográficas.

Es ya tan excesivo el número de libros, que la bibliografía se ha hecho una ciencia particular, bastante laboriosa ya, y que se cultiva con mucho esmero. Soy mínimo cursante en ella porque necesita serlo todo el que quiere comprar libros para leerlos, y no exponerse a perder su tiempo y su dinero. Hoy sólo se trata de escoger entre el gran número de obras, las que son clásicas en cada ramo, y bastantes a suministrar conocimientos suficientes sin exceder el término de la vida. Viniendo a Europa es cuando se conoce toda la extensión del mal que pesaba sobre nosotros con la dominación española. Esclavos del pueblo más embrutecido, ignorábamos hasta la existencia de los buenos libros que se publicaban en Europa. Carecíamos de producciones buenas en España, donde ni se quería remediar este defecto con traducir lo bueno que salía en otras partes. No teníamos periódicos literarios que nos instruyesen de las nuevas publicaciones. Estaban prohibidos los extranjeros e interceptada con ellos toda clase de comunicación. Faltaban estímulos a la literatura; y por consiguiente gusto y amor a ella, y por último la Inquisición, por si algo se había quedado en el tintero, para completar el sistema de embrutecimiento, prohibía casi cuanto no eran novenas, gritos de las ánimas y relaciones de apariciones, que cabalmente era lo que debía haber prohibido si la hubiese animado el celo de la religión. No es esto bufonada: uno de los primeros libros que aquí he comprado fue el índice expurgatorio, y Ud. que se admiraba de ver prohibidos a Montesquieu, Beccaria, Filangieri, Fr. Gerundio, el Eusebio, etc., cómo no se indignaría al ver en el mismo índice hasta dónde llegaba ya este exceso. Pero admire Ud. algo más sobre este particular. En estos mismos días, no ha tenido pudor el Consejo de Castilla de dirigir públicamente a la faz del mundo un memorial al Rey, pidiéndole que restablezca la Inquisición no sólo como medida religiosa, sino como instrumento político. La independencia y la libertad de comercio, indudablemente nos harán mucho bien en la línea del saber y de la civilización, mas hasta ahora no nos han aprovechado tanto como debieran por mil circunstancias, cuyo influjo sólo el tiempo puede desvanecer:

1º. La falta de disposiciones en que nos han encontrado. El amor a la cultura y a las letras no se forma en un día, y una educación tan larga en la ignorancia nos ha quitado los deseos eficaces de adquirir un sólido saber, el conocimiento de su importancia y de los medios de obtenerlo.

2°. En Europa se tiene un concepto bajísimo de nuestra cultura, y los empresarios de libros nos regalan sólo con novelas y obras muy superficiales o positivamente malas, y por tanto de poco costo, porque creen que en nuestro actual estado no apreciaremos otras y que se quedarían en almacenes con los libros cuyo mérito no se alcanza a conocer en el país, y que regularmente son más costosos. En confirmación de lo expuesto, ha de saber Ud. que en las librerías españolas que hay en París es ya una voz nueva del arte la de traducción para América, que quiere decir traducción que se paga el pliego de impresión, esto es dos pliegos nuestros, y por consiguiente siete u ocho de manuscrito, a dos pesos de nuestra moneda, o diez francos. Así son las traducciones y así son los traductores. No puede Ud. dejar de haberlas visto; y con ellas, uno de los males que nos hacen tales españoles, que hasta en esto nos hostilizan, es hacernos perder nuestro idioma, introduciéndonos una jeringoza que ni es francés ni castellano. Historia de Napoleón y de la Grande Armada es el título con que uno de estos ha traducido la obra de Ségur Histoire de Napoléon et de la Grande Armée.

3º. Circunstancia que influye en que no se adelante nuestra literatura es la corrupción de los españoles que por desgracia han inundado la Francia y la Inglaterra, y que no indican para traducir ni traducen de suyo, sino los libros más infames. El sacerdote y canónigo Llorente no tuvo escrúpulo de obsequiar a la juventud de su patria y de América con la traducción de Los Amores de Faublas, ni vergüenza de que esta traducción se publicase con su nombre.

Con el auxilio, pues, de varios literatos distinguidos, a quienes no ceso de hacer preguntas y consultas, y con el auxilio más constante y seguro de mis Manuales Bibliográficos, bibliotecas de un hombre de gusto, catálogos razonados, críticas de producciones antiguas y modernas, periódicos literarios, etc., de que ya tengo una pequeña biblioteca, continúo acopiando mi librería que de buena fe creo será una de las mejores de América, la mejor de Chile, y con las que podrían compararse las de los señores Medina y Rojas [1]. Trescientos volúmenes, dice uno de mis manuales que deben componer la biblioteca de un filósofo, y los señala. Yo llevaré como tres mil, que unidos a nuestra antigua librería, y siendo la porción que va de aquí tan clásica y tan escogida por su mérito intrínseco y por sus circunstancias tipográficas, formarán un ornamento de que pueda vanagloriarse la casita. Esta, como he dicho a Ud. otra vez, con su biblioteca, instrumentos científicos, mapas, láminas, estatuas, bustos, etc., será un museo; y con sus jardines, bosques, laberinto, cosmoramas, panorama si puede ser, juegos y entretenimientos, será la verdadera casa de recreo que haya en Chile. Y para mí especialmente, ¿qué será, cuando considero que en ella nos reuniremos Ud., mi madre, mi R... [sic ¿Rosario?] y todas las personas de casa?

Grandes perplejidades hemos tenido en estos días sobre las estatuas que han de adornar el jardín. Ud. sabe que éstas generalmente y con muy pocas excepciones se representan desnudas, y así lo están los grandes modelos que nos quedan de la antigüedad, el Apolo de Belvedere, la Venus de Médicis, Antinoo, el Gladiador, el Laocoonte, la Venus púdica, etc. Así lo están también las de todos los jardines de Francia, sin que esto cause la menor novedad; y sobre todo así deben estarlo para que se conozcan sus bellezas y los primores del arte y para que sirvan de modelo a los escultores. Suscitábase pues la duda de si deberían llevarse a Chile estatuas de esta clase donde podrían mirarse con escándalo por no haber uso de ver estatuas; o si abandonándose las obras maestras sólo se deberían buscar figuras envueltas. Aun no estoy decidido y fluctúo entre llevar o no estatuas desnudas, o partir la cuestión llevando la mitad de unas y la mitad de otras. En este caso mi lista comprenderá el Apolo, la Venus, la Diana Cazadora (otro jefe de obra, antiguo), Ceres, Pan y Baco; dos leones dispuestos y horadados para fuentes, los cuales se colocarán a la puerta exterior de la casita, botando agua; y una Hebe dispuesta y horadada en la misma forma, para una pila; no sé si cambie a Baco por la Minerva llamada Palas de Veletria y a Hebe por un Neptuno; aunque la figura de aquella derramando agua por su cantarillo, es más graciosa que la de éste. Si el grupo de Laocoonte y sus hijos, ahogados por las serpientes pudiese conseguirse con alguna equidad, lo cambiaré por Ceres o Pan. Son caras y es preciso ceñirse a llevar un número limitado. Hay cierta especie de estatuas baratas y aún bonitas, que son moldes vaciados en yeso; pero éstas ni podrán transportarse por su fragilidad, ni resistir a las intemperies por mucho tiempo. Los bustos serán seis u ocho a saber, de Homero, Virgilio, Demóstenes, Cicerón, Heródoto, Tácito, Voltaire, Rousseau. Estas se colocarán en la biblioteca sobre unas columnas entre estante y estante.

Acabo de recibir la cartita de Ud. de 1º de septiembre con la letra en mi favor de 820 libras, contra Barclay. Qué refuerzo tan a tiempo, y cuántas gracias no doy a Ud. por él. Me hallaba ya bien apurado, y esto en Europa es la muerte. He recibido duplicado y triplicado. Supongo que Ud. se habrá quedado en ésa con el principal. Aguardo ahora el resto, esto es la libranza que dirigía a García en mayo último, sin la cual no podré desenredarme para mi regreso.

He recibido también la biografía de Vera por Campino. Ya el día antes había oído hablar de ella en una mesa de París, llamándola execrable y tal “cual (fueron las palabras propias del francés que hablaba) la corrupción y cinismo de nuestros tiempos de Robespierre y Marat no había producido igual”. Me confirmé en esta opinión cuando la leí. El elogio, sin que esto parezca ultrajar las cenizas de los muertos, es digno del elogiante y del elogiado.

Aquí están pintados la cabeza y el corazón de Campino, su talento y su moral. Primero defendió la insurrección y el asesinato y la depredación de los caudales públicos en el movimiento del 28 de enero. Ahora hace más: es el panegirista del adulterio. ¡Vivan los gavilanes!

Y Ud. mi padre ¿por qué quiere defender a Pinto? ¿Qué esperanzas puede ofrecer este malvado a un hombre prudente? Los místicos llaman, y con justicia, milagrosa la conversión repentina de un gran pecador habitual, ¿y deberemos creer en estos milagros sin pruebas anticipadas y muy seguras?

A Dios, mi padre muy amado: A Dios; mil cosas a mi madre, Chabelita, Dolores, Ríos, Juan Ramón y Luisita.

Soy su

Mariano.

Va la protesta de los Directores de la Compañía Chilena de Minas por los mil pesos de la letra de Cameron. El original queda en mi poder por no exponerle a que se extravíe siendo único.

No he recibido cartas de Ud. (largas digo) hace tiempo. Pero se está esperando de un día a otro el paquete. Estoy muy cuidadoso y triste con la enfermedad de estómago de que Ud. se me queja, aunque contando que con el verano se habrá acabado. Pongo a esta carta la fecha de hoy porque la tenía abierta esperando la llegada del paquete. Voy a continuar escribiendo aunque ya echo la presente al correo.

 

Notas.

1. Se refiere a las bibliotecas de Francisco Tadeo Diez de Medina y de José Antonio de Rojas.