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Capítulo V. Los Atropellos.
Escandaloso Atentado. Relación del Señor Fabres.

UN ESCANDALOSO ATENTADO A LA SOCIEDAD DE SANTIAGO

(Exposición del distinguido caballero Señor Don José Clemente Fabres)

Algunos diarios de hoy han referido sucintamente el odioso atentado cometido por la policía sobre el cadáver de mi suegra, la señora doña Dolores Egaña de Ríos, fallecida en la noche del 2 del presente, y creo necesario dar algunas explicaciones para que el público forme conciencia cabal de lo ocurrido.      

En sus últimos momentos, la señora Egaña de Ríos me expresó su voluntad de ser sepultada en tierra bendita, y para que yo pudiese cumplir con este voto de su alma cristiana, disponía en una cláusula de su testamento que fuese yo quien se encargase de todo lo concerniente a su funeral y entierro, y pedía a toda su familia que aceptara cuanto yo hiciese.

Era para mí un doble deber de católico y de hijo dar estricto cumplimiento al último y santo deseo de una persona por tantos  títulos querida y respetable, y cuya voluntad, durante su vida, fue cumplida siempre con solícita y cariñosa veneración por cuantos la rodeaban.

Por mi parte, y de acuerdo con la casi unanimidad de la familia, estaba resuelto a dar cumplida satisfacción a su encargo supremo, y no detenerme sino antes el obstáculo insuperable de la fuerza pública y armada. Ese obstáculo fue el que se presentó desde el primer momento. En efecto, desde la noche misma en que murió la señora, su casa se vio espiada por soldados de policía, con uniforme y disfrazados, que tenían, por supuesto, orden superior de vigilar cuanto en ella ocurriese.

La fuerza se aumentó al día siguiente, y por la noche llegó hasta formar un verdadero cordón armado, de soldados a pie y a caballo que cerraron por todos lados la casa, y que no dejaron de moverse en todas direcciones, ya aisladamente, ya en patrullas.

Tan considerable y ruidoso era ese despliegue de fuerzas, que los diarios del día siguiente, teniendo noticias de lo que ocurría y de la alarma del vecindario, daban cuenta de que una numerosa patrulla de policía había rondado toda la noche por aquel barrio, noticiosa sin duda de que alguna partida de malhechores había pensado dar por allí un golpe de mano.

Semejante situación era demasiado violenta y absurda, y cuando me disponía a pedir al intendente de la provincia que hiciera suspender aquel sitio armado que se había puesto a la casa, recibí de ese funcionario una carta en que me pedía que consintiese en hacer sepultar en el cementerio execrado el cadáver de la señora Egaña de Ríos.

Contesté a esa carta con el escrito siguiente:

Señor Intendente:
José Clemente Fabres, ante US. en debida forma expongo: que mi suegra, la señora doña Dolores Egaña de Ríos, ha fallecido el día dos del corriente, a las diez y media de la noche. La señora Egaña de Ríos me nombra en su testamento como albacea para ejecutar sus disposiciones testamentarias.

La cláusula 2 de su testamento dice así: “Nombro por albacea a mi yerno don José Clemente Fabres, a quien dejo encargo que elija a su arbitrio el lugar de mi sepultura, pudiendo después trasladar mi cadáver adonde tuviere a bien y cuantas veces quisiere. Dispondrá también ampliamente todo lo relativo a mi funeral y entierro y a los sufragios que tuviere a bien. Nadie podrá mezclarse en las atribuciones y las facultades que confiero a mi albacea en esta cláusula”.
La señora Egaña de Ríos, que era una ferviente cristiana, no habría consentido jamás que su cadáver fuera sepultado en el cementerio execrado. Su deseo era ser sepultada en tierra bendita, y en caso de imposibilidad física, en un lugar desde donde fuese fácil ser trasladada a tierra bendita.

La señora Egaña de Ríos tenia perfecto derecho según las leyes civiles para, exigir que se diese cumplimiento a sus deseos; y cabalmente, por esta circunstancia me eligió a mí, con preferencia a sus seis hijos varones a quienes estimaba y entre los cuales hay algunos que gozan de buena posición social por su talento e ilustración, para ejecutar su última voluntad.
La señora Egaña de Ríos no se creyó satisfecha con la cláusula testamentaria que hemos copiado, sino que dos días antes de su muerte llamó a su lecho mortuorio a un hijo mayor, don José Ignacio de los Ríos, y le exigió promesa solemne de que respetaría y apoyaría todo lo que yo dispusiera sobre su sepultación, y que exigiese lo mismo de todos sus hermanos.
Si para la señora Egaña de Ríos era un derecho perfecto, según nuestras leyes civiles, la elección del lugar donde debía efectuarse su sepultación, para mí es una obligación sagrada el no permitir que su cadáver sea llevado al cementerio execrado, donde pueden ser sepultados los impíos enemigos de Dios y de su Santa Iglesia.

Anoche, con gran sorpresa de la familia, hemos visto mucha fuerza de policía a los alrededores de la casa donde existe el cadáver de la señora Egaña de Ríos, y aun a inmediaciones de mi propia casa, y todavía en la mañana de hoy se ha visto mayor número de policiales que los de ordinario.
Por las investigaciones que se pudieron hacer, se vino en conocimiento de que la fuerza de policía tenía encargo de impedirnos la extracción del cadáver de la señora Egaña de Ríos.
Las únicas prohibiciones que tenemos vigentes son para que se hagan sepultaciones, cadáveres en las iglesias o dentro de las ciudades; y como cada ciudadano puede hacer todo lo que la ley no le prohibe, es evidente que podemos sepultar libremente los cadáveres en los campos o en los cementerios de la nación que queramos elegir a nuestro arbitrio.
Pero a más de esto, hay leyes expresas que nos autorizan para elegir el lugar de nuestra sepultura; y que, todavía más, permiten cementerios particulares con tal que se sitúen fuera de las ciudades.

En uso del derecho que me confieren las leyes, y en cumplimiento de la obligación sagrada que pesa sobre mí como albacea de la señora Egaña de Ríos, pido a US. se sirva ordenar a la policía que no me ponga embarazo alguno para el ejercicio de aquel derecho y el cumplimiento de aquella obligación.
Mi intención es llevar el cadáver de la señora Egaña de Ríos al cementerio de Renca o a otro lugar fuera de la ciudad; y ofrezco la fianza que US. estimase conveniente para asegurar que no será sepultado en ninguno de los templos de esta ciudad ni dentro de ella; esto es, que cumpliré fielmente con has prescripciones legales. Debo además advertir a US. que exceptuados dos de los hijos de la señora Egaña de Ríos, que son empleados públicos, los otros cinco que existen en Santiago y el otro que existe en Valparaíso, están de acuerdo en que se respete la voluntad de su madre.

Por tanto,
A US. suplico se sirva impartir las órdenes del caso a la policía para que no se me estorbe el ejercicio de los derechos expresados, ofreciendo, si US. lo estima necesario, acompañar copia autorizada de la cláusula respectiva del testamento de la señora Egaña de Ríos, y rendir la fianza ofrecida, para lo cual propongo a los señores, don Juan José de los Ríos y Egaña, don Macario Ossa, don Pedro Fernández Concha, don José Ciriaco Valenzuela y don Gregorio de Mira.
Es justicia, etc.

El intendente dijo a la persona que le presentó a mi nombre el anterior escrito, que la única providencia que podía ponerle sería: No ha lugar. Sin embargo, no he podido obtener hasta este momento que se me devuelva proveído el escrito, a pesar de haber enviado repetidas veces en su busca a mi hijo don José Francisco y al joven abogado don Miguel Saldías.

Decidido como estaba yo a sepultar en sagrado el cadáver de la señora, y convencido como también lo estoy de que con ello ejercía un derecho sagrado, que ninguna ley puede impedirme, pero deseoso al mismo tiempo de evitar todo escándalo y todo acto público de resistencia a la fuerza, rehusé los generosos ofrecimientos de mis amigos, de mis correligionarios y de una gran parte de la sociedad de Santiago --señoras respetables, caballeros y jóvenes-- que se ofrecían para organizar un ruidoso acompañamiento al cementerio católico, para llevar allí el cadáver de mi suegra, y para resistir allí la fuerza con la fuerza en caso necesario.

Sin ceder un punto en ejercitar mi derecho, procuré encontrar otros medios de hacerlo valer.

El Intendente de la provincia, y aun el comandante de policía, me hicieron decir que estaban dispuestos a permitir que el cadáver fuese llevado fuera de Santiago, al oratorio privado de campo donde yo quería sepultarlo, a fin de que se le hicieran allí los funerales que yo dispusiese, pero que me concedían eso con la condición de que me comprometería a devolver después el cadáver para ser inhumado en el cementerio execrado. Hice contestar al intendente que era mi resolución irrevocable, cumplir el último encargo de la señora, sepultarla en tierra bendita, y no permitir nunca, sino obligado por fuerza mayor, que fuese enterrada en lugar profanado; que como ese era un derecho que me estaba garantido por la ley, lo único a que podía yo comprometerme era a llevar el cadáver a un oratorio fuera de Santiago y mantenerlo allí hasta que los Tribunales de Justicia, únicos jueces competentes, decidiesen si me era lícito o no hacer lo que había hecho; y que en caso de un fallo contrario, devolvería el cadáver para que la autoridad dispusiese de él.

La respuesta del Intendente fue que si a las doce de hoy se encontraba todavía el cadáver en la casa, se vería en la situación de hacerlo sacar por la fuerza. Era, pues, urgente para mí, proceder sin pérdida de tiempo. Los deudos y amigos estaban dispuestos a impedir también con la fuerza la entrada de la fuerza a la casa mortuoria. No hay ley alguna que ordene enterrar a una persona a las veinticuatro horas, ni a las cien horas después de su muerte, y hay el derecho de tenerla, tres, cuatro o más días en la casa. Pero era precisamente aquel conflicto armado el que yo deseaba evitar.

Anoche, poco después de las nueve, se notó que la policía no rondaba ya la casa, y creí que el Intendente había desistido al fin de su propósito de violencia y atropello, y dejarme proceder tranquilamente en el ejercicio de mi más perfecto derecho, y de un deber que era para mí sagrado. Dispuse entonces que dos de mis hijos, don Alberto Ríos, nieto de la señora Egaña de Ríos, y un joven amigo que pidió acompañarlos, llevasen el cadáver al oratorio que tenía preparado.

Así se hizo; pero aún no habían andado muchas cuadras, cuando el coche que conducía el cadáver fue detenido a viva fuerza por cinco soldados a caballo, mandados por un capitán, quienes intimaron a los jóvenes la orden de entregarles el cadáver.

-- ¿Con qué orden se nos exige eso? preguntó uno de mis hijos.

--  No tenemos orden de nadie; procedemos en cumplimiento de nuestro deber de vigilancia.

Como se ve, los asaltantes estaban bien aleccionados; ni el Intendente ni el comandante de policía querían asumir la responsabilidad de aquel atropello indigno y escandaloso.

Preguntando nuevamente uno de los jóvenes por qué motivo se les detenía, le contestó el capitán qué por sospecha. ¿Sospecha de qué? No era fácil adivinarlo, sobre todo cuando se dejaba en completa libertad a los sospechosos, y sólo se quería apoderarse de un cadáver.

Desarmados, los cuatro jóvenes no podían resistir a la partida de soldados, y tuvieron que limitarse a protestar enérgicamente y con expresiones merecidamente duras contra aquel asalto más propio de bandoleros que de guardianes del orden.

El cadáver fue conducido al cementerio por la misma partida de policía, institución que parece haber agregado a sus ocupaciones la de sepulturera.

Tal es lo ocurrido. En vista de los hechos, la sociedad y el público todo juzgará la conducta de las autoridades y mi propia conducta. Por mi parte, herido vivamente por el atropello de la autoridad, sabiendo que en la escala de empleados cada uno ha obedecido a órdenes superiores, hasta llegar al más alto funcionario, creo responsables del atropello de mi derecho y del vejamen recibido a todos esos empleados, y trataré de hacer efectiva esa responsabilidad.

Quebrantado moral y físicamente por estos largos días de angustias no podría consagrarme desde hoy mismo a perseguir el castigo de los funcionarios que han abusado de su autoridad y de la fuerza pública; pero confió que en breve, de acuerdo con la familia de la señora Egaña de Ríos, me será posible llevar ante los tribunales de justicia la solución de este asunto.

La sociedad entera está interesada en esa solución, porque lo ocurrido anoche puede repetirse en lo sucesivo, y sabrá cuáles son las medidas que se tomen para resguardar un justo derecho, y cuál sea el fallo de la justicia.

Santiago, 5 de enero de 1884.

José Clemente Fabres.

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