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Crónicas
Historia de Todas las Cosas que han Acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado (1536-1575)
LXXVIII. De lo que acaeció en Chile hasta que el gobernador Saravia dejó el gobierno y entró en la ciudad de Santiago el licenciado Gonzalo Calderón

Los indios de la Concepción y los demás a ellos comarcanos, como gente tan inquieta, trataron venir sobre aquella ciudad, y como hombres pláticos ordenaron que un escuadrón viniese por Talcahuano, no para más efecto de pervertirlos, porque acudiendo al reparo por aquella parte, el otro escuadrón entrase por el pueblo haciendo el daño que pudiese, y que si les dijese mal se volverían retirando a las montañas que tienen por tan vecinas y tan cerca del pueblo por la parte de San Francisco.

Casi en este tiempo y días su majestad había desde España enviado a mandar por una provisión, que ninguno de los oidores se ocupasen en negocios de guerra, sino que asistiesen en su Audiencia; no embargante aquel día fué necesario todos tomasen las armas para pelear y defenderse. El licenciado Torres de Vera, como oyó tocar arma por la parte de San Francisco, y que la mayor parte de los soldados eran idos hacia Talcahuano, a donde primero se había dado el arma, entendiendo lo que podía ser, salió a caballo y se vino a la casa de Saravia, diciendo: "Este día nos obliga a exceder las leyes por la salud y defendernos; pues los indios entran por. el pueblo, ¿qué es lo que manda vuestra señoría que se haga?" Saravia, turbado, viendo el caso presente, le dijo que hiciese lo que le pareciese que convenía para defender la ciudad, y así se fué con mucha presteza hacia San Francisco por alcanzar los indios en lo llano, antes que tomasen lo alto de la sierra con la presa que llevaban, seguiéndole Martín Ruiz de Gamboa, Gonzalo Mejía, Diego de Aranda, Campofrío, Felipe López de Salazar. Martín Ruiz salió aquel día a pelear sólo por su reputación, a causa que estaba tullido de un brazo; y así como estaba, quiso hallarse en semejante acto de guerra, porque los demás viéndole se animasen a hacer lo mismo. Halláronse con él Hernando de Alvarado, Francisco Gutiérrez de Valdivia, Gonzalo Martín, Juan de Córdova, el capitán Juan de Torres Navarrete y Antonio de Lastur iban delante escaramuzando y deteniendo los indios. Baltasar de Castro, viendo al licenciado Torres de Vera, que iba sin daga, con buen término de soldado ejercitado en la guerra, conociendo que iba perdido conforme a su ánimo, le dijo: "Señor general, V. m. reciba este daga, pues va sin ella, que la ha menester este día más que otro ninguno"; y así la recibió graciosamente, agradeciéndoselo mucho, porque la suya habíala llevado Alonso de Vera, su deudo, que era ido con los demás soldados que fueron a la primera voz que se dió acudiendo a aquella parte donde se entendía que los indios venían. Los que iban delante acometían a los indios por muchas partes deteniéndolos, aunque no osaban meterse entre ellos hasta que llegasen más número de gente. Andando así llegó el licenciado Torres de Vera, y con los que consigo llevaba quiso probar a romperlos; aunque iban cerrados se arrojó al escuadrón que llevaban entre dos quebradas por una loma rasa, caminando de suerte que pasando por ellos se halló de la otra parte solo con muchas heridas, que no le siguió ninguno de los que iban con él. Puesto de la otra parte, y que no había otro camino para volverse sino por el mismo que había llevado, después de haber hecho a los indios muchos acometimientos y que los demás soldados no rompían, viéndose perdido, quiso antes morir como hombre noble que dar nota alguna de sí, y para más animar a los que peleaban, volvió a romper por un lado del escuadrón junto a una quebrada, yendo los indios estrechando el poco llano que había; de suerte que después de haber peleado buen rato, alanceado el caballo, con el ánimo que tenía y buena determinación, lo sacó de la otra parte con muchas heridas... Rompiendo los demás juntamente con él, importunados de su propia vergüenza, viéndole delante, pelearon tan bien que desbarataron los indios y les quitaron toda la presa que llevaban, aunque murieron pocos por la disposición de la tierra ser a su propósito. Salió de aquel rencuentro herido Gonzalo Martín de una lanzada que le pasó la cota y le entró la lanza por el cuerpo, de condición la herida que desde a poco murió; los demás salieron bien heridos. E1 licenciado Torres de Vera le sacó su caballo hasta la ciudad; llegado a ella murió; que él y la daga que le dió Baltasar de Castro le dieron la vida muchas veces. Los demás capitanes y soldados que allí iban pelearon bien y con mucha reputación, tan atentadamente que conservando su honor, dieron buena nota de sus personas. No por el suceso dicho que los indios perdieron, dejaron de apartarse de su pertinancia y remisión, antes perseveraban en su opinión y de ordinario venían a hacer el mal que podían en aquella ciudad, haciendo cuenta consigo; que si de allí echasen a los españoles quedarían con sosiego en sus tierras, como otras veces habían estado en tiempo de Villagra, hasta que [fué] venido don García de Mendoza, de quien hemos dicho. Pues fué un día para ellos señalado en su junta, que se determinaron ponerse una noche emboscados cerca de la ciudad, y al medio día que estarían descuidados entrarían por ella repentinamente, sin darles lugar a que tomasen armas ni caballos, porque estando cerca, siendo con brevedad asaltados, les tenían ventaja; y quiso su suerte que estando juntos para el efecto dicho, acertaron aquella mañana a ir por fagina Diego de Bustamante y Juan Molines y Lucero, todos tres descuidados de la emboscada que delante tenían, y así pasaron por ella. Estando de la otra banda parecieron parte de los indios delante, y como no había otro camino alguno por donde volver, sino el mismo que habían llevado, volviendo atrás salieron los que guardaban la vuelta y pusiéronseles delante. Los soldados con buen ánimo se arrojaron por ellos; los indios los recibieron con tantas lanzadas que sacaron de los caballos a Bustamante y a Juan Molines. Lucero pudo pasar por un lado y llevar la nueva a la Concepción. Tocando arma, salió a la voz de ella los capitanes Alonso Picado, Diego de Aranda, Pedro Pantoja, Alonso de Alvarado, Juan de Torres Navarrete, Antonio de Lastur; siguiéronles los soldados Alonso de Vera, Juan de Córdova, Hernán Pérez Morales y otros muchos hasta número de treinta, que llegaron donde los indios estaban, que como hicieron aquella suerte, se vinieron caminando hacia la ciudad, que aunque los españoles llegaron a ellos y comenzaron a escaramuzar matando algunos, no por eso dejaron de ir siempre ganando hacia el pueblo hasta que la demás gente llegó, la cual habían enviado a pedir al doctor Saravia, que estaba en la plaza de la ciudad con todo el pueblo; y la primera vez les respondió con Juan de Ocampo San Miguel que se retirasen. Con este recaudo recibieron degusto y respondieron les enviase su señoría gente, que no se querían retirar, sino pelear, y así les envió socorro. Llegado allá, siendo en número por todos treinta arcabuceros y treinta hombres de lanza y daga, los cercaron al derredor por ser tierra llana, aunque de algunas quebradas pequeñas, apretándoles con arremetidas que hacían y jugando los arcabuces de ordinario, los vinieron a poner espaldas con espaldas, y así peleaban; y alguna vez cuando veían poder hacer algún efecto rompían por aquella parte con grande ánimo, despreciando las vidas, teniéndolas en poco. Se apartó un indio de su escuadrón con una macana grande en sus manos, vino sobre Alonso de Vera por le herir encima de la cabeza; habiendo hecho su golpe, desatinado Alonso de Vera, el indio se abrazó con él por sacarlo de la silla. Andando así asidos llegó Juan de Córdova y le dió una lanzada por las espaldas: el indio, viéndose herido, volvió sobre el que le hirió, dejando el copetidor que tenía, y le asió a Juan de Córdova de la lanza, y de tal manera tiró que se la sacó de las manos, y con ella le dió una lanzada al caballo del mismo Córdova, que cayó luego muerto en una ladera. El capitán Diego de Aranda, que lo vió, vino por socorrerle; el indio, herido como estaba, lo esperó y dió una lanzada al caballo, que así mismo lo derribó muerto; hechas estas dos suertes, con su lanza en las manos se retiró al escuadrón. Pues teniéndolos tan juntos y apretados, como se ha dicho, derribando muchos con los arcabuces, como tiraban a montón, viéndose morir, determinaron antes que se perdiesen del todo, romper por los españoles que delante tenían hacia una barranca. Con esta orden pasaron, quedando muchos de ellos muertos, y muchos que fueron heridos. Halláronse después de este recuentro hasta cien indios muertos en la parte que se había peleado, porque aquella noche habían llevado muchos otros. Dejaron grande cantidad de armas de toda suerte en la barranca de donde se habían despeñado. Desde aquel día, indio de guerra en escuadrón formado nunca más vino sobre la Concepción, si no eran algunos ladroncillos, que éstos de ordinario a hurtar algún caballo venían, o a matar algún yanacona, que es indio de servicio que tienen los españoles.

Ya habrá visto el lector que todos los sucesos de guerra que dejamos atrás han sido todos adversos, pues como de todos ellos llegase a España la nueva y del gobierno que el doctor Saravia traía, su majestad mandó a don Francisco de Toledo, su visorrey, que a aquella sazón gobernaba el Perú, proveyese de general y maestro de campo que hiciesen la guerra a los naturales rebelados en el reino de Chile, y que los tales que proveyese fuesen de los que en el propio reino asistían y habían seguido la guerra en él. El visorrey, informado de lo que convenía, proveyó, por virtud de lo que su majestad mandaba, al gobernador Rodrigo de Quiroga por general, y a Lorenzo Bernal de Mercado por su maestro de campo, y para el efecto envió a Gaspar de Solís, su criado, que viniese por tierra con el proveimiento. Rodrigo de Quiroga no quiso aceptar el generalato, diciendo no le estaba bien haber sido gobernador, sin tener supremo alguno, sino sola su voluntad, ser ahora general volviendo atrás y con un gobernador al lado y una Audiencia, que ambas a dos cosas eran suficientes para no poder hacer efecto alguno en la guerra, porque los hombres nobles que habían servido a su majestad decían no les podía hacer ninguna merced mas de sólo darles trabajos de guerra, de lo cual estaban cansados, y los aprovechamientos era cierto los tenía Saravia de proveer en quien le pareciese, como lo hacía; por cuya causa se querían andar con él más que con Rodrigo de Quiroga, y así no quiso aceptar el cargo de general.

Los oidores, como vieron que su majestad le quitaba el cargo de general, viendo la cédula del visorrey, dieron a ella entendimiento que así mesuro le quitaba el gobierno, y juntos en su acuerdo, después de haber tratado de ello, mandaron no le tuviesen por gobernador, mas de sólo presidente de la Audiencia. Saravia decía no lo podían hacer, porque el rey no le quitaba mas de sólo el generalato que tenía. Esto aprovechó poco, a causa de estar mal quisto por su mala orden de gobierno, que en general todos se holgaron y por la mayor parte regocijaron. Los oidores pronunciaron un auto en que por él mandaban no lo tuviesen por gobernador, y así lo mandaron pregonar en la plaza de la Concepción. El pueblo disparó el artillería, diciendo Te Deum laudamus; después de esto ordenaron en su acuerdo, porque no se entendiese era pasión, mas de sólo bien del reino, que todas las cosas estuviesen como en aquella sazón estaban, sin que contra ellas se proveyese cosa alguna de nuevo ni se mudase cargo alguno de los proveídos hasta que el visorrey y Audiencia de las Charcas diese claridad si había lugar o no estar sin el gobierno, para el cual efecto despachó Saravia el mismo Gaspar de Solís que trajo los despachos del visorrey, y los oidores enviaron por su parte a Diego de Chaves Tablada. Estos mensajeros, llegados a las Charcas y dado sus recaudos, aquellos señores declararon no había lugar [a] entendimiento alguno mas de sólo el generalato, que éste su majestad se lo quitaba, y el gobierno no. Esta respuesta volvió a Chile; recibida en la Concepción por los oidores, fué admitido a su gobierno; él comenzó a usar por la misma orden que hasta allí había tenido.

En este tiempo su majestad fué informado del licenciado Castro, que había sido gobernador del Perú y tenía en general plática de todas las Indias, cuánto convenía proveer gobierno para Chile e así mismo quitar el Audiencia que en él estaba siete años había por respeto de la guerra hasta que el reino se quietase, y que de los salarios que llevaban oidores y gobernador con los demás ministros habría que gastar para quietar el reino, pues de él propio salía el dinero para el gasto. Su majestad, informado de lo que más convenía, celoso de las cosas de nuestra religión católica, constándole que los indios rebelados muchos de ellos eran cristianos y vivían fuera de nuestra religión, y cuánto convenía quietar aquella provincia, porque lo demás del reino no se dañase, proveyó por gobernador a Rodrigo de Quiroga, que lo había sido antes cuando el Audiencia entró en el reino, como en su lugar lo dijimos, y que se quitase el Audiencia. Antes que este proveimiento se supiese, el visorrey, visto que Rodrigo de Quiroga no había querido aceptar el cargo, volvió a hacer mensajero a Chile en que con pena se lo mandaba, y envió con la provisión suya el traslado de la cédula que su majestad le envió para el efecto. Rodrigo de Quiroga lo acetó por servir al rey, y luego comenzó como general a hacer gente para que de presidio residiesen en las ciudades de Angol, Imperial, Concepción. Andando ocupado en este proveimiento, en veinte de noviembre de setenta y cuatro años, tuvo nueva cómo su majestad le había hecho la merced que atrás hemos dicho; esta carta le trajo Mendo de Ribera, mancebo gallego, por tierra. Desde a poco vino de los Charcas Francisco de Irarrázaval, que trajo un traslado del original que su majestad enviaba y estaba en poder del visorrey juntamente con una carta suya en que le decía estaba proveído por gobernador de Chile, y su majestad le hacía merced de un hábito de Santiago y quitaba el Audiencia, con otras muchas mercedes que le hacía, y que para el efecto de tomar visita a presidente y oidores venía desde España el licenciado Gonzalo Calderón, y por su teniente general en las cosas de justicia. Llegada y publicada esta nueva, fué tanto el contento que en la ciudad de Santiago se recibió, que andaban los hombres tan regocijados y alegres, que parecía totalmente tener su remedio delante. Era de ver el repique de campanas, mucha gente de a caballo por las calles, damas a las ventanas, que las hay muy hermosas en el reino de Chile, infinitas luminarias, que parecía cosa del cielo; fué luego recibido al gobierno tornando toda cosa a su cargo. Fué de ver los hombres que andaban por los montes huyendo de la guerra, por no servir a Saravia, venían a ofrecerse que le servirían en todo lo que quisiese mandarles. Saravia, quitado el gobierno, quiso irse a la Concepción [a] asistir en su presidencia, y porque en el río de Maule, que está entre la ciudad de Santiago y Concepción tanto de una como de otra, estaba por orden suya un navío del rey cargado de trigo por el proveimiento de aquella ciudad, quiso irse a embarcar en él por llegar con más brevedad y menos trabajo; cuando llegó a la mitad del camino supo era perdido con cuatrocientas hanegas de trigo que tenía, que los oficiales del rey habían comprado de la hacienda real y por cuenta suya, a causa que habiéndose detenido Saravia en Santiago más tiempo de lo que convenía, con un temporal se perdió. Desde allí se volvió a Santiago y se fué a embarcar en un otro navío que estaba diez y seis leguas de allí en el puerto de Valparaíso, cargado de trigo para el mismo efecto. Que cierto parecía andaba la fortuna persiguiéndole y buscando en qué hacerle mal y por él a todo el reino.

Luego que Saravia salió de Santiago, desde a veinte e seis días, jueves a diez y siete de marzo, a las diez horas del día, año de setenta y cinco, comenzó en la ciudad de Santiago un temblor de tierra al principio fácil con sólo una manera de sentimiento, y desde a poco, no dejando de temblar, tomó tanto ímpetu que traía las casas y edificios con tanta braveza que parecía acabarse todo el pueblo. Fué Dios servido que aunque andaba así como se ha dicho no cayó casa ninguna, que las había buenas, y de buenos edificios; abriéronse algunas, haciendo sentimiento de lo que por ellas había pasado. Cesó desde a poco, dando gracias a Dios en general todos por la merced que les había hecho, entendiendo eran avisos que Dios les enviaba para enmienda de vida.

Y porque yo me ofrecí en el principio de esta obra a escribir todo lo que en este reino acaeciese, así de paz como de guerra, y lo que había acaecido de atrás hasta este año de setenta y cinco, tomando desde que se descubrió, y cumpliendo con lo que prometí, dejo de escribir lo que adelante sucederá, porque habrá otros de mejor erudición y estilo que suplirán lo que en mí falta; acabo con esta representación de tragedia, pues lo ha sido el doctor Saravia en su tiempo y gobierno, con casos tan adversos como por él han pasado.

Era el doctor Saravia natural de la ciudad de Soria, de edad de setenta y cinco años, de mediana estatura, y no en tanta manera que se echase de ver si no era cuando estaba junto a algunos que fuesen más altos que no él; angosto de sienes; los ojos pequeños y sumidos, la nariz gruesa y roma; el rostro, caído sobre la boca, sumido de pechos, jiboso un poco y mal proporcionado, porque era más largo de la cintura arriba que de allí abajo; pulido y aseado en su vestir, amigo de andar limpio y que su casa lo estuviese; discreto y de buen entendimiento, aunque la mucha edad que tenía no le daba lugar a aprovecharse de él; codicioso en gran manera y amigo de recibir todo lo que le daban; enemigo en gran manera de dar cosa alguna que tuviese; enemigo de pobres, amigo de hombres bajos de condición, que era [por ello] detractado en todo el reino; y aunque él lo entendía y sabía, no por eso dejaba de darles el mismo lugar que tenían; amigo de hombres ricos, y por algunos de ellos hacía sus negocios, porque de los tales (era presunción) recibía servicios y regalos; sus cargos de corregidores y los demás que tenía que proveer como gobernador los daba a hombres que estaban sin necesidad. Presumíase lo hacía por entrar a la parte, pues había en el reino muchos caballeros e hijosdalgo que a su majestad habían servido mucho tiempo, a los cuales no daba ningún entretenimiento y dábalo a los que tenían feudo del rey en repartimiento de indios; a éstos aprovechaba, pues en este tiempo dió a Francisco de Lugo, mercader, hombre rico y que al rey jamás había servido en cosas de guerra en Chile, un cargo de protector de los indios con seiscientos pesos de salario, y a un hombre otro que le ayudase le dió doscientos, y a un otro que defendiese las causas de los indios en audiencia pública, ciento, de lo que los pobres indios sacaban de las entrañas de la tierra con su trabajo. Este cargo le pidieron muchos soldados, y yo, Alonso de Góngora, fui uno de ellos, que desde el tiempo de Valdivia había servido al rey y ayudado a descubrir y ganar este reino, y sustentado hasta el día de esta fecha, y estaba sin remuneración de mis trabajos. Saravia no lo quiso dar a ninguno por no quitar al mercader que lo tenía, antes para dárselo lo quitó a un soldado antiguo que lo tenía y que al rey había servido muy bien y siempre a su costa, llamado Juan Núñez, natural de Torrejón de Velasco. Por estas cosas daba [a] entender Saravia debía de ser con él particionero, y como el reino de Chile estaba tan lejos de España, no podía su majestad ser informado con tanta brevedad como convenía, pasábase por todo, recibiendo los vasallos del rey tantas vejaciones. Era tanta su miseria y codicia, que mandaba a su mayordomo midiese delante de él cuántos cubiletes de vino cabían en una botija, teniendo cuenta cuánto se gastaba cada día a su mesa, en la cual sólo él bebía vino, aunque valía barato, para saber cuántos días le había de durar; y porque vió un día unas gallinas que comían un poco de trigo que estaba al sol enjugándose para llevarlo a el molino, y era el trigo suyo, las mandó matar; y como después supiese del mayordomo que eran suyas, habiéndolas repartido [a] algunos enfermos, los trató mal de palabra. Decían así mismo que no veía, y para el efecto traía un antojo colgado del pescuezo, que cuando quería ver alguna cosa se lo ponía en los ojos, diciendo que de aquella manera vía, y era cierto que sin antojo vía todo lo que un hombre de buena vista podía ver cuando quería, que una sala todo el largo de ella vía a un paje meterse en la faldriquera de las calzas las piernas de un capón, siendo buena distancia, lo cual yo vi y me hallé presente. Tenía una doble condición, que no agradecía cosa que por él se hiciese, y quería que en extremo grado se le agradeciese a él lo que por alguno hacía. Son tantas cosas las que podría escribir del doctor Saravia, que porque el lector no me tenga por sospechoso, como algunos hombres togatos y torpes podían tenerme, determino no decir más, aunque con verdad había mucho. Y pues he cumplido mi promesa, quisiera que el dejo de este gobernador fuera de hechos valerosos y virtudes encumbradas; mas como no puedo tomar lo que quiero, sino lo que sucesivo detrás de los demás gobernadores ha venido y tengo de necesidad pasar por lo presente, suplico al lector no me culpe el no pasar adelante, porque en sólo esta vida quedo bien fastidiado, que cierto no la escribiera si no me hubiera ofrecido en el principio de mi obra escribir vicios y virtudes de todos los que han gobernado; y porque me he preciado escribir verdad, no paro en lo que ninguno detratador puede decir.

Pasadas las cosas dichas en el gobierno de Saravia, y recibido Rodrigo de Quiroga por gobernador, a dos días de mayo de setenta y cinco años, se tuvo nueva en la ciudad de Santiago era llegado a la Serena un navío en que venía el licenciado Gonzalo Calderón con orden de su majestad para tomar visita a presidente y oidores de la Audiencia que en la ciudad de la Concepción residía y enviarla a España, para que en el real Consejo de las Indias se entendiese de la manera que habían vivido y la orden que habían tenido en las cosas de gobierno y de justicia, y para levantar el Audiencia y cesar negocios, tomándolos todos en sí otorgando las apelaciones para el Audiencia de los Reyes. Llegada la nueva a la ciudad de Santiago, el gobernador Rodrigo de Quiroga le envió al camino a Gregorio Sánchez, natural de Alcalá del Río, hombre principal, que de su parte le visitase y diese el bien venido. En Santiago fué recibido con mucho contentamiento de todo el pueblo y de muchos hombres principales que le estaban esperando para dalle el bien venido y parabién del cargo que traía y merced que su majestad le había hecho, ordenaron regocijarle con toros y juegos de cañas, y otras muchas maneras de fiesta que se hicieron, porque la Audiencia en aquel tiempo estaba odiosa en general por respeto de la guerra. Luego prosiguió la orden de su visita con hombres principales y desapasionados, porque no se entendiese que negoció tan importante le movía pasión ni otra cosa alguna de las muchas que se suelen poner a jueces semejantes. El licenciado Torres de Vera estaba en Santiago en aquel tiempo, que había acabado de visitar los términos de aquella ciudad, por orden de la Audiencia y por comisión suya, como oidor que en ella residía. Estando de partida para irse a su Audiencia, el licenciado Calderón le mandó notificar en ocho de junio de setenta y cinco años, día lunes, que no usase de ninguna jurisdicción por el camino ni llegado que fuese a la Audiencia, el cual respondió a la notificación que lo oía, y pidió se le diese traslado del auto, con el cual se fué su camino por otra parte. Envió así mismo comisión a Francisco Gutiérrez Valdivia, que era corregidor en la Concepción, y con traslado de lo que su majestad mandaba, que por virtud de ello notificase [a] aquellos señores no oyesen de ningunos pleitos ni de otros negocios algunos presidente y oidores; respondieron que obedecían lo que su majestad mandaba y estaban prestos de lo cumplir; y así, víspera de San Pedro y San Pablo del mismo año de setenta y cinco, cesaron en su Audiencia, dándose por no jueces para poder oír ni determinar negocio alguno.

Y porque tengo dicho que habrá otros que escriban lo de adelante, acabo con esta mi obra. La gloria de toda ella se dé a Dios todopoderoso, que vive y reina por todos los siglos de los siglos, amén.

Acabóse en la ciudad de Santiago del reino de Chile en diez y seis días del mes de diciembre de mil quinientos y setenta y cinco años.

Fin.= Alonso de Góngora.