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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Recuerdos de Treinta Aņos (1810-1840)
X. Manuel Robles

Cuarenta y cuatro años hace que la Canción Nacional de Robles dejó de cantarse, aun viviendo su autor, que, al recibir el desaire de que se relegara su música al olvido, no manifestó resentimiento alguno por este acto de ingratitud.

La había escrito sin ninguna pretensión y sólo por repetidas instancias a que no pudo resistir. Nos complacemos en haber contribuido, no a que se la prefiera a la de Carnicer, cosa difícil, sino a que quede el recuerdo de esas notas que vibraron en los oídos de aquella generación en los últimos años de la Guerra de la Independencia.

La conservábamos únicamente en nuestra memoria, y cuando hace cuatro años tuvimos la idea de trasladarla al papel, a pesar de la seguridad de que nada habíamos olvidado, nos dirigimos a nuestro amigo don Bernardo Alzedo, residente en Lima, que, habiéndola enseñado en el Perú al Batallón Nº 4 de Chile, estábamos seguros no la habría olvidado, por haberla oído repetir en las campañas de aquel país, a que concurrió nuestro ejército, de que él formaba parte.

Contábamos además con la buena voluntad de Alzedo, a quien muchas veces habíamos oído lamentar el olvido de nuestro verdadero himno nacional. Efectivamente, nos lo remitió y tuvimos el gusto de ver que el suyo y el nuestro eran iguales.

Lo hemos dicho antes: como música, la de Carnicer es muy superior, tal cual es, jamás podrá cantarla el pueblo. Lo contrario sucede con la de Robles. A las pocas veces de oírse ya se sabe de memoria; pero lo esencial es, no que sea bonita, sino los recuerdos que trae a nuestra memoria.

No nos sería difícil probar que más de uno de esos cantos populares; por los que algunos pueblos tienen una especie, de culto, son inferiores a la música de Robles.

El señor don Miguel Luis Amunátegui ha hecho una especie de biografía de Carnicer. Nosotros haremos algo por dar algunos datos sobre nuestro compatriota y amigo Robles.

Manuel Robles, según nuestros cálculos, debió nacer el año de 1790. Su padre era músico y maestro de baile [1] .

Hasta algo entrado este siglo, había un paseo anual a San Francisco del Monte, pequeño pueblo situado en el camino de Melipilla, a doce leguas de Santiago. A este pueblo acudía gran parte de la gente acomodada de la capital, a principios de octubre, en que se celebraba la fiesta de San Francisco, en un conventillo de la orden que allí había.

El año de 1819 fuimos invitados a ese paseo por una  respetable familia. No lo extrañen nuestros lectores: entonces empezábamos a aprender el clarinete, y era seguro que se nos convidaba por este aliciente...[2]. Las corridas de toros, ya en decadencia, aun se conservan en las fiestas de campo. En la plaza donde estaba el convento franciscano se había formado una especie de circo con sus respectivos palcos y demás accesorios. Una tarde de función habían salido dos o tres toros que divirtieron a los espectadores mediante algunos toreros menos que mediocres, pues ño Montano, el Milón de la época, no había acudido, o por haber engrosado excesivamente o, lo que es más seguro, por no considerar aquel pobre corral digno de su mérito.

Salió un cuarto toro, de un aspecto tal, que impuso terror al público, incluso a los toreros, que al verlo se replegaron casi corriendo a distancia respetuosa del toril. Como de costumbre, se le había hecho rabiar antes de soltarlo. Hubo un rato de silencio, que fue en seguida interrumpido con gritos y palabras mayores dirigidas a los toreros por su cobardía. Entre esas voces salió una de un palco vecino al nuestro: “¡Que lo toree Manuel Robles, Manuel Robles!” Como de costumbre, el pueblo repitió este nombre, a gritos y sin saber, como de costumbre también, quién era Robles.

Redoblaron los gritos acompañados de palmoteos y esto nos hizo fijarnos en un individuo que se descolgaba de un palco. Se dirigió a uno de los toreros para pedirle su poncho, y en seguida vino al palco de donde había salido el primer grito. Hizo una cortesía, y después fue a encontrar al temible toro; le sacó cuatro, ocho, doce, y quién sabe cuántos lances, hasta que el toro, cansado o aburrido, le dio vuelta, no la espalda, sino otra cosa, y se dirigió a los otros toreros que, avergonzados, se disponían a imitar a Robles, con grandes pifias del público, que no cesaba de aplaudir furiosamente al futre.

Este volvió al antedicho palco, repleto de gente, y al hacer la cortesía de rigor, cayó sobre él una lluvia de flores y mucho dinero. Guardó las flores y entregó el dinero al que le había prestado el poncho, todo esto en medio de un ruido atronador.

Robles manifestaba como treinta años de edad. De altura más que común, de formas perfectas y de cara hermosa y simpática. Todo esto acompañado de un traje que llamaba la atención, pues era todo de seda, incluso los calzones de punto, muy de moda entonces entre la gente de tono.

Esta fue la primera vez que vimos a Robles, pues antes sólo le conocíamos por fama, de su violín, el mejor de ese tiempo.

Tocaba muy bien la guitarra, y con su mala voz cantaba con una gracia inimitable. Bailaba corno nadie, y esto hacía que fuera muy solicitado como maestro de baile. En el juego de pelota no tenía rival, y en cuanto a comisiones, para el manejo de estrellas y volantines, era reconocido como el único sucesor de Pascual Intento, a quien sólo conocimos por su fama. Era lo que se llamaba un hombre remoledor, y no había diversión para que no fuera buscado. Las horas avanzadas de la noche, en que de ordinario se recogía, le proporcionaron algunas discusiones, no siempre de palabras, con San Bruno y su policía, en que de ordinario salía triunfante, sin sacar jamás un rasguño. Por lo demás, manso como un cordero.

En marzo de 1824 se le ocurrió a un amigo nuestro, don Mariano Palacios, invitarnos para hacer un viaje a Buenos Aires.

Esto tenía lugar a las tres de la tarde y la marcha debía emprenderse a las diez de la noche. Aceptamos sin vacilar, a pesar de algunos pequeños inconvenientes. Ese día habíamos amanecido con ocho pesos en el bolsillo; pero cuando nos hablaba el amigo Palacios nos los acababan de ganar al billar. Esto no nos dio gran cuidado, porque nos había advertido que contaba para el viaje con veinticuatro onzas...

El gran apuro consistía en que no teníamos ni caballo ni montura. Nuestros elementos como artistas (no se usaba esta palabra) consistían en un pobre clarinete que desarmamos y echamos al bolsillo para buscar a quién cambiarlo por un caballo. No recordamos por qué motivos nos dirigimos a don Ramón Nieto, cuñado del doctor Lafinur, oficial del ejército y amigo de la niñez. Apenas le propusimos el cambio, lo aceptó y ya nos encontramos con la mitad de lo que necesitábamos.

Faltaba la montura, de la que, sin trabajo creerán nuestros lectores, no teníamos una sola prenda.

A esa hora, las ocho de la noche, nos echamos en persecución de nuestros amigos, que en este particular no estaban más provistos que nosotros. Uno nos dio un par de espuelas, otro un sudadero, un tercero un freno. Al montar para dirigirnos a la casa en que debíamos reunirnos para salir, caímos en cuenta de que nos encontrábamos con dos pares de espuelas, pero sin estribos. Como la hora urgía, nos pusimos en marcha con una espuela en cada, pie y con el otro par en la mano.

Al llegar al punto de reunión (la Chimba) sufrimos una sorpresa, y era que Robles había recibido igual invitación; y que, como nosotros, la había aceptado, con el bolsillo tan repleto como el nuestro; pero que igualmente contaba con las veinticuatro de nuestro amigo. La falta de estribos se suplió, y las doce de la noche nos dieron frente a la Recoleta Dominica, y en marcha.

Con un viaje tan precipitado, a nadie se le ocurrió una cosa indispensable entonces: sacar pasaporte. Ese olvido debía contrariarnos en el viaje. Antes de llegar a Uspallata se nos agregó un huaso que iba de Aconcagua a comprar mulas a Mendoza. Cuando llegamos al alojamiento, empezó el huaso por hablar de divertirnos, y, para hacer más eficaces sus palabras, sacó un naipe. No haciendo caso Palacios de la invitación, se dirigió con empeño a nosotros que, por lo que ya saben nuestros lectores, no podíamos complacerlo; pero tanto porfió, que al fin Robles se hizo prestar de Palacios algún dinero y se armó la primera.

No pasó mucho tiempo sin que una parte de la plata de las mulas pasara al bolsillo de Robles. El guarda en cuya casa sucedía esto nos avisó estar ya la comida, y Robles se negó a continuar después, por no abusar de la tolerancia de este empleado.

Antes de llegar a la guardia anterior, los Ojos de Agua, jurisdicción de Chile, habíamos caído en cuenta de la falta de pasaporte. Estuvimos al tomar un camino extraviado; pero Robles, que se había convertido en jefe de la partida, nos aseguró que un señor Almarza, jefe de ese punto, era su amigo y que pasaríamos, como sucedió, sin ningún inconveniente. Estas discusiones pusieron a nuestro huaso en autos.

Al continuar al otro día nuestro viaje, se separó de nosotros, a pesar de los halagos de Robles, que sospechó sus intenciones. Efectivamente, cuando dos días después llegamos a Mendoza, una partida de policía nos estaba esperando para conducirnos a casa del gobernador, señor Molina.

Este, apenas nos vio, pidió los pasaportes. Nuestras disculpas no lo satisficieron, y nos preguntó en qué nos ocupábamos. Palacios dijo, y era la verdad, que era comerciante. Robles y yo, músicos. Apenas oyó esto, llamó al secretario, que era -¡cuánto han cambiado los tiempos!- un clérigo. Se hizo leer una requisitoria que había recibido de Chile, en que se le pedía aprehendiera a unos músicos de un batallón que habían desertado en esa dirección. Le probamos su equivocación: pero nos insinuó que iríamos a la cárcel mientras recibía noticias de Chile.

Al oír esto, Palacios y yo estuvimos al caer de espaldas; pero allí estaba Robles, que, al oír aquella barbaridad, con el mayor aplomo dijo al gobernador:

-Daremos fiador.
-¿A quién? —preguntó, sorprendido.
-A don N. Torres- contestó Robles.
-¿Dónde está el señor Torres?
-En el patio.

Y diciendo esto salió a llamar a Torres, que, con cierta sorpresa, se encontró ser fiador, no sólo de Robles, a quien conocía, sino también de otros dos individuos de quienes no tenía ni noticias.

Al llegar nosotros a los extramuros de la ciudad, donde vivía Torres, se fijó en la partida que nos conducía y, habiendo reconocido a Robles, nos siguió; pero sin hablar con Robles, por que íbamos incomunicados.

Esa noche se nos dejó en libertad, pero obligándose al fiador improvisado por Robles a presentarnos al día siguiente. Todo se arregló haciéndonos pagar tres pasaportes para Buenos Aires, por un precio que para Europa habría sido muy caro: una onza cada uno.

A medio camino de Mendoza a Buenos Aires nos encontramos con un desierto de muchas leguas, donde no se veía más que desolación y ruinas, ocasionadas por los indios que hacía pocos días habían pasado por allí haciendo los más horrorosos estragos. En todo ese gran espacio no había un solo habitante. Llegamos a la última posta, donde debíamos tomar caballos para esta larga travesía. El maestro de posta, especie de gigante, nos recibió con marcado desdén. Al pedirle caballos para continuar nuestro viaje, nos hizo esperar gran rato su contestación, que se redujo a decirnos: “Caballos hay, pero muy bien pagados”. Le contestamos que hasta allí habíamos pagado el precio establecido, un real por legua cada caballo. “A mí no me establece nadie. Desde aquí hasta donde vuelven mis caballos, vale doble”.

Al oír esto Robles, ya no se contuvo y entre sus palabras dijo una algo dura. Apenas oyó esto el gaucho, echó mano de una tercerola que colgaba a su espalda en la pared. Robles, que vio este ademán, olvidando que él ni nos otros teníamos arma ninguna y que había otros tres gauchos, le arrebató la tercerola y corrió a colocarse en un rincón del rancho amenazando a todo el grupo con ella.

Palacios, hombre de gran calma y de figura y modales aristocráticos, dijo al maestro de posta: “Ustedes son cuatro como nosotros (contaba con el arriero); si ustedes están armados, nosotros también lo estamos (no era cierto); lo mejor es que nos arreglemos amigablemente...". Una vez apaciguados los ánimos con recíprocas explicaciones, Robles entregó la tercerola a su dueño, quitándole antes la ceba, según nos lo dijo después. El gaucho le ofreció el mejor de sus caballos, y, efectivamente, en el largo trecho que hicimos, no tuvo como nosotros que remudar. Por lo demás, cuando a Palacios o a nosotros nos tocaba, lo que no era raro, un caballo chúcaro, Robles se encargaba de arreglarlo, y a poco andar lo ponía como seda. Estos pingos dieron muchas veces en tierra con nosotros; a Robles una sola vez le vimos soltar un estribo.

Llegamos, por fin, a Buenos Aires el miércoles Santo en la tarde y, al dirigirnos a la fonda de “La Ratona”, tuvimos que pasar por las calles más concurridas. Por un motivo que no sospecharán nuestros lectores, Robles llamó la atención de todos. En ese tiempo aun eran entre nosotros muy usados los grandes estribos de madera. Los de Robles, regalados tal vez como nuestra montura, eran de esta clase. Durante nuestro paso por la ciudad no se oía otra cosa que: ¡Ve los estribos! ¡Ve los baúles chilenos! Esta letanía no cesó hasta que llegamos al alojamiento. Las dos primeras y únicas visitas fueron a Robles. La una del señor don Francisco León de la Barra, muerto en Santiago hace poco; la otra del teniente coronel o sargento mayor Merlo, el mismo oficial de su escolta a quien O’Higgins arrancó las charreteras el 28 de enero de 1823.

Luego que llegamos a Buenos Aires entramos a formar parte de la magnífica orquesta del teatro, dirigida por el célebre violín Massoni. Robles, que contaba con otros recursos, no se incorporó en ella por entonces.

Era insigne jugador de billar. En Chile no había tenido más que dos competidores: don Francisco Iglesias y el coronel español Acosta, que hizo escuela en este juego. En Buenos Aires no los contó en mayor número; éstos eran Collao y el ñato González, ambos sujetos decentes. Antes de mucho tiempo, Robles había dado en tierra con ellos; pero esta circunstancia le perjudicó para sus cálculos, pues, en vista de esto, nadie se atrevía a jugar con él sin pedirle ventajas imposibles de conceder.

Por ese tiempo entró a formar parte orquesta del teatro, ocupando un lugar distinguido en ella.

En los billares donde jugaba se atraía el cariño de todos los concurrentes, hasta el extremo de comer rara vez en su casa, por el sinnúmero de convites de que era objeto. Sin embargo, el amor a Chile era para él un culto, y un año después decidió regresar, a pesar de ofertas lisonjeras que se le hicieron para trabajar en lo que hubiera querido. Por último, el señor don Julián Navarro, argentino y canónigo del coro de Santiago, de paseo en Buenos Aires, lo obligó con sus instancias a emprender el viaje más pronto de lo que pensaba.

El año de 1825 llegó a Chile, donde vivió aún once años ocupado en su profesión. A pesar de la proximidad de los cincuenta años, se casó de un modo novelesco.

Cuando más tarde llegamos a Chile, nos encontramos con que Robles padecía de cojera.

El camino de aquí a Mendoza en ese tiempo era muy peligroso, principalmente en las cuatro o cinco laderas del otro lado de la gran cordillera. Los que ahora transiten esos lugares, no podrán formarse una idea, ni remota siquiera, del arrojo de San Martín, al lanzar por el camino de Uspallata, el más transitado hasta hoy, la división del general Las Heras, que debía apoderarse de Santa Rosa. Al llegar allí, la mayor parte de los viajeros se apeaban por creerse así más seguros.

Al entrar en una de esas laderas, la mula del canónigo Navarro se paró y a cada movimiento o esfuerzo que éste hacía para hacerla andar respondía con, un gran corcovo. No se podía volverla, porque la estrechez no lo permitía, estando entre el camino, cortado a pico, y el abismo. Al ver Robles, que seguía a poca distancia, el peligro de su compañero de viaje, se desmontó precipitadamente, por no ser posible pasar con su mula al costado de la otra para tomar las riendas, que el señor Navarro había abandonado para asegurarse de la montura con ambas manos.

Al pasar Robles entre el cerro y la mula, recibió una terrible coz en una rodilla, dada con ambas patas. Pasó, sin embargo, tomó la rienda, tirando la mula con gran trabajo un largo trecho hasta dejar al canónigo en lugar seguro, ayudándolo a desmontarse. Este, fue su último esfuerzo antes de caer sin habla por espacio de más de más media hora. El golpe le había inutilizado una pierna y, hasta llegar a Santa Rosa, donde paró algunos días, era preciso subirlo y desmontarlo.

El señor Navarro no contaba jamás este lance sin admirar el denuedo de Robles y sin dar las más tiernas pruebas de su agradecimiento.

Este fue el motivo de la cojera, que hasta su muerte le conservó el apodo del cojo Robles.

La enfermedad que lo condujo al sepulcro encontró en su energía física y moral gran resistencia; pero al fin fue vencido y tuvo una muerte edificante.

La larga curación había concluido con sus escasos recursos; para sepultarlo fue preciso ocurrir a sus amigos,

En el mismo año de 1836 murieron también los notables actores Morante y Cáceres, y como si el arte no hubiera sufrido bastante; ese mismo año fue demolido el teatro, único en Santiago, de la plazuela de la Compañía. Quedó la capital sin ningún establecimiento de este género hasta tres o cuatro años después que don Hilarión Moreno, argentino, y don Juan Peso, español, construyeron, por acciones, el de la Universidad, que ocupó el mismo lugar que el actual Teatro Municipal.

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[1]

Manuel Robles nació en Renca, el 6 de noviembre de 1780, hijo de don Marcos Matías Robles y doña Agustina Gutiérrez.Volver.

[2]

Los señores Ureta, casados con las hermanas doña Carmen y doña Josefa Urriola. Volver.