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Fuentes Bibliográficas
Capítulo II: Reorganización de la enseñanza superior después de la Independencia.
3. La enseñanza en el Instituto Nacional y los grados en la Universidad de San Felipe.

La organización que se dio al Instituto Nacional lo hacía el único establecimiento docente que abarcaba todos los grados de la enseñanza. En cuanto a los estudios superiores, con sus certificados de aprobación de los cursos, los alumnos podían impetrar los grados respectivos de la Universidad. El Instituto, según sus planes, comprendía, además de una escuela elemental, otra de gramática, en la cual junto al latín se trataría de enseñar -lo que ocurrió por poco tiempo- gramática castellana, inglés y francés, y estudios técnicos como el dibujo y la química, para formar ensayadores de metales.

Las cinco facultades universitarias sufrieron una completa transformación, anárquica en sus planes: la Facultad Menor de Filosofía fue la que resultó más completa pues, aunque en el plan de estudios del Instituto de 1813 había desaparecido toda ella, excepto la física, en 1819 se contempló un curso de lógica, metafísica y filosofía moral y otro de física experimental. La enseñanza de la Facultad de Teología se redujo a estudios rudimentarios destinados a los seminaristas: en el plan de 1819 aparecen dos cursos, uno de "teología dogmática e historia eclesiástica" y otro de "teología expositiva y moral y liturgia". La Facultad de Leyes, que era la más concurrida, quedó en extremo averiada: se suprimieron las cátedras de derecho romano y canónico del plan de la Universidad de San Felipe y se redujo el estudio a dos cursos: el de "derecho natural y de gentes y economía política" y el de "leyes patrias, derecho canónico y práctica forense". Y a la sazón, como señaláramos, había desaparecido la Academia de Leyes y Práctica Forense. La Facultad de Matemáticas tuvo un curso de matemáticas puras y la de medicina fue planteada en forma mucho más completa, pero no funcionó en absoluto hasta muchos años más tarde. Se dio una especial importancia a la cátedra de retórica, siempre desempeñada por Egaña considerándosela integrante de todos los planes de estudios superiores. Toda la enseñanza se haría en castellano, pero se estableció que debía utilizarse el latín cuando se estimare necesario.

Como se advierte de lo anterior, a pesar de las grandes expectativas de los reformadores y de las autoridades de 1813 y 1819, los estudios universitarios habían quedado reducidos a una miserable expresión. Dos rectores del Instituto, Manuel José Verdugo (1819-1823) y Manuel Frutos Rodríguez (1823-1825) mantuvieron su funcionamiento en buen orden e hicieron cuanto les fue posible para que los cursos y los exámenes fueran regulares. Los rectores de la Universidad otorgaban los grados, que en la práctica fueron sólo los de bachiller. Las grandiosas ideas de Egaña de 1813 habían quedado reducidas en la realidad a mucho menos de lo que antes había.

Con todo, preocupados siempre los Egaña por dar al Instituto la gran amplitud de actividades que deseaban, en 1823, habían logrado la creación de la Academia Chilena, que sería el cuerpo académico del establecimiento. La reglamentación como "sección primera y principal ornamento del Instituto Nacional", está en el libro r del Boletín de las leyes, el periódico oficial iniciado en ese año. Sin embargo la Academia, como en 1813 había ocurrido con la Sociedad de Amigos del País, no tuvo ninguna existencia real, igual cosa sucedió con la Academia de Leyes y Práctica Forense, que un decreto había dispuesto que "se pondría de inmediato en ejercicio como una sección del Instituto Nacional".

En 1824 Juan Egaña publicó, con el título modesto de Almanak nacional para el Estado de Chile en el año bisiesto de 1824, un libro importante, descriptivo del país y de sus instituciones. En él destina diez páginas a describir en todas sus secciones el Instituto Nacional, dentro del cual coloca la Universidad de San Felipe, las academias citadas, jardín botánico, anfiteatro anatómico, museo, departamento de artes, etc. y hasta veintiséis cátedras. Claro está que casi todo era fruto de sus proyectos siempre más ambiciosos que la realidad, y en cierto modo lo reconoce, pues advierte que él, por decreto de 20 de junio de 1823, tiene el encargo de reorganizar el Instituto y que ejerce la superintendencia de educación.

En 1825 el Gobierno encargó a Joaquín Campino y al ingeniero francés Ambrosio Lozier que gozaba de mucha fama y que, desde el año anterior, era profesor de aritmética en el Instituto, un plan de modernización del colegio, el que debería transformarse en una especie de politécnico industrial. Aprobado ese plan y suspendida la función de la junta de Educación, Lozier fue designado rector. Duró como tal sólo unos meses de 1826. A pesar de ser un hombre culto y bien intencionado, especializado en ciencias naturales y con interesantes ideas pedagógicas, Lozier no tenía condiciones para desempeñar un cargo directivo. Su gestión fue un fracaso, y el Instituto cayó en un completo desorden, tanto así que fue menester ordenar una visita, cuyo efecto fue su destitución. Por otra parte, vale la pena recordar que los objetivos de Lozier tendieron sólo a variar métodos de enseñanza y convivencia pues, en cuanto al plan de estudios, éste siguió igual, incluso con algunas disminuciones. Al mismo tiempo se reorganizó la junta de Educación, presidida ahora por Juan Egaña, la que tuvo una actuación importante junto al nuevo rector.

Por decreto de 22 de septiembre de 1826, el vicepresidente Agustín de Eyzaguirre, ordenó otra reorganización del Instituto, nombró rector a Juan Francisco Meneses y dispuso el cese en sus funciones de todos los docentes y empleados y la cancelación de las matrículas de todos los alumnos. Los nuevos nombramientos debían ser propuestos por el rector a la junta de Educación y por ésta al Gobierno cuando ello fuera pertinente; también le correspondía decidir sobre la admisión de los alumnos. Rápidamente fue restablecido el orden en el establecimiento y rigurosamente controlada la realización de los cursos y se impulsó a los profesores a que redactaran sus lecciones a fin de suplir la notoria escasez de libros de textos. Fruto de esto fue una muy interesante producción intelectual, entre la que destaca la publicación de un curso de lógica debido a Juan Egaña. En la materia tradicional de filosofía hubo novedades de contenido por obra del profesor José Miguel Varas, quien publicó sus Lecciones elementales de moral. Andrés Antonio de Gorbea, por otra parte, dio a conocer los progresos de las matemáticas y de la física. A él se debió indiscutiblemente el desarrollo de su enseñanza profesional y universitaria. A través de muchos años le dio una gran solidez, y resultaron bien configuradas las especialidades de la ingeniería.

Los estudios legales siguieron en su insignificancia, pero Meneses logró, en 1828, la efectiva reapertura de la Academia de Leyes y Práctica Forense, con un correcto reglamento, que aseguraba una preparación más apropiada para que los alumnos pudieran optar a la profesión de abogados. La falta de medios impidió el planteamiento deseado de los estudios médicos.

Durante el año 1827 y buena parte de 1828, el Gobierno prestó todo el apoyo posible a la obra que llevaba adelante el rector. Asimismo otorgó toda clase de medios a un establecimiento privado, el Liceo de Chile, que había abierto en Santiago José Joaquín de Mora, el que se había convertido en el ideólogo oficial del grupo pipiolo que gobernaba. La Junta de Educación hizo, lo mismo que el rector, numerosas representaciones al Gobierno molestos por esta situación. A fines de 1828 y principios de 1829 se insistió en la necesidad de fondos a fin de poder aprovechar eventualmente la presencia en Chile de los profesores franceses distinguidos, que habían venido al país en compañía de Pedro Chapuis. Aun el Senado, ante una nueva disposición de ayuda económica al Liceo de Chile, hizo presente al Gobierno que no debía descuidar el Instituto; sin embargo, todo fue en vano. Finalmente, tanto Meneses como los miembros de la junta, renunciaron a sus cargos. Las renuncias fueron aceptadas por decreto de 5 de marzo de 1829. Fue encargado de la dirección del Instituto el vicerrector Blas Reyes.