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Fuentes Bibliográficas
Capítulo II: Reorganización de la enseñanza superior después de la Independencia.
7. La cultura de la época.

La Independencia Nacional fue la culminación de un proceso de larga gestación, que podría sintetizarse como el camino de la captura del poder total por parte de las elites criollas del país. En un comienzo, tal proceso se refirió concretamente al poder, a sus manifestaciones, conexiones y resortes, sin tomar en cuenta los modelos que conformarían luego la forma y razón de ser de la sociedad, que ahora quedaba abierta a vientos de renovación.

Por tales motivos fue que algunas determinaciones políticas de la emancipación no produjeron cambios en muchos aspectos importantes de la vida nacional; las modificaciones, por otra parte, no podían realizarse con rapidez. Así, las realidades jurídicas, administrativas, económicas y demográficas siguieron igual que antes. Pero uno de los aspectos que podía modificarse rápidamente era el educacional, por ello, cuando la actividad bélica lo permitió surgieron proyectos, discusiones, y órdenes que tocaban a él.

Estaban en tela de juicio, desde luego, las instituciones y los métodos que tradicionalmente se habían encargado de la educación. Los impulsos de la Ilustración no habían alcanzado a transformarlas: la Academia de San Luis había sido de efímera existencia y la Real Universidad de San Felipe languidecía, rodeada de desaprobación y dificultades.

La fundación del Instituto Nacional, en 1813, fue un gran paso hacia adelante, sin embargo, quizás por las dificultades que tuvo en sus primeros años de funcionamiento, éste tampoco satisfacía completamente las aspiraciones de la elite nacional, que miraba con admiración los prodigios que se realizaban en Europa bajo el imperio de la revolución industrial. Algo hacía falta en el medio nacional, algo difícil de definir, algo que tenía íntima relación con la educación, con la ciencia, con la cultura nacional, con el concepto mismo de nación.

Lo que saltaba a la vista era el estado calamitoso que mostraba la educación y la cultura, en todos sus niveles, en la nueva república.

Según un informe entregado por el regidor de Santiago Tomás Vicuña, hacia fines de 1812 existían en esta ciudad tan sólo siete escuelas que impartían enseñanza a un total de 664 niños, número muy reducido si se considera que la población ascendía a 50.000 habitantes. En el mismo documento proponía que se ordenara a todos los conventos del país establecer una escuela bajo su cuidado como una forma de remediar esta situación.

En cuanto a la enseñanza secundaria y superior, ésta se concentraba en un único establecimiento -el Instituto Nacional- el que desde 1819 congregaba al Seminario Conciliar, la Academia de San Luis, el Convictorio Carolino y la parte docente de la Universidad de San Felipe. En provincias se había fundado uno que otro establecimiento con similar función a la del Instituto, en 1821 el Liceo de La Serena, en 1827 el Instituto Literario de Concepción (denominado Liceo de Concepción desde 1838) y en 1827 el Liceo de Talca (que inició sus actividades en 1831).

A partir de la década del 30 se produjeron ciertas mejoras en el ámbito educacional, por lo menos en lo que se refiere al número de establecimientos encargados de la enseñanza en Santiago. En esta fecha la información oficial consigna la existencia de 31 escuelas de primeras letras, entre municipales, conventuales y privadas, con 1.733 alumnos, y 11 colegios o liceos con 772 estudiantes, aunque algunos de ellos, como el Liceo de Chile y el Colegio de Santiago de corta existencia. Se da noticia, también, de 4 colegios destinados a la educación femenina con un total de 328 niñas inscritas.

Estos datos parecen alentadores, de hecho el Instituto Nacional que en 1820 contaba con 300 alumnos había aumentado su matrícula en 1830 a 511. Sin embargo, en términos globales el progreso verificado no parece tan significativo si se considera que la instrucción primaria involucraba sólo a un 10% de la población escolar de Santiago.

Otro antecedente que indica que los avances en materia cultural y educacional de la época eran más bien lentos es el "cierto desencanto" del que da cuenta Andrés Bello al tomar contacto con la sociedad chilena a poco de su arribo al país en 1829. Aunque deja en claro que advierte en "la juventud de las primeras clases muchos deseos de instruirse", indica que la poesía no tiene aquí muchos admiradores y que El Mercurio Chileno, un periódico que califica de excelente "no tiene quizá sesenta lectores en todo el territorio de la república".

En este contexto no resulta extraño que la estancia en el país de elementos capacitados fuese alentada. Lentamente comenzaron a llegar un buen número de extranjeros de alta preparación profesional y académica, por iniciativa propia, o expresamente contratados por el Gobierno para colaborar en diversas áreas del conocimiento. Unos tras otros, médicos, ingenieros, humanistas y políticos se sucedieron iniciada la década del 20. Si bien su sola presencia no constituía un cambio inmediato en la situación reinante significaba, por cierto, un avance.

En 1822, bajo la administración de O'Higgins, fue contratado el ingeniero francés Ambrosio Lozier, encargándosele la enseñanza y formación de jóvenes en las ciencias exactas, y la apertura de una escuela industrial que aplicara los conocimientos de la química, mecánica, geometría descriptiva y de las matemáticas a todas las ramas de la industria agrícola, manufacturera y mercantil.

Mariano Egaña, por su parte, como ministro plenipotenciario de Chile en Londres, tenía entre sus instrucciones el encargo de seleccionar en Europa, profesores para el Instituto Nacional. Fruto de esta comisión fue el convenio celebrado con el doctor en medicina José Passaman y el matemático Andrés Antonio Gorbea, a quien correspondería un destacado papel en el desarrollo de las ingenierías. Ambos llegaron en 1826. Es por esta misma fecha que, el Gobierno, aconsejado por dicho diplomático, aseguró los servicios de Andrés Bello, inversión invaluable a largo plazo para el país.

La permanencia de Pedro Chapuis y de José Joaquín de Mora en Chile, aunque breve, dejó también su huella. El primero, apoyado por el grupo portaliano formó una sociedad de profesores franceses, con la. finalidad de establecer un colegio de enseñanza preparatoria y superior. Entre los maestros que logró reunir estaba el naturalista Claudio Gay, quien sería el autor de la monumental Historia física y política de Chile, y precursor del Museo de Historia Natural. El segundo, publicista, promotor de las ideas liberales, fundador del Liceo de Chile, fue además el principal redactor de la Constitución Política de 1828.

En esta serie, se incluye el polaco Ignacio Domeyko, quien llegó a Chile en 1838 a dictar clases en el Liceo de La Serena. El intendente de Coquimbo, José Santiago Aldunate, un "celoso propulsor de la instrucción pública", había concebido la idea de fundar en este establecimiento una clase de química y mineralogía para dar a la industria minera de la provincia la dirección científica que necesitaba, y Domeyko fue la persona elegida para ello.

Es necesario señalar, que no todos los proyectos emprendidos por estos hombres llegaron a concretarse; la falta de medios económicos y técnicos, de gente preparada, e incluso de interés, fueron algunos impedimentos. Sin embargo, lograron revitalizar el ambiente cultural chileno. Junto con desarrollar las tareas propias de su especialidad, expusieron su pensamiento en relación a diversos temas. Sus ideas políticas, económicas, científicas y educacionales enriquecieron el debate en torno a ellas, a la vez que dieron pie a proyectos que serían concretados más adelante. Un beneficio adicional fue el aumento de periódicos y revistas, así como de textos de estudios originales, o traducciones de autores científicos y literarios, editados en Europa. Entre ellos cabe mencionar El Redactor de la Educación (Lozier, 1825), El Mercurio Chileno (José J. de Mora y Passaman, 1826), El Verdadero Liberal (Pedro Chapuis, 1827) y El Criticón Médico (Passaman y Miguel, 1830).

Este grupo de hombres cultos, de sólida formación, imbuidos del neoclasicismo de su tiempo y representantes de los ideales de la Ilustración dieciochesca introdujeron en América y en Chile las novedades en boga en Europa. Las nuevas tendencias filosóficas, económicas, literarias y científicas fueron conocidas por ellos a través de la lectura o simplemente por el contacto directo con sus exponentes.

Andrés Bello, por ejemplo, conoció a Humboldt en Caracas; en Londres se vinculó al círculo de Jeremy Bentham, suscribiéndose a las enseñanzas de la escuela utilitaria; asimismo se sintió influido por el movimiento romántico, tanto literario como teórico y leyó y comentó la obra de Sismondi y la de los hermanos Schlegel, y admiró a los prosistas y poetas ingleses de esta línea: Scott y Byron. En cuanto a la filosofía siguió la corriente de la psicología ideologista que, basada en Locke, fue desarrollada por Condillac y por Destutt de Tracy, interesándose además por autores ingleses y escoceses como Berkeley, Reid y Stewart.

Mariano Egaña, por su parte, que en su estancia en París se dedicó a comprar libros para su biblioteca, que sería una de las más completas y abundantes del país en la época, compartió personalmente con Destutt de Tracy, con Gregoire, con Jullien, con De Gérando y con Juan

Bautista Say, divulgador de las ideas económicas de Adam Smith. Su texto Economía Política sería utilizado luego en la enseñanza de esta materia en el propio Instituto Nacional. .

En cuanto a José Joaquín de Mora, que se distinguió por una enseñanza novedosa en su cátedra de lógica en el Colegio de San Miguel de Granada, utilizando autores como Condillac y Bentham, dio cuenta, permanentemente, de una lectura actualizada y documentada en sus escritos. Como partidario del credo liberal, fue un entusiasta admirador del liberalismo económico inglés y en su aspecto práctico de la libertad de comercio.

Conjuntamente, un grupo de chilenos -hombres públicos e intelectuales- venían actuando en forma cada vez más decidida para lograr el desarrollo y modernización del país, a la vez que su progreso intelectual, fundando con este objeto una serie de instituciones y agrupaciones a las que integraron a los extranjeros de mayor renombre en Chile en el momento.

Ya en 1813 encontramos un primer intento en este sentido, con la creación de la Sociedad de Amigos del País. A partir de 1820 su número aumenta significativamente; en 1822 surge la Sociedad Lancasteriana para el fomento y propagación del método de enseñanza mutua en todo el Estado, y al año siguiente -como antes se indicó- la Academia Chilena. Ella perseguía perfeccionar las ciencias y artes mediante la investigación, publicando oportunamente sus descubrimientos, e intercambiando información con sociedades extranjeras afines. Además de la Academia, en 1823 vieron la luz otros proyectos de similar inspiración, la Comisión Corográfica, encargada de la formación del mapa corográfico de Chile, a cargo de D'Albe y de Lozier, la junta Suprema de Sanidad y la Comisión Estadística abocada al examen de la geología del país, sus minerales, flora y todo aquello relativo a su historia natural. Este estudio permitiría establecer la navegabilidad de los ríos, los lugares más propicios para la instalación de fábricas, puertos, canales, puentes y caminos, para facilitar las comunicaciones, el comercio y la agricultura. En dicho año, también, fue organizada la Biblioteca Nacional, y reestructurado el Instituto Nacional.

Más adelante, en 1825, inició sus actividades la Sociedad de Alumnos. Convencido de que la organización social sólo progresaba en razón de la instrucción de los individuos de un país, el rector del Instituto Nacional a la fecha, Ambrosio Lozier, impulsó la instalación de esta sociedad para el estudio de su mejor promoción. La edición de un periódico con las actas de sus sesiones y traducciones de artículos de interés sobre la materia, realizadas por sus miembros contribuyó a reforzar la iniciativa. La Sociedad de Lectura, por otra parte, que se formó con la finalidad de extender el gusto por la lectura y de dar a conocer a sus asociados las más recientes publicaciones del país y el extranjero, sentó sus bases en 1828.

Finalmente, en 1838 después de varios intentos, se fundó la Sociedad Chilena de Agricultura como una manera. de fomentar la actividad agrícola, la industria y la artesanía. "Entre los primeros acuerdos estuvo el publicar un boletín bimestral para dar a conocer las actividades de la institución y sugerir cuantas innovaciones pudiesen ser de utilidad". En las páginas de El Agricultor -como fue llamado- "aparecen informes sobre nuevas máquinas y herramientas extranjeras, fabricación y experimentación de algunas de ellas en el país, traducción de artículos, recomendaciones para el cuidado de los bosques, la conservación del álamo, análisis de los problemas del riego, informes sobre el cultivo de la morera y la crianza del gusano de seda y mil otros temas por el estilo". "Uno de los proyectos más fructíferos fue el de crear un jardín de aclimatación, que fue la base de la actual Quinta Normal. La idea fue impulsada entre otros por Claudio Gay, que estimaba indispensable la adaptación de nuevas especies y la experimentación agrícola".

Este interés trascendió los círculos de la sociedad, abundando las publicaciones al respecto. Desde Europa, el representante chileno ante el gobierno francés, Francisco Javier Rosales, hizo su aporte con la edición de un folleto titulado Progresos de la agricultura europea y las mejoras practicables en la de Chile (París, 1855). En él "describió la situación agraria en Chile, sugiriendo nuevos métodos técnicos y la introducción de cultivos exóticos como el cacao y el algodón".

Sin embargo, la agricultura, la industria y la artesanía no constituyeron sus únicas preocupaciones. Animados por un espíritu de progreso más integral, estas personalidades dieron cuenta -por añadidura- de la necesidad e importancia de dotar al país de los transportes, puentes y caminos adecuados.

Por cierto que un buen número de estas sociedades fueron de corta vida, sin embargo ellas son fiel testimonio del espíritu que animaba a los hombres de esta época. No todas, por lo demás, sucumbieron, hubo algunas que se convirtieron en centros de fecundas realizaciones. De todos modos se echaba de menos una institución más fuerte y poderosa, que pudiera aunar y coordinar los esfuerzos e intenciones dispersas. Evidentemente esta era la Universidad de Chile, aunque habría aún que esperar unos años para su conformación.