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Fuentes Bibliográficas
Capítulo III: La Universidad de Chile 1842-1879.
1. La ley orgánica de 1842.

En sus últimos años, la Real Universidad de San Felipe había llegado a un estado de evidente decadencia. Desde 1810 fue progresivamente perdiendo tanto los recursos económicos que le permitían financiar sus actividades, como aquellas atribuciones que la llevaron a ser un prestigioso centro de estudios.

Esta situación se vio confirmada por Juan Francisco Meneses, que asumió su dirección en 1829, luego de renunciar al Instituto. En un extenso informe dirigido en 1833 al ministro del Interior, eximía de culpa a los doctores del claustro universitario en esta decadencia y remontaba el origen de la crisis a la fundación del Instituto Nacional. En efecto, decía el rector, en 1813 la Universidad logró conservar la atribución de examinar a los estudiantes y de realizar en sus dependencias los actos públicos. Además, él, como integrante del Tribunal de Educación, tenía a su cargo la superintendencia de los estudios en general. Sin embargo, un decreto de la junta de Gobierno a comienzos de 1823, quitó a la Casa Superior la atribución de recibir los exámenes. Las escasas funciones que mantenía quedaron, entonces, reducidas a conferir grados de bachiller a los que por interés de ser abogados llegaban a pedirlos tras realizar los cursos pertinentes en el Instituto, y las del rector sólo a asistir a las funciones públicas convocadas por las autoridades de Gobierno, puesto que ya no era llamado a las sesiones del Tribunal de Educación.

Por otro lado, la Universidad fue despojada de su biblioteca, que mantenía permanentemente abierta al público, trasladándola a otro edificio donde, a juicio de Meneses, no prestaba utilidad.

La falta de actividad académica llevó al Gobierno a emplear el local de la Universidad para otros fines. Allí funcionó, por ejemplo, una Escuela Normal de Enseñanza Mutua, que prepararía maestros de primeras letras en el nuevo sistema de Lancaster, fue lugar de sesiones de la Cámara de Diputados e incluso sede de vacunación contra la viruela.

Un serio inconveniente se planteó en 1833 entre la junta de Educación y la Universidad, que deja de manifiesto hasta qué grado se hallaban deterioradas las atribuciones de ésta. La junta de Educación representó a Meneses que había recibido noticia de la entrega de grados de bachiller sin que los candidatos hubiesen rendido un solo examen en el Instituto. Junto con lamentar la pérdida de la facultad de tener conocimiento de las aptitudes de los graduados, Meneses contestó que todos los títulos de bachilleres otorgados desde hacía tres años habían sido entregados a personas que presentaron certificados del Instituto, a excepción de un alumno, que estudió derecho civil y canónico en forma particular y rindió examen en la Universidad. Para esto se había usado la facultad que estaba en la constitución del mismo Instituto. Concluyó su informe solicitando a las autoridades "se restituyera a la Universidad su antigua importancia y que recobrara la superintendencia que debía ejercer sobre toda la educación".

Años más tarde, en 1837, Montt, entonces rector del Instituto, envió una nota al ministro del Interior protestando porque en la Universidad se conferían grados en vista de certificados obtenidos en el extranjero en contravención con lo dispuesto en el decreto de 13 de marzo de 1823.

La Corporación, en un esfuerzo por adaptarse al nuevo panorama político, comenzó a otorgar grados suprimiendo la palabra "Real" a partir de marzo de 1817, y desde 1829 pasó a llamarse "Universidad de San Felipe del Estado de Chile" o "Universidad de San Felipe de la República de Chile".

Esa era la situación hasta que el gobierno de Prieto dictó el decreto de 17 de abril de 1839, que declaró extinguida la Universidad. Dicho decreto establecía en su lugar una casa de estudios generales que se llamaría Universidad de Chile y ordenaba el traslado del archivo, útiles y muebles de la Universidad al edificio que pensaba destinarse para el nuevo establecimiento, que se ubicaría en el ángulo norte de la manzana en que posteriormente se levantó el palacio del Congreso.

Mientras se dictaba el plan general de educación y el reglamento de la Universidad de Chile, el decreto determinó que ejercería las funciones de rector el que ocupaba ese cargo en la Real Universidad. A su vez, Meneses debía hacer entrega personal de la sede antigua al Intendente de la ciudad de Santiago .

Una comisión compuesta por los doctores José Gabriel Palma, Pedro Ovalle y Landa y José Tadeo Mancheño, fue encargada por el claustro de redactar una reclamación. E1 escrito, en tono de súplica, pedía la suspensión del decreto y elogiaba a la Corporación. Pero todo fue inútil y el 15 de mayo el claustro se reunía por última vez.

Sin embargo, la Real Universidad continuó su existencia mucho más allá del término legal, ya que el establecimiento que la reemplazaba requería de una ley. En 1841 el proyecto estaba aprobado y el 21 de julio de 1843, un decreto supremo con la firma de Bulnes y su ministro Montt, estableció que desde esa fecha la Universidad de San Felipe cesaría completamente en sus funciones y el rector debía entregar, con el correspondiente inventario al Secretario General de la Universidad de Chile, todos los bienes que le pertenecían.

Cinco días después, la Universidad colonial realizaba su última acción: Pedro Blanco Ovalle recibía el grado de bachiller en teología.

Concluidas las actividades de la Universidad de San Felipe, los servicios que ésta prestara al país por cerca de un siglo, continuarían a cargo de la Universidad de Chile. E1 cambio de nombre y el nuevo Estatuto correspondieron al deseo de poner a la Casa Superior más en concordancia con los tiempos republicanos que se vivían.

Como ya dijimos, fue el decreto de 17 de abril de 1839, el que subrogó a la Universidad de San Felipe por un establecimiento de estudios generales denominado Universidad de Chile. La Memoria de Instrucción Pública correspondiente a dicho año y presentada al Congreso por Mariano Egaña, indicaba que entre las principales preocupaciones del Gobierno en este ámbito estaba la preparación de un nuevo reglamento que permitiría a la Universidad iniciar sus actividades, y la implementación de una superintendencia general de educación, prevista en la Constitución. Sin embargo, al cabo de dos años aún no se habían concluido estas tareas, a pesar del empeño y del interés manifestado por las propias autoridades en este sentido.

Entretanto, el 10 de agosto de 1840 el diputado Pedro Palazuelos, motivado tal vez por la lentitud con que parecía desarrollarse el trabajo, presentó ante la Cámara una moción instando a la creación de una comisión integrada por diputados y senadores, que se abocará a la redacción de los estatutos y el plan de estudios de la Universidad. Pero esta propuesta tampoco tuvo resultados concretos.

En definitiva, el proyecto de ley que establecería la Universidad de Chile fue presentado al Congreso por un oficio del Presidente de la República, el 4 de julio de 1842. El documento, que además de la firma de Bulnes llevaba la del entonces ministro de Instrucción Pública Manuel Montt, señalaba que la instalación de este cuerpo literario y científico "metodizaría la educación primaria y propagaría la afición a los estudios superiores" además de servir como "un poderoso auxiliar a los trabajos que emprendieran los diversos departamentos de la administración".

Este proyecto fue sometido a discusión en la Cámara de Diputados por espacio de un mes, tras el cual -el 17 de agosto- fue recibido en el Senado para igual trámite. Aunque suscitó algunas diferencias de opinión entre los parlamentarios, no sufrió modificaciones de consideración en su estructura y los objetivos generales que en él se asignaron a la Universidad permanecieron inalterables.

En la sesión del 27 de julio, el diputado José Manuel Cobo, presidente de la Cámara, planteó su inquietud respecto a que el número de miembros exigidos en el artículo 7° para integrar la Facultad de Filosofía y Humanidades le parecía excesivo, ya que difícilmente en el medio nacional podrían encontrarse tantos individuos con las aptitudes requeridas para el cargo. Por otro lado, no juzgaba conveniente que fuese el Gobierno quien los designara, pues se incurriría en favoritismo; proponía, por tanto, encargar esta función a otro organismo. El artículo en cuestión fue aprobado sin cambios, indicándose -por parte del ministro Montt- que no era necesario llenar en forma inmediata todas las vacantes sino en la medida que las circunstancias lo permitiesen, y que siendo el Gobierno el principal interesado en el establecimiento de la Universidad sería un celoso guardián de los méritos de sus académicos. Se convino, eso sí, en la sesión siguiente, en uniformar para las cinco facultades el número de sus integrantes en treinta individuos.

Otra indicación que en definitiva no constituyó reforma fue la que pretendió asignar la dirección de la Biblioteca Nacional a un decano, de la misma manera que la del Museo de Historia Natural competía al decano de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Tampoco se consideró demasiado gravoso para las funciones del decano de la Facultad de Medicina el que asumiera las obligaciones del Protomédico. Primero porque de esto resultaba una ventaja económica para el Estado y, segundo, porque tendría -según se señaló- el auxilio del resto de los miembros de dicha facultad para el buen desempeño de las tareas.

Sí fue aceptada, en cambio, la proposición que consideraba inadecuado lo previsto en el artículo 16 respecto a que quienes desearan obtener una cátedra en el Instituto Nacional -después de cinco años de dictada la ley orgánica- debían poseer el grado de licenciado otorgado por la Universidad, ello porque no había motivos que justificasen pedirlo a profesores de inglés, francés, partida doble y latinidad, y que lo pertinente era limitar la exigencia para aquellos que optaran a las cátedras de ciencias.

Respecto a la oposición suscitada en torno a que el Gobierno nombrase a dos de los miembros del Consejo y a que interviniera en forma continua y directa en los asuntos de la Universidad, el ministro de Instrucción Pública Manuel Montt, enfatizó que con esta medida el Gobierno estaba dando muestras de desprendimiento, pues depositaba en este grupo de individuos ilustrados un poder que antes ejercía solo.

Otro artículo que provocó alguna inquietud entre los diputados fue el 29, que disponía destinar a la nueva Universidad el edificio y los muebles de la de San Felipe. Hubo quienes plantearon que éstos debían serles restituidos junto con otros derechos enajenados, tales como el arriendo de las casas y propiedades que había sido asignado al Instituto. Esto -según se dijo- en atención al respeto y veneración "con que todo chileno debía mirar el sitio de la Universidad, cuna de nuestra civilización", formadora de "tantos ilustres americanos por sus virtudes y su ciencia". No obstante, éste fue aprobado según la versión original, pero con tres votos en contra.

En su paso por la Cámara de Senadores, el proyecto sufrió ciertos cambios generales en la redacción y agregados que contribuían a su claridad y comprensión, además le fue añadido un artículo indicando que todos los empleados de la Universidad eran amovibles a discreción del patrono y suprimido aquel que ordenaba el traspaso de la casa de la Universidad de San Felipe a la Universidad de Chile.

Finalmente, la Cámara Baja aprobó el proyecto con las modificaciones indicadas aunque no las compartía completamente. Así se desprende del informe de la Comisión de Educación encargada del último examen, que calificó de inconvenientes algunas de ellas pero, debido a "la angustia del tiempo y de la urgencia con que el bien público demandaba la ,presente ley" aconsejaba aceptar. Por otra parte, las reformas pertinentes podrían hacerse en el futuro una vez establecida la Universidad.

Un año después, el 13 de septiembre de 1843, ambas cámaras fueron invitadas por el ministro de Instrucción Pública a hacerse representar en el acto de instalación solemne de la Universidad, que tendría lugar el 17 de septiembre de ese año, en los salones de la antigua Universidad.

Según la Ley Orgánica promulgada, la Universidad se encargaría de la enseñanza y el cultivo de las letras y ciencias, y además tendría la dirección de la enseñanza en todos sus niveles, cumpliendo de esta forma con lo establecido en el artículo 154 de la Constitución de 1833.

No obstante, era ésta una Universidad académica, no docente, que otorgaba los grados (de bachiller y licenciado) a quienes seguían los cursos superiores dictados, principalmente, en el Instituto Nacional y en otros colegios o clases privadas.

Estaba constituida por cinco facultades: Filosofía y Humanidades, Ciencias Matemáticas y Físicas, Medicina, Leyes y Ciencias Políticas y Teología, cada una con su decano y secretario respectivo y bajo la dirección general de un rector. Se componían éstas de un número no superior a 30 miembros, nombrados la primera vez por el Gobierno, y las vacantes sucesivas cubiertas por elección interna. La continuidad con la Universidad de San Felipe quedaba marcada por el hecho de que todos los doctores del antiguo claustro, que eran veintidós, podían incorporarse en sus respectivas facultades. Si alguna duda quedaba respecto de la continuidad entre ambas corporaciones, ésta fue resuelta por el propio Gobierno al responder a Bello que "consideraba a la Universidad de Chile como una continuación de la antigua Universidad de San Felipe".

Era a través de las facultades que la Universidad cumplía con una de sus funciones básicas, pues ellas tenían la responsabilidad de cultivar y fomentar las letras y ciencias en el país. Además de la tarea general, la ley les asignaba otras específicas. La de Humanidades debía dirigir las escuelas primarias y ocuparse preferentemente de la lengua, la literatura, la historia y la estadística nacional; la de Matemáticas debía prestar particular atención a la geografía, a la historia natural de Chile y a la construcción de todos los edificios y obras públicas; la de Medicina tenía que ocuparse del estudio de las enfermedades endémicas y epidémicas que afectaban con mayor frecuencia a la población del país; y las de Leyes y Teología de la redacción y revisión de los trabajos que en su campo les encomendara el Gobierno.

La ley consideraba otras formas complementarias para el estímulo de la investigación y creación: una de ellas era la presentación de una memoria histórica en la sesión solemne anual, preparada por un miembro universitario designado por el rector (Art. 28).

La superintendencia de la educación, su otra finalidad primordial, la ejercía el rector en Consejo (Art. 14). Éste lo integraban los decanos de las cinco facultades, el secretario general de la Universidad y dos representantes del Gobierno (Art. 21). Una vez por semana -a lo menos- debía reunirse para tratar todos los asuntos referentes a educación: planes de estudios, estatutos o reglamentos de escuelas y colegios, provisión del personal de los mismos, programas de exámenes y aprobación de textos de estudios, entre otros. Su acción comprendía todos los niveles de educación y se extendía a todo el país. Sin embargo, su injerencia en la educación inferior cesó en 1860 con la dictación de la ley de instrucción primaria. Las juntas provinciales -una en cada capital de provincia- y las inspecciones de instrucción pública eran las encargadas de ayudar al Consejo a cumplir sus funciones en el resto del territorio nacional.

En líneas generales, la ley de 1842 bosquejó una universidad con un marcado interés por lo nacional. Junto a los objetivos generales asignados a la Corporación hay también una finalidad práctica: el conocimiento de Chile y de su gente en las más variadas expresiones. Hay una preocupación por el entorno físico, histórico, literario y social del país y de ella dan cuenta las actividades desarrolladas en este sentido, por las facultades.

La universidad nacional atrajo la atención de la ciudadanía desde el momento en que el proyecto de su establecimiento fue presentado ante el Congreso Nacional, y según se advierte por los testimonios de los contemporáneos -recogidos en la prensa- este fue un tema que generó variadas opiniones.

Desde las páginas del Semanario de Santiago se exaltaba la importancia de la empresa planteada por el Gobierno: "De todos los proyectos sometidos a las Cámaras -señalaba un artículo- no hay como el de la Universidad que satisfaga y atienda a los intereses de la inteligencia ni que dé dirección a los grandes resortes de la sociedad, el patriotismo y el saber". El Mercurio de Valparaíso, por su parte, junto con reconocer la trascendencia de "la organización de un cuerpo encargado de mejorar, atender y estimular los diversos ramos de la enseñanza" insistía en la necesidad de que la ley fuese tramitada con expedición y sin demora.

Los cambios introducidos al proyecto en su trámite legislativo que ocasionaron -según hemos visto- diferencias entre los parlamentarios también fueron materia de controversia pública. Si bien algunos ajustes fueron considerados juiciosos, hubo una crítica que prevaleció: la excesiva autoridad ejercida por el Gobierno en la Universidad, expresada en múltiples formas. Sus máximas autoridades, el patrono y el vicepatrono eran, respectivamente, el Presidente de la República y el ministro de Educación; todos los empleados de la Corporación eran amovibles a discreción del patrono, era él quien elegía, en definitiva, al rector y a los decanos de una terna presentada por el claustro pleno en el primer caso, y por el de las facultades en el segundo; y en el Consejo dos de sus miembros representaban al Gobierno y eran designados por éste. Por otro lado, todos los acuerdos tomados por la Universidad, las facultades o el Consejo debían someterse a la aprobación gubernativa con la sola excepción de aquellos que se referían a su orden interno.

Esta dependencia atentaba -según apuntaban los críticos- en contra del quehacer de los hombres ilustrados que la Universidad tenía el encargo de formar, puesto que ellos requerían de plena libertad en la realización de sus tareas. "Nada debe perturbar -decían-- la calma de la meditación, el recogimiento del estudio en el recinto de la Universidad; y ¿cómo conciliar esto si resuenan sus claustros con el bullicio de la política, si sus funcionarios se hallan directamente interesados en los azares de ésta y se les induce a tomar una parte activa en sus cuestiones y luchas?". En fin, incluso los cambios ministeriales propios de los sistemas representativos -se argumentaba- se dejarían sentir también en el seno universitario ocasionando variaciones continuas en el personal de los empleados.

Otra observación de peso fue aquella asociada al carácter académico y no docente de la institución recién creada. En un trabajo titulado Memoria sobre el modo más conveniente de reformar la instrucción pública en Chile, que causó gran impacto en la época, Ignacio Domeyko, al referirse a la instrucción superior, planteaba que toda universidad era y debía ser una institución o establecimiento de enseñanza, tal y como lo eran los colegios, pero en un grado más elevado, dirigida hacia ramos de erudición especial, y donde se hicieran particularmente los estudios que pudieran formar un destino, "una profesión capaz de dar pan al alumno", como abogado, ingeniero, médico, profesor, etc.. Considerando su utilidad -señalaba- "una universidad organizada como una academia o asociación de los hombres de letras y de ciencias no puede producir resultados tan inmediatos y visibles, como un establecimiento de instrucción elevada, formado a semejanza de las universidades europeas".

Esta posición, sin embargo, fue rebatida por Antonio Varas, quien argumentó que las funciones ejercidas por las universidades en Europa, vale decir la enseñanza superior, en Chile eran desempeñadas por el Instituto Nacional. De tal forma que no había impedimento para que la nueva Corporación asumiera un rol académico. Al respecto dijo: "no es un cuerpo enseñante el que nos falta, sino uno tal que estimule al estudio a los que han seguido los cursos superiores en el Instituto, que reúna a los hombres de luces para que se comuniquen sus conocimientos; que dé más importancia al cultivo de las ciencias y letras, que vele sobre la mejora de la instrucción". En síntesis, lo que según su opinión se necesitaba era "una especie de academia como la Universidad de Chile".

Esta innegable preocupación por la Universidad era el reflejo de las expectativas que en ella se habían cifrado y del ambiente colmado de ideas de desarrollo y progreso cultural que imperaba en el momento. Según Manuel Montt, había una marcada inclinación de la juventud a la ilustración y al cultivo de las ciencias, y en estas circunstancias era necesario "un agente que atizase esa creciente llama, y diese una dirección acertada a ese espíritu" y obviamente la Universidad de Chile era la institución indicada para tan importante misión.