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Fuentes Bibliográficas
Capítulo IV: La producción intelectual y la Universidad de Chile en la segunda mitad del siglo XIX.
2. La biblioteca universitaria.

La necesidad de establecer una biblioteca universitaria se evidenció al poco tiempo de que la Universidad fuera organizada por la ley de 1842, pues el desempeño de la labor académica que ésta asignó a sus miembros requería de un buen apoyo bibliográfico que la biblioteca del Instituto Nacional no estaba en condiciones de ofrecer, a pesar de los notables avances logrados desde su fundación. Por otra parte, con la reestructuración de la instrucción universitaria en 1847, compitió también a las facultades todo aquello relativo a la organización de la enseñanza de los estudios superiores, en sus materias respectivas. Por tanto para que pudieran desarrollar éstos y otros trabajos en buen pie el Consejo promovió la adquisición de libros y publicaciones que pusieran al corriente del movimiento literario y científico europeo.

Cada decano preparó un listado con las obras de mayor interés para su facultad. Las adquisiciones fueron financiadas con fondos universitarios. Para los trámites de importación se celebraron convenios con diversos libreros o comerciantes de libros; se utilizaron los servicios de los agentes diplomáticos de Chile en el extranjero o, simplemente, se hizo el encargo a algún académico o docente que estuviese de viaje.

Hacia 1852, fue imperativo ubicar un lugar adecuado que albergara las publicaciones que la Universidad había logrado reunir a la fecha y donde se pudiera aprovechar en buena forma su lectura. El Consejo acordó, por tanto, a proposición de Ignacio Domeyko, establecer oficialmente la biblioteca universitaria en el Departamento de Instrucción Superior del Instituto Nacional, bajo el cuidado y responsabilidad del delegado universitario, que a la sazón era el propio Domeyko. Enseguida se preparó un reglamento para implementar su uso y evitar la pérdida de libros e impresos, aprobándose con carácter de provisorio en abril de 1853.

Hubo un constante interés por enriquecer su fondo y, a la vez, por mantenerlo al día, con las últimas novedades. Publicaciones como la Revista Española de Ambos Mundos, eran adquiridas para ella a poco de iniciada su edición en Europa. Desde Estados Unidos se recibía de parte de J. M. Gillis material publicado por el Observatorio Nacional de Washington, la Institución Smithsoniana, la Inspección de la Costa y la Oficina de Patentes, así como de su propia biblioteca. El Gobierno, por su parte, también cooperaba con la entrega gratuita de cada número publicado de El Araucano, Boletín de leyes y la Gaceta de los Tribunales, y los autores nacionales se interesaban en entregar para ella copias de sus escritos. Por otro lado, en 1853, se acordó reunir en esta biblioteca todos los trabajos publicados por la Universidad o sus miembros, de tal forma que los usuarios podían disponer de obras de vigencia y actualidad, tanto nacional como internacional. Paralelamente se la dotó de estantes de caoba, adecuados para el resguardo de los libros y se ordenó la encuadernación de cada uno de los existentes, así como de aquellos que en el futuro se adquirieran.

En 1859, el secretario general de la Universidad informaba que el gabinete de lectura del Instituto poseía alrededor de 635 volúmenes o folletos, entre los que se incluía una escogida colección de obras de medicina recién incorporada y que recibía además, periódicamente, tres revistas o publicaciones de derecho, tres de medicina, siete de ciencias físicas y matemáticas y siete de literatura. Un catálogo de sus fondos, publicado ese mismo año en los Anales de la Universidad de Chile así lo confirma. A1 poco tiempo, sin embargo, y producto del intercambio con instituciones como la Universidad de Lovaina, el Instituto de Bolonia, la Academia de Ciencias de Madrid, la Academia de Ciencias de San Petersburgo y la Sociedad de Historia Natural y Medicina de Guissen, entre otras, esta cifra ascendía a 1.150 volúmenes.

A todo esto se añadiría, más adelante, una colección de publicaciones hispanoamericanas, algunos libros pertenecientes al abate Juan Ignacio Molina y parte de la biblioteca de Andrés Bello.

A partir de 1883 comenzaron las negociaciones para adquirir el antiguo templo de San Diego de la orden de los franciscanos, con el fin de unir ambas bibliotecas, la del Instituto y la universitaria y desahogar el edificio central; ellas se hallaban situadas en las salas interiores, de difícil acceso para los usuarios.

En 1884 el Gobierno compró la iglesia a la comunidad de San Francisco y nombró una comisión integrada por el rector de la Universidad, que la presidía, el decano de filosofía y el rector del Instituto, que se encargaría del traslado. El decreto respectivo ordenaba que el arquitecto Víctor H. Villeneuve se pusiera a las órdenes de la comisión y diseñara los planos y el presupuesto. En 1889 concluyeron los trabajos de demolición y la biblioteca fue trasladada. Un inventario realizado por esa fecha dio un total de 9.800 volúmenes.

El bibliotecario Gabriel René Moreno publicó cuatro volúmenes del catálogo de la sección general de ciencias, artes y letras y preparó el primer tomo de los correspondientes a las secciones americana y chilena, aunque este último no llegó a editarse.

Una vez instalada se la siguió conociendo como la biblioteca del Instituto. Por esta época fue ampliada con la compra de la Biblioteca Americana del argentino Gregorio Beeche, considerada por Vicuña Mackenna como la mejor y más completa colección americana en manos de un particular. A los diez mil volúmenes de ésta se sumó el legado de Joaquín Rodríguez y las obras de la sucesión Pedro Montt. En total reunía setenta y cinco mil ejemplares en 1921.

A René Moreno le sucedió Luis Ignacio Silva. En 1928, la biblioteca fue destruida y sus valiosas colecciones dispersadas por orden verbal de Pablo Ramírez, ministro Interino de Educación Pública. Al rector Juvenal Hernández correspondería reestablecerla con el nombre de la Biblioteca Central de la Universidad de Chile.