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Fuentes Bibliográficas
Capítulo V: La Universidad Profesional.
1. El Estatuto de 1879 y el replanteamiento de la misión universitaria.

El período que va desde las famosas discusiones en la Cámara de Diputados, a propósito del estado docente, hasta el año 1879, se caracterizó por un constante desarrollo de la enseñanza, en especial de la secundaria y superior. Los planes y programas se readecuaron, las instalaciones y el personal docente fue poco a poco mejorando y la población escolar experimentó un importante crecimiento.

Bajo el ministerio de Miguel Luis Amunátegui, entre 1876 y 1878, la enseñanza secundaria y superior recibió el mayor impulso; sin olvidar, la primaria que, por lo demás, ya había tomado un vuelo propio. Especial atención se prestó a la enseñanza de la mujer organizándose en Santiago y en Valparaíso, escuelas talleres en las que se enseñó costura, bordado y confección.

El 6 de febrero de 1877 Amunátegui dio un gran paso que creó resistencias y críticas, pero que aumentó notablemente las posibilidades de la juventud chilena, y dio comienzo a un largo camino dirigido a equiparar los derechos de los sexos y a dignificar el trabajo de la mujer. Por un decreto declaró que las mujeres debían ser admitidas a rendir exámenes válidos para obtener títulos profesionales, con tal que ellas se sometieran, para conseguirlo, a las mismas pruebas a que estaban sujetos los hombres. Amunátegui pensaba que "la experiencia, no sólo de las naciones más adelantadas del mundo, si no de Chile mismo, estaba manifestando que las mujeres podían dedicarse con gran utilidad social a algunas de las carreras que, por lo general, se reputaban privativas de los hombres". Señalaba que "aun cuando las mujeres no quisieran o no pudieran dedicarse a los trabajos que exigen una preparación científica, el importante papel que están destinadas a representar en la familia, reclamaría en todo caso que se atendiese al cultivo intelectual de ellas tanto como al de los hombres" .

El decreto dejó abiertas las puertas de la Universidad a las mujeres, quienes no tardaron en hacer uso de este derecho. Recordemos que en 1854, por decreto del Presidente Montt y de su ministro Ochagavía, se había establecido en Santiago una Escuela Normal para niñas, que fue la primera instancia que permitió el acceso a la profesionalización de la mujer. Pero, en cuanto a educación secundaria, el Estado no había tomado ninguna iniciativa hasta el momento del decreto de Amunátegui y no existiendo ningún liceo estatal femenino, el ministro concedió una subvención fiscal al Liceo de Mujeres de Valparaíso y a otro de Copiapó.

Miguel Luis Amunátegui deseaba también poder promulgar la nueva ley de la enseñanza secundaria y superior que se discutía en el Congreso de 1873, pero no alcanzó a ello.

La idea de reformar la Ley Orgánica de 1842 venía siendo una aspiración de muchos desde el momento en que se descubrieron en la práctica vacíos y defectos de importancia. Ya en 1859, el Secretario General interino Miguel Luis Amunátegui, en su Memoria anual mencionaba que el Consejo de la Universidad se había ocupado de revisar la Ley estudiando hasta el artículo 17. E1 14 de junio de 1872 examinó el proyecto de la nueva Ley Orgánica, firmado por varios diputados y luego en julio siguiente otro que tuvo su origen en el Senado.

En este último proyecto se expresaba la preocupación por los nombramientos de las autoridades universitarias, de los rectores del Instituto Nacional y de los liceos del Estado que se veían constantemente afectados por los vaivenes de la política. Solicitaban que fueran considerados empleados superiores, lo que según la Constitución los hacía inamovibles sin el acuerdo del Senado.

Un tercer proyecto, presentado por Alejandro Reyes con fecha 10 de julio de 1873, corrió la misma suerte de los anteriores: no lograron una discusión amplia en ninguna de las Cámaras. Se nombró entonces, a raíz del problema creado por la ley de la "libertad de enseñanza", una comisión mixta, de diputados y senadores, para estudiar una reorganización completa de la Universidad. Este cuarto y último proyecto fue presentado a la Cámara de Diputados en la sesión de 16 de octubre de 1873 y dio origen a extensos debates en el Congreso. En ellos tomaron parte, fuera de los autores, Manuel Antonio Marta, Antonio Varas, Manuel Montt, Jorge Hunneus, Pedro León Gallo y fundamentalmente Miguel Luis Amunátegui que como ministro de Instrucción Pública de la administración de Aníbal Pinto, fue, sin duda, uno de los principales autores de la ley que se promulgó el 9 de enero de 1879. No fue, entonces, él quien tuvo el honor de su promulgación, sino su sucesor Joaquín Blest Gana.

Esta nueva ley estuvo en vigencia hasta 1931, casi medio siglo, viviendo la Universidad un período de expansión, consolidación y prestigio bajo su imperio.

La ley significó una profunda reorganización de la educación. La Universidad sufrió una transformación radical al cambiar su sentido básico, el de un ente eminentemente académico a uno de definido carácter docente profesional. Sin embargo, la ley no extendió la esfera de acción de la Universidad, manteniéndola reducida a la segunda enseñanza y a las escuelas universitarias.

El Art. 1° determinaba que "con fondos nacionales se sostendrán establecimientos de enseñanza destinados:

1° A la instrucción secundaria, habrá a lo menos un establecimiento en cada provincia;

2° A la instrucción especial, teórica y práctica que prepara al desempeño de cargos públicos y para los trabajos y empresas de las industrias en general;

3° A la instrucción superior que requiere el ejercicio de las profesiones científicas y literarias;

4° A la instrucción científica y literaria superior general en todos sus ramos y al cultivo y adelantamiento de las ciencias, letras y artes".

A pesar de lo establecido en los números 2 y 4, la idea del legislador parece no haber sido la de colocar bajo la dirección universitaria las escuelas industriales, ya que tanto la Escuela de Artes y Oficios, creada en 1849, como el Instituto Agrícola, organizado en 1876, siguieron dependiendo del ministro de Instrucción Pública. Igual cosa sucedió con el Conservatorio de Música, la Biblioteca Nacional, el Museo de Historia Natural y el Observatorio Astronómico, que aunque estaban súper vigilados por el Decano de la Facultad de Filosofía no pertenecían a la Universidad. Muchos años más tarde fueron sometidas a su autoridad. Curiosamente, cuando se crearon los liceos estatales de mujeres, éstos tampoco quedaron bajo la tutela de la Universidad. Durante la administración de Jorge Montt (1891-1896) se fundaron los primeros liceos nacionales para niñas. De acuerdo a la ley del 79, estos colegios quedaban en la esfera de la universidad, pero el gobierno estimó conveniente hacerlos depender directamente del ministro de Instrucción, basándose en la ley de 1887. Ésta reorganizó las oficinas ministeriales y fijó la intervención que correspondía al ministro del ramo en las escuelas primarias, secundarias, en las universidades y en otros establecimientos que estuvieran a cargo del fomento científico, literario y artístico. En el texto legal se decía que entre los asuntos que pertenecían al ministerio estaba "lo relativo a la dirección, economía, policía y fomento de los establecimientos de educación costeada con fondos nacionales o municipales que no han sido atribuidos especialmente a otro departamento, y la supervigilancia sobre todos los demás".

La ley de 1879 reemplazó el antiguo Consejo de la Universidad por el Consejo de Instrucción Pública, al cual le concedió facultades propias e independientes. Este Consejo quedó formado por el ministro de Instrucción Pública, que lo presidía, el rector de la Universidad, el Secretario General, los decanos de las facultades, el rector del Instituto Nacional, tres miembros nombrados por el Presidente de la República y dos miembros elegidos en claustro pleno por la misma Universidad.

Al Consejo se le encomendó reglamentar sólo la enseñanza secundaria y universitaria, desentendiéndose de la educación primaria. Aun cuando ya estaba establecido por ley de 1860, hasta este momento todavía el Inspector General tenía asiento en el Consejo de la Universidad, aunque de hecho no asistió nunca.

Al ponerse en vigencia la ley, había en el país 17 liceos en provincias que impartían enseñanza secundaria, ocho de ellos de primera clase y nueve de segunda clase. La matrícula total alcanzaba a 2.441 alumnos. Su control era ejercido por Delegaciones Universitarias, integradas por el gobernador del departamento, que la presidía, el primer alcalde de la municipalidad respectiva, de cinco vecinos designados por el Consejo para los liceos de primera, y de tres para los de segunda. Si en la capital del departamento había miembros docentes, académicos u honorarios de la Universidad, se les prefería a los vecinos. Las Delegaciones ejercían la inspección sobre todos los establecimientos nacionales de instrucción secundaria o superior que funcionaran en su respectivo departamento y debían dar cuenta al Consejo de los problemas que notaran en ellos.

Desde 1883 en adelante, funcionarios dotados con amplias facultades inspectivas fueron los Visitadores de Liceos, designados por la autoridad de una terna elaborada por el Consejo. Se encargaban de velar por la marcha de la enseñanza, atender las condiciones de salubridad, moralidad, disciplina y seguridad de alumnos y empleados e informar acerca de la correcta inversión de los fondos fiscales. Podía extender su jurisdicción -si así se lo pedía el Consejo- a los establecimientos privados de instrucción y a aquellos que recibían subvención estatal. Sus informes se publicaban en el Diario Oficial y tenían la facultad de suspender del ejercicio de sus cargos a rectores o profesores responsables de faltas o vicios de gravedad, dando cuenta al Gobierno y al Consejo. Como el número de liceos fiscales crecía con rapidez, y sólo había un visitador, fueron creados los cargos de visitadores auxiliares, dependientes del Inspector General de Instrucción Primaria. En 1923, aumentó su número a tres, incluyéndose un ítem de 20 mil pesos para viáticos, mientras la Facultad de Filosofía recomendaba establecer a lo menos seis cargos, por grupos de asignaturas.

El cargo de Visitador era considerado como la coronación de la carrera pedagógica y se otorgaba como un premio después de largos años de servicio a la enseñanza. Otros aspectos en los que intervenía el Consejo decían relación con la elección de rectores de liceos, para los que presentaba ternas al Presidente de la República; los concursos de oposición para proveer cátedras en los establecimientos de instrucción secundaria; la asistencia de los profesores; los asuetos y castigos a los alumnos.

La ley otorgó al Consejo la misión de formar cada dos años una lista de los textos de estudios entre los cuales el rector de cada establecimiento dependiente del Estado, podía elegir, con el acuerdo de los profesores del ramo, los que debían seguirse en la enseñanza. Los textos para la enseñanza del dogma y fundamentos de la fe debían tener también la aprobación del Ordinario Eclesiástico. En un largo informe, el rector del Liceo de Valparaíso, Eduardo de la Barra, hacía ver en 1881, la carencia de textos, lo inadecuado de algunos y la carestía de todos. Libros magistrales, como la Gramática de Bello, eran inapropiados para la enseñanza -sostenía el rector- porque los niños eran incapaces de comprenderlos. Algo similar sucedía con la Historia Literaria de Barros Arana, por ser demasiado extensa. El tema de los textos de enseñanza pasó a ser una preocupación constante del Consejo, que decidió se llevara un libro especial en la Secretaría, con la lista de los textos de enseñanza aprobados y solicitó a la Facultad de Filosofía y Humanidades un informe sobre cuáles eran los más adecuados para la enseñanza. Sobre los textos utilizados en las escuelas elementales, la situación era mejor "que en todas las demás repúblicas sudamericanas". Sólo faltaba redactar algunos sobre química, física e historia natural.

Los exámenes particulares se rendían ante comisiones de profesores de establecimientos nacionales designadas por el Consejo, pudiendo el profesor del ramo formar parte de la comisión. En ocasiones, cuando el número de alumnos era excesivo para el local donde funcionaba el liceo fiscal, se autorizaba a la comisión, previa solicitud de los colegios privados, para constituirse en el establecimiento particular, en Santiago y en provincias. Los miembros de las comisiones recibían propinas, con cargo al erario nacional, por el desempeño de sus funciones.

También era misión del Consejo determinar, con aprobación del Presidente de la República, las pruebas finales para obtener grados académicos y los exámenes a que debían ser sometidos los profesionales extranjeros, que aspiraban a ejercer en nuestro país las profesiones de carácter científico. Esto último no requería de la aprobación del Presidente. El Consejo podía intervenir en el nombramiento, destitución o supresión de los servicios de educación secundaria y superior ya fueran públicos o privados. En resumen, pasó a ser el organismo de superintendencia de educación pública, pero sólo respecto a la educación secundaria y superior.

Importante aporte de esta ley, en cuanto a la dignificación de la profesión de maestro, fueron las disposiciones tendientes a establecer una carrera docente. Se hizo a través de una escala de sueldos que aumentaba por años de servicio, dando una gratificación por cada seis años equivalente a la cuarentava parte del sueldo al profesor que se encontraba en actividad. Con ello se daba seguridad y quedaban protegidos de los cambios políticos que normalmente entorpecían la continuidad del ejercicio magisterial. Además se estipuló que los salarios de los profesores de la enseñanza secundaria y superior serían compatibles con los de cualquier empleo, lo que permitía compensar el exiguo pago que recibían como profesores. Positiva medida, por un lado, pero también sirvió para debilitar la concentración del maestro en el quehacer educativo, lo que iba haciendo más evidente la necesidad de un profesional de la educación dedicado exclusivamente a su misión.

En cuanto a la enseñanza universitaria, la ley fortaleció las escuelas profesionales y las funciones académicas casi no se diferenciaron de las docentes. Por varios reglamentos posteriores quedó claro que la actividad fundamental de las facultades era la docencia. Por ello, la Universidad vino a convertirse prácticamente en un conjunto de escuelas de carácter científico y técnico preparatorio para el ejercicio de las profesiones. Los estudios que no se referían directamente a una profesión determinada, fueron dejados de lado, causando el doble efecto de ir especializándose cada vez más y optimizando el nivel de profesionalización: paralelamente se fue perdiendo el sentido académico. Desde el punto de vista profesional la Universidad de Chile pasó a destacarse claramente en el concierto de las naciones latinoamericanas ganando un prestigio y reconocimiento hasta hoy recordado. Sin embargo, no se dejó totalmente de lado el cultivo de la ciencia, arte y las humanidades al determinarse recompensar para los profesores que crearan o tradujeran alguna obra de importancia y al continuar los concursos y premios para los mejores trabajos de cada facultad.

La ley conservó las cinco facultades tradicionales: Teología, Leyes y Ciencias Políticas, Medicina y Farmacia, Ciencias Físicas y Matemáticas y Filosofía, Humanidades y Bellas Artes.

Cada facultad se compondría de tres categorías de miembros: docentes, académicos y honorarios. De éstos sólo los académicos y docentes tendrían derecho a voto en los claustros universitarios. La ley determinó las atribuciones de las facultades, las cuales podían elegir sus miembros y empleados, determinar las pruebas literarias que se exigían a los que pretendieran enseñar en ella como profesores extraordinarios, nombrar las comisiones que vigilarían la marcha de los establecimientos públicos, examinar los textos y trabajos científicos que se presentasen, emitir los informes que el Presidente de la República o el Consejo le solicitaren y entregar al Consejo una memoria anual de los trabajos de la facultad, etcétera.

En esta ley se hizo efectiva la consideración del Rector, del Secretario General y de los decanos como empleados superiores de la administración pública, de acuerdo al Art. 82, inciso 10 de la Constitución.

La Facultad de Filosofía, vio aumentadas sus obligaciones al agregársele la sección de Bellas Artes pasando a llamarse Facultad de Filosofía, Humanidades y Bellas Artes. Con una escuela profesional dentro de ella quedaba abierta la posibilidad de extenderse en el campo de lo docente y amparar otras escuelas: la próxima sería el Instituto Pedagógico.

Respecto a los grados académicos, la ley permitió que cualquier individuo pudiera seguir el curso que quisiese y rendir el examen respectivo; pero para graduarse de licenciado se requería estar en posesión, previamente, del grado de bachiller de la misma facultad. El grado de bachiller en filosofía y humanidades era, por lo demás, indispensable no sólo para obtener el de licenciado en la misma facultad, sino también en la de Leyes y Medicina.

Es necesario destacar que la ley establecía otras disposiciones que trajeron claros beneficios a la educación superior. El Rector y el Consejo fueron investidos de atribuciones administrativas mucho más amplias que las que le otorgaba la ley de 1842, al poder elegir y controlar al personal bajo su servicio consiguiendo así una mayor estabilidad. A las facultades se les invistió de autonomía docente, al permitírseles seleccionar al magisterio de acuerdo a la mayor eficiencia, trayendo como consecuencia lógica el mejoramiento de la enseñanza. Además dispuso que los profesores de instrucción superior dispondrían de "completa libertad, para exponer sus opiniones o doctrinas acerca del ramo que enseñaren". Había pues, un claro interés en ir dando autonomía a la Universidad, aunque en lo económico, todavía quedó restringida y siempre sujeta a los vaivenes de la política contingente.