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Fuentes Bibliográficas
Capítulo VI: Crisis y reforma, 1920-1931.
1. Problema educacional y presión social sobre la Universidad.

En los primeros años del siglo XX, la elite ilustrada criticó con dureza al sistema político heredado de la guerra civil. A pesar de la fuerte inversión de los gobiernos durante el período parlamentario en educación, existía un ambiente de frustración por los altos índices de analfabetismo que aún había en el país y se pedía una mayor injerencia del Estado en la difusión de la enseñanza. Fruto de esta inquietud fue la aprobación de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria en 1920.

La idea de que la finalidad última de la educación era la eficiencia social, se había venido imponiendo paulatinamente. Quien la postulaba, Darío Salas, la entendía como la igualdad de oportunidades para todos a recibir educación, como un derecho inalienable de la persona humana. Implicaba también que la educación habilitara al individuo para la participación en la vida democrática, así como la preparación para el trabajo.

Al mismo tiempo, el considerar la educación como necesidad social, como un instrumento para surgir y como elemento de eficiencia para cualquier trabajo, se unía a los ideales democráticos que iban exigiendo una participación consciente del continente ciudadano. De aquí, la necesidad que la educación fuera universal, obligatoria, dirigida y costeada por el Estado.

En 1917, Darío Salas publicó su libro El Problema Nacional, donde analizó el analfabetismo y sus consecuencias para el desarrollo nacional. Estimaba que sin una base de conocimientos generales igual para todos los ciudadanos, no se podía pensar en un desarrollo democrático de la sociedad, pues "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" era sólo "una ilusión, una frase y hasta una mentira". "Pretendemos -decía- ser una democracia y dejamos que la desigualdad de cultura perpetúe las diferencias de clase, mantenga en la condición de siervos o de parias a una fracción nada pequeña de la sociedad y condene a una parte de ésta, aún más considerable, a no vivir sino es con sujeción a normas de vida inferiores y a no aprovechar el placer sino es en sus aspectos defectuosos y groseros. Queremos la paz social, pero la hacemos descansar, no en la solidaridad de todos, sino exclusivamente en la solidaridad de los sectores bajos. Queremos enriquecernos como nación y parecemos no comprender que nuestro porvenir económico se liga al dominio que el trabajador adquiere de las artes elementales, base de toda preparación técnica adecuada; se olvida que las faenas industriales exigen hoy no sólo de brazos, sino brazos con cerebro...".

El libro de Salas puso de nuevo en la discusión pública la obligatoriedad de la enseñanza primaria, ansiada aspiración de educadores y de hombres públicos comprometidos con una visión dinámica y futurista de la sociedad. Desde 1900, fecha en que Pedro Bannen había preparado un primer proyecto, debieron pasar todavía veinte años para que, con la ayuda de la prensa, parlamentarios radicales y de las asociaciones y sociedades de profesores reunidas en un Comité Pro Educación Primaria Obligatoria, cuyo presidente era Darío Salas, se dictara la ley en agosto de 1920. Ésta venía a reemplazar la Ley Orgánica de 1860, redactada por Manuel Montt y que en lo fundamental estableció la obligatoriedad de los padres y guardadores de dar educación primaria a los menores a su cuidado y la continuidad del sistema educativo, al determinar que bastaba el certificado de sexto año primario para ingresar a la segunda enseñanza.

El crecimiento que venía experimentando la educación desde comienzos de siglo, estimulado por una fuerte inversión fiscal en instrucción primaria, se vería acelerado por esta ley. Como consecuencia se produjo una reacción en cadena que hizo que los egresados de la educación primaria ejercieran una fuerte presión sobre la educación secundaria y luego sobre la universitaria. El aumento desmesurado de la enseñanza media, tanto fiscal como particular, posibilitó una extraordinaria alza de postulantes a la Universidad. Los liceos acomodaron sus planes de estudio a las exigencias universitarias, como si tuvieran una sola finalidad: ser antesala de la educación superior. Los colegios de segunda enseñanza se multiplicaron, no pudiendo la Universidad controlar la situación. La educación secundaria había ido desvirtuando su verdadera misión, esto es la formación general básica, para transformarse en el camino obligado hacia la Universidad, una manera segura de ascenso en la escala social.

La Universidad sintió así la presión de una masa que deseaba ser ilustrada, con miras a constituirse en el grupo dirigente de la vida nacional. La educación técnica y manual no lograba tener relevancia en la apreciación de los chilenos y por el contrario, era constantemente opacada y despreciada.

Al ponerse en vigencia la ley de 1879, la matrícula universitaria ascendía a 711 alumnos, distribuidos de la siguiente forma: Leyes, 319; Medicina, 212; Matemáticas, 53; Farmacia, 68; y Bellas Artes (dibujo natural, pintura y escultura), 59. Con excepción de los cursos de matemáticas, el incremento de los alumnos de las diferentes escuelas universitarias fue constante, y a los pocos años comenzó a generar problemas de espacio en los improvisados edificios de la Corporación. En los tres primeros años de aplicación de la ley, la matrícula fue de 817 estudiantes en 1880, 829 en 1881 y 901 en 1882. Estos datos no contemplan la pequeña cantidad de alumnos que cursaban estudios de ingeniería y leyes en los liceos de provincia.

La matrícula aumentó con la creación del Instituto Pedagógico en 1889. Así, en 1901, sin considerar Bellas Artes, 398 seguían estudios legales, 123 Matemáticas, 192 Medicina, 54 Farmacia, 79 Dentística, 55 Obstetricia, y 155 aguardaban titularse de profesores, total: 1.056 alumnos.

Especialmente notable fue el auge de matrículas en este último centro de estudios: partió con 31 alumnos en 1890 y diez años más tarde registraba 210 alumnos; en 1917 la cifra ascendía a 586. La mayoría de ellos eran mujeres, transformándose el Instituto en la primera instancia de ingreso femenino masivo a la educación superior. Así, de los 1.098 estudiantes que asistían en 1921 al Instituto Pedagógico, más de la mitad eran mujeres. Este aumento llegó a perjudicar la enseñanza, porque las salas no daban abasto.

La Escuela de Medicina casi cuadruplicó su matrícula en un lapso de diez años (1909-1919), mientras el presupuesto sólo creció levemente. El decano Gregorio Amunátegui, señaló al Consejo que a la estrechez económica se sumaba el alza de los artículos farmacéuticos y de laboratorio, debido a la guerra. Como solución y ante la incapacidad física de continuar recibiendo más alumnos, propuso limitar el ingreso a primer año, reservando algunas plazas para estudiantes extranjeros. Años más tarde, en 1926, la facultad acordó aceptar a sólo cien estudiantes para primer año.

En la Escuela Dental, dependiente entonces de la Facultad de Medicina, la situación era parecida. Entre los años 1907 y 1916, la matrícula se duplicó, limitándose el ingreso a partir de 1921. En la Escuela de Farmacia, en sólo cuatro años, la matrícula creció de 152 alumnos en 1916 a 330 en 1920. Era imprescindible dotarla de un nuevo local. Mientras tanto, para aliviar la situación, se restringió la matrícula de oyentes. La carencia de espacio obligaba a los profesores a dictar sus cátedras en lugares apartados como el Instituto Pedagógico, la Escuela de Medicina y el Instituto de Higiene.

En la Escuela de Derecho el número de alumnos también aumentó continuamente, a pesar de la existencia de los cursos que se impartían fuera de la capital. Así, en 1908 llegaba a 466 y en 1918 era de 821.

La única facultad que escapaba a este panorama general era la de Ciencias Físicas y Matemáticas. Las causas del exiguo incremento de alumnos que se interesaban por continuar los cursos de ingeniería, especialmente el de ingeniería de minas, eran variadas. Entre ellas estaba -como hemos indicado- la competencia de ingenieros extranjeros a quienes se prefería en desmedro de los formados en nuestro país y los cursos de provincias. Para mejorar la situación la facultad buscó reformar los estudios tratando de hacer más práctica la enseñanza.

En la última década de aplicación del Estatuto, el aporte de la Universidad en la formación de profesionales se reflejó en estas cifras: entre los años 1920 y 1929, se graduaron anualmente un promedio de 94 abogados, 72 médicos, 48 dentistas y 16 ingenieros, que aún eran insuficientes tomando en cuenta el crecimiento de la población. En todo caso, la matrícula universitaria continuaba aumentando, para llegar en 1931 a cerca de 5 mil estudiantes.

El crecimiento inorgánico de la matrícula universitaria llevaba en sí el germen de la crisis. La disciplina estudiantil se fue relajando y la calidad profesional bajó. La inquietud de los jóvenes, con fuertes visos de violencia, irrumpió en las aulas, dificultando seriamente el desarrollo de la vida universitaria.

Sin embargo, este clima de agitación no era característica exclusiva del estudiantado nacional. Desde 1918, las universidades latinoamericanas venían recibiendo la influencia del sistema de cogobierno, que se había instaurado en la Universidad de Córdoba, Argentina. Este fermento de renovación se había afianzado con todas las ideas político-sociales contemporáneas.