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Fuentes Bibliográficas
Capítulo VI: Crisis y reforma, 1920-1931.
3. La búsqueda de la estabilidad.

En abril de 1927, con Carlos Ibáñez en el poder, el ministro de Instrucción Pública Aquiles Vergara anunció al Consejo que en uso de facultades extraordinarias había decidido dar a la Universidad una nueva organización. El rector Claudio Matte y los consejeros coincidían en la necesidad de realizar reformas, las que se gestaban desde hacía varios años, pero no estuvieron de acuerdo con el procedimiento discrecional que a su juicio lesionaba la dignidad de la Corporación. Como consecuencia, el Rector decidió presentar su renuncia. En la prensa se divulgó la noticia del abandono de su cargo y de las renuncias del Secretario General, Ricardo Montaner Bello y del Decano de la Facultad de Filosofía, Julio Montebruno. Días después les siguieron otros consejeros.

Para comprender cabalmente las reformas que se abrían paso, es necesario señalar que hasta ese momento, la educación chilena no llegaba a constituir un sistema orgánico. La educación superior y secundaria estaba bajo la tuición del Consejo de Instrucción Pública con sede en la Universidad; los institutos comerciales y, hasta 1924, los liceos de niñas, estaban súper vigilados por el Ministerio de Instrucción; los colegios técnicos e industriales bajo el amparo del Ministerio de Industrias y Obras Públicas y, en fin, la enseñanza primaria era relativamente independiente al estar regida por un Inspector General y un Consejo autónomo, presidido por el Ministro de Instrucción, de acuerdo a la ley de 1920.

Como hemos visto la idea de una Superintendencia para toda la educación había quedado establecida en la Constitución de 1833 y ratificada en la de 1925, y aun cuando al comienzo se concentró todo en la Universidad, con el tiempo se había venido disgregando. De aquí que el gobierno de Ibáñez tratara de dar cumplimiento a este precepto constitucional, enmarcado dentro de una reforma total del sistema, para lograr la coherencia de que hasta ese momento había adolecido.

De esta forma, el 19 de abril de 1927 se creó la Superintendencia de Educación Nacional y ocho Direcciones Generales. Estas direcciones tendrían a su cargo la educación pedagógica secundaria, comercial, primaria, agrícola, industrial, musical y de bellas artes. Ellas estarían dotadas de las mismas facultades y deberes que había tenido hasta ese momento el Rector de la Universidad, el Consejo y el Ministro de Educación.

Al implementarse esta reforma la Superintendencia apareció como un órgano extremadamente burocrático y en contra de la unidad que se quería conseguir, y que incluso dividiría más el sistema. En todo caso, no tuvo tiempo de consolidarse y probar sus virtudes, pues rápidamente fue desechada por un nuevo Ministro Interino, que vino a reemplazar a Vergara Vicuña.

José Santos Salas derogó los decretos anteriores y propuso un nuevo plan y reorganización del sistema educacional, designando una segunda comisión para que formulara el proyecto.

Este proyecto dio origen al DFL 7.500, que antes de ser sancionado, fue modificado y revisado por una tercera comisión nombrada por el nuevo Ministro Juan Eduardo Barrios. El decreto promulgado el 10 de diciembre de 1927 entró en vigencia en 1928, por ello se le conoce como la Reforma de 1928. Su importancia radica en que propuso la creación de institutos de investigación desinteresada. Para cumplir con esta norma fueron fundados cinco de estos organismos -suprimidos después por el Ministro Pablo Ramírez- y consultó por primera vez en un título especial la extensión universitaria, que junto a los Institutos constituirían los pilares de la renovación universitaria iniciada después de 1931. Además el decreto contempló normas para la designación y remoción del personal y separó la enseñanza secundaria de la esfera de la Universidad.

Un nuevo gabinete a cargo esta vez de Pablo Ramírez, echó por tierra tanto el DFL 7.500 como el Reglamento General de Educación Secundaria de 20 de junio de 1928, intentando establecer una nueva reforma.

Los decretos reorganizadores se sucedieron unos a otros sin lograr una estabilidad definitiva. Sin embargo, uno de ellos perduró: aquel que puso fin a la Facultad de Teología, determinando que sus miembros pasaran a formar parte, como académicos, de la Facultad de Filosofía, y que no fueran reemplazados. No se consideró en esta oportunidad, a la espera de un proyecto especial, la forma en que la Universidad velaría por la enseñanza que se impartía en las otras cuatro universidades existentes: Universidad Católica de Chile, Universidad de Concepción, Universidad Católica de Valparaíso y Universidad Técnica Federico Santa María. Este problema sería considerado en el Estatuto Orgánico de 1931.

Finalmente y como última etapa en las reformas educacionales emprendidas en 1929, se entró también a legislar sobre un nuevo proyecto de Estatuto para la Universidad de Chile que, en definitiva, reformaría toda la enseñanza superior, obra del ministro de Educación Mariano Navarrete. Para él, era fundamental que la autoridad limitara la actividad política dentro de la Universidad, que definiera la situación económica y estableciera los límites de la autonomía, que considerara el pensamiento del alumnado y prestara atención a su bienestar social y que, por último, la propia casa de estudios superiores se manifestara respecto a las condiciones administrativas y técnicas y a las posibilidades de cambio en los métodos de enseñanza y en las proyecciones de la investigación científica.

En marzo de 1929 el Ministro solicitó al rector interino de la Universidad, Javier Castro Oliveira, dispusiera que el Consejo Universitario estudiara un proyecto de Estatuto Orgánico. Éste se entregó con carácter de urgente apenas dieciocho días más tarde, a objeto de solicitar su inmediata aprobación para convertirlo en ley antes del día 7 de abril, fecha en que expiraban las facultades extraordinarias. Pero el ministro no sólo deseaba un nuevo Estatuto, sino que además quería participar, y prácticamente dirigir su redacción final y, por ello, debió postergarse su presentación al Congreso. Pasaron varios meses, en los cuales el ministro mantuvo una serie de sesiones de trabajo con los rectores de la Universidad de Chile, Javier Castro Oliveira, de la Universidad Católica, Monseñor Carlos Casanueva y de la Universidad de Concepción, Enrique Molina. Sólo en noviembre de 1929 se promulgó el DFL correspondiente al nuevo Estatuto, previo un nuevo acuerdo del Congreso que posibilitó la ley que autorizaba al Ejecutivo para poner fin a la Reforma de 1928.

En general, con las nuevas disposiciones se mantenía el principio de que las normas directivas de la enseñanza superior estaban entregadas a la Universidad de Chile. Ésta pasaba a ser, en cierta medida, autónoma y a gozar de personalidad jurídica. Al frente de ella se encontraba el Rector investido de toda autoridad para administrar con independencia los haberes propios de la Corporación.

Para la Universidad de Chile -de acuerdo al ministro Navarrete- la dictación de la ley significaba el goce de una autonomía amplia, pero sin desmedro para el Estado, único protector de ella; la facultad irrestricta de crear, reorganizar y suprimir escuelas, institutos y facultades; el deber de ocuparse del bienestar físico, espiritual y social de los estudiantes; el derecho de los alumnos -reconocido oficialmente- de hacer oír su voz en el seno de sus facultades anunciando las futuras comisiones de docencia; la creación de cursos libres y de postgrado; la formación del patrimonio universitario y el establecimiento de asociaciones estudiantiles sobre bases razonables. En resumen, "la aprobación del nuevo Estatuto Orgánico dejaba en manos de las autoridades universitarias, sin necesidad de otras prescripciones o de cambiar las contempladas, todos los medios que fueran adecuados para modernizar la Universidad de Chile y hacer de ella el centro de todas las actividades nacionales".

Sin embargo, pasaron los meses y la Universidad parecía no reaccionar ante las nuevas posibilidades que la ley le había entregado. El ministro Navarrete, que consideraba fundamental lograr un verdadero progreso de la educación superior, veía que algunos problemas lo impedían y que ni siquiera estaban en vías de ser superados. Uno de aquellos problemas afectaba a la esencia misma de los estudios superiores, al carecer éstos de objetivos prácticos y de una finalidad y orientación activa.

En realidad, la reforma había encontrado a las facultades, y en general a toda la Universidad, desprovistas de un estudio serio y en un estado de indecisión que hacía imposible el cumplimiento de los postulados de ésta. Así, la reforma no logró cumplir sus objetivos y por el contrario, el descontento fue creciendo y a la situación académica propiamente tal se sumó la actitud crítica de los alumnos. A fines de julio de 1930 estaban en plena agitación y exigían del Gobierno una nueva reforma y un nuevo sentido a la autonomía y participación universitaria.

El ambiente permanente de reforma distaba aún de terminar y así el año académico 1930 se inició bajo las disposiciones del nuevo estatuto universitario, pero buscando, estudiando y discutiendo los posibles nuevos cambios.

En una extensa nota enviada a la Universidad en abril de 1930, el ministro propuso algunas posibles modificaciones, entre ellas, la disminución de los años de estudio de ciertas carreras. Criticaba también al cuerpo universitario de no percatarse de los verdaderos alcances y espíritu de la reforma, argumentando que a su juicio, "los miembros de las diversas facultades tenían interés en mantener el estado de cosas existentes, pues no dieron oído al clamor público que pedía una reforma inmediata de la enseñanza superior".

El desarrollo de los acontecimientos políticos y la presión ejercida por quienes, a diferencia del ministro, pensaban que en vez de nuevas disposiciones se debía volver a la situación creada por la reforma de 1928, llevó a la salida del Secretario de Estado y además, a la suspensión de toda innovación educacional, excepto algunas disposiciones correspondientes a la enseñanza normal.

Con todo, estas aspiraciones se vieron postergadas debido a la compleja situación política y económica por la que atravesó el país por estos años y que concluyó con la caída del primer gobierno de Ibáñez. La Gran Depresión provocó la paralización de importantes actividades económicas, que derivaron en restricciones a una serie de obras sociales que eran parte de la sustentación del Gobierno. Precisamente, la suspensión del crédito externo y el menor precio pagado en los mercados internacionales por el salitre y el cobre, que en ese momento representaban el mayor porcentaje de las exportaciones chilenas, fueron factores que agravaron la crítica situación política. A ello se sumó el aumento de los índices de cesantía como efecto de las alteraciones de la actividad productiva interna.

A partir de julio de 1930, los estudiantes universitarios canalizaron sus protestas y movimientos en la exigencia de reformas a los planes y métodos de enseñanza. Julio Barrenechea, desde el Centro de Estudiantes de Derecho, propuso la creación de una Confederación de Estudiantes Chilenos cuya finalidad sería elevar el nivel cultural de los futuros profesionales para llegar a ocupar con eficiencia el papel que les correspondía, como fuerza viva, dentro de la sociedad.

En agosto, la agitación estudiantil asumió caracteres realmente agresivos y los jóvenes salieron a la calle exigiendo libertad de opinión. A consecuencia de ello, el Gobierno intentó restablecer el orden y relegó a algunos, amenazando con cancelar la matrícula a aquellos que no quisieran reincorporarse a clases. De este modo, el movimiento se diluyó temporalmente, para resurgir con renovadas fuerzas un año más tarde. Entretanto, el Gobierno, como forma de tranquilizar la fuerte inquietud estudiantil promulgó la Ley N° 280 de 20 de mayo de 1931, que fijó el Estatuto Orgánico de la Universidad de Chile.