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Fuentes Bibliográficas
Segunda parte.
Capítulo V. Chile considerado bajo el punto de vista político.

Hemos considerado a Chile como simple región geográfica y procurado trazar en un cuadro reducido su situación, su forma, las desigualdades de su suelo y la naturaleza del clima que éstas determinan, sus ríos y producciones principales en los tres reinos de la naturaleza. Examinémoslo al presente como dominio de la humanidad. Veamos a qué pueblo ha cabido en parte, cuál es el carácter de los hombres que lo componen; por qué lazos están reunidos para formar también una de esas grandes asociaciones que se llaman naciones; lo que esta nación hace por el progreso de las ciencias, de la industria y de las artes, y cuáles son sus relaciones de amistad y comercio con el resto de los países civilizados.

Según el último censo hecho por orden del Gobierno, en el mes de abril de 1854, la población de Chile, sin comprender en ella los indios, cuya enumeración no se ha podido hacer jamás sino aproximativamente, llegaba a la cifra de 1.439.120 almas. En este número, el elemento extranjero no entra sino por 19.669; todo el resto de los habitantes pertenece a la raza europea nacida en Chile y a los criollos que son el resultado del cruzamiento de los indios con los españoles. Esta última sección compone casi la totalidad de la población de la Repúblicas(51).

En Chile no hay negros. Valparaíso, en sus relaciones marítimas con todas las naciones del mundo, era la ciudad que los tenía exclusivamente, y no contaba sino 90 en 1842. Al presente, Madagascar y Guinea no son representados sino por 31 individuos que, reunidos a algunos negros viejos nacidos en Chile y a un número muy reducido de verdaderos mulatos, recuerdan la raza africana(52).

Por mucho que sea el trabajo empleado en el perfeccionamiento estadístico del último censo, ha sido imposible asignar a cada grupo un número fijo de individuos.

No se ha conocido jamás con exactitud la cifra de los habitantes indígenas. La movilidad extraordinaria de los indios, en tiempo de guerra, los ha multiplicado siempre hasta el infinito a los ojos de sus enemigos. El temor que inspiraba su nombre hacía que, contando sus hordas guerreras, no se informasen si la que tenían delante era o no la misma que, la víspera, había destruido un villorrio lejano; si la que habían percibido por la mañana al oriente como un enjambre bajando la cordillera no era la misma que, algunas horas después, lanzaba alaridos en el occidente. Según los datos que tomamos de las cartas y documentos del conde de Superunda, gobernador de la colonia chilena hacia la mitad del siglo último, los indios contaban 150.000 individuos. Si este cálculo aproximativo merece algún crédito, puede juzgarse de su disminución por el censo hecho, por indicación de sus propios jefes, en 1843; porque el número de araucanos no excedía entonces de 15.000. Conociendo el carácter de los indios y la costumbre que tienen de exagerar sus fuerzas, para preservarse de las invasiones, estoy propenso a creer que en 1843 su número no era aun tan grande. Al presente debe ser menos todavía, por motivo de la asimilación, de sus guerras intestinas continuas y de la proximidad de los hombres civilizados, cuya presencia es siempre tan funesta al hombre de la naturaleza, en los países templados(53).

La raza de los araucanos tiene mucha analogía con la de los moros, cuyo tipo se conserva aun en Andalucía, de donde la mayor parte de los chilenos europeos traen su origen. Los araucanos tienen facciones trazadas con delicadeza, la nariz fina, a veces aguileña, los ojos negros y rasgados, la boca bien proporcionada, los cabellos negros y de un largo notable; sus pies y manos llaman la atención por su pequeñez y su color general es más bien el del hombre del sur de Europa fuertemente tostado que amarillo, rojo o bronceado. Las diferencias bien marcadas que encuentro en la comparación de estas dos razas, son que los araucanos tienen los pómulos más prominentes, los cabellos más gruesos y muy poca barba; es cierto también que tienen la costumbre de arrancarse la que sale encima del labio superior y en la barba.

Estas diferencias desaparecen en gran parte, por la mezcla de las razas en la primera generación, y en la segunda la asimilación parece completa. Así el viajero que conoce el sur de la España, nota en Chile, en el criollo, además del aspecto general de la raza europea, el carácter y aun los defectos del lenguaje andaluz. No debe parecer asombroso que no se haya podido, en el último censo, establecer una línea de separación entre el europeo nacido en Chile y el criollo. No quedaban, además, entre nosotros, cuando se estableció la paz con la madre patria, sino muy pocos españoles nacidos en España. Al presente aun, comprendiendo la reciente inmigración española, no se cuentan en todo el país sino 915 peninsulares.

Así, hecha la sustracción del número de extranjeros que es de 19.669, como lo hemos indicado, quedaría, para la raza europea nacida en Chile y para la raza mixta 1.419.451 habitantes. En cuanto a la cifra de los araucanos que han conservado la pureza de su raza, se puede fijarles en 10.000. Dejo sin mención los habitantes de los archipiélagos de Chonos y Guaitecas, cuyo número es tan pequeño y tan difícil de avaluar que no se puede arriesgar ni aun una presunción a este respecto. Lo mismo sucede con los fueguinos. Los patagones que viven en las cercanías de la colonia chilena de Magallanes han sido calculados, por uno de los gobernadores de esta colonia, el señor de la Rivera, en la cifra de 750.

Formamos pues con estos datos, que datan del mes de abril de 1854, el siguiente cuadro de la población total de Chile, dividida por nacionalidades.

RAZAS ---- HOMBRES MUJERES TOTAL
Extranjeros Europeos
5.816
1.407
7.223
Asiáticos
93
3
96
Africanos
27
10
37
Oceánicos
35
2
37
Extranjeros de los Estados Unidos(*)
631
41
695
Americanos del sur
7.817
3.764
11.581
Nacionales De origen mixto y españoles nacidos en Chile
698.513
720.938
1.419.154
Araucanos
inciertos
10.000
Total general
1.449.120

No teniendo conocimiento alguno de la extensión general del territorio, nos es imposible indicar en qué proporción se encuentra la población por cada legua cuadrada.

La provincia de Santiago, donde está situada la capital de la República, tiene, según Pissis, una superficie de 24.016 kilómetros cuadrados, de los cuales 10.150 están ocupados por las cordilleras(54). Su población llega a 272.499 habitantes, lo que daría una proporción de 11 habitantes y más de un tercio por kilómetro. Pero es la provincia más poblada de Chile y la que ofrece también más terrenos accesibles a los trabajos agrícolas.

Nos es igualmente vedado avanzar, por la ausencia de un censo preexistente, observaciones sobre el movimiento de la población y la proporción anual de su aumento. Limitemos pues nuestras indicaciones a los únicos datos comprobados que poseemos(55).

He aquí el orden de nuestra población por categoría de edad:

Hasta 7 años: 294.727, o en cifras netas 20%

De 7 a 15 años: 312.083, o en cifras netas 21%

De 15 a 25 años: 292.650, o en cifras netas 20%

De 25 a 50 años: 417.744, o en cifras netas 29%

De 50 a 80 años: 116.275, o en cifras netas 8%

De 80 a 130 años: 5.641, o en cifras netas 0,39%

Según el sabio estadista moderno, M.A.M. de Jonnes, los niños hasta 15 años cumplidos forman solamente el tercio de las poblaciones sin aumento notable, y constituyen más de la mitad en las otras. La población de Francia, que, bajo el aspecto del aumento, es la penúltima de todas las de Europa, no es por esta edad sino de uno sobre 3, 20. En Chile los individuos hasta la edad de 15 años componen cerca de 42% de la población mientras que en Inglaterra y en el país de Gales los habitantes de menos de 20 años no figuraban en 1841 en el número total sino por 46% poco más o menos.

La población viril comprendida entre 15 y 50 años compone en Chile cerca de la mitad del total general, porque llega a 49,3 por ciento, mientras que en las islas británicas la de 15 a 60 excede apenas la mitad del total de sus habitantes; de modo que Chile tendría, en rigorosa proporción, casi tantos individuos de 15 a 50 años como las islas británicas de 15 a 60(56).

La proporción de las personas casadas es menor que la que se observa en muchas poblaciones europeas, porque no es sino de 27,6% .

La mujer chilena se casa muy joven. No es raro encontrar entre nosotros mujeres de 31 años que son abuelas y distribuyen al mismo tiempo sus caricias entre sus recién nacidos y los hijos de sus hijas.

Su fecundidad es no solo precoz; continúa, término medio, hasta la edad de 38 años en las ciudades y hasta 40 años en los campos. Es un hecho muy común ver a una madre hacer sentar doce hijos a su mesa, sin contar que algunas veces ha perdido muchos por muerte o por partos fuera de tiempo. Los hijos educados en las ciudades principales no son una carga sino para los padres indigentes o para aquellos que no poseyendo sino una modesta fortuna, son obligados sin embargo, por consideración por sus lazos de familia, a sostener un rango muy dispendioso para sus recursos. Los que son educados en las aldeas y en los campos de las provincias centrales comienzan desde muy temprano a prestar servicios útiles a sus parientes y en las provincias meridionales son considerados como una verdadera riqueza. En efecto, mientras más los habitantes de las islas de Chiloé tienen hijos de más de 7 años, más medios tienen para poner al alcance del comercio los productos de la explotación de bosques. El padre permanece en el bosque, donde se ocupa de la fabricación de tablas, mientras que el resto de la familia, pequeños y grandes, hombres y mujeres, se encarga de transportarlas, a través de los precipicios, hasta el punto donde deben ser cargadas y expedidas. El traje de los hombres se compone de una simple camisa, de un paletó y de un calzón de paño tosco; el de las mujeres, de una camisa, de un zayalejo y de un chal de lana ordinaria. Los habitantes de esta parte del país tienen la mayor facilidad para subvenir a su subsistencia, y, lo mismo que en Valdivia, los primeros gastos que causa el matrimonio no son un inconveniente para su realización condicional en las clases bajas, que constituyen al menos los dos tercios de la población. Basta que un hombre prometa a su novia casarse con ella cuando tenga los medios de hacerlo, para que sea su esposo de hecho; la joven permanece en casa de sus padres, toma el nombre de patrona, palabra que puede traducirse por novia, y, tarde o temprano, estas alianzas singulares, que no indican una civilización muy avanzada pero que son consagradas por el uso, reciben la sanción de las leyes y de la iglesia. He aquí la razón que explica el aumento sin ejemplo de la población de las islas del archipiélago de Ancud.

La longevidad parece comprobada en Chile. En una tan reducida masa de hombres es sin duda digno de notarse que se encuentren 5.641 entre 80 y 134 años.

Sólo después del censo de 1853 fue cuando las autoridades de las provincias comenzaron a ser más exigentes en el cumplimiento de las leyes que prescriben la remesa periódica de los actos de matrimonios, de nacimientos y fallecidos; he aquí porque, no pudiendo disponer de un número suficiente de documentos para establecer hechos exactos sobre el movimiento de la población, preferimos no decir nada, más bien que deducir consecuencias de hechos aislados y mal comprobados que no pueden conducirnos sino a resultados inaceptables(57).

Uno se pregunta naturalmente, cómo puede suceder que un país tan favorecido por la naturaleza, dotado de tantos medios de subsistencia y no estando expuesto a ninguna de esas enfermedades endémicas que son la plaga de la Europa en las Indias occidentales, tenga una población tan mezquina después de una existencia de más de tres siglos. La razón, sin embargo, es muy sencilla.

Nuestras relaciones íntimas con la Europa no datan sino de la época de nuestra independencia. Explorada en 1535 por Almagro, y adquirida, después para la corona de España por el conquistador Pedro de Valdivia, Chile fue considerado por los reyes católicos más bien como un puesto militar que como una colonia que pudiese dar a la metrópoli los beneficios que obtenía del Perú y México. La población no era atraída por el cebo del oro, el que despoblando la España la hizo descuidar las verdaderas fuentes de sus riquezas y fue la causa de su decadencia. Las glorias militares, unidas al deseo de adquirir méritos para llegar a puestos más elevados, eran las solas ventajas que se iban a buscar allí.

Los araucanos opusieron a los españoles una resistencia sin ejemplo en la historia de las conquistas del mundo. Las ciudades no bien se fundaban eran destruidas, y no volvían a fundarse de nuevo sino para verse otra vez destruidas por el arrojo proverbial de esas hordas patrióticas e independientes. Una colonia cuyo establecimiento fue marcado por una guerra sin tregua que duró 101 años sin interrumpirse, y que después de un momento de descanso, fue emprendida otra vez con furor y continuada durante otros 80 años, podía sólo tener atractivos para los hombres belicosos, que deseaban granjearse un nombre por las armas. La población pues, lejos de aumentarse por el elemento extranjero rechazado por la guerra, tendía más bien a exterminarse. Sólo en el año 1722, época en que la paz fue sólidamente establecida, comenzó a respirar la colonia; pero el recuerdo de sus antiguos desastres, cantados(*) por los primeros poetas del siglo, continuó influyendo en el ánimo de los emigrantes, y aun al presente la primera pregunta de aquellos a quienes se impele a ir a Chile, es saber si las tierras que se les ofrecen están lejos del alcance de los indios. Aquí están las causas principales de la reducida población de este país; los demás motivos deben buscarse y encontrarse en el sistema colonial adoptado por la madre patria(58).

Basta recordar la severidad de las leyes dictadas para impedir el contacto de los extranjeros con la colonia; los chilenos no podían negociar con España sino por la mediación de compañías privilegiadas; les era prohibido entregarse a industria alguna cuyos productos pudiesen ser importados de la península, y los gobernadores de Chile tenían orden de tratar como enemigos a todos los buques extranjeros que navegasen sin un permiso especial en los mares de la América, aun cuando perteneciesen a naciones aliadas.

La guerra, los impuestos exhorbitantes y mal distribuidos, la industria, en parte trabada y en parte anulada, el comercio monopolizado, las relaciones con los extranjeros excluidas, la educación viciosa y no llegando jamás a las masas, la venta aun de libros sagrados prohibida bajo penas severas, a menos que no fuesen aprobados por el Consejo de Indias, he aquí las verdaderas razones de la falta de población que se observa en Chile. Se podrían añadir otras que posteriores a la época de nuestra emancipación política traen su origen de la ignorancia en geografía de la mayor parte de los europeos que están dispuestos a partir para el nuevo mundo. En el número de estas últimas causas figuran las revoluciones constantes a las que se han entregado las demás naciones contemporáneas nacidas de la antigua América española. La fama de los tesoros del Perú y México ha asimilado la idea de la América española a estas dos desgraciadas repúblicas, y como no se recibe en Europa sino la noticia de sus trastornos y desastres, se deduce naturalmente, a juicio de los europeos, que las naciones de origen español no ofrecen las garantías que exigen el pacífico labrador y el apacible artesano para dejar el país que los ha visto nacer. Así, a pesar del orden constante que ha reinado en Chile, no obstante la sabiduría de sus instituciones y los generosos esfuerzos de los gobiernos para atraer a este país la emigración extranjera, sólo al presente comienza la República a llamar, de un modo favorable, la atención de la Europa emigrante.

En 1813 se convenía en fijar en 980.000 el número de sus habitantes; tal vez ascendería a un millón. Sobre este puñado de hombres es dónde deben fijarse las miradas para saber lo que eran y para apreciar el progreso de la población y del espíritu humano en este país aislado y lejano.

Los chilenos europeos y mixtos que existían en Chile antes de 1810 no eran en su mayor parte más que verdaderos campesinos, muy pacíficos, de conocimientos muy limitados, viviendo en un bienestar mediocre, y no conociendo ninguna de las necesidades que engendra el lujo y el bienestar material de que gozan los europeos. No se hacía mención alguna de la educación popular y la de las gentes acomodadas era tan secundaria que he visto a muchos respetables padres de familia oponerse al adelanto de la instrucción en sus hijos, porque siendo ricos, decía, no tenían necesidad de ser instruidos(*).

Felices en su ignorancia y tributando a su religión y a su rey un respeto sin límites, el mundo para ellos no eran más que las vicerreyecías de las Indias, la España y Roma; no se acordaban del resto de los países civilizados sino para compadecerlos o despreciarlos. Así, cuando la caída de Fernando VII de España, los chilenos se apresuraron a formarse un gobierno para conservárselo mejor a la corona de Castilla en este momento de crisis; pero habiendo permanecido por un momento abandonados a sí mismos, a consecuencia de este exceso de lealtad, vieron el estado en que se encontraban y aquel a que podían pretender. No siendo mi objeto describir la historia de su ruptura con la madre patria, me basta decir que después de una guerra encarnizada de 16 años, el pabellón español fue arrojado de su último baluarte en 1826.

El chileno está dotado de un espíritu más bien reflexivo que brillante, salvo algunas excepciones; le gusta pensar antes de responder, y se deja raras veces sorprender o arrastrar por las ideas deslumbradoras cuyo alcance o conveniencia no puede apreciar. Tiene medios del todo especiales para aprender las artes y oficios. El estudio de las ciencias comienza sólo al presente a ejercer su influencia en sus disposiciones naturales y el deseo de instruirse se infiltra de más en más en todas las clases de la sociedad. Por esto se ve que su carácter debió experimentar grandes cambios después de la época de su emancipación política; pero la mayor parte de sus rasgos principales se conservan aún en todo su estado de pureza. Los españoles llevaron a Chile la constancia, el espíritu caballeresco, el amor a la patria, el valor y el carácter alegre, acomodaticio y hospitalario, que han tomado tan gran desarrollo por su contacto con esas mismas virtudes tan profundamente arraigadas en el corazón de los araucanos. Ningún viajero, por exagerado e ingrato que sea en la relación de su viaje en Chile, donde todo extranjero es tan generalmente bien recibido, no ha puesto en duda esta verdad. Lo que ha dado lugar a los juicios temerarios emitidos sobre el carácter chileno por algunos viajeros irreflexivos, no ha sido la falta de estas virtudes, que constituyen por sí solas el más bello adorno de mis compatriotas, sino su exceso. El conato que algunas familias respetables han puesto para recibir a los extranjeros llegados a Chile y colmarlos con muestras de su benevolencia, ha sido interpretado por algunos viajeros sin corazón y sin conciencia como un acto de una familiaridad escandalosa. El exceso de amor por su patria hace olvidar muchas veces al chileno la razón y las consideraciones; no soportará jamás con sangre fría comparaciones desfavorables a su país, y esta afección sin límites es la que le hace a veces rechazar como verdaderas futilezas ciertas industrias extranjeras que servirían para mejorar su condición material. Su valor, hecho proverbial, es el que da la convicción de su propia fuerza; pero la resistencia le vuelve feroz y ávido de matanza en el campo de batalla. Una vez lanzado en él, es difícil contenerlo, y la historia de los combates que los chilenos han dado desgraciadamente entre sí presenta a veces el horroroso ejemplo de la destrucción de la mitad de los combatientes.

La generosidad chilena se muestra en todo, menos en los negocios comerciales. Un chileno botará mil pesos por satisfacer un capricho que no vale ciento, y tardará mucho en aventurar ciento en un negocio que puede producirle mil, sobre todo si el término del éxito de la empresa pasa de un año. Esta singular disposición de carácter explica suficientemente la no iniciación de los chilenos en una multitud de empresas que, no obstante sus ganancias probables, y aún podría decirse seguras, son miradas todavía como quimeras porque su realización es más tardía. He aquí por qué la creación de bosques artificiales cerca de las grandes ciudades y la multiplicación tan fácil como lucrativa de las viñas, de los olivos y de los almendros, así como la de las moreras para los trabajos de la sericicultura, no son aun del resorte sino de un pequeño número de agricultores. Lo mismo sucede con la introducción y mejora de las razas de animales domésticos. La timidez del chileno, o más bien su desconfianza en el resultado favorable de las nuevas operaciones mercantiles e industriales, es tal, que no se dedicará sino con una gran dificultad a una especulación que no haya sido ensayada antes por otro. Estos son los rasgos salientes del carácter de los hombres; en cuanto a las mujeres, sobre las que la naturaleza ha distribuido todas las perfecciones materiales, pueden disputar en todas partes la corona de excelente madre y fiel esposa. Jamás una mujer chilena, cualquiera que sea su rango, no envía a educar a sus hijos lejos de su vista y se ve a cada instante señoras que renuncian a la sociedad de las que ellas forman el más bello adorno, y abandonan los atractivos de las ciudades, de la comodidad y del lujo en los que han sido educadas, para vivir un gran número de años en el rincón solitario de algún campo lejano a fin de conservar a sus hijos un bienestar de que ellas no se atreven a gozar.

El espíritu de orden y sensatez predomina en Chile en todas las clases de la sociedad, y este mismo espíritu, unido al amor a la libertad es el que se refleja en las instituciones políticas del país.

Al mismo tiempo que combatían por su independencia, los chilenos hacían esfuerzos asombrosos por crear una forma de gobierno que correspondiese a las necesidades del país y a las exigencias de su ilustración; y sólo después de un largo trabajo de indecisiones y ensayos vinieron a proclamar el único gobierno apto para seducir el corazón del hombre que acaba de combatir y vencer por su libertad: la República. Esta transición tan violenta no hallándose basada en ningún apoyo preexistente y chocando en cierto modo con las costumbres de los nuevos republicanos, era tanto más peligrosa, cuanto que las antiguas leyes, aún vigentes, no podían ser amoldadas al nuevo sistema. Ya las discusiones demagógicas, las aspiraciones al mando supremo, las intrigas, los actos arbitrarios, la desmoralización misma, comenzaban a hacer sentir su funesta influencia, cuando la Constitución de 1833 vino a poner término a los sacudimientos políticos que estaban a punto de precipitar el nuevo estado en el abismo que él mismo se había cavado.

Esta constitución, objeto de tantos elogios de parte de ilustres escritores, tiene sin duda sus defectos; pero a su sabiduría general y al respeto que inspira es a lo que debe Chile su tranquilidad y sus progresos. En su pacto fundamental, conservado religiosamente en toda su pureza hasta el presente, el pueblo chileno adoptó la forma de gobierno representativo y popular, declarando al Estado uno e indivisible, y a la nación la única depositaria del poder soberano. Sólo ella tiene el derecho de elegir temporalmente los dos grandes poderes que constituyen el eje sobre que rueda toda nuestra máquina social: el Congreso Nacional y el Presidente de la República. De este centro de acción, cuyos deberes están expresamente prescritos, nacen las leyes, los reglamentos, los nombramientos de los funcionarios públicos, sus derechos y sus deberes. No hay funcionario alguno, ni aun el Presidente, que no esté sujeto al castigo, si pasa los límites de sus atribuciones, aun cuando hubiera sido obligado a hacerlo por circunstancias excepcionales.

Además de estas garantías, los chilenos al dictar su pacto social, supieron reservarse muchas otras, de las que consignaremos aquí las más importantes: la abolición de la esclavitud, la de las clases privilegiadas, la igualdad ante la ley, la inviolabilidad del domicilio, y la de la correspondencia epistolar y la libertad de la prensa sin censura previa. Ninguna contribución puede ser impuesta sino por el mismo Congreso y nadie es obligado a vender su propiedad, a menos que el Congreso no declare por una ley que este sacrificio es necesario a la utilidad pública y aun en este caso el propietario debe ser legalmente indemnizado. Ningún ciudadano podrá ser arrestado sino por una autoridad que tuviese el derecho de hacerlo y en virtud de una orden escrita excepto en los casos de delito infraganti. El arrestado no puede permanecer en prisión más de 48 horas sin que se le haga saber el motivo de su detención. Ninguna especie de arresto secreto podría impedir al magistrado encargado de la vigilancia de la prisión de acudir al llamado del prisionero, de oírlo y trasmitir al juez la copia de la orden de arresto. La creación de tribunales especiales, por cualquier causa que sea, está excluida. Nadie puede ser obligado a prestar juramento en su propia causa. La aplicación de la tortura está prohibida. El derecho de exigir que el juez observe las formas legales, y el que tiene el acusado de hacerlo castigar, cuando excede los límites de sus atribuciones, están consagrados.

Tal es la estimación que se da a la Constitución y sus garantías que se han decretado expresamente que en caso de duda sobre la interpretación de uno o muchos de sus artículos, ninguna autoridad sino la del Congreso tiene el derecho de explicar su espíritu. Por lo que respecta a las reformas que podrían juzgarse necesarias introducir en este pacto sagrado, es preciso que las dos terceras partes del Congreso estén acordes para exigirlas, y, en este caso, el Congreso que ha hecho la petición no es el que las opera, sino otro convocado especialmente para el caso.

Tres poderes principales conocidos bajo los nombres de poder Legislativo, Ejecutivo y judicial, ejercen la soberanía en nombre de la nación. Sus funciones son bien definidas y su independencia es efectiva.

El poder legislativo es de incumbencia de un Congreso Nacional compuesto de dos cámaras, cuyos miembros, elegidos por los departamentos por medio del sufragio directo, a razón de uno por cada fracción de 10 a 12 mil habitantes, se renuevan en su totalidad cada tres años y la de Senadores, compuesta de veinte miembros elegidos por la masa general de la nación y que no se renuevan sino por terceras partes al fin del mismo período. Estas dos cámaras conjuntamente con el Presidente de la República, son los únicos órganos de la formación de las leyes. Cada una de estas tres entidades políticas tiene la iniciativa de ellas; pero el veto o derecho de rechazarlas es del resorte exclusivo de las cámaras. Luego que la ley está sancionada, al Presidente toca velar por su ejecución y dictar reglamentos para facilitarla.

Además de la redacción de las leyes, el Congreso ejerce otras atribuciones que le son exclusivas, y las principales son: fijar los gastos anuales de la administración y aprobarlo o reprobar la cuenta que el poder Ejecutivo debe darle de ellas; suprimir o establecer contribuciones, pero sólo por el tiempo de 18 meses; contratar empréstitos, señalando los fondos con los cuales deben ser reembolsados; suspender temporalmente el imperio de la ley, concediendo al Presidente facultades extraordinarias; dar o rehusar su adhesión a las declaraciones de guerra propuestas por el Presidente; permitir la introducción de tropas extranjeras en el territorio de la República; fijar el número de la fuerza armada; crear nuevos empleos públicos; suprimir otros, y conceder amnistías, pensiones, honores, etcétera.

El Presidente de la República, jefe supremo de la nación y de la administración, ejerce el poder ejecutivo con la ayuda del Ministerio y del Consejo de Estado. Su nombramiento es colectivo, como el de senadores y la duración de sus funciones es de cinco años; pero puede ser reelegido por segunda vez. Hasta el presente el Ministerio no está compuesto sino de cuatro grandes departamentos; el del Interior y Relaciones Exteriores, cuyo titular es al mismo tiempo jefe del gabinete; el de justicia, Culto e Instrucción Pública; el de Guerra y Marina y el de Hacienda. El Consejo de Estado, que siempre es presidido por el jefe supremo de la nación, se compone de cuatro ministros de Estado, de dos miembros de los tribunales de Justicia, de un dignatario eclesiástico, de un jefe de la marina o del ejército, de un empleado superior de las oficinas de hacienda, de dos ex ministros de Estado o miembros del cuerpo diplomático y de dos ex intendentes de provincia, ex gobernadores de departamento o ex miembros de municipalidad. Este cuerpo, respetable como su mismo nombre lo indica, discute las proposiciones y las leyes que deben someterse al Congreso, y asiste con sus consejos al Presidente para secundarle en sus medidas administrativas; pero sus procederes, como los de los ministros, están sujetos a una severa garantía. Ninguna orden del Presidente debe ser ejecutada si no es firmada por el ministro del departamento respectivo y cada ministro es responsable personalmente de los actos que ha firmado en particular, e in solidum con sus colegas de todas las medidas que han tomado en común. Cuando los dictámenes del Consejo de Estado no se avienen con las leyes, o que son mal intencionados, los miembros de este consejo están sometidos como los ministros, a la acusación y al castigo.

He aquí las atribuciones principales del poder Ejecutivo: contribuir a la formación de las leyes, sancionarlas y promulgarlas, dictando los decretos reglamentarios y orgánicos necesarios para facilitar su ejecución, convocar el Congreso a sesiones extraordinarias, y prorrogar hasta cincuenta días las sesiones ordinarias; nombrar los miembros de los tribunales de justicia, arzobispos, obispos y otros dignatarios del clero; ejercer el patronato de las iglesias, de los beneficios y personas eclesiásticas, dar el pare a los decretos conciliares, bulas pontificias, etc., o rehusarlo; conceder indultos particulares; declarar la guerra, si el Congreso Nacional lo aprueba; poner en estado de sitio uno o muchos puntos del territorio, y velar por la observación de las leyes y reglamentos en toda la República. Además de estas atribuciones principales del poder ejecutivo colectivo, el jefe del Estado tiene el derecho de nombrar y destituir a voluntad a los ministros y consejeros de Estado, los agentes diplomáticos, los intendentes y gobernadores; tiene la distribución y disposición de las fuerzas de tierra y mar y conduce las relaciones políticas y diplomáticas con las potencias extranjeras.

Para facilitar la acción administrativa, el territorio de la República se ha dividido en 15 grandes secciones: 13 que se llaman provincias y 2 conocidas bajo el nombre de territorio de Colonización. Cada provincia está dividida en departamentos cuyo número total llega a 51; éstos, a su turno se dividen en subdelegaciones, y las subdelegaciones en inspectorías.

El gobierno de cada provincia para todos los ramos de la administración, reside en un Intendente, que, elegido por el Presidente, es su agente natural e inmediato en la provincia.

Cada departamento es regido por un gobernador, nombrado igualmente por el Presidente y subordinado al Intendente de la provincia respectiva.

Las subdelegaciones están a cargo de los subdelegados, a la elección del gobernador, y las inspectorías de que se compone cada subdelegación están bajo las órdenes de inspectores nombrados por el subdelegado.

Las débiles atribuciones judiciales de que está investida cada una de estas dos últimas autoridades administrativas, serán designadas cuando hablemos del poder judicial.

He aquí el cuadro de la división política de Chile tal como existía a fines de 1856.

PROVINCIAS
DEPARTAMENTOS
SUBDELEGACIONES
INSPECTORÍAS
POBLACIÓN
Atacama Copiapó
15
56
50690
Caldera
2
8
Vallenar
10
34
Freirina
7
22
Coquimbo Serena
18
69
110.589
Elqui
10
40
Ovalle
20
120
Combarbalá
6
24
Illapel
9
52
Aconcagua Petorca
16
84
111.504
Ligua
5
23
Putaendo
4
36
Santa Rosa de los Andes
8
69
San Felipe
7
61
Santiago Santiago
. . .
. . .
272.499
Victoria
16
64
Melipilla
5
43
Rancagua
19
63
Valparaíso Ferro-Carril
1
3
116.043
Casablanca
6
3
Valparaíso
11
42
Quillota
10
64
Juan Fernández
1
1
Colchagua Caupolicán
9
32
192.704
Curicó
15
48
San Fernando
9
40
Talca Lontué
4
14
79.439
Talca
19
85
Maule Linares
7
44
156.245
Parral
5
21
Constitución
3
11
Itata
8
42
Cauquenes
10
38
Ñuble San Carlos
6
29
110.589
Chillán
29
85
Concepción Lautaro
3
33
110.291
Puchacay
6
30
Rere
5
33
Coelemu
9
53
Talcahuano
4
15
Concepción
6
29
Arauco Arauco
3
20
43.466
Nacimiento
2
14
Laja
15
75
Valdivia Valdivia
6
24
29.293
Unión
8
21
Osorno
4
13
Territorio de Colonización Llanquihue
2
13
3.826
Chiloé Ancud
4
34
61.586
Castro
3
40
Quinchao
1
23
Carelmapu
2
36
Colonia de Magallanes Magallanes
-
-
153

Lo que hace en todo 13 provincias, dos colonias y 51 departamentos, comprendiendo una población de 1.439.120 habitantes, sin contar los indios. La jurisdicción marítima, que vigila sobre la policía de los mares de la República, sobre la matrícula de los marinos, sobre los intereses financieros y sobre la defensa de las costas, comprende bajo el nombre de departamento marítimo, todo el litoral chileno del océano Pacífico. Esta gran sección territorial, anexa al Ministerio de Marina, se divide en tantas gubernaturas cuantas provincias costeras hay y se encuentra bajo las órdenes inmediatas de un comandante general residente en Valparaíso que es la capital.

La jurisdicción aduanera dependiente del Ministerio de Hacienda, tiene también su división territorial, que importa dar a conocer. Comprende todos los puertos de la República y los principales pasos de los Andes. Los primeros se dividen en puertos mayores donde están situadas las aduanas que perciben los derechos; en puertos menores, donde no es permitido hacer otro comercio que el de los artículos declarados libres, y en puertos habilitados, donde sólo se pueden importar ciertos artículos designados por la ley. Los pasos de las cordilleras, que se designan bajo el nombre de puertos secos, se dividen igualmente en mayores, destinados al comercio de importación, de exportación y de tránsito, en menores y en habilitados, donde el tránsito es prohibido y el derecho de importar y exportar considerablemente restringido. Las aduanas de los puertos menores y habilitados están bajo la dependencia de las administraciones de los puertos mayores, en su territorio respectivo.

El cuadro siguiente da una idea del conjunto de la división aduanera de la República:

JURISDICCIÓN ADUANERA
Puertos marítimos
 
Puertos terrestres
Mayores
Menores
Habilitados que dependen de ellos
Mayores
Menores
Caldera, provincia de Atacama
  Barranquillas   S. Guillermito
  Paposo   Pulido
  Flamenco   Paipote
  Chañaral de las Ánimas    
      R. del Tránsito
  Pajonales    
Huasco Herradura    
  Peña Blanca    
  Chañaral    
       
Coquimbo, provincia del mismo nombre
  Totoralillo   Elqui
  Puerto Manso   Calderón
  Herradura de Coquimbo Tránsito Valle del Cura
  Tongoy   Yerbas Buenas
Valparaíso, provincias de Aconcagua y de Colchagua
  Zapallar    
  Juan Fernández    
  Pichidangue    
  Habas
Santa Rosa de los Andes, provincias Colchagua, de Santiago y de Aconcagua
Río Colorado
  Papudo Los Patos
  S. Antonio de las de Bodegas Portillos
  Íd. de Vichuquén Planchón
  Vilos    
  Algarrobo    
  Topocalma    
Constitución, provincias de Talca, de Maule y de Colchagua
  Tuman    
  Curanipe    
  Llico    
Talcahuano, provincias de Ñuble, de Concepción y Arauco
  Colcura    
  Carampangue    
  Tomé    
  Lota    
  Lirquén    
  Coronel    
  Penco    
Valdivia, provincia del mismo nombre
  Río Bueno    
Ancud, provincias de Chiloé y Llanquihue
  Castro    
  Puerto Montt    
  Chacao    
  San Miguel    

En cuanto al poder judicial, la facultad de juzgar las causas civiles y criminales reside exclusivamente en los tribunales establecidos por la ley, y aunque los miembros sean nombrados por el poder ejecutivo, ejercen sus funciones con la más completa independencia. El juez una vez nombrado no puede ser destituido sin motivo y sin una sentencia debidamente pronunciada por un tribunal competente; pero, en cambio, es personalmente responsable de sus actos, si falta a sus deberes: de este modo, el juez chileno tiene el derecho y la necesidad de ser justo. Para que la administración de justicia esté más al alcance del pueblo, los órganos del poder judicial están representados en cada provincia por juzgados de letras que deciden los asuntos contenciosos civiles, y a veces los negocios criminales. Las Cortes de Apelaciones, a las que se puede pedir recurso contra las sentencias expedidas por los jueces de letras, existen en número de tres. Los litigios que tienen relación con las personas o cosas que gozan de privilegios eclesiásticos, son decididos en primera instancia por el vicario general de la diócesis y en último por el metropolitano. En los que figuran personas que gozan de fuero militar, son juzgados tanto en materia civil como criminal, por el comandante general de armas, con tal que el crimen no sea contra la ordenanza militar, porque en este caso es llamado a conocer un consejo de guerra. Los litigios sobre las cuentas dadas por los administradores de los fondos públicos son llevados ante el tribunal de la Contaduría Mayor. Además de estos tribunales principales, la ley ha establecido otros para activar la decisión de los asuntos que exigen una pronta solución; tales son los tribunales de comercio; los juris, para los delitos de imprenta; los tribunales de Hacienda establecidos en todas las provincias para intervenir en las causas sobre rentas públicas; las Juntas de comisos, cuya misión es juzgar y castigar los fraudes cometidos contra las leyes y reglamentos de aduana; los jueces de minas encargados de arreglar las diferencias que pueden presentarse en este ramo de industria; los jueces de Caminos, distribuidos en cada departamento territorial para ventilar las cuestiones relativas a caminos públicos; los consejos de familias, tribunales domésticos compuestos de cinco miembros elegidos entre los principales parientes, los cuales deben oír las quejas de los hijos menores, cuando los padres les rehúsan el permiso de casarse; en fin, los municipales, que, a falta de juez de letras, deciden en cada departamento los asuntos cuyo valor no excede de 150 pesos; los subdelegados, encargados de pronunciar en aquellos que no excedan de esta suma y no bajen de 40 pesos; y los inspectores que conocen en todas las demás de menor valor. Sobre todas estas secciones del poder judicial se eleva la Corte Suprema, primera magistratura del Estado, y cuya alta misión es velar sobre todos los demás tribunales, decidir en los conflictos judiciales, en los recursos de nulidad o de fuerza y en las denegaciones de justicia. Este tribunal, compuesto de hombres tan respetables y honrados como instruidos, está igualmente investido de la superintendencia directiva, correccional y económica de los demás tribunales de la República. Tales son los órganos del poder judicial propiamente dicho. El Consejo de Estado asume también una pequeña parte de este poder; pero su jurisdicción es puramente administrativa; así es solo llamado a transar las cuestiones de patronato, a pronunciarse en los conflictos de la administración judicial, sobre las dificultades que pueden suscitarse en los contratos administrativos, sobre la legalidad o ilegalidad de las elecciones y sobre la oportunidad de admitir en acusación a tal o cual funcionario que hubiese faltado a su deber. Esta última prerrogativa es más bien reservada, y de un modo muy eficaz, a la Cámara de Diputados, que tiene también su jurisdicción parlamentaria, porque una vez concedida la autorización de continuar, esta misma es la que transfiere al acusado ante el Senado, cuyo juicio es discrecional y la sentencia irrevocable. Delante de este tribunal severo y respetable es donde deben comparecer, en caso de acusación, para ser juzgados, condenados o absueltos, los miembros de los tribunales superiores de justicia, los intendentes de las provincias, los generales, almirantes, los miembros de la comisión conservadora, los consejeros de Estado, los ministros y el mismo Presidente de la República en el primer año de haber cesado en sus funciones. Se encontrará la división judicial de la República en el cuadro que sigue:

Corte de Apelaciones
--
Provincias
Tribunales de los jueces letrados, civiles y criminales
Población
Corte Suprema
Serena
Atacama

3

161.279
Coquimbo

2

Santiago
Aconcagua

2

837.734
Valparaíso

2

Santiago

6

Colchagua

2

Talca

1

Chiloé

1

Llanquihue . . .
Magallanes . . .
Concepción
Maule

1

440.087
Ñuble

1

Concepción

1

Arauco

1

Valdivia

1

La sabiduría de nuestras instituciones políticas ha sido justamente apreciada por los más grandes hombres de estado de nuestra época. La libertad, la seguridad y la propiedad están garantidas por la independencia de tres grandes poderes y por la responsabilidad efectiva que pesa sobre cada uno de los miembros que están investidos de ellas. Sin embargo, como estas instituciones son obra de los hombres, tienen aún muchos defectos; pero no aquellos que se complacen en señalar, como por ejemplo, la intolerancia religiosa. Este es un error; la intolerancia religiosa no existe en Chile ni en la Constitución ni en el corazón de los chilenos. La libertad del ejercicio público de otro culto que no sea el de la religión católica es la que está prohibida, lo que es muy diverso, y perfectamente acorde con lo que hace la nación que el mundo llama ilustrada por excelencia, la Inglaterra(*). El Estado chileno paga los gastos del servicio católico, como el Estado inglés paga los del servicio protestante, con la diferencia que en Inglaterra se impone a los católicos una parte de los gastos de un culto que aborrecen, mientras que en Chile no se obliga a los protestantes a contribuir al sostén del culto que no respetan. Pero no es la tolerancia de las creencias religiosas lo que se excluye, sino la ostentación, el fasto de estas creencias. Los católicos acusan de intolerancia a la iglesia anglicana, porque no pueden pasear sus procesiones y las insignias de su culto en las calles de Londres; los protestantes se quejan de la intolerancia de la mayoría de los chilenos, porque no pueden erigir suntuosos monumentos públicos a su culto y tocar el repique de campanas. No es menos cierto, sin embargo, que la tolerancia posible existe en estos dos países.

 

¿Se quiere saber cuáles son las obligaciones impuestas, en Chile, al pequeño número de disidentes que existen en él, porque sobre cerca de un millón y medio de habitantes se cuentan apenas 5.000 disidentes? Respetar en público las creencias de una mayoría tan inmensa, y descubrirse y arrodillarse cada vez que encuentren el sacramento a su paso, como lo hacen todos los católicos. He aquí lo que se exige de ellos. Si los autores de discursos sobre tolerancia religiosa no se apartasen tantas veces del principio de equidad, tolera si quieres ser tolerado, las discusiones serían menos frecuentes, y la humanidad no perdería nada en ello.

Se puede citar como una prueba de la tolerancia chilena, la existencia de templos protestantes en Valparaíso, la única ciudad que pueda al presente necesitarlos.

Las dificultades que experimenta a veces la realización de los matrimonios mixtos no son un reproche dirigido a nuestra ley fundamental, sino a nuestras costumbres que no es posible reformar de una sola vez.

La relación de las autoridades religiosas con las laicas está determinada por la Constitución, porque el patronato es un hecho.

El antiguo almanaque, plagado de días festivos y medio festivos que reducían casi a la inacción a nuestra mezquina población, fue expurgado de ellos por el vicario apostólico Muzi, en 1824, cuando su residencia en Chile. El modesto y sabio canónigo Juan María Mastai, al presente Papa, era su secretario. Entre nosotros no se celebran otros días festivos que los domingos y aquellos que son rigorosamente de precepto. El número de estos últimos está reducido a doce. Aun las fiestas patronales de las ciudades que no cayeran en domingo, son postergadas para el domingo siguiente. La ley prohíbe entrar en la vida monástica antes de la edad de 25 años, y todas las órdenes religiosas de regulares están sometidas al gobernador de la diócesis respectiva.

La iglesia católica en Chile tiene al presente un arzobispo y tres obispos sufragantes; la extensión de su jurisdicción, el número y la distribución de las parroquias están consignadas en el siguiente cuadro:

Arzobispado
Obispado
Provincias y territorios
Parroquias
Población
de Santiago   Aconcagua
9
772.189
Santiago
26
Valparaíso
9
Colchagua
21
Talca
6
 
de La Serena
Atacama
3
161.279
Coquimbo
12
de Concepción
Maule
14
410.794
Nuble
3
Concepción
17
Arauco
6
de Ancud
Valdivia
4
94.858
Chiloé
10
Llanquihue
1
Magallanes
1
1
3
15
144
1.390.120

Teniendo en la mano la Constitución de 1833, querida y respetada del chileno, tanto como un hombre puede respetar y querer su propia obra, es como la República, marchando con paso lento, pero firme y continuo, al través del difícil sendero del progreso y las mejoras, ha llegado a tomar su lugar en el rango de las naciones civilizadas.

Se ha suscitado muchas veces la cuestión de si la existencia de las Repúblicas de Sudamérica puede ser de tan larga duración en vista de las desgraciadas convulsiones políticas que propenden a la destrucción de la mayor parte de ellas. Se cree aún que el estado próspero y tranquilo de que goza Chile no es más que un estado anormal, que, tarde o temprano, deberá asimilarse al que predomina en las demás naciones de origen español. Esta cuestión afecta muy directamente los intereses del comercio y de la emigración para que me sea permitido consagrar algunas líneas que combatan un error que el carácter reflexivo, moderado y eminentemente conservador de los chilenos y 24 años de tranquilidad y progreso deberían ya haber hecho desaparecer.

Para convencernos mejor de los débiles fundamentos en que reposan temores tan pueriles, echemos una mirada sobre la época más crítica que la República haya tenido que arrostrar desde 25 años acá. Contemos los elementos de destrucción acumulados contra ella y veamos cómo vinieron a estrellarse todos contra el poder invencible de nuestra ley fundamental apoyado en el espíritu de sensatez y amor al orden que han reinado siempre en la mayoría de la población chilena.

La vida de las repúblicas ofrece cada vez que se renuevan los períodos del Jefe del Estado momentos de crisis que comprometen muchas veces su propia existencia. En estos supremos instantes una lucha desesperada de pretensiones, intrigas y, a veces, de sangre se traba entre los partidarios del poder que toca a su término y los que aspiran a reinar a su vez. El año de 1850 era el designado por la ley para la elección del nuevo presidente; los aspirantes y sus afiliados debían concurrir a ella, y concurrieron en efecto. Tres partidos entraron en la lid.

La presidencia había sido ejercida durante 20 años por militares. Era pues natural que deseasen conservar un poder de que tan largo tiempo habían gozado. Por otra parte, el espíritu reaccionario, que, en los últimos tiempos, ha hecho temblar algunos tronos de la vieja Europa y que cuenta a veces entre sus más ardientes satélites el insensato socialismo, tenía también sus ecos en el lejano extremo de la América Meridional.

Estas dos entidades políticas y rivales eran mantenidas en jaque por el partido moderado, conocido en Chile bajo el nombre de partido conservador, el cual ni quería decidirse por los militares, a quienes no era afecto; ni por los reformadores violentos cuyas doctrinas lo asustaban. Los reformadores fueron quienes comenzaron el combate. Muy poco numerosos al principio para arrastrar la opinión del pueblo en la vía de las transiciones violentas, tuvieron la imprudencia de engrosar sus filas con descontentos, con pretendientes chasqueados y con la mayor parte de los desgraciados a quienes no había sonreído la fortuna. Por de pronto numerosas sociedades secretas, bajo nombres más o menos especiales de beneficencia pública comenzaron la propaganda reaccionaria en toda la extensión de la República. Éstas eran apoyadas por la Cámara de Diputados que les era casi del todo afecta. Los discursos fulminantes de sus miembros más exaltados fueron reproducidos y comentados por la prensa y esparcidos con la más gran profusión entre la clase obrera tan fácil de conmover en los momentos de crisis. Cualquiera que fuese, sin embargo, el poder de los reformadores, les faltaba un jefe que pudiera reunirlos en caso de necesidad; en vano fue que buscasen entre ellos un nombre ilustre que quisiese encargarse de tan gran responsabilidad. Pero se habían comprometido mucho para poder cejar; necesitaban un jefe aunque éste no fuese más que un fantasma del que se desprenderían fácilmente una vez que se hubiesen servido de él. Para obtenerlo, invocaron el poder militar, que les disgustaba tanto como a los conservadores. Contando con este apoyo los clubes se hicieron más atrevidos y recorrían las calles en procesiones amenazantes. La osadía de la prensa aumentó; luego no fue osadía sino insultos y provocaciones. Nunca producciones tan repugnantes mancharon una de las invenciones más bellas del espíritu humano: diatribas sangrientas, libelos difamatorios, crónicas escandalosas, pasquines incendiarios inundaban las ciudades y los campos. Todo fue puesto en conmoción. Los negocios fueron abandonados; no se ocupaban más que de la crisis próxima, y tal fue la fiebre demagógica que se comunicó a los corazones más tranquilos y bien puestos, y cada casa fue un palenque de discusiones políticas; el padre no participaba de las opiniones del hijo, y la madre pensaba de distinto modo que su esposo. El gobierno, mientras tanto, apoyado en la base inmutable de la Constitución, y fuerte con el prestigio que le daba la opinión de los hombres sensatos, sin interrumpir ninguno de los trabajos de mejora a los cuales se ha consagrado siempre con empeño, seguía con la vista los manejos de los enemigos del orden; pero, desgraciadamente, contando demasiado con la fidelidad de la fuerza armada, le confió puestos importantes sin sospechar que se entregaba a un cuerpo desmoralizado por nuevas doctrinas, y que iba a empañar su antigua gloria con la traición.

Tal era el estado en que se encontraba Chile cuando el triunfo electoral del candidato conservador vino a prender fuego a la mina formidable que debía derrumbar el edificio social y sepultar bajo sus escombros el bienestar y la felicidad del país. El furor se apoderó de los dos partidos vencidos. Se aborrecían mutuamente, pero proclamaron su alianza, porque su fin común era destruir completamente el poder de las autoridades legales. Los militares menos escrupulosos que el resto de los revolucionarios en la elección de los medios que debían ponerse en acción para conseguir su fin, llamaron en su auxilio los bárbaros del sur, y las lanzas a que tantas veces habían combatido por sostener la causa del orden y la civilización, se unieron a ellos para destruirla.

Después de arrojada la máscara, el combate electoral dio lugar a la más violenta insurrección. La sangre corrió al mismo tiempo en las provincias de Atacama, Coquimbo. Aconcagua, Valparaíso, Santiago, en Longomilla y en la colonia de Magallanes. Las instituciones, la propiedad y el orden eran las que se encontraban en combate con la desorganización y el pillaje. En todos los rincones de la República, el particular hacía espontáneamente frente al soldado, o se batía contra su hermano encarnizado por una funesta alucinación.

Jamás tantos elementos de destrucción se habían asociado para trastornar un Estado; pero en esta página funesta de nuestra historia es donde se ve lo que pueden el espíritu de orden, el patriotismo y el buen sentido cuando se coaligan a la ley para rechazar el genio de la insurrección, por poderoso y terrible que sea. La República, ha dicho uno de nuestros más grandes hombres de Estado(*), presentó entonces el solemne espectáculo de un poder constitucional en lucha contra una conflagración general, atacado al mismo tiempo por un ejército rebelde y numeroso, defendiéndose sin pasar los límites que la Constitución prescribe al poder, obedeciendo a las leyes y haciéndolas observar.

Dos distinguidos jurisconsultos cuyos talentos ha sabido apreciar el mundo civilizado, el señor Montt, que acababa de ser elegido presidente, y el señor Varas, su primer ministro, estaban encargados por la ley constitucional de hacer frente a la espantosa borrasca revolucionaria que oscurecía el horizonte político, y supieron responder a la confianza que la nación había puesto en ellos. El general Bulnes, que acabada de deponer el bastón presidencial, fue encargado de conducir al centro del enemigo tropas improvisadas, cuyo contingente principal fue suministrado por los honrados artesanos; y mientras que esta fracción preciosa de la sociedad se alejaba de las ciudades para ir a combatir la revolución, los hijos de las primeras familias, organizados voluntariamente en cuerpos de tropas, recorrían noche y día las calles para conservar el orden y proteger la propiedad urbana. El palacio presidencial se encontró atestado de todo lo que había en hombres respetables e ilustrados en Chile; ex presidentes, ex ministros servían de consejeros al jefe del Estado, y le prestaban su apoyo moral, mientras que la propiedad, la industria y el comercio le ofrecían sus personas y sus bienes.

No siendo mi objeto más que demostrar cuán poco deben temerse los trastornos en Chile, me bastará decir que la revolución fue sofocada en todos los puntos donde osó levantar su cabeza parricida y que para extinguir la anarquía, no tuvo necesidad de emplear más que una parte de los recursos que la misma Constitución asigna.

Tenemos que indicar algunos hechos notables que se efectuaron durante la época crítica que acabamos de bosquejar porque caracterizan más la nación.

En el momento del peligro, los rencores y rencillas de venganzas personales fueron olvidadas. Soldados retirados del servicio vinieron a ofrecer a la causa de la sociedad su brazo casi inválido; personas que no estaban dispuestas a favor del jefe del gobierno, se presentaron a él para traerles sus hijos, y una vez pasado el peligro, se les vio retirarse de nuevo a la vida privada, no reconciliados es cierto, pero contentos con haber cumplido con su deber(59).

El ministro del Interior respondiendo a las inculpaciones que se dirigían al gobierno por no haber decretado la supresión de los clubes desde el primer día de su instalación, pronunció estas notables palabras: "Toda traba puesta a la libertad individual debe ser plenamente justificada para poder aceptarla. Esas reuniones no habiendo aun sido calificadas por sus propios actos, hubieran podido, después de su destrucción, ser declaradas santas y dignas de toda protección como conducentes a elevar la condición del pueblo. Su supresión intempestiva no hubiera dejado satisfecha la conciencia pública".

En los momentos más críticos, el gobierno no perdió de vista lo que debía al crédito de que gozaba la República en el exterior, y a pesar de la enormidad de los gastos extraordinarios que estaba obligado a hacer, hizo embarcar para Inglaterra, con general admiración, fondos destinados al pago de los dividendos y amortización de nuestra deuda exterior.

En fin, la victoria de las instituciones no fue manchada ni por las confiscaciones, ni por el patíbulo; y si hemos tenido desgracias que deplorar en el campo de batalla, es porque el chileno, cualquiera que sea la causa que abraza, no sabe batirse sino para vencer o morir.

El modo como hemos salido de la ruda prueba a que estuvo expuesta la tranquilidad pública de Chile, es una garantía de más ofrecida al mundo civilizado, de la bondad de sus instituciones y del espíritu de orden que reina en la generalidad de su población. El ejemplo reciente de esa perturbación momentánea del reposo público ha hecho tomar nuevas medidas de precaución, asegurando más la tranquilidad futura, y ya se ve su feliz confirmación por el desarrollo del espíritu de asociación, la telegrafía eléctrica, los ferrocarriles y una multitud de otras empresas industriales que no se manifiestan nunca sino a la sombra de la estabilidad.

__________

Notas

51

El Censo de 1854 fue el primero efectuado y publicado completo para todo el país, con la excepción de los grupos indígenas que no se tomaron en cuenta. Censo general de la República de Chile levantado en Abril de 1854. Imprenta del Ferrocarril. Santiago, 1888. Fue éste, en realidad, el quinto intento nacional en este sentido; los anteriores, de los cuales se conocen fragmentos o versiones incompletas son de los años 1812-13, 1835 y 1843-44. Respecto al término criollo, fue usado con la acepción que el autor explica en el texto, pero más comúnmente significó, hijo de español nacido en América.
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52

Los últimos recuentos sobre la población negra de Chile no se realizaron usando los Censos sino Encuestas, de amplio contenido económico y social, que el gobierno efectuó a través de las Intendencias en diferentes años. Conocemos, parcialmente, los resultados de encuestas hechas en el departamento de La Serena en los años 1841 y 1870: allí vivían aún 12 negros en el primer año indicado y 8 en el segundo.

Véase, Manuel Concha, Crónica de La Serena. Desde su fundación harta nuestros días, 1549-1870. Universidad de Chile, 1979, pág. 203.
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53

osé Antonio Manso de Velasco, Conde de Superunda, después de ser gobernador de Chile fue designado virrey del Perú, cargo que desempeñó entre 1745 y 1761. Entonces ordenó realizar un Censo General de Chile, que recién lo pudo efectuar el gobernador Agustín de Jaúregui entre los años 1777-1778. Es a este recuento parcial y defectuoso al que se refiere el autor. En todo caso, tanto estas cantidades como las entregadas para 1843, nos parecen muy bajas. Por lo general estas cifras se estimaban de los datos que daban los mismos caciques a quienes les interesaba disminuir la población de sus tierras. A pesar de los brotes epidémicos, las crisis agrícolas, etc., la población indígena de araucanía se mantuvo durante mucho tiempo en una cantidad fluctuante alrededor de los 200.000 individuos.

Bajo la denominación de extranjeros de los Estados Unidos, comprendo aquellos que pertenecen a la Confederación norteamericana; bajo la de americanos del sur, los que pertenecen a las repúblicas de origen español.
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54

A. Pissis, hace esta estimación a propósito de la provincia de Valparaíso. Descripción de la provincia de Valparaíso, ya citada.
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55

No está claro si Pérez Rosales se refiere en este párrafo a la población de Santiago o de todo el país. Si es a la primera se equivoca, ya que existían datos para años anteriores, todo lo confiable que podían ser para esa época. Ver, por ejemplo. El Araucano, N° 15, del 25 de diciembre de 1830; N° 195, del 29 de abril de 1836 y N° del 28 de mayo de 1841.
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56

El autor no repara, al hacer sus estimaciones, en el enorme subregistro de población joven que contenían los recuentos de esa época en el país. Sin duda, trata de presentar un cuadro de la población chilena parecido al que tenía Inglaterra, el país más industrializado de la época, y que se encontraba en una etapa de transición demográfica, es decir, absolutamente opuesta a la nacional.
Esa resistencia, ese valor indomable de los araucanos fue lo que inspiró a uno de los primeros conquistadores españoles de entonces, al valiente capitán don Alonso de Ercilla, el célebre poema La Araucana tan conocido y afamado en el mundo literario (N. del T.).
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57

Consúltese nota N° 6.
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58

En este punto y en los párrafos siguientes, Pérez Rosales sigue las opiniones más ortodoxas de la historiografía liberal de la época, opiniones que más tarde fueron transformadas por los mejores historiadores de esta misma tendencia, como Diego Barros Arana. De hecho, ninguna de las razones que el autor esgrime para explicar un relativamente bajo crecimiento de la población chilena hasta esos años es válido.
Esto se aviene perfectamente con el proverbio español: Plata te dé Dios, hijo, que el saber poco te vale

*Véase Nota (a).

El ex ministro del Interior don Antonio Varas.

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59

El autor alude a la Revolución de 1851, de complejo origen político y regional, pero cuya causa visible inmediata fue la no aceptación, por parte de provincias como Coquimbo y Concepción, del triunfo electoral que obtuviera en junio de ese año Manuel Montt, como candidato a la presidencia de la República. Quizás a Vicente Pérez Rosales le pareció oportuno referirse a esta lucha civil por el revuelo que causó en la prensa de los Estados Unidos y de Europa, donde se dijo que probablemente era el fin de la paz interna y organización que Chile tenía hasta esa fecha, contrastando con la mayoría de las otras repúblicas latinoamericanas.
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