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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo X.

Vicuña Mackenna se sentía en su elemento en las jornadas revolucionarias, que lo solicitaban con la doble seducción del peligro y de la ofrenda. Sacrificar la vida por un ideal grande. Entregarlo todo a las luchas de la libertad, ¿cabía mayor incentivo para aquel adolescente que sólo anhelaba darse entero en un hermoso gesto romántico? La rebeldía fué el signo de su juventud.

Su rol era de primera fila en las conjuras de esos días turbulentos. «Agente de todos ellos, -escribe Galdames en su magnífica obra sobre el grande hombre (56)- con los más delicados hilos de la trama en sus manos, iba y venía Vicuña Mackenna sin reposo». «La combatividad del animoso niño no sólo procedía de su temperamento; en ella entraban a la vez las sugestiones de la hora que el país estaba viviendo y de sus lecturas preferidas... Hubo más aún; al sentimiento estético se unía la pasión por lo heróico y lo abnegado, por el desprendimiento de sí mismo ante la causa de la patria, ante la revolución y las ideas regeneradoras».

Vicuña se movía con actividad dinámica, participando en los preparativos del estallido revolucionario que los acontecimientos últimos y la decidida política intervencionista del Presidente Bulnes hacía inevitable. Las medidas de represión habían encendido la chispa, pues, como dice en su libro sobre el 20 de Abril, «las medidas autoritarias son, cuando agita a un país profunda conmoción moral o política, maduro pábulo arrojado a la hoguera, porque de su misma sustancia se nutre la llama devoradora que se ha creído extinguir con el hálito de un soplo o con el peso de un madero».

La oposición comenzó a disciplinar sus filas. Había que buscar un candidato de tendencias liberales y surgió el general José María de la Cruz, intendente de Concepción y deudo del Presidente de la República. Cruz era un jefe de prestigio que ponía su buena voluntad y su espada al servicio de la revolución en ciernes. El gobierno cometió el error de llamarlo a Santiago, a tiempo que las autoridades de todo el país recibían instrucciones severas sobre el proceso electoral, que no sería en suma sino burda mascarada política, acaso como un anticipo de aquélla otra siniestra y dramática comedia que en 1874 arrebató el triunfo a Vicuña Mackenna en campaña memorable en que casi toda la nación reconoció filas bajo sus banderas.

Ante la intervención oficialista en favor de la candidatura Montt, los dirigentes opositores comenzaron a preparar en la sombra un golpe revolucionario.

Montt era sin duda una personalidad interesante. Vicuña Mackenna, que sufriría de su futuro gobierno las más duras persecuciones, lo reconoció así, años más tarde, trazando una silueta plena de noble serenidad en su `Historia del 20 de Abril. Lo llama en ella «hombre superior, frío, reflexivo y singularmente correcto». «No se conoce en la historia del país-escribe -una vida más pareja, más lógica, más consecuente consigo misma, al punto de que un riel de acero bastaría para unir sus dos más remotas extremidades-la cuna y el sepulcro Tranquilo, taciturno, de una moral austera, inquebrantable, rodeado del prestigio de una alta probidad personal, pero obstinado, doctrinario, intransigente con sus enemigos e inaccesible en la vida pública a las emanaciones que son la luz y la ternura del alma, esta gran consejera de las naturalezas elegidas, don Manuel Montt, aún en la edad temprana que entonces alzanzara, asemejábase a esas rocas que" nacen a flor de agua en mares procelosos, siempre helada, siempre silenciosa, siempre in mutable, y por lo mismo destinada a vivir rodeada de naufragios». Vicuña encontraba «que en el tejido de acero de esa naturaleza robusta, han existido latentes los gérmenes de las virtudes y defectos de una organización inquebrantable. Don Manuel Montt, tomado en su conjunto y en todas las fases de la historia que él llenara con su nombre, ha sido en medio de las vaivenes de nuestra organización política, lo que en su patria fue Guillermo el Silencioso». No se dirá que Vicuña Mackenna no sabía elevar la historia a la altura de un superior sacerdocio.

Llevada a su último término, en medio de la más sigilosa discreción, la conjura tuvo por principales caudillos al coronel don Pedro Alcántara Urriola, de varonil y romántica prestancia; a José Miguel Carrera, digno hijo del prócer, llamado a morir en hora de juventud como aquél, y al enérgico y probo don Pedro Ugarte, hombre de inflexible severidad moral que había arrojado la toga de juez a trueque de no torcer su vara de justicia. «Plantado a escuadra como un gladiador celta, -describe Vicuña, a Urriola- sobre el nivel de su erguida cabeza, compartido con las proporciones de una verdadera belleza muscular, sin ser alto ni expuesto a fea obesidad, ágil, de apostura en que la dignidad campeaba con la gracia, y con un rostro ovalado, lleno, risueño, mostrando perfilados y albos dientes naturales, con una profusa cabellera tan negra como el ébano y animado todo su conjunto por grandes ojos ingenuos».

Urriola y Ugarte elaboraron su plan con los demás caudillos de la oposición, sin que las autoridades llegaran a darse cuenta. Y en la madrugada del 20 de Abril de 1851, vestido el bizarro coronel con el uniforme de las grandes paradas de armas, fue a presidir aquélla que vería sus últimos minutos, poniéndose a la cabeza del regimiento Valdivia, levantado por sus amigos. Dirigiéronse las fuerzas rebeldes a la plaza de Armas y allí, en espera del regimiento Chacabuco, su jefe dejó pasar las horas en, estéril y fatal inacción. El Chacabuco no se plegó a Urriola y el soplo de lo que estaba ocurriendo llegó rápidamente a la Moneda. No tardaron en congregarse allí los ministros de Estado y el candidato oficial, rodeando todos al Presidente, quien en persona, montando su caballo de gala, organizó la resistencia desde la plazuela de palacio.

Francisco Bilbao, Manuel Recabarren y Eusebio Lillo corrieron a incorporarse a las filas, «verdaderos adalides de la juventud y de la batalla de las ideas». Vicuña Mackenna cumpliendo un encargo del jefe militar fué a caer en manos de traidores, como luego ha de verse. ¿Y los igualitarios? Dispersos, cubiertos con la capa del miedo, sujetándose a las cómodas cadenas que nunca pensaron seriamente en sacudir los más de ellos, no eran más que las densas y silenciosas filas de árboles que Vicuña contara en la Alameda santiagueña: ¿Y el pueblo? Tampoco los proletarios oirían el llamado. Vicuña dijo con razón: «Al hombre del taller faltábale la cohesión de la idea, el fuego del convencimiento, la razón de su sacrificio, porque aquellos hombres que se veían eternamente supeditados por una clase superior y oligárquica, no se daban cuenta de los intereses a cuyo nombre esa misma clase explotadora les pedía ahora su vida»(57). ¿No es este un lenguaje de recia lógica socialista? ¿No muestra hasta qué punto interpretaba Vicuña Mackenna el alma de su pueblo?

Las fuerzas revolucionarias y las del gobierno se batieron en el corazón de la ciudad; frente al cuartel de artillería, cuyo asalto se intentó demasiado tarde. Y tras de reñido combate en que los pililos de Santiago hacían de animados y casi neutrales espectadores, las tropas rebeldes, a cuya cabeza sé había colocado el coronel Arteaga en sustitución de Urriola, fueron batidas. Las calles quedaron sembradas de cuerpos humanos y el propio coronel Urriola cayó herido de muerte, agitando tal vez su espada como postrer saludo a la causa liberal que tampoco tardaría mucho en ser vencida en los campos del Sur. La sorpresa del primer momento, que debió ser una victoria, fue la derrota de la inacción y de la excesiva confianza. Y es que es difícil destruir el poder cuando está eregido más que sobre bayonetas en la falta de ideas y de convicciones firmes en los hombres que soportan tiranía (58). Cuando en nuestra vida hablan los intereses y el pancismo llena modestas y burocráticas aspiraciones ¿se puede tener ánimo para ofrendar la vida al ideal y fe para estar cierto del triunfo? El triunfo es siempre de los inteligentemente fuertes, pero ni la fortaleza ni la inteligencia pueden hacerse triunfo cuando no tienen campo en qué operar. Es como cuando una voz de supremas elocuencias clama en el desierto.

 

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Notas

56

Luis Galdames: La Juventud de Vicuña Mackenna, Cap. VI.
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57

Vicuña Mackenna, obra citada.
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58

Dice Vicuña Mackenna: «La gran fuerza de los gobiernos, en países como el nuestro, no son las bayonetas que éstas basta a veces un capitán animoso para volverlas contra el pecho de los que las sustentan: la fuerza verdadera de los despotismos es la ausencia total de ideas, la extenuación de ese vigor múltiple que hace crecer, renovarse, renacer, fortificarse y aún volver a nacer los principios cuando han sido muertos o anonadados por la fuerza brutal, al calor fundente de los intereses armónicos, que amalgama la voluntad de las masas, como el combustible funde en el mismo crisol los más variados componentes». (Historia de la Jornada. del 20 de Abril de 1851).
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