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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XII.

Derrota y sobre derrota nuevos ímpetus, un constante renacer del espíritu, un varonil sobreponerse a las fatigas y a las malandanzas, como, más tarde, a la incomprensión y a la envidia mordaz. Tal era Vicuña. En su vida alienta un signo eterno de juventud, marcando rudo contraste con su siglo, en que todo se subordinaba a la vejez, a la gravedad, a la circunspección. (Mirad si no un retrato de abuelo joven y advertid como se disfrazaban los razgos adolescentes con barbas, patillas y luengos bigotes. Los hombres de entonces miraban con prevención la juventud y para marchar por el camino del éxito era preciso mimetizarse de viejo).

Con el tratado de Purapel comenzaba para Vicuña y los suyos una era de persecuciones que en definitiva sólo había de cerrarse diez años más tarde. Eran las puertas del ostracismo, de un doble ostracismo que mereciera historia especial y en el cual acabó de forjarse su carácter.

El joven revolucionario se instaló en la hacienda de Tabolango. «Eran los primeros días de Enero de 1852, escribe. La sangrienta revolución del año precedente acababa de terminar. Mi padre, joven entonces, y mi hermano mayor acababan de volver de Loncómilla a aquel sitio de paz y amor después de las batallas del odio. Mi próximo hermano y yo mismo regresábamos de las libradas en el norte. Eramos un padre y tres hijos, o más bien, éramos cuatro hermanos, y todos habíamos escapado ilesos del deber cumplido y del plomo traicionero, pero no de las venganzas políticas, más pesadas y tenaces que el metal de las balas» (67).

Diez meses pasó allí, al amparo del techo paterno, en esa grata compañía en que padre e hijos, vinculados por tan fuertes ideales, eran hermanos. Contemplando las mieses doradas que las piedras del molino transformarían enharina y esa harina en moneda de viajar, don Pedro Félix, abandonados por un tiempo los arreos de batalla, dióse a escribir las páginas de El porvenir del hombre, que en las veladas familiares leía a sus hijos. El guerrero se había transformado en filósofo.

Los días corrían agradablemente, empleados en leer y tomar anotaciones para libros futuros. Más el gobierno no descansaba y fue menester poner paréntesis a las persecuciones que sufría el mozo, dejando el mar en medio. Doña Carmen Mackenna acomodó los modestos equipajes del viajero y el 26 de Noviembre de 1852 comenzó el primer ostracismo de Vicuña Mackenna.

A bordo del Francisco Ramón Vicuña, pequeño velero que pertenecía a su padre, se hizo a la mar, llevando un cargamento de harinas para logro y alivio de sus andanzas. En el alma la tristeza de la primera separación y tras el velo de lágrimas que ocultaba el término de su adolescencia y el alborear de aquella admirable juventud que no concluiría sino con su postrer aliento, podían adivinarse las ansias con que abría su espíritu a todos los vientos de lo nuevo, a las curiosidades ya insaciables que habrían de consumir su vida toda. Era por los caminos del mar el comienzo de una bella aventura.

Sus ojos al cerrarse a los postreros paisajes de la tierra natal debieron detenerse en doloridas reflexiones. ¿Qué quedaba atrás fuera del amor de los suyos, tan probado por el destino? Una gran derrota para los sentimientos liberales que habían animado en parte las revoluciones europeas de 1848, esas revoluciones que el reaccionarismo, potente casi siempre, venciera, como en Chile, que así suele ocurrir con los primeros asaltos de la historia. En el terruño se había iniciado un período de régimen más autoritario que el que acababa de terminar con Bulnes. La juventud, ayer ardida de entusiasmo en las asonadas callejeras, heroica en los campos de batalla, enfriada hoy por la derrota; el oportunismo de entonces y de siempre doblando las rodillas ante el poder, la prensa amordazada por fuerza de su propio servilismo y a la disposición incondicional de los terratenientes y de las gentes de gobierno. ¿Y los jefes liberales? Muertos unos, perseguidos otros, tal su propio padre, y sintiéndose en definitiva derrota los más. Ese fatalismo ante el desastre, ese resignarse a los golpes de la suerte y abandonar la lucha con certidumbre de ser siempre vencido, no entraba en el carácter de Vicuña. El derrotismo era un sentimiento que repugnaba a su espíritu, pues para él de cada derrota de hoy salían las causas y las fuerzas generadoras de las victorias de mañana. Ningún desastre podía ser definitivo ni era el éxito patrimonio de privilegiados. Ahí de uno de los signos de su genio. Para los hombres realmente superiores no existe la palabra vencimiento ni los triunfos tienen valor de lápida. Del batallar que compone sus vidas se enhebra una eterna cadena de progreso y sus combates, a las veces en apariencia perdidos, son librados para el porvenir. ¿Ignoran los hombres que sus triunfos de hoy son la resultante de las batallas libradas ayer y que del polvo y de la sangre de las derrotas surgirán las victorias de mañana?

De pie en la borda del Francisco Ramón Vicuña, el viajero debía pasear espíritu y ojos por el panorama de su patria y sentir, junto con la tristeza de todo lo perdido, con la fe de los días futuros cantar en su alma la gloria de tener veintiún años y de estar así, de pie sobre él navío familiar, caballero en las aguas que nunca fueron pacíficas y ser por un tiempo-él breve tiempo de los años mozos-señor del ancho mundo.

Sigamos, un poco al vuelo, su itinerario de viaje.

Cincuenta días de fatigas y he aquí el puerto de San Francisco, en plena fiebre del oro, cruzado por aventureros y bandidos, en forja de riquezas habidas y perdidas a la vuelta de un golpe de cubilete, de una noche de orgía con esclavas blancas o de un balazo alcanzado en las riñas de cada minuto. Vicuña realiza su cargamento, obsequio paterno cuyos provechos le permitirán viajar y estudiar,-a pesar de que los comerciantes con quienes trata lo roban, como era de temer. Contempla a los hombres, analiza sus pasiones, sufre el choque de aspectos primitivos y compara. Acaso el panorama humano sea semejante por doquiera se tienda la mirada. Diferencias de forma más que de fondo. Un velo más espeso ahí; mayor disimuló, más discreta hipocrecía acullá. ¿No se encuentra, en toda tierra, por ventura, esa misma carne débil y humillada, esa eterna carne sufridora en que se hincan las garras de la especie? ¿No es el hombre el más cruel lobo del hombre?

El alma del viajero es un laboratorio. «Todo vive y actúa en esta imaginación candente y romántica, escribe Galdames. En ella la naturaleza se humaniza y adquiere alma, la grande alma del cosmos. Es el principio de la espiritualidad incontenible que a raudales brotará después»(68).

Vicuña medita. Sus ojos dominan la realidad con fuerza que sorprende en sus años. Ya comienza a ser el vidente que horada los tiempos. Escribe: «Cuán rápido y seguro será el desarrollo de este país poblado por una raza joven y varonil, que cuenta con los recursos de la naturaleza en tan grande escala; el clima, las minas, la fertilidad de los llanos, las montañas del interior, sus sistemas de ríos navegables»(69). Y en su imaginación prevé el formidable desarrollo, el espíritu imperialista que se disimulará tras la armazón de los organismos y doctrinas de apariencia y aún de relativo
sentido democrático. Más tarde descubrirá el verdadero espíritu de la doctrina Monroe y algún día, con el bagaje de todas sus experiencias, dirá de Estados Unidos cosas y previsiones asombrantes(70).

Tras de corta estada en San Francisco y de breve viaje a Sacramento, prosigue su ruta por el Pacífico, en el Panamá, con propósito de seguir viaje por la vía del istmo, propósito que altera ante él peligro de fiebres de aquella zona que entonces era del todo insalubre. Resuelve dirigirse al Atlántico por la vía de Acapulco a Méjico. El viaje fue duro en extremo. En la capital mejicana se alojó en el hotel de las Diligencias, sito en el palacio que fuera de Agustín Iturbide, emperador de un día. Las horas le parecieron breves para recorrer calles, ruinas y recuerdos. De México sigue en diligencia, con algunos amigos, camino de Veracruz, y esas jornadas no estuvieron exentas de peligro, pues consiguieron no ser hostigados por los bandoleros sólo en razón de las precauciones tomadas. En Veracruz se embarcó el 19 de Marzo en viaje a Nueva Orleans, en él paquete Edward Barnard. Llegado a ella, con excelente impresión de su aspecto se instala en el San Carlos, que es el mejor hotel, y algunos días más tarde el 29 remonta el Mississippi a bordo del James Ward. En Luisville se traslada al paquete Telégrafo. Visita Cincinati, recorriéndola en tilburí. Sigue en ferrocarril-locomoción que utiliza par primera vez a Cleveland y luego navega en el vapor que sirve el lago Erie, hacia Buffalo, y desde allí al Niágara. El salto famoso le decepciona un poco, que la fantasía había forjado visión extraordinaria de sus vuelos de agua y espuma. De regreso a Boston piensa que hay pocas cosas tan fáciles como aburrirse en una ciudad norteamericana «pues todas son uniformes y parecidas entre sí, como los gemelos de una misma madre, que han crecido juntos» (68). Conocer a una es conocerlas a todas. Llega a Nueva York y a comienzo de Abril parte hacia Boston, ciudad en que le aguarda la hospitalidad de la familia de Mr. Curtis, el amable compañero de sus primeros viajes en Yanquilandia. Y esa estada le sería más grata aún, pues le brindó oportunidad de conocer al historiador Guillermo Prescott y a Jorge Ticknor.

En la segunda quincena de Abril regresa a Nueva York por ferrocarril y en Mayo, después de pasar algunos días en Filadelfia y Baltimore, arriba a Washington, teniendo ocasión de tratar a las personalidades de mayor relieve en compañía del ministro chileno don Manuel Carvallo. Un mes completo en Nueva York y nuevamente a peregrinar. Desfilan Buffalo, Niágara, el lago Ontario, el río San Lorenzo, Montreal en Canadá, Quebec, el lago San Jorge con sus paisajes hermosos, la estación termal de Saratoga. Y Nueva York le acoge con calor insoportable el 3 de Julio.

La metrópoli norteamericana, que pudo conocer bien en sus tres meses de espaciada residencia, con hospedaje cómodo en una casa de la calle Blescher, no la atrae por ningún aspecto que mire al espíritu. Recorre teatros e instituciones, a pesar de los cual se siente descontento desde el primer día. Escribe en su Diario: «me ahogaba su materialismo, y me sentía como llevado a empellones por un tropel humano».

Conoce hombres, investiga, busca. ¿No es esa la tarea de, todas sus horas y de todos sus años?

Y al embarcarse en el Pacífico, rumbo a Liverpool, el 23 de Julio de aquel año de 1853, Vicuña Mackenna piensa que en verdad los Estados Unidos son un gran pueblo, «un pueblo delante del que ninguna frente que piense en la libertad y en los derechos del hombre, debe dejar de inclinarse reverente. Pero su raza ha abusado de ese noble poder, lo ha conquistado para sí, y con un atroz egoísmo lo arrebata y lo deja arrebatar a los demás. El mercantilismo de la raza sajona, desatado aquí de toda valla, va a hacer de este país el azote de la tierra, hasta que a su vez una nueva Roma destruya esta altanera Cartago de la edad moderna» (68).

 

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Notas

67

Vicuña Mackenna: Al Galope.
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68

Obra citada, Cap. IV.
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69

Páginas de mi diario durante tres años de viajes.
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70

Dice Galdames: «El viajero observa las semejanzas fisonómicas del chino con los tipos raciales de la América indígena y recuerda la hipótesis de una remota comunidad de origen, la misma que en nuestro siglo han formulado como teoría demostrable antropólogos célebres.
«Esta amplitud de comprensión-añade en otra parte el distinguido biógrafo de Vicuña Mackenna-acusa desde luego una multiplicidad de facultades que actúan simultáneamente y con viveza igual».
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