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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XVIII

En Noviembre de 1856 la sociedad de Santiago se sintió sacudida por un drama pasional que llenaría por largo tiempo el chismorreo de sus veladas caseras y de sus tertulias. Joaquín Carvacho, oficial de ejército en retiro, dió muerte a su esposa, que le era infiel, apuñaleándola en las puertas mismas de la Catedral. El suceso apasionó a todo el mundo, vistiéndose con los atributos del más sonado escándalo de aquella época tranquila y pacata, en que los buenos santiaguinos cubrían de cuidadoso secreto sus adulterios y amoríos.

Vicuña Mackenna, aún cuando no recibido de abogado todavía, tomó a su cargo la defensa del matador, poniendo en ella, convencido de la sinceridad que empujara su mano-como en un drama de Calderón, para lavar en sangre manchas de ese honor castellano cubierto de moho, ¡tan lejos aún de recibir impulsos de lógica que lo pusieran más en alto que en puntos de honrilla burguesa aferrada a las llaves del sexo! Con todo, junto al dolor exacerbado por el amor y la carne que ya se perdió por siempre, los sentimientos caballerescos, estilo de aquel romanticismo que dominaba los estrados chilenos, siquiera superficialmente, no podían por menos de propiciarse los generosos ánimos del joven luchador, siempre pronto a tomar la defensa de los desamparados, de los perseguidos y los tristes.

Vicuña agitó la opinión pública desde las columnas de «El Ferrocarril», dando cuenta diaria de la marcha del proceso, y procurando allegar a la causa del reo las más simpatías que fuese posible. Y ante los tribunales alegó don Domingo Santa María, cuyas prestigios comenzaban a destacarse en el campo político, en el que militaba desde las tiendas liberales.

Más los esfuerzos de ambos cuanto los sentimientos benévolos despertados por la defensa en todo el país, fueron estériles y la Corte de Apelaciones condenó a Carvacho a la última pena el 13 de Noviembre. Iba la justicia con velocidad desacostumbrada, que acaso corriera parejas con el malestar que en el gobierno despertaría la actuación de aquel defensor condenado a muerte en los inicios de aquel mismo período presidencial que se había renovado hacía sólo tres meses.

Exaltándose ante el fallo que estimaba apasionado y monstruoso-pues ¿en nombre de qué principio humano o divino podría el hombre arrogarse el derecho de quitar la vida a sus semejantes? Vicuña publicó largo artículo que llena una página completa del diario santiaguino (91) con el título de La sociedad y la pena de muerte. El pensador, en ayuda del hombre de derecho, tentaba allí con la elocuencia de una ardorosa generosidad, el postrer recurso de salvación. Pero la justicia capitalina fué inexorable y el Presidente Montt se negó a conceder el indulto que le solicitaban instituciones sociales y personalidades conocidas.

El defensor corrió a la cárcel, a esa misma cárcel que habitara en días de revuelta y en horas de prueba, y se constituyó en el calabozo del condenado -a muerte. Carvacho le confió sus dolores y lo hizo depositario de su última voluntad. Vicuña no era ya el jurista vencido por pasiones políticas o sequedades de magistrado aferrado a la letra de la ley, sino el hombre que asiste a otro, con fraternal cordialidad, en el trance de dejar violentamente la juventud y la vida.

 

Fue ejecutado el reo en el mismo sitio en que cometiera su crimen. Al día siguiente un artículo consagrado a su memoria -«Una última palabra sobre Joaquín Carvacho»- le permitía sellar aquel episodio, comunicando ala nación, como fuerte clamor contra el derecho a matar que la sociedad se atribuye, las cartas cambiadas con su defendido, al borde del patíbulo. ¿Es necesario añadir que ese grito de benevolencia y de amor humano, resonaría, como tantos otros, en el desierto?

 

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Nota

91 Suplemento de 14 de Noviembre.
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