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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XXIII.

Al día siguiente, cerrada la noche, fueron conducidos Vicuña y sus amigos a un buque de vela anclado a una milla de distancia de la rada.

Comenzaba el segundo ostracismo.

El Luisa Braginton, que tal era el nombre de la prisión flotante en que los exilados fueron metidos, desplegó sus velas, siendo convoyada por el Maipo, barco de guerra chileno, hasta el amanecer del día 10.

En un folleto sobre las actividades de «La Asamblea Constituyente», publicado en París aquel año de 59, cuenta Vicuña Mackenna los pormenores de su viaje: «Los prisioneros no tenían notificación alguna sobre el punto de su destino ni lo que se intentaba hacer con sus personas, habiendo estado estrictamente incomunicados durante los dos últimos meses de su prisión. Pero luego que estuvieron a bordo supieron que el buque en que se encontraban era la barca inglesa Luisa Braginton, cuyo capitán Guillermo Lesley, había celebrado con 18 días de anticipación, esto es el 21 de Febrero, un contrato con el gobernador de Valparaíso, Jovino Novoa, por medio del corredor marítimo Jorge Lyon, que obra como testigo en el contrato, para conducir a los prisioneros al puerto de Liverpool, recibiendo por su pasaje la suma de 3,000 pesos, y sujetándose a la multa de 1,500 pesos, o más bien a la pérdida de toda la cantidad del flete, si no presentaba a las autoridades chilenas en el término de 8 meses un certificado competente de haber desembarcado» a los desterrados en algún puerto de Gran Bretaña. Y conviene anotar que esa multa «no estaba, sin embargo, sujeta a pagar en el caso de muerte de alguno de los prisioneros».

«En consecuencia del anterior contrato,-añade Vicuña el capitán de la Luisa Braginton había organizado convenientemente su tripulación; se había procurado armas y provisiones en la bahía de Valparaíso; las había distribuido a sus principales oficiales con órdenes precisas de usarlas contra los prisioneros, si se resistían en alta mar a ser conducidos a Inglaterra; había apostado en el puente del buque sus propios hombres; había suscitado la animosidad de sus subalternos desde antemano con insinuaciones odiosas.. . » Lesley pintaba a Vicuña y demás «como fascinerosos ordinarios, llegando hasta prohibir el que le dirigiesen la palabra, y ni aún aceptasen una sola migaja de las manos de aquellos, porque díjoles que era muy de temer que los reos tratasen de envenenar en el alimento a la tripulación para escaparse, y por último había recibido con anticipación una guardia de las tropas del gobierno, que al tiempo de la llegada de los prisioneros se encontraba, o bien a bordo guardando las escalas del buque, o bien en botes que rodeaban a éste».

Comenzó el crucero, lento, fatigante, desesperador. En los días y en las noches sin término la angustia aguijoneaba el alma y el tedio batía sus alas infinitas. Para Vicuña no habla más sostén espiritual que el de su pluma puesta sobre las hojas del diario. «La vista del buque y de la cámara, que parecía un sepulcro-escribe-nos fastidió un poco. Pero yo estaba sólo preocupado de la despedida de mis hermanos y de mis recuerdos. A ellos viví entregado durante todo. el viaje, pero principalmente en los primeros días, en que fueron mi sueño constante, despierto y dormido».

La odiosa persecución política continuaba fuera de las aguas nacionales. A bordo la comodidad era ninguna, la suciedad grande, el hambre no escaso y la molestia excesiva.

Intentaron convencer al capitán de que los desembarcase en Arica (99), cubriendo ellos el flete ofrecido por el gobierno y abonándole las provisiones que alcanzaban a más de un millar de pesos fuertes, pero todos los esfuerzos se estrellaron contra la terquedad de Lesley, sin que valiera el mal estado de salud de uno de los Matta.

A la vista de las islas de Juan Fernández, Vicuña se hizo propósito de escribir algún día la Historia verdadera de la isla de Robinson Crusoe. Y así habría de hacerlo con el correr del tiempo. Cada hora de su vida, cada paisaje de la ruta, cada pensamiento que brotaba de aquel cerebro en eterna y maravillosa ebullición, sería en adelante origen de una página curiosa, de un bello capítulo, o de un acabado libro. Su alma se iba entregando por los puntos de la pluma.

A capricho de los vientos y de las velas andaba el barco, sumiéndolos cada hora en mayor monotonía. Dice su Diario: «Nuestra vida de a bordo no es muy variada: nos levantamos a las 8; almorzamos a las 10; a las dos de la tarde un vaso de limonada; comida a las cuatro; por la noche constante conversación de política, literatura, de sociabilidad, etc., hasta las 12 o 1». En esa nocturna tertulia estaba la salvación, pues el alimento era harto menguado y con sazón de polilla... Vicuña se consuela de todo con su humor acostumbrado. «La organización inglesa, aristocrática del buque,-escribe-está basada en este pie: el capitán tiraniza al piloto a quien detesta; el piloto riñe al mayordomo; el mayordomo es un déspota para con el pobre cocinero; el cocinero se desquita con el yanqui Tom; y el yanqui se descarga con los chanchos, a cuyo cuidado está».

Y he aquí de cómo el buen humor contagioso permite a los revolucionarios llenar las horas echando «buquecitos de papel al mar» o jugando a la rayuela.

Con el correr de los meses las molestias fueron en aumento. «El viaje que había durado más de setenta días sin novedad se cuenta en folleto de París-tomó otro carácter en la inmediación de aquel archipiélago (100) . El capitán se manifestaba inquieto y turbado, dormía de noche al lado del timón... » Llevaba armas y ponía centinelas cerca de los camarotes. El contramaestre del buque, que era su hermano, esgrimía un revólver de seis cañones. «Los prisioneros ignoraban, sin embargo, el motivo de esta alarma, hasta que una noche el capitán se dirigió con gran vehemencia al señor Vicuña Mackenna y le rogó le hiciera ver cuáles eran sus intenciones y las de sus compañeros, añadiendo que él sabía que se proponían fugar del buque y refugiarse en las Azores, a lo que él estaba dispuesto a oponerse a viva fuerza».

Vicuña mostró a Lesley lo absurdo de tales sospechas, pues ellos no anhelaban sino desembarcar pronto en Inglaterra, más aquél, insistiendo en sus alarmas y precauciones «llegó hasta el extremo de agujerear las únicas embarcaciones de salvamento que existían a bordo del buque, y aún desgarró y adulteró las hojas del diario del piloto».

El 15 de junio, después de 98 días de navegación, el Luisa Braginton clavó anclas en Liverpool. Vicuña se lanzó a tierra «como prisionero que huye de un maldecido calabozo», no sin haber librado batalla con Lesley, quien a engaño pretendía conducirlos ante el cónsul chileno. El capitanejo había llevado su desvergüenza al extremo de hacer correr la voz de que traía a bordo criminales famosos, « lo que hizo agolparse a muchos curiosos, ávidos por ver a esta nueva especie de fieras sudamericanas y desconocidas todavía en los jardines zoológicos.. . »

De aquel crucero, felizmente terminado a la postre de tanto sin sabor, quedó un documento interesantísimo. Es la carta en que Vicuña Mackenna daba cuenta a su primo Januario Ovalle de todas las malaventuras del viaje. Dice, entre otras cosas, esa carta deliciosamente escrita, que puede contarse entre las mejores páginas del humorismo chileno (101):

«Descripción del buque. Lo bautizamos con Custodio (102) con el nombre de Luisa Braguetas. Barca de 200 toneladas de registro, angosta, con 4 varas de puente libre y un hoyo en el centro de la cámara. Como cada uno de nosotros venía en cuenta de mercadería, a razón de 40 o 50 toneladas de flete, no era extraño que no cupiésemos apenas en los camarotes.

« La cámara era una sepultura de 5 a 6 varas cuadradas. Se bajaba por una escala de 7 gradas, de plomo resbaladizo y grasoso, que daban más arrepentimiento que los 7 pecados capitales. Es necesario hacer mil gambetas y torcidas para bajarla, como la scala santa de Poncio Pilatos: sólo los perros y los gatos la bajaban a prisa, impulsados por los puntapiés del mayordomo; también consiguió bajarla cómodamente y con rapidez un brazo de mar que se nos metió en el Cabo de Hornos, como un Niágara en miniatura. Era, además, el movimiento perpetuo descubierto, y más de una vez pensamos traerla al Instituto de Francia para reclamar el premio.

«El buque tenía todas las maneras de andar, a empujones, a brincos, de punta, de costillas, a corcovos, hasta que en la línea los perdió todos. Pero, había también una ocasión en que perdía hasta el modo de andar: con viento en popa!

«Al pie de la escalera había tres puertas. La primera, de la bodega, con aceite de ballena. Cada vez que se prendía, éste, sufríamos una verdadera fumigación; y para libertarse de nosotros, el capitán no había tenido más que prender una caja. La segunda, olor a Judas, o a botas en la línea, era de la marinería. La tercera, era el limbo, como la primera el infierno, y la segunda el purgatorio. Vivíamos, pues, representando experimentalmente la Divina Comedia del Dante. El cancerbero eran los perros, y Carón el mayordomo.

«La última era un departamento como cajón o ataúd con varias grietas; en uno de estos hoyos vivía yo. A los pies un departamento de galletas fermentadas que se salen andando de sus sacos, arrastradas por los gusanos; y a la cabecera una menagerie de ratones musicales, que durante el viaje pasaron por todas las situaciones y estados de la vida, la juventud borrascosa, la edad viril peleadora, él matrimonio, los dolores.. .

«Guillermo e Isaac (103) dormían en otro (hoyo) embutido, entre la bodega y el cuarto de las botas. Con estos olores la fermentación de gusanos comenzó más pronto, y Guillermo tuvo que refugiarse al llegar a la línea, debajo de la mesa.

«Esta fué nuestra morada por más de tres meses!

«Pero pasemos del dormitorio al salón, es decir, saquemos el cuerpo desde la grieta a la cámara. Esta, entre nuestros pies y la cabeza, se componía de tres pisos: primero, la bodega sagrada del capitán, cerveza, tocino, mantequilla; a ella sólo bajaba el gran sacerdote del mayordomo, alumbrado por una vela. El segundo era el piso que habitábamos en perpetua colisión y resbalones, o bien pegados unos a otros para no caernos. El tercero, en la mesa, donde habitaban nuestros estómagos, o más bien donde vagaban sus sombras macilentas, porque no sé si aún tenemos estómago después del viaje. Ahora estamos consagrados a crearlo de nuevo. Sobre esta mesa extendían una lona cosmopolita que llamaban mantel, y que con una fidelidad ejemplar no nos desamparó en los tres meses de viaje. Era, además, tan servicial como fiel, y junto con el servicio de mantel se prestaba para lavar los platos, limpiar la mesa, etc. Creo qué una o dos veces la lavaron, pero no por aseo, sino para hacer con el agua sopa a los marineros, porque era su quinta esencia de grasa.

«La mesa estaba dividida por una rejilla de palo en siete compartimentos, de los cuales nos tocaba uno a cada uno de los comensales. Esto parecía qué servía para separar la ración y las cosas de cada cual; pero, en un vaivén el asado caía dentro de la sopa, y en otro, los platos de los que estaban a babor saltaban al asiento de los de estribor.

«La operación de comer era eminentemente gimnástica. Nos asíamos como nos era posible al banco de una cuarta de ancho que rodea la mesa y que tenía encima un colchoncillo de hule que a cada instante se resbalaba en todas
direcciones. . .

«Tal era la cámara. Los adornos eran sólo algunos altos relieves de millares de moscas o ratones embutidos en alquitrán...

«¿Cómo vivíamos? A las ocho en verano y a las nueve en invierno asomábamos la cabeza para saludarnos; pero nada de «buenos días, que tal se ha pasado la noche?» sino «qué rumbo, qué viento, que dice el John Bull; hay cabrillas o zapateo de Cádiz?»...

«El almuerzo era un pedazo de jamón perpetuo, al cual le formamos nosotros algunas cuñas mientras duraron nuestras provisiones propias.

«Pasaban seis horas entre este frugal martirio y al de la comida, que soportábamos a las 4. Componíase este segundo ataque al estómago, de dos budines, uno de carne añeja, y otro de fruta inglesa, es decir, fruta verde conservada en aguardiente, y en medio de esta caricatura de raast-beef y parodia de plum-pudding, una sopa espesa de cualquier cosa; más claro, nos echábamos al cuerpo dos adobes, y entre uno y otro, barro con paja. Con nuestra ración de tres meses pudimos construir un buen tabique.. .

«Las provisiones del capitán consistían, además, en dos chanchos y una docena de patos, a quienes durante mucho tiempo no conocimos más que de vista y de gritos. Había también a bordo, fuera de estos animales y de los que formaban la tripulación, dos perros y dos gatos, de los que tomábamos estricto inventario todos los días, para asegurarnos de que no habían sido servidos a la mesa. Estos perros no tenían nombre, pero proclamaban a gritos, o más bien a ladridos, que sus nombres eran Necesidad y Hambre canina. Estos pobres brutos se mantenían sólo de memoria o de comprensión, y habían llegado a convertirse en simples espíritus.. .

«Llevábamos también 24 gallinas de las cuales no vimos sino los espectros. Sólo 6 de ellas fueron inmoladas a nuestra hambre; las demás se evaporaron como los gatos, y fueron echadas al mar, una en pos de otra. En cuanto a los patos, conseguimos retenerlos en el mundo echándoles todos los días algún auxilio de migas o galletas mojadas. Pan no tuvimos sino a los postres del viaje; durante dos meses y medio sólo nos servían unos fragmentos amarillosos, con vetas azules de moho; el mayordomo decía que eran galletas, nosotros sosteníamos que eran riscos y los estómagos que eran indigestiones.

«Con esta vida nos parecíamos a los discípulos del licenciado Cabra de que habla Quevedo. Para consolarnos, leíamos las bodas del rico Camacho, o hacíamos edificantes comentarios sobre los ayunos de los santos anacoretas o sobre los padecimientos de los innumerables mártires de Zaragoza. Como los alegres convidados de Béranger, no teníamos más que cantar canciones para distraer el hambre, y repetir como aquel joven de Chile en el Israel Bertuci : « Traigan los helados y los barquillos, los barquillos y los helados: Este estribillo fué muy frecuente durante la calma de 23 días en la línea.

«En cuanto a líquido, el agua era impotable; no teníamos más vino que algunos cajones que traía Custodio, y que el capitán nos ayudaba enérgicamente a vaciar, y si no es por algunos tarros de leche que éste traía, no habríamos tenido más recurso que ordeñar la vía láctea que solíamos divisar en las noches claras.. .

«Hay que agregar que todo esto era servido por el mayordomo, un tísico de ojos torcidos, que andaba siempre como el compás del buque, sin rumbo fijó. Tenia cara de dolor de estómago, y la mirada era la expresión más viva de la lepidia de calambre. Después del capitán era el hombre más importante a bordo. A menudo lo encontrábamos en animadas conferencias secretas: trataban sin duda del estado de sitio en que habían puesto a nuestros estómagos y de la rápida manera cómo se iba operando la reforma de nuestra constitución».

 

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Notas

99

Desde su estada en la cárcel tenía Vicuña Mackenna el propósito de esperar en el Perú-lo más cerca posible de Chile-la hora de reanudar sus actividades políticas. «Mi idea es, mi vieja,-escribía a su madre, en Santiago-el irme al Perú, donde aguardaré sólo el tiempo estrictamente necesario para poder regresar a continuar mi trabajo y a dirigir los asuntos de la casa, que a mi vuelta tomaré yo solo».
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100

El de las Azores.
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101

Fechada en Londres el 26 de junio de 1859. Puede consultarse en el libro de Donoso, quien la reproduce integra.
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102

Angel Custodio Gallo.
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103

Individuo del barco.
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