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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XLIV.

Triunfando de la pasión ciudadana, de las letras-y las inquietudes políticas, había sonado para Vicuña Mackenna la hora del amor.

Evoquemos.

En la mañana del 4 de Marzo de 1867 un carruaje del servicio público, conducido por modesto y desastrado auriga, penetró en el gran patio de la Chacra Subercaseaux, deteniéndose en medio de lujosas berlinas, calesas y otros vehículos ricamente atalados. Parecía que allí se daba cita toda la aristocracia pelucona que en 1829 se había posesionado del gobierno para no soltarlo en el transcurso completo del siglo. Se respiraba aire de fiesta. Banderas flaméando al viento, caminos recién enarenados, grandes adornos florales, luces, compases de orquestas lejanas, ir y venir de lacayos y de invitados (que a las veces unos y otros suelen confundirse). Del ordinario carruaje descendió Vicuña Mackenna acompañado de un sacerdote de figura distinguida que acaso quería disimular bajo los ruedos de su manteo de lujo el llegar en tan pobre tren. Vicuña, vestido de frac, la chistera en una mano, sonreía entre irónico y afectuoso a mónseñor Casanova, amigo de siempre y futuro metropolitano de Santiago.

Pues era el caso que el revolucionario dé 1851 ponía fin en el altar al romance que comenzara hacía dos años. Y para llegar allí habíase instalado en el primer coche de punto, metiendo autocráticamente en él al ministro de aquella ceremonia que conmovía al gran mundo santiagüeño.

Los verdaderos demócratas suelen descender de lo alto.

Con aquellas fiestas nupciales, que presidían el jefe del Estado y doña Magdalena Vicuña, a la sazón en pleno apogeo de su magnífica belleza, terminaban los días de un grato noviazgo que sazonaran rondas nocturnas, cantatas de amor a la luz de la luna, mucho fuego y ciertos conatos opositores, pues el pretendiente no dejaba de ser incurablemente pobre-pecado no minúsculo por cierto.

Y los novios se unieron con el agua bendita del señor Casanova, mientras las notas de Mendelhson caían, aromadas de azahares, sobre las crinolinas Segundo Imperio y las cabelleras rubias y los ojos azabachados de aquella sociedad exquisita, a cuya sombra una gran élite intelectiva había hecho eclosión. Las santiaguinas de aquel año de gracia de 1867 agitaban los leves abanicos bajo la gracia de sus rostros en que las sonrisas subrayaban las líneas de espléndida hermosura.

Más tarde, en los salones, que entonces eran alegres y acogedores como las vidas que empiezan, las ceremoniosas parejas bailaron las notas de alguna pavana. Y era Haidin. Y los novios, escapando a la efusión de manos amigas, se deslizaban en los compases del «Hermoso Danubio Azul». Y era Strauss.

Abanicos, sonrisas de mujer bonita, galanterías de corte y en medio, de las variaciones de la eterna, farsa la verdad de un gran amor.

Pertenecía doña Victoria Subercaseaux Vicuña, prima hermana del hombre a quien acababa de dar palabra de esposa, a un hogar que durante cerca de medio siglo ejerció indisputable preeminencia social en Chile. Era hija de don Ramón Subercaseaux Mercado, Senador en los tiempos de Montt y hombre de cuantiosa fortuna, y de doña Magdalena Vicuña Aguirre, mujer que poseyó junto a rara belleza y no escaso ingenio, los atractivos de una suprema distinción. Era mujer que había comenzado reinando entre los suyos, aquella larga familia de los Ochocientos que tan poderosamente contribuyera al triunfo de la revolución de 1810 y luego, casada con hombre de severo rango espiritual, extendió su influjo sobre la pequeña sociedad aristocrática que estructuraba la vida semi colonial de aquellos promedios de siglo. Y vale confesar que esa aristocracia -degenerada más tarde en grotesco contubernio con advenedizos de fortuna- solía, en esos tiempos, abanicarse con los pergaminos, complaciéndose en los tipos seleccionados que salieron de su seno o a los que extraños a ella, acogía con auténtica grandeza y comprensión. ¿Cómo olvidar que en aquel medio actuaron Portales, Bello, Vicuña Mackenna, Lastarria, Santa María. ? Esa aristocracia lizo un país, creó una élite capaz de influir poderosamente en las etapas de desenvolvimiento burgués de todo un continente y ello da a sus directores del período de apogeo hermosa prestancia. Se echaron sobre los hombros una misión histórica y supieron desempeñarla en forma que pudo merecer el calificativo de superior.

Eran los Subercaseaux oriundos de Francia. Familia hidalga, de buenos secundones, produjo hombres de guerra, de iglesia y de mar. Uno de estos últimos, teniente de la marina real bajo Luis XV, fue don Francisco Pascal Subercaseaux (183). Este hombre, que poseyó una alma superior, vino a Chile en la segunda mitad del siglo XVIII, acaso impulsado a expatriarse por un lance de honor, y se estableció en la provincia de Coquimbo. Allí hizo cuantiosa fortuna y prestó importantes servicios al gobierno colonial, recibiendo del Rey de España el grado de coronel de milicias (184).

Era alto, rubio, de bella y varonil figura, y tenía un espíritu notable, revelado en la más interesante anécdota que recuerda la historia social chilena bajo la dominación de España. Es el caso que habiendo estallado tremenda epidemia de peste en el territorio que habitaba, abrió Subercaseaux sus arcas, fundó un hospital, dio el oro a manos llenas y transformó en lazareto su propia casa, entregando no sólo su lecho sino aún su asistencia personal (185). Y como los hidalgos españoles y criollos de la vecindad, creídos de que había perdido el seso, lo interrogaran sobre el origen de tan excesiva generosidad, él les respondió esta frase digna de atravesar las centurias: « ¡Quiero hacerme perdonar el delito de ser rico»

La revolución de la Independencia menoscabó la fortuna de la familia Subercaseaux. Mas fué rehecha por manera considerable, algunos años después, en minerales como el de Arqueros. A ello contribuyó especialmente don Ramón Subercaseaux Mercado, hijo de don Francisco Pascal, hombre formado en escuela de trabajo, de estudio y sobriedad. Era hombre de empresa, con ingenio vivo y capacidad nada común. Cuéntase que siendo muy joven se hallaba de exploración en ciertos cerros que se suponían ricos en plata y habiéndole sorprendido la noche hizo plantar su tienda en el faldeo. Súbitamente estalló una tempestad, poblándose la atmósfera de rayos y truenos. De pronto una voz lastimera se adentró en la tienda. Era un huaso que pedía hospedaje. Dióselo de buen grado Subercaseaux, ofreciéndole su plato para que comiese. Al día siguiente el huésped, cateador de minas según dijo, partió de madrugada y el episodio no tardó en borrarse. Años más tarde, estando en Santiago, le anunciaron la visita de cierto caballero desconocido que solicitaba audiencia. Acordósela y le introdujeron un individuo de chistera, levita y tiesa mano enguantada. Don Ramón le tendió la suya, intrigado. -«¿No me reconoce, su merced? Soy el huaso X, aquel que usted hospedó en una noche de tempestad». El buen hombre había ido a testimoniarle su gratitud, ofreciéndole todo el mineral que cierto número de hombres pudiera extraer en determinado tiempo, de minas que había descubierto. Sin dicho aporte, tan inesperado como generoso, la fortuna de los Subercaseaux era ya una de las más importantes del país.

Apadrinado por el Arzobispo de Santiago, don Manuel Vicuña Larraín, se casó don Ramón Subercaseaux con la sobrina favorita del piadoso pastor, doña Magdalena Vicuña, hija de aquel presidente que con tan valerosa convicción como mala fortuna defendiera el régimen de gobierno liberal en 1829. Doña Magdalena había nacido en 1817.

Los Subercaseaux Vicuña se establecieron en Santiago, en la calle de Huérfanos, en casa, tal vez lujosa en exceso para el tiempo, pues, según refiere con buen humor uno de los hijos en sus interesantes Memorias de SD años (186), cuando él entró al colegio le habló un niño de cómo le habían contado  «que en mi casa las tejas eran una de oro y otra de plata». «Ello es -agrega don Ramón el menor- que el primer patio con sus grandes baldosas de mármol blanco, y que los tres salones decorados por Filastre, un artista habilísimo llegado para terminar el antiguo Teatro Municipal, eran en realidad suntuosos». «La estatua grande del patio blanco -añade dicho escritor- se parecía quizá algo a mi madre y yo creía que era su imagen».

En aquel ambiente y en las avenidas umbrosas de la Chacra Subercaseaux, sita en el llano de ese nombre, en las afueras de la capital, transcurrió la mayor parte de la infancia de doña Victoria.

Y por ser de curioso interés para conocimiento de la época, recordemos, entre los habitantes de la casona de Santiago, a un personaje singular, entre criado de confianza y compañero de juego de los hijos hombres, que hizo su aparición en la familia cuando aquellos habían crecido. Llamábase el tal Alejo Flores y llegó a ser famoso en Santiago por las burlas y andanzas de que solía ser héroe .y víctima. Concurría Alejo al clásico paseo de la Alameda en que las damas exhibían la elegancia de sus crinolinas y pañolones de encajes, cogidas del brazo de solemnes y estirados caballeros de chistera, levita y bastón de caoba con puño de oro. O a las veladas de moda en el Teatro Municipal, a escuchar las arias del «Barbero» o los coros de «Sonámbula». Allí, vestido con exagerada elegancia, chaleco bordado y sombrero de copa color plomo, se levantaba, en los entreactos de su sillón de orquesta primera fila y volviendo espalda al escenario comenzaba a saludar a las señoras más empingorotadas y a los políticos afectos al gobierno. Ese desplante, estimado como propósito de burla de los Subercaseaux hacia determinados sectores de la aristocracia capitalina, causaba en los engolados figurones y damas momias la mayor indignación. Cierto día las «pegatas» lograron sacar de quicio al propio gobierno, pues la ciudad vio desfilar por las calles principales el landó de la familia Subercaseaux, tirado en forma idéntica a los carruajes gubernativos en día de gala y llevando en el asiento trasero a Alejo Flores vestido de frac, la banda tricolor terciada sobre el pecho y empuñando bastón con borlas. Su color moreno subido le daba, en tal guisa, cierto parecido con el presidente de la República. Naturalmente la broma terminó en un cuartel de policía.

Don Ramón Subercaseaux era por esos años, que fueron los últimos de su laboriosa vida, adversario del Presidente Montt que tan rudamente persiguiera a su cuñado y sobrinos, siendo su casa verdadero refugio opositor. Más tarde, desaparecido él mismo del escenario, cuyo telón cae por igual sobre tramoyistas y muñecos, fue aquélla. centro de gobierno bajo el régimen del Presidente Pérez, una de cuyas hijas había entrado en la familia. Bajo aquel próspero decenio en que la vida aristocrática de Chile alcanzó su más alto tono, doña Magdalena Vicuña ejerció preponderante acción. El cetro de la moda estaba en sus manos y sus gestos marcaban la nota de suprema elegancia. Por aquellos salones decorados por Filastre desfilaban los más encumbrados personajes y las mujeres más hermosas y en las tertulias y saraos presidía, junto ala dueña de casa, el propio mandatario que tan patriarcalmente regía los destinos del país. En aquel momento la aristocracia chilena, sobria, honesta, preparada en disciplinas de estudio y de trabajo, apta para el buen gobierno y pronta a sacrificios cívicos (que no lastimasen la bolsa de los adinerados, bien que estos no eran muchos) alcanzaba el cenit, llenando prestigiosamente su misión política. Eran las horas de cumbre, más el comienzo del descenso estaba próximo. Vicuña Mackenna, que llegaría pronto al apogeo de su vida pública, sería el primero en tremolar sobre las espantadas cabezas de la clase oligárquica el pendón democrático.

Algunos de los Subercaseaux Vicuña continuarían a través de su vida las tradiciones familiares. Otros habrían de sumirse en la vulgaridad sin historia que envuelve a las gentes sin importancia. Don Francisco, casado con doña Juana Brown Aliaga, destacó en el mundo financiero, y su hermano menor don Ramón, artista de fina sensibilidad, político sobrio y discreto diplomático, dejaría bien puestos sus prestigios a lo largo de una brillante, jornada. A un hijo suyo, Fray Pedro Subercaseaux, le sería dable conquistar reputación mundial como pintor.

Entre las mujeres, doña Lucía, austera y energética, casó con don Claudio Vicuña Guerrero, político de vasta actuación, proclamado en 1891 presidente electo de la República, y doña Manuela, de buen ingenio, sería esposa de don Nemesio Vicuña Mackenna, hermano del hombre cuya vida estamos historiando. Pero ellas y sus hermanas, célebres en los días de juventud por su belleza y el donaire de espirituales decires, no pudieron sino formar el coro de aquella extraordinaria mujer que fue doña Victoria Subercaseaux, señalada acaso por el destino para ser la compañera de la vida y la colaboradora eficaz de Vicuña Mackenna.

Doña Victoria nació en Santiago el 28 de Julio de 1848. Era de las menores y logró por tanto el privilegio de las postreras ternuras paternas. Desde muy pequeña acompañó a don Ramón en sus estadas en Valparaíso, y fue en la casa que aquel tenía en la plaza Orrego, hoy de la Victoria, en donde ocurrió un accidente que estuvo a punto de costarle la vida. La chica, no mayor de cuatro años, se hallaba asomada a un balcón, con buena parte del cuerpo fuera de la baranda, y en un momento de descuido cayó sobre la acera dándose gravísimo golpe.

En Santiago, después, su inteligencia fue despertando precozmente al interés de la cosa pública. Y acaso entre las remembranzas de su niñez nunca olvidaría aquella tarde en que se dijo a don Ramón, muy enfermo ya, que había orden de prisión en su contra. Doña Magdalena, con enérgico arranque, anunció a los agentes del Gobierno que antes pasarían sobre su cadáver.

No fue adelante la amenaza oficial y fallecido a poco el senador Subercaseaux (187) sonó para la niña la hora de instruirse más seriamente. Junto con las postreras miradas de aquel magnífico tipo de gran señor que fué su padre y cuyo amable recuerdo, que es el de los seres benévolos y ecuánimes, no la abandonaría, comenzó su vida de colegiala en la escuela particular de Miss Whitelock.

La Whitelock, que a juicio de uno de sus alumnos «no sólo era una buena maestra de escuela, sino también, y sin saberlo, una educacionista muy adelantada para la época» (188), tenía su colegio en la calle de Morandé, frente al actual edificio del Congreso. Allí la colegiala tuvo por compañeros a doña Martina Barros Borgoño, futura mujer de letras que andando el tiempo casaría con, el doctor Augusto Orrego Luco, a Ismael Tocornal, Juan Pardo Correa y Osvaldo Rodríguez Cerda, secretario de Vicuña Mackenna durante la transformación de Santiago. Los estudios no eran muy completos, pero el sistema británico de educación dejaba huella perdurable en los alumnos. Entre estos, destacándose por su despejada inteligencia y travieso espíritu, la chica de nuestro relato era la animadora de todos los bullicios que alteraban el barrio casi colonial.

No fue larga su estada en la escuela Whitelock. La educación debía completarse en la casa materna, con buenos y escogidos profesores, añadiéndose lecciones de piano para el cual presentaba extraordinaria disposición. Y llegaría a ser ejecutante eximia, siendo sus conciertos privados, en la intimidad de la quinta de Vicuña, solaz para el hombre sin fatiga en los raros momentos de ocio. El que esto escribe conserva entre las más gratas memorias de la infancia el recuerdo de aquellas audiciones musicales que alcanzó a presenciar en la casona de Villavicencio, cuando ella la habitara en años de viudez. Y al sumir la mirada en ese mar sin orillas en que flotan las visiones de los días lejanos, contempla de nuevo la, noble y bella cabeza que los años nevaran y en la media luz del salón azul, desentenebrecido por el parpadeo de viejos candelabros, ve como se deslizan los dedos largos y marfilinos sobre las teclas. Y el piano de cola vibra aún con las notas de Bellini y de Strauss. ¿Ayer, hoy? Vivimos en nosotros esta eternidad inverosímilmente fugaz de nuestras vidas.

Tras los juegos y los estudios llegó el día de la iniciación social en los salones familiares. El mundo desbordaba la fantasmagoría de sus anuncios felices. La crisálida rompía la prisión y en los balcones de la vida alumbraba el sol de los días hermosos. Tiempos alegres en la Chacra Subercaseaux, paseos a la luz de la luna con el primo señalado por fulgurante estrella, ilusión de los quince años, manos que se aprietan, ojos que se clavan furtivos en la sombra, perfume de la primavera.. .

La niña hecha mujer se inició en sociedad en el baile oficial dado para celebrar la reelección de don José Joaquín Pérez, el 18 de Septiembre de 1866. Y del brazo del Presidente penetró esa noche al recinto, ante doble fila de damas y personajes que hacían la reverencia.

En mitad del salón en que los espejos copiaban galas femeninas y oros de entorchados, el Presidente Pérez se detuvo. Acaso el corazón de la niña palpitaba con el vértigo de los sueños en esa hora en que una fantasía miliunochesca parecía realizarse. Las orquestas hacían vibrar las notas de la canción nacional y la banda tricolor lucía en el pecho de su compañero. La niña vestía de blanco y era albo el ropaje de su espíritu. Un caballero se acercó-el caballero de las amorosas ansias y saludando al mandatario, con el rostro radioso como si el fuego de todas las luminarias se reflejase en su amplia frente, pidióle su venia. Sonrió aquél y la niña se deslizó por la sala en brazos de Vicuña Mackenna.

La orquesta tocaba los compases del «Hermoso Danubio Azul».

 

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Notas

183

Era hijo de don Bernardo de Subercaseaux y de doña Juana Bretón, cuya residencia familiar se encontraba en la ciudad de Dax, próxima a Bayona. Don Francisco Pascal vino a Chile en 1754 y se casó el 31 de Mayo de 1787 con doña Manuela Mercado y Corvalán. Don Ramón; hijo segundo de este matrimonio, nació en 1790. (Archivo Vicuña Mackenna, Volumen 165).
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184

Durante la guerra de España con Inglaterra hizo artillar a su costa el puerto de Coquimbo. Con frecuencia ayudaba de su peculio a los mineros pobres, favoreciendo la industria cuanto le era posible.
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185

En un informe del general Francisco Javier de Ossa se lee: «Con motivo de una peste general que hubo en todo el reino, llegó a tal término su amor y caridad para con los pobres enfermos, que no reservó para su asistencia ni aún la ropa de su lecho, dis-tribuyéndola entre los que carecían de ella, acogiendo en su propia casa de habitación a los que, flechados por el accidente e instigados de la necesidad, ocurrieron a ella, y éste, sin otro fin que el de ejercer la caridad para con ellos, les asistía y servia personalmente, suministrándose a sus expensas todos los alimentos precisos hasta su total convalecencia ». (Arch. Vicuña Mackenna, Vol. 165).
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186

Ramón Subercaseaux: Memorias de 50 dilos. Santiago, 1908.
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187

Murió el 30 de Octubre de 1859.
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188

Ramón Subercaseaux, obra citada.