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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo XLIX

En Diciembre se trasladó Vicuña a la casa de su suegra, en la calle de Huérfanos. Y a principios de Enero de 1870, con propósito de atender la salud de su compañera, quebrantada en los últimos meses, se embarcó en Valparaíso, camino del Estrecho.

Comenzaba su cuarto viaje.

El barco se detuvo en Montevideo, la ciudad de las mil hermosas colinas, y allí tomaron los Vicuña el Amazonas. El crucero debía parecerles interesante. Breve permanencia en Río Janeiro, azotada por epidemia de fiebre amarilla. Un paseo por Lisboa. Cinco días de cuarentena en Burdeos. Y luego París, en el mes en que revientan en follaje los árboles de los Campos Elíseos.

Nuestros viajeros se sumen en la vida de la capital latina. El Segundo Imperio, que conociera Vicuña en los brillantes días de su apogeo, comienza a agonizar. Napoleón ha envejecido y M. Ollivier se prepara a lanzarse con «corazón ligero» en la aventura de una nueva guerra. Los escándalos se suceden. El proceso del príncipe Pedro Bonaparte, a consecuencia del asesinato de Víctor Noir, apasiona a las gentes. ¿Y Morny, el viejo Morny que paseara insolente las hortensias de su escudo por las calles de San Petesburgo? Tiempo hacía que era del país sin límites, al cual partiera llevando en su equipaje la última esperanza del Imperio. Había aconsejado la paz, como aquel conde de White en la Rusia de 1914. Pero en vano.

Cuando en los palacios de los césares se proyectan las palabras del relato bíblico, el murmullo de los cortesanos ahoga las voces amigas.

Vicuña Mackenna toma la pluma y traza su primera correspondencia que llevará al pie la firma de San Val -hecha de las primeras sílabas de los nombres de Santiago y Valparaíso, sus ciudades amadas- con la cual signaría todos sus despachos de guerra y de paz.

Los ojos de Vicuña registran París. El espíritu es otro. Algo hay de extraño en la ciudad todavía imperial. «Qué profusión de vida he encontrado en estos pueblos, -escribía a su suegra el 7 de Marzo- qué abundancia de placeres, qué alegría en todos los ánimos! París está transformado y el que yo conocí hace 15 años no es sino una sombra del presente.

Y en carta de 13 del mismo mes: «Después de haber vivido una semana en el Gyand Hotel, donde nos salteaban como a príncipes, nos hemos mudado a un hotel de familia muy cómodo y tranquilo en el Boulevard Haussman y sobre la plaza en que está el monumento expiatorio eregido a Luis XVI y María Antonieta». Más tarde se trasladará al Hotel Louvre, próximo a las Tullerías. Desde allí, en más visible palco, podrá asistir al apasionante espectáculo de la decadencia bonapartista.

La pluma de San Val no descansa. Las correspondencias se siguen unas a otras y los lectores de « El Mercurio» las devoran. Ayudarán con su producto a costear el viaje, pues el suyo, según propia confesión, fué «salario no de corresponsal sino de rey» (204).

El invierno es duro. El sol hace tardías apariciones, pero París continúa alegre. «París está alegre para los que quieren alegrarse», escribe a doña Magdalena Vicuña, con ansias nostálgicas del terruño. Acaso presiente que Santiago aguarda su acción transformadora. Y entre tanto escribe, escribe. Concurre a las sesiones del parlamento, recoge las emociones del palacio y de la calle, recuerda a Monvoisin, el pintor de las viejas abuelas, hace crítica de letras y de arte.

El imperio continúa derrumbándose. En vano ganará el plesbicito. El soberano, cuyos sueños de unidad y reconstrucción de nacionalidades se han ahogado en sangre, ignora que las dictaduras ganan siempre las elecciones y los plesbicito y en apariencia se muestran fuertes aún en la mañana del día del derrumbe. Vicuña detesta el sistema dominante, abomina de monarcas y cortesanías. La República habita en él. Comenta: «A nuestro juicio la única esperanza seria de rehabilitación que germina todavía en el alma y en la inteligencia de la Francia, está escondida en el corazón de ese pequeño grupo de hombres animosos y esforzados, que sin dar treguas a las imposturas y a los errores del imperio, lo han combatido día a día durante veinte años».

La República está próxima. Su espíritu la advierte. Y sin embargo desde los balcones de su hotel puede ver a la emperatriz Eugenia, a Napoleón y al príncipe imperial. Los fantasmas aún tienen consistencia. Doña Victoria sale a tomar el sol llevando en brazos a Blanca, que tiene ya dos años. En los jardines, abiertos al público, la belleza de la niña despierta la atención y la emperatriz se detiene en su paseo para acariciarla. Las dos señoras se miran y cambian saludos sonrientes. Son madres. Y Eugenia de Montijo, joven aún, se aleja envuelta en sedas y en gracia. ¡Pobre mujer! ¿Sabe, tal vez, que sus ambiciones maternales no tardarán en conducirla al abismo? El destino la aguarda y sobre las Tullerías, que pronto no serán sino un montón de ruinas humeantes, flota la sombra de Némesis.

París se agita y las veladas y las fiestas de corte se suceden. Los teatros y los restaurantes están repletos de público. Las mujeres danzan y los hombres se embriagan. en una infinita sed no satisfecha. Nunca pareció más encantadora la vida parisina que en esos días que precedieron a la catástrofe. Conciertos, espectáculos, exposiciones. Ofembach domina en. Los bulevares con los alegres ritmos que subrayan los pies de las bailarinas y en su gabinete de Berlín el príncipe Bismark clava sus ojos en las fronteras del Rhin.

Una de las visitas que impresionan más gratamente al viajero, sirve de tema a una de sus correspondencias. Ha sido a una modesta casa del bosque de Bolonia, en que habitara Lamartine, el escritor predilecto que encendió las emociones y las rebeldías de su mocedad (205).

Y Vicuña escribe: «Cuando los grandes espíritus que habitan la tierra emprenden su eterno vuelo, no lo llevan todo consigo. Algo queda en su nombre, en su morada, alrededor de su tumba. Lamartine, con esa poesía misteriosa del genio, que prestaba a cada una de sus frases el alcance de una definición o la armonía de un cántico, decía que los países eran sólo sus grandes hombres. Yo siempre he creído en esa definición sublime de la patria y de la gloria, y donde quiera que el destino haya empujado mis pasos, mi primera salutación del alma al pisar las fronteras grandes y pequeñas de mi peregrinación forzada por el mundo, ha sido a sus grandes memorias: en Italia, a Miguel Angel y Galileo; en la América, a Franklin y a Fulton; en España, a Cervantes y a Quevedo; en Francia, a Montesquieu, a Pascal, a Descartes, a tantos grandiosos monumentos del ingenio humano encarnados en un nombre». «En cuanto a los contemporáneos, su aureola es menos prestigiosa y menos vivida: ilumina pero no deslumbra. La etiqueta social, el orgullo de las personas, el egoísmo de todos levanta tantas banderas en derredor de esas figuras palpitantes, que se prefiere mirarlas de lejos y se les ama mejor cuando ya han pasado».

Antes de despedirse el visitante dice a la pobre heredera del grande hombre que él se constituye en esos momentos en el representante de todos los que en su patria aman la gloria, la poesía y el infortunio. «La amable señora -cuenta- se dignó acompañarme hasta la puerta exterior del jardín, y allí, tomándome la mano entre las suyas, me dijo por único adiós estas palabras: ¡Cuán dulce es pensar que allá.. . tan lejos.. . hay quienes aman a los que aquí ya están olvidados!».

El 30 de Abril firma en Dieppe, camino de Inglaterra, su última correspondencia escrita en Francia. A comienzos de Mayo los Vicuña Subercaseaux se encuentran en Londres, sumidos en la niebla primaveral. Vicuña no la visitaba desde 1859 y no halla novedad. Inglaterra se mueve con lentitud. Sus instituciones son macizas y la fuerza de la tradición pesa enormemente. Con todo hay seriedad en las ideas y en los hombres encargados de servirlas. El parlamento le da sensación de gentlemens reunidos. «Diez horas diarias de trabajo -escribe- Sueldo, ninguno! Esperanza de empleo oficial ni la más remota, porque es sabido que en Inglaterra la incompatibilidad de la representación popular y del presupuesto es absoluta. Ni siquiera una taza de te, sin que sea preciso pagar por ella. ¡Un hurra a la Inglaterra!».

Después de corta estada, durante la cual visita. con detenimiento la biblioteca del Museo Británico, Vicuña se dirige en busca de climas para la delicada salud de su compañera. A mediados de Mayo se detiene en Bruselas, desde donde se lamenta de no poder servir con más eficacia a su país. « Desgraciadamente, escribe, sólo puedo servir desde lejos a mi suelo, robando leves ratos a deberes que gravitan más hondamente sobre mi corazón y lo preocupan». Bélgica le atrae, «La Bélgica, por sus cuatro vientos -dice en una de sus correspondencias (206)- no es sino una inmensa chacra, toda plantada, toda verde, toda limpia, hasta de la más humilde maleza». Recorre sus ciudades principales -«desde Ostende a Lieja, desde Courtray a Verviers»- y toma como residencia central la aldea de Spaa.

Cierta tarde visita de nuevo los campos de batalla de Waterloo, con doña Victoria, quien rara vez deja de acompañarlo en sus andanzas y visitas, así sea a museos o archivos polvorientos. Sus impresiones del campo de guerra son diversas de las que sintiera en otra época. Entonces «la sangre corría tal vez con mas vehemencia en las juveniles venas, -escribe- el entusiasmo tenía mas vívido su soplo, la imaginación más anchas sus alas; y confieso que en aquella primera visita me pareció que había oído los últimos clamores de la gran contienda. Esta vez, al contrario, la vista del campo cubierto de fresca verdura, los paisanos que cantaban en sus faenas, en las siembras, las yuntas de bueyes uncidas al arado, la creación en fin, me dominaba con sus encantos irresistibles, al paso que el fragor de la pelea y su ensangrentada tela pasaban delante de mis ojos como si mis sienes estuvieran envueltas en la sábana de una fúnebre pesadilla». Sus ojos se pasean por el campo y evocan los fantasmas lejanos, percibiendo, acaso, el humo de Hougoumont que «ocultó a las columnas en marcha la estrella de las viejas victorias». Todo es humo, vanidad, odio. «Y allí -exclama con acento hondo- volvía a comprender la insensatez y la ferocidad del hombre, que por cualquiera de las mil futilezas que afligen nuestro espíritu, la ambición, el odio, la codicia, se arma contra su semejante y pasa su vida entera en acechar la hora más oportuna para matarle. ¡Y todo aquello se llama la gloria!».

A primeros de Junio se embarca con los suyos en el vapor Friede, en bella excursión fluvial hasta Maguncia en donde visita la casa en que naciera Gutenberg. Sigue a Francfort, ciudad en que le aguardan, en magnífica parada de recuerdos, la casa natal de Goethe y el viejo barrio judío. Continúa la ruta a Baden-Baden, junto a las colinas de la Selva Negra, y allí permanece ocho días tomando aguas. Luego Estraburgo y Luxeil, próximo al Rhin.

Luxeil es el mirador desde el cual el grande artista contemplara la guerra franco-prusiana, redactando las más animadas crónicas que salieran de su pluma.

Todas las excursiones anteriores las había realizado sin prisa. «Porque es preciso que aquí digamos -cuenta con donaire en un Suplemento al «Mercurio», de fecha 22 de Agosto del 70- que esto de visitar en cada ciudad a que se llega, el museo, las iglesias tales, el palacio cual, y ésta, aquélla y la otra curiosidad que os apuntan los guías o los ociosos ciceroni de los hoteles, es tarea para los santos o para los tontos; y por lo que a mí toca más bien preferiría que me dejasen en la primera cama vacante del hospital vecino a la estación del ferrocarril, que el que me lleven al trote y con la lengua de fuera, como suelen andar algunos fieles ingleses, visitando lo que maldita la gana tengo de ver. Siempre me acordaré del vuelco de regocijo que me di en el suelo cuando viajando casi niño llegué a un pueblo de Lombardía donde, al abrir el guía de Murray, que entonces seguía a pie juntillas, con la fe de un inglés, leí estas deliciosas palabras: Aquí no hay nada que ver!»

 

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Notas

204

Vicuña Mackenna.- «Veinticinco mil francos por cincuenta cartas...».
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205

Vicuña Mackenna juzga a Lamartine: «¡Qué abundancia, en efecto; qué colorido, qué riqueza de metáforas, y qué plácida, lánguida, infinita e inagotable armonía en el estilo! Los conceptos, aún sobre los argumentos más vulgares, aún sobre los caracteres más ruines, se desprenden de aquella mágica pluma como cascadas de luz que iluminan sus libros, cuál si cada una de sus páginas fuera un paisaje y cada uno de sus pensamientos un meteoro. Y cuánta, por otra parte, inconmensurable exuberancia en los recursos de la palabra escrita, cuántos giros luminosos, envolviéndose en espirales al derredor de las frases, que de suyo y gramaticalmente son mezquinas, para levantarlas a los espacios como las columnas el pensamiento increado! ¡Cuánta y cuán magnífica sucesión de imágenes! En Lamartine cada figura es un golpe de cincel, cada comparación una sorpresa, cada frase un resplandor. Dirfase de él que, dueño, a virtud de un pacto misterioso con la naturaleza, de todas las pedrerías deslumbradoras que su seno esconde, las va exhibiendo a los ojos del fascinado lector a la vuelta de cada una de sus fojas, como en una serie infinita de armarios deslumbradores».
La envidia ha amargado un poco la vida de Lamartine, pero esa envidia europea es menos acre que la nuestra. Amarga pero no aniquila. En cambio.. . «El cielo de nuestros países-dice Vicuña-no es devorador, ni alimenta reptiles venenosos, excepto la envidia. Y cuando ésta muerde el alma crédula y honrada, las cabezas encanecen mucho antes de su hora».
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206

Una visita al campo de batalla de Waterloo. Spaa, junio 6 de 1870. (Véase Páginas Olvidadas).
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