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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Capítulo V. El Curso de la Revolución. 1810
Documento 3. Parecer del Procurador de la ciudad, don José Miguel Infante, negando la legitimidad del Consejo de Regencia. (Acta del Cabildo de Santiago).

En la ciudad de Santiago de Chile, en catorce días del mes de agosto de mil ochocientos diez años. Los señores del Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento:

Juntos y congregados como lo han de uso y costumbre a saber los que abajo firmarán, presidiendo el muy ilustre señor Presidente Conde de la Conquista, y habiéndose  hecho relación del expediente relativo al reconocimiento del Supremo Consejo de Regencia nuevamente instalado en la isla de León en que se vieron varios impresos de la Junta Suprema Central que transfirió su dominio en dicho supremo consejo, y oído el dictamen del señor procurador general de ciudad, que a la letra es como sigue:

El Procurador General de ciudad, visto el oficio de remisión que dirige el señor Secretario de la Suprema Junta Central; y los impresos que le acompañó en cumplimiento del decreto de V. S. de 31 de julio último, dice:

Que según el mérito que éstos ministran, el informe que a V. S. pide el superior Gobierno debe versar sobre el reconocimiento que haya de prestarse al Supremo Consejo de Regencia instalado en la metrópoli; la materia es grave, y delicada por su objeto, aunque en concepto del exponente clara y expedita su resolución, si se ha de nivelar por las leyes.

El primer respeto podría hacer vacilar para no abrir un dictamen legal,  pero no al que representa, que se avergonzaría, si tal debilidad hubiese ocupado un momento su ánimo.

Su profesión de abogado le obliga estrechamente a exponer con libertad el derecho en todos los casos que se le exige dictamen acerca de lo que en éste se dispone. En nada debe el hombre proceder más libremente (dice un sabio autor reinícola) que en dictaminar, y suscribir. A esto mismo le compele el cargo en que se halla constituido de pedir y reclamar los derechos del pueblo.

¿Qué infamia no echaría sobre sí, si un punto se separase de la ley con detrimento de ese mismo pueblo?

Un  homicidio, una calumnia grave serían un  crimen incomparablemente menos enorme, y sólo el de lesa majestad podría tener (hablo en el caso presente) alguna analogía, con que perpetrarse, si no sucumbirse a la ley, y manifestase abiertamente su disposición. Pero aún sin estos títulos, bástale ser un individuo del pueblo para deber cooperar eficazmente a que se conserven indemnes los derechos del Rey y del reino.

Cuanto podría extenderme aquí en hacer ver a cada ciudadano, cual debe ser el pueblo para con su Rey, pero el objeto de la vista no me permite hacer esta digresión, contentándome, con remitirme a las sabias leyes del título 15, partida 2, cuya lectura instruirá a cualesquiera (aunque no sea profesor del derecho) en los deberes que en esta época triste, y de confusión es obligado a cumplir.

Así  habla  el procurador, y estas son las estrechas obligaciones que reconoce. ¿Qué dirá volviendo por un instante la vista a vuestras señorías? Bastante considerar que cada uno de V. SS. se ve constituido padre de la patria, y que reunidos  todos tienen la potestad misma del  pueblo. Investidura honrosa, pero que necesita resumir, todo el celo, vigilancia y patriotismo necesarios para salvar la patria en las peligrosas circunstancias que nos amenazan. Qué gloria si V. SS. se hacen acreedores a que la misma patria se les confiese deudora de este incomparable beneficio, y qué baldón si experimenta lo contrario.

Pero pienso que en esta reconvención hago agravio a unos señores regidores, cuyo honor y entusiasmo nada necesitan menos que reanimarlo. Sólo sí permítanme V. SS. como un brote de mi amor patriótico transcribir aquí el precepto que a V. SS. impone el verso final de la ley 18, título 9, Partida 2ª.

"Otrosí, deben ser firmes de manera que no se desvíen del derecho, ni de la verdad, ni hagan [en] contrario por ninguna cosa que les pudiese en de avenir de bien ni mal."

Ya sé que voy a hablar con unos celosos defensores de la patria en quienes el pueblo descansa, y cifra toda su seguridad. En este firme supuesto contraeremos al punto trayendo la materia desde su origen.

Cautivo nuestro Rey el señor don Fernando Séptimo por la infame perfidia de Napoleón, y no habiendo nombrado regente del reino ¿qué debería hacer la nación? No dejaron nuestros sabios legisladores de prevenir este caso.

La ley 3ª título 15, Partida 2ª, resuelve lo que debe practicarse, que es, juntarse todos los mayorales del reino, así como los prelados, los hombres ricos y los nobles, y jurando antes la honra y guarda de su señor, y bien común de la patria, elegir tales hombres, que lo guarden bien, y lealmente en quienes concurran ocho cosas.

No hace a mi propósito hacer mérito de las siete primeras, contraeréme a la octava, que se reduce, a que sean tales, que no codicien heredar el reino. Cuidando, que han derecho a él después de la muerte del Rey y estos guardadores (añade) deben ser, uno, tres, o cinco no más porque si alguna vez hubiese desacuerdo entre ellos, aquello que la mayor parte se acordase, fuese valedero. He aquí un requisito legal con que no se cumplió en la instalación de la Suprema Junta Central.

Debiendo ser los guardadores, uno, tres o cinco, no más (como dice la ley), la vemos compuesta de veinte y tres individuos, según consta de su mismo Real Decreto corriente a foja 1, luego no fue legítima, porque no lo es, ni puede serlo, lo que es disconforme con la ley.

Ni se subsanó este vicio por haberla reconocido, y jurado toda la nación. Las leyes emanan únicamente de la soberanía, y sólo a ella toca el alterarlas, sin que a esto pueda tener derecho, el unánime consentimiento de los pueblos; asentar lo contrario sería vulnerar los derechos de la Majestad.

No se ha ocultado a la misma Junta Central este vicio, y por eso en el capítulo final de su citado Real Decreto, en que transmitió su autoridad al nuevo Consejo de Regencia, expresa ser éste un Gobierno más legal.

Lo mismo asienta la Junta Provisional de Cádiz en su proclama de fojas 4, capítulo 10 en estas palabras:

"Vio la Junta de Cádiz un Gobierno más consiguiente a nuestras, leyes".

Luego, por confesión de una y otra junta no tenía la Central toda la legitimidad que debía: ex ore tuo te judico. Sin embargo, conviene el que representa, que fue virtud esa unánime diferencia con que la nación toda se sujetó a las órdenes de la Junta Central, bajo cuyas acordadas disposiciones ha podido resistir gloriosamente el poder impetuoso de los franceses.

Menos mal es comprometerse a obedecer a una autoridad aunque no esté calificada de legítima, que no obedecer algunas; aunque mejor que todo habría sido (permítaseme esta libertad de opinar propia de mi oficio), que la nación desde los principios de la revolución, se hubiese ajustado a la ley, que no estaba en su arbitrio transgredir.

Dejemos ya lo pasado, acerquémonos a lo del día, que rueda sobre la legitimidad del actual Supremo Consejo de Regencia. Yo opino abiertamente que claudica por varios capítulos. Si la misma Junta Central confiesa, que no residía en ella un Gobierno absolutamente legal, ni consiguiente a nuestras leyes, ¿cómo podría transmitir lo que no tenía?

Nemo dat quod non habet. Ministra también mérito para dudar el desconcepto público en que se hallaba la Junta Central, cuando abdicó el mando en el Consejo de Regencia. Ella misma afirma en el exordio de su citado Real Decreto, el riesgo mortal en que estaba la patria, no tanto por los progresos del enemigo, cuanto por las convulsiones que interiormente amenazaban.

La Provincial de Cádiz nos aclara esta expresión. En el capítulo 49 de su proclama dice:

"Pero la Junta Suprema ya desautorizada con las desgracias, que habían seguido a todas sus operaciones, mal obedecida, perdida la confianza, y llevando consigo el desaliento de su mala fortuna, no tenía manos para obrar, ni pies para caminar".

Y al fin del mismo capítulo:

"El disgusto de los pueblos ya manifiesto en voces, y en querellas anunciaban a la Junta el momento de su cesación inevitable".

De ningún modo estos datos son capaces de inducirme a un concepto contrario a la conducta de los señores vocales que la componían; la fama, y voz pública no constituye, plena prueba, ni aún semiplena en opinión de algunos, pero si es para adminicular, y coadyuvar cualquiera otra aunque sea imperfecta, a este propósito.

En el peligroso actual estado de la nación ¿cuán expuesta no está a claudicar la fidelidad de muchos españoles residentes en la metrópoli?

Dígalo el crecido número de ellos, que abjurando al Rey y a la patria, han reconocido por soberano al intruso José Bonaparte. ¿Pero quiénes se numeran entre éstos? Los que tenían mayor representación y crédito en la nación, tales han sido Mazarredo, O'Farril, Caballero, Morla, Azanza y otros. ¿Y qué les impelió a tan detestable traición?

Únicamente el concepto de que la España no podría resistir el poder de los franceses, que juzgaron incontrastable; inicuos hombres que han querido preferir una vida cubierta de infamia y de oprobio a la dulce muerte que se siente en defensa de la patria, la que acaso por tan viles hijos se ve en su mayor parte sujeta a la cruel dominación del mayor tirano que ha conocido, el mundo.

Vuelvo a mi propósito. Si en los principios de la revolución en que la España estaba casi en toda su integridad, claudicó la lealtad de los españoles, más bien reputados, ¿qué extraño sería, que en el día que está su mayor parte conquistada, adoptasen otros este ejemplo, aunque inicuo y detestable?

Traigo esto a consideración como un adminículo, que concurre, a no hacer absolutamente inverosímil la voz pública de aquellos pueblos contra la Suprema Junta Central, aunque no por esto (repito), creo que el noble corazón de los señores vocales que la componían, fuesen capaz de abrigar una sola idea de infidelidad al Rey, y a la patria; pero sí basta para no asegurarse en lo contrario, deduciendo de aquí, que aun cuando hubiese tenido una representación legítima de la soberanía, como no había todavía sincerado su conducta contra las imputaciones del pueblo, mal podía depositar su autoridad en el Supremo Consejo de Regencia, que instaló.

Mas la Suprema Junta Central trasmitió su autoridad después que el pueblo la había amenazado; y anunciándole el momento de su cesación inevitable; de aquí se infiere que la abdicación que hizo del supremo mando, no fue voluntaria, sino por miedo o fuerza, y esto basta para inducir nulidad en aquel acto según derecho; coincide aprobar esta violencia la proclama que la misma Junta Central expidió impugnando el sistema de regencia, no ha llegado a mis manos; pero personas fidedignas me han asegurado ser efectiva.

Pero aún permitiendo por un instante que la Junta Central hubiese tenido una representación legal (que ella misma confiesa no la tenía); y aun cuando hubiese sido libre, y espontánea la abdicación que hizo de su autoridad suprema, nunca pudo trasmitirla a otros.

Es cierto que su jurisdicción soberana era ordinaria por emanar de la ley; mas aunque ésta pueda delegarse, de ningún modo le es permitido al que la ejerce desprenderse de ella para transferirla en quienquiera. En tanto grado es cierta esta verdad, que ni el mismo Rey tiene tal derecho, si abdica alguna vez su corona, recae ésta por ministerio de la ley, en el pariente más propincuo, y si no hubiese alguno, reasume el pueblo jure devoluto la potestad de elegir Rey; con que si este derecho de abdicar y transmitirla soberanía, no lo tiene el mismo Rey, ¿cómo la Junta Central aún en la hipótesis de ser representación legal podría tenerlo?

Esto sería aceptar que el sustituyente tenía más derecho que el sustituido, es decir, más la Junta que el Rey.

Estos son los fundamentos que me impelen a opinar que el Supremo Consejo de Regencia no es legítimo.

Se podrá decir, que en los señores Regentes concurren las ocho calidades de la ley; y que el defecto de no haberse ajustado los prelados, los nobles, los ricos hombres para su elección, se suple por el tácito consentimiento de los pueblos que los han reconocido; lo primero es cierto, y constante a todo el mundo, y aun cuando su fama y alta reputación no hubiese llegado muy anticipadamente a nuestros oídos, bastaba el que los pueblos de la metrópoli los hubiesen calificado, como lo acredita el justo y debido elogio que hace de sus personas la Junta de Cádiz en su proclama de fojas 4, en la que dice, que vio, al fin el Supremo Consejo de Regencia compuesto de las personas más aceptas a los ojos del público, y en quienes la nación está acostumbrada a respetar, y admirar el celo, la confianza, y la victoria. Lo segundo hace vacilar el concepto; porque no es lo mismo consentir en una autoridad ya constituida, que concurrir a constituirla; menos libertad hay para lo primero que para lo segundo.

Fuera de que no hay todavía constancia de que todos los pueblos de la metrópoli, que están libres de la dominación de los franceses, le hayan reconocido y jurado.

Por todos estos motivos, cree el exponente que el mismo Supremo Consejo no ha tenido a bien expedir su Real Despacho con todas las formalidades que son necesarias para proceder a este acto solemne.

El oficio de remisión nada toca a este punto.

El Real Despacho de la Suprema Junta Central corriente a fojas 1, sólo es un impreso simple, sin fecha, sin firma, sin autorización alguna, a más de esto es expedido por la Suprema Junta Central, cuya deliberación (como he fundado antes), no constituye la legitimidad del Supremo Consejo de Regencia.

Esto supuesto, parece al que representa, que puede V. S. informar al muy ilustre señor Presidente  se  esperen ulteriores, y más auténticas órdenes que emanen del mismo Consejo de Regencia, como es necesario para proceder a su reconocimiento trayendo a consideración, que la Suprema Junta de Sevilla, no obstante haber sido reconocida, y aclamada por muchos más pueblos de la metrópoli, no se juró en los de América; asimismo que debiendo, según lo ordenado por la Suprema Junta Central en su Real Decreto de fojas 1, y ratificado después por los señores regentes, haberse ya celebrado las cortes, las cuales habían de determinar la clase de Gobierno que había de sustituir, no hay para qué deliberar por ahora ese reconocimiento a que acceda el sagrado acto de juramento cuando de próximo se espera el resultado de las cortes.

Pero que en el entretanto, se guarde la misma conducta que observó este pueblo, y los demás de América con la Suprema Junta de Sevilla, uniendo nuestras ideas como entonces con los demás pueblos de la nación, cumpliendo sus encargos, y redoblando nuestros esfuerzos para auxiliarlos con todo género de socorros que demuestren nuestra, constante adhesión a la causa de nuestro adorable Fernando; puede V. S. así acordarlo, o lo que estime más conveniente.

Todo lo que visto y considerado atentamente y advirtiendo el Cabildo la variedad de opiniones del pueblo a quien representan, y consultando el mayor bien de la nación y tranquilidad pública, acordó se informase al supremo Gobierno que por estas consideraciones se reconociese dicho Supremo Consejo de Regencia mientras exista en la Península del modo que se ha reconocido por las demás provincias de España, sin que se haga juramento como otras veces se ha hecho reservadamente; y constando esto para la mayor seguridad, y defensa común. Y así lo acordaron, y firmaron dichos señores de que doy fe.

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