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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Capítulo VI. El Triunfo de la Revolución. La Constitución de la Junta Nacional de Gobierno. 1810-1811
Documento 42. Plan de defensa de Juan Mackenna

27 de noviembre de 1810.

La defensa de un país abraza varios e importantes objetos, algunos en sí al parecer contradictorios, pero de cuya reunión pende la unidad de planes, que es la base fundamental de toda operación militar. Estos objetos pueden dirigirse a la clase de enemigos que tiene o podrá tener el reino, a la situación geográfica de éste, cir­cunstancias locales, y, últimamente, su población y erario.

En cuanto al primer objeto: si en los inescrutables arcanos de la Providencia está decretada la pérdida de España, entonces Bonaparte, dueño absoluto de la mayor y más bella parte de la Europa, cuya población excede de 9.000.000 de almas; libre, igualmente, de todo enemigo continental y aún del recelo de tenerlo, por su reciente enlace con la Casa de Austria, dedicará todos los esfuerzos de su vasto Imperio a la construcción de bajeles y reorganización de su marina, de que sólo puede esperar la reconquista de sus colonias y de lo que más le importa subyugar --la América Española--, país el más interesante del mundo para las potencias mercantiles, no sólo por sus ricas producciones naturales, sino [por]que, es­tando enteramente destituido de fábricas y artes, por­ consiguiente es indecible su consumo de géneros europeos.

Una mirada al mapa de Europa demuestra los inmensos recursos marítimos de la Francia: domina toda la costa euro­pea del Mediterráneo desde el estrecho de Gibraltar hasta el mar Adriático, y siguiendo la que baña el océano desde dicho estrecho, toda la de España, Portugal, Francia, la [de] Flandes, [la] austriaca, Provincias Unidas, los puertos de Hamburgo y Lubec, únicos restos de la antigua formidable Liga Anseática, rematando, por fin, dicha costa dominada en el Báltico; pues aunque los reinos de Dinamarca y Suecia existen, sus reyes están tan postrados a los pies del tirano, como los reyezue­los de Holanda, Betfalia, Baviera, etc., cuyas cadenas, aun­que doradas, no son menos pesadas que las de los nueve millones referidos, que gimen bajo la férula del execrable corso.

Poca meditación se necesita para persuadirse del mucho número de bajeles que en poco tiempo podrán construirse en los puertos y arsenales de todos los países indicados; e igual­mente que por mucha que sea la vigilancia de las escuadras inglesas, no será difícil a las francesas en tan inmensa exten­sión de costas de eludir su [cuidado] y dirigirse con tropas de desembarco a cualquiera provincia de la América, que en su actual estado indefenso sería fácil presa del usurpador. Los indiferentes dirán que Chile por su situación geográfica en un extremo del globo, y por sus defensas locales, será el último país de la América que puede invadir el enemigo. Algún con­suelo para el helado egoísta es ser el último devorado; pero, confesando que la distancia de Europa a Chile es inmensa, y que los Andes por el Este, el desierto de Atacama por el Norte, y el cabo de Hornos por el Sur, son barreras verdaderamente formidables, no es este reino tan invulnerable como se piensa: tiene más costas que defender que ningún otro país del globo de igual superficie, y una costa bañada por la tranquila Mar del Sur, que con tanta propiedad se llama Pacífica, y que, por consiguiente, proporciona un fácil desembarco en cualquier punto. Además, Chile se considera en Europa, y con razón, el país más fértil de la América, por cuyo motivo y por el de la salubridad de su clima, tan análogo a Europa, cualquier ene­migo ultramarino que intentase la conquista del Perú, prime­ramente atacaría a Chile, y desde aquí dirigiría sus operacio­nes contra aquel reino y sus inmediatos.

El reino de Chile, extendiendo sus límites hasta el estrecho de Magallanes, está comprendido entre los 26° 30' y 53° 30' de latitud austral, y entre los 303° 308' de longitud, contando desde el meridiano de Tenerife. Sus confines, como ya hemos referido, son por el Este, la cordillera, por el Oeste la mar, al Norte el desierto de Atacama, y por el Sur el indicado estre­cho, o bien el cabo de Hornos, si se quiere comprender las is­las de la Tierra del Fuego. La naturaleza ha proporcionado a Chile en los majestuosos cerros de los Andes una fortificación natural, y por su larga extensión, única en el mundo; sus pa­sos o boquetes son tan pocos y estrechos, que un pequeño destacamento puede defender el más asequible de ellos contra un ejército. Iguales obstáculos tenemos entendido ofrece el desierto de Atacama a cualquier enemigo que intentase pene­trar el reino por el Norte. Toda la parte austral de Chile al sur del estéril e inútil archipiélago de los Chonos, y conocida con el nombre de tierras magallánicas, es enteramente incóg­nita, si se exceptúa la corta relación de ella inserta en la triste historia del Wager perteneciente a la escuadra de Anson, que naufragó en esta horrorosa costa el año 40 del siglo pasa­do. Defendido, pues, Chile hacia el Este, Norte y Sur por la misma naturaleza, la mejor de las fortificaciones, todos los co­natos y esfuerzos deben dirigirse a defender la costa, de cuyo sólo objeto pende la seguridad del reino.

Cualquiera escuadra que con miras de conquista pase el cabo de Hornos, ha de ser una expedición al menos de segun­da orden, y sus buques de transporte, proporcionados en su nú­mero y capacidad a que la gente esté en tan larga navegación con el desahogo correspondiente, circunstancia precisa, ma­yormente a la Francia, que no tiene establecimiento ni puerto el inmenso tránsito de Europa a esta mar. Luego que la expe­dición haya pasado el Cabo, su primer objeto será apoderarse de algún puerto provisto de víveres y demás necesario para refrescar su gente: los únicos en Chile, y se puede decir en toda la mar del Sur que puedan llenar estos objetos, son las bahías de Concepción, Valparaíso y tal vez Coquimbo, como manifestará la siguiente corta descripción de todos los puertos de este reino, que son, Chiloé, Valdivia, Concepción, Valpa­raíso, Coquimbo, el Huasco y Copiapó. En dicha descripción se insertarán igualmente los ahorros y variaciones que con­sideramos indispensables en su sistema de defensa.

Al doblar el Cabo, el primer establecimiento europeo que se encuentra es el archipiélago de Chiloé, que tiene varios puertos, pero ninguno de consideración, exceptuando a tres, todos en la isla grande, y son, Castro, Chacao y San Carlos, que es el mejor, en donde se halla la sede del gobierno, toda la tropa veterana, empleados, etc. Esta bahía de San Carlos es espaciosa y segura; pero lo tempestuoso de su mar, que en esa altura no merece el nombre de Pacífico, las casi conti­nuas lluvias y, sobre todo, la escasez de víveres, lo hacen des­tino poco apetecible para cualquiera potencia ultramarina. La indicada escasez dimana no sólo de la indolencia de los chilotes, que se mantienen principalmente de marisco, sino tam­bién de la poca feracidad del terreno, que nada produce sin abono y cuya capa vegetal es muy delgada. La guarnición y vecindario de San Carlos consume casi todo el trigo que pro­duce la provincia, cuya población es de 25 a 30 mil almas de raza europea, y de 15 mil indios, que en religión, idioma, traje y costumbres en nada se diferencian de aquéllos. A pesar de los insinuados inconvenientes y nulidades, que en poder de una na­ción rica y activa muchos desaparecían, Chiloé es punto muy interesante a este reino, por hallarse a barlovento de todos nuestros puertos y por ser posesión aislada; de consiguiente, si una potencia ultramarina se apoderase de ella, nos sería muy difícil (sino imposible) desalojarla, por falta de fuerzas maríti­mas, siendo indubitable que el sistema de nuestras relaciones políticas con el Perú ha de variar, y muy luego, lo es igual­mente que en ese caso aquel reino, a quien nada interesa dicho archipiélago, no soportaría como hasta aquí su guarnición y demás ramos militares, cuyos gastos tendrá entonces Chile que sufragar; y de todos modos conceptúan los comisionados que este país no debe desprenderse de tan importante posi­ción, ni permitir por más tiempo que penda de un reino dis­tinto.

Siguiendo la costa de Chile, luego se encuentra el puerto de Valdivia, a[l] que el errado concepto que tiene la Metrópoli de muchos de sus establecimientos americanos, ha graduado como uno de los más importantes de la mar del Sur. Los holan­deses el año de 1643 estuvieron muchos meses en pacífica posesión de este puerto, que abandonaron en vista de su inu­tilidad y que no podían formar alianza con los indios, que con sobrada razón desconfían de todo europeo. De lo que conje­turamos formó nuestro gabinete tan alto concepto de este puer­to, fue de la orden que el ministerio inglés dio a Anson (único que vino con miras de conquista a esta mar), que el primer punto que atacase en esta costa fuese Valdivia, de cuyo puer­to se sabía tan poco en Londres como en Madrid. El único objeto de este establecimiento es su mezquino puerto, en que apenas caben 5, o a lo más 6 embarcaciones: pasado este nú­mero, lo restante de una escuadra tendría que volverse a la mar, donde estaría más segura que en ese peligroso río. Otro inconveniente no menos grave tiene Valdivia, y es la escasez de víveres; pues aunque la colonia de Osorno y llanos adyacentes producen lo suficiente para la guarnición y vecindario de aquella plaza, pasada la cantidad de ese abasto, lo restante necesitan para su propio consumo. El comprobante inconcuso de la esterilidad del terreno de las inmediaciones de Valdivia es que en el siglo y medio que intermedió de su repoblación a la de Osorno, nada adelantó su agricultura: la [sic] harina, char­qui, grasa, sebo, menestras, etc., iban de Valparaíso para la subsistencia de la guarnición. Además, de este puerto y por tierra desde Concepción, se conducían estas especies para ven­der a excesivos precios a los pocos particulares o paisanos que habitaban esa plaza. A los cinco o seis años de la repoblación de Osorno y llanos adyacentes cesó la remesa de estos artículos por uno y otro conducto; pero la agricultura de Valdivia siem­pre permaneció en su primitivo estado. Dirigiéndose desde el puerto por el río hasta Futa, y de ahí por tierra hasta el país llano, no se ven en todo el tránsito más que dos o tres cha­caritas, que sus dueños cuidan con casi el sólo objeto de la sidra o chicha de manzana, único ramo de industria de aquel pueblo. Si se va a dichos llanos por el sendero que desde la inmediación del puerto se dirige a la Misión de Cudico, no se perciben más que inmensos bosques. En Arique y cerca del pueblo hay algunas chácaras que producen bastantes papas y menestras; pero todo su anual producto no sería suficiente para mantener veinte días la guarnición y vecindario. Ade­más, dichos llanos están separados del puerto por la cordille­ra o serranía de la costa, que en esa altura tiene quince leguas de ancho, y cuyas cuestas son tan ásperas y tan cubiertas de espesos bosques, que a pesar del camino que se ha abierto de veinte varas de ancho, está la mayor parte del año casi in­transitable. Como el hombre es la principal defensa del puerto y mayor enemigo de cualquiera que intentara apoderarse de él, la referida serranía le proporciona una fortaleza natural más respetable que todas sus fortificaciones, pues, ocupada por las seis compañías de milicias de Osorno y los llanos, en el caso de invasión, con talas de árboles se hace totalmente in­transitable el camino; y emboscándose después en los espesos bosques que cubren toda la serranía, sino destruyen, al menos pueden impedir y rechazar cualesquiera tropa que intentara internarse. Confesamos que esta fortaleza natural no es inex­pugnable, pero lo es mucho más que los fuertes construidos para la defensa del puerto: éstos, mirados desde el río, presen­tan un aspecto verdaderamente formidable, pero por la gola muchos están abiertos, y todos dominados con padrastros a tiro de pistola; de modo que si el enemigo desembarcara 400 o 500 hombres detrás del fuerte de San Carlos o en la playa del Inglés, que ofrece un fácil seguro desembarco, y se dirigiera al puerto por las alturas, tomaría en detalle todos los fuertes, sin pérdida, por bien defendidos que fuesen. En dichas fortalezas, su guarnición y demás gastos de Valdivia se han ex­pendido desde su segunda fundación a mediados del XVII más de 36.000.000 millones [sic] de pesos, según las cuentas de los ofi­ciales reales de esa tesorería. El actual situado de esa plaza, que se paga del erario del Perú, excede de 140.000 pesos, que en lo futuro se ha de satisfacer de esta tesorería respecto de haber declarado el señor Virrey que no remitirá más dinero a aquella plaza, por cuyo motivo y el de haber puntos en el reino de infinitamente más importancia a que atender, con­ceptuamos preciso disminuir los fastos de dicha plaza, lo que podrá verificarse con suspender toda otra obra de fortifica­ción, en particular la de Niebla, obra hermosa, pero nada ade­cuada a Valdivia; con ceñir la defensa del puerto a sus verda­deros puntos, que son, Chorocamayo y sus avanzadas del Corral y Amargos, y con reducir los fuertes superfluos de los indios, como Alcudia y Quinchilca. La tropa veterana se pue­de reducir de 610 hombres a 300, de los que la mitad debe permanecer en Chorocamayo y sus avanzadas dichas; la de­más es suficiente para guarnecer los fuertes de los indios y cortas atenciones del pueblo, que se reducirán a la guardia del gobernador y la de la tesorería. Cesando las obras de fortificación, cesa igualmente la necesidad de presidiarios en ese destino, que es el peor que se puede elegir en el reino para presidio, respecto que su localidad imposibilita el impedir la fuga de los desterrados. Los demás gastos de esta tesorería, capellanes, etc., etc., se pueden disminuir a proporción de la tropa, con respecto a que la mayor parte de los oficiales de Valdivia son casados. Con la tropa que pase a Concepción o a esta capital a incorporarse en los cuerpos nuevos sólo deben venir los oficiales solteros, y en el caso de ser preciso vengan casados, para indemnizar la pérdida que han de experimentar en abandonar sus casas, consideramos ser justo sean ascendi­dos al empleo efectivo inmediato. Los cañones sobrantes de Valdivia deben extraerse y repartir los necesarios a los puer­tos de Coquimbo, Huasco y Copiapó, donde tenemos entendido no hay cañón alguno de a veinte y cuatro, cuyo calibre es el único adecuado para la protección de los puertos.

Lo que llevamos expuesto acerca de Valdivia choca con la opinión de algunos de esta capital. Nada es más difícil de vencer que una preocupación que tenga a su favor la creencia de siglos: esta capital se ha persuadido [de] que Valdivia era de suma importancia, en vista de los ingentes caudales que se empleaban en su defensa y en la de los exagerados infor­mes de sus gobernadores, los que, a excepción de los cuatro últimos, es demasiado notorio que, olvidados del decoro y sa­grados deberes de su empleo, abrazaban todo el comercio, no habiendo una sola tienda en el pueblo: cuanto más dinero se expendía, más ganancia; por consiguiente, les tenía cuenta que siempre estuviesen construyendo obras de fortificación. Lo indubitable es que Valdivia no tiene ningún fruto de extrac­ción, ni otro objeto que su pequeño puerto de sola capacidad para cinco o seis buques. Éste es el común sentir y es el del célebre piloto don José Moraleda, que tiene tanto conocimien­to de todos los puertos de esta costa, habiendo levantado pla­nos de los más. Pero, demos el caso que quepa duplo número que el referido: nunca podrá ser puerto para una escuadra, sí sólo para corsarios, y éstos tienen otros de esta especie y situados en mejores países, como el Papudo, Huasco, Copiapó y, sobre todo, el importante Coquimbo, que creemos en el día no tenga un soldado veterano, ni un cañón de a veinticuatro para su defensa: abandono verdaderamente lastimoso. El comerciante, cuya actividad e industria tanto contribuyen a mantener el Estado, clama con justicia que sus barcos ten­gan en los puertos la debida protección contra corsarios, que en distintas ocasiones los han sacado de los puntos referidos.

Pero volvamos a Valdivia, cuyo inmenso gasto abruma nuestro corto erario; por consiguiente, ninguna reflexión es demás.

Supóngase que tres o cuatro buques corsarios se apode­ran de este puerto: sus miras han de ser, primera, el incomodar el comercio marítimo de Concepción; segunda, saqueo; y ter­cera, víveres. Para el lleno del primer objeto o mira, mucho más ventajoso es el puerto o la isla de Santa María, en particu­lar en el verano, y bien seguro que el más atrevido corsario sin eminente peligro no navegará en el invierno por las tem­pestuosas costas de Valdivia. En cuanto a miras de saqueo, el triste pueblo de Valdivia nada ofrece que pueda excitar la codicia del corsario, y lo poco que tiene, en dos o tres horas se transporta a los bosques. Menos codicia aún ofrecen sus estériles y despobladas costas. Víveres, ya se ha manifestado la imposibilidad de conseguirlos en ese destino, y si las tri­pulaciones, dejando indefensos sus buques, intentan para su adquisición internarse, se exponen a infinitamente más fati­gas y peligros que los que se les podía[n] presentar en apode­rarse de un barco a su salida de Valparaíso. Aún suponiendo estas tripulaciones dotadas del valor que distinguía los fero­ces filibusteros, que tanto infestaban la América, superan los obstáculos que la localidad y las milicias de Osorno y los llanos les oponen y se apoderan de aquella colonia: en este caso, con facilidad 1.000 hombres de las bien disciplinadas y bien armadas milicias de Chiloé pueden dirigirse a Osorno con un corto tren volante de piezas [de artillería] de a cuatro, de cuyo calibre hay en Chiloé, y que pesa mucho menos que piedras de molino que se han conducido de aquel archipiélago a dicha colonia. Esta tropa puede perseguir el [al] enemigo hasta el mismo fon­deadero, pasando por el indicado sendero que desde la mi­sión de Cudico se dirige al puerto. En el caso de verificar la insinuada incorporación de Chiloé, entonces nos parece que parte de la fuerza que, según este plan queda en Valdi­via, deba pasar a San Carlos, tanto por principio de economía, como para poner aquella importante bahía sobre un pie res­petable de defensa. En el día nada tiene que merezca el nom­bre de fortificación, siendo sus baterías meras obras de cam­paña y a estilo de América, sin defensa alguna por la espalda. Establecido este sistema, la defensa de Valdivia debería depender de Chiloé, de que sólo dista cincuenta y siete leguas. Para este efecto será conveniente poner en Osorno algunas piezas [de artillería] de campaña y cinco o seis de a dos, únicas que pue­den manejarse con facilidad en los bosques y ásperas cuestas de la serranía de Valdivia. Igualmente sería de la mayor im­portancia para la recíproca defensa y utilidad que se asegu­rase la comunicación de Concepción y el archipiélago de Chi­loé, lo que únicamente puede lograrse mediante la repobla­ción de la antigua ciudad de la Imperial, punto céntrico y situado en un país fértil y hermoso. Su inmediación a la costa es igualmente interesante para impedir la introducción de ar­mas de fuego entre los indios, de que han resultado tan funes­tas consecuencias a la América septentrional. Realizado este establecimiento, que tarde o temprano es indubitable se hará, por ser tan opuesta a la felicidad como a la seguridad del reino la independencia de esos indios, entonces toda la fuerza de Concepción podrá caer y desalojar cualquier enemigo que se apoderase de Valdivia; pero no así de Chiloé, por su situa­ción islada, que es el más poderoso motivo que nos anima a proponer se ponga aquel destino en el pie de defensa que exige su importancia. Si se adapta [adopta] la idea que acabamos de insinuar de disminuir más la guarnición de Valdivia, en ese caso la tropa restante debería reunirse toda en el fuerte de Chorocamayo, montaña o cerro saliente que forma el puerto, sin padrastro dentro del alcance del cañón de a veinticuatro de punto en blanco; por consiguiente, no se puede batir en brecha. Si en la cima de este cerro que (como ya se ha dicho) es el verdadero punto de defensa, respecto de pender de él la posesión del puerto, se hubiera construido un fuerte según las reglas del arte, provisto de cisternas para agua, cuarteles y almacenes de víveres y pólvora, y de sola la capacidad necesaria para doscientos hombres, haría o debería hacer, según los verdaderos principios de fortificación, mejor defensa que su actual respectivo número de puntos en que están mon­tados ciento veinte cañones de grueso calibre. Suponiendo que sean sólo ciento, a doce hombres, precisa dotación para el servicio de cada pieza, sólo de artilleros se necesitan mil doscientos hombres, además del aumento que se deberá poner en Niebla si se concluye. Tiene en el día en la batería que mira al río y en su avanzada de diez y nueve a veinte cañones, que requieren doscientos cuarenta artilleros, y a lo menos otros tantos al frente fortificado, de manera que el total de artiller­os ascenderá a mil cuatrocientos cuarenta, y dando a cada batería la que a proporción debe tener de infantería, se verá que, según el actual sistema de defensa de dicha plaza, nece­sita su trivial puerto duplo número de tropa veterana de la que hay en todo el reino, y cuyo gasto no sufragaría todo su erario. En su actual estado, y con el gasto de ciento cuarenta a 150 mil pesos anuales, no puede resistir, según toda probabili­dad, a los esfuerzos de dos fragatas de guerra, en el dictamen del facultativo de esta comisión, y dice que del mismo es el se­ñor comandante de ingenieros del reino. Estamos informados que el señor presidente Amat expuso a Su Majestad acerca de la necesidad de fortificar este puerto, pero reduciendo su defen­sa; que en tiempo del señor presidente Benavides se informó que debía abandonarse y cegar su fondeadero; hemos visto en estos días un extenso y juicioso plan de defensa del reino formado por un militar de esta capital, quien propone abandonarlo; igualmente se nos ha informado que el señor Mata Linares, uno de los mejores oficiales que han venido a Amé­rica, propuso lo mismo al Superior Gobierno, siendo inten­dente de Concepción. Estos documentos, que se dice existen en la Secretaría de Gobierno, deben traerse a la vista para su examen. Concluyamos nuestras reflexiones acerca de Val­divia con proponer que las reformas que indicamos sólo deben verificarse si no viene, como se supone, el situado de Li­ma, pues en este caso a nadie puede caber duda ser preciso conciliar los gastos de aquella plaza con el erario del reino y defensa de los demás puertos de igual o mayor importancia, que en el día están abandonados. Disminuidos los gastos de Valdivia, se disminuirá, por consiguiente, el expendio de los frutos de Osorno y llanos de dicha plaza. Sería sensible de­cayese esa importante posesión, tanto por mantener en debi­da sujeción [a] todos los indios de aquella comarca, como por asegurar la comunicación del Archipiélago de Chiloé en [con] el continente y proveer a la guarnición de San Carlos de víve­res en las escaseces que experimenta. Su Majestad, por la vía del Supremo Consejo de Indias, mandó hace tiempo a la superioridad de este reino informase qué ramo de fomento se podía proporcionar a Osorno, [y] habiéndose pasado el expediente a uno de los individuos de esta comisión, siendo superintendente de aquella colonia, propuso el cultivo del tabaco, que aquel terreno, según experiencia, produce de excelente cali­dad, y lo local de su territorio, rodeado de caudalosos ríos, facilita medios para impedir con poco costo la extracción clandestina.

El puerto que sigue al de Valdivia es la hermosa bahía de Concepción, en que una escuadra enemiga encontrará cuanto quiera y pueda apetecer después de un largo viaje. Los fuertes que la defienden son pequeños, pero suficientes para proteger los barcos que estén a la [al] ancla, que es lo único a que pueden servir, siendo de poca utilidad para la defensa de la bahía. Ninguna potencia extranjera tiene en este mar puerto alguno donde componer sus averías hasta la inmensa distancia de la Bahía Botánica o la Nueva Zelandia; de consi­guiente, el enemigo no entraría en el puerto a atacar y ex­poner sus barcos a los fuegos de las baterías: la prudencia y las máximas militares dictan que en algún punto de la costa a barlovento o sotavento del puerto verificaría el desembar­co, para atacar por la espalda las baterías, que por esta parte, como hemos observado en las de toda esta costa, tienen poca defensa, tanto por abiertas como por estar dominadas.

Inmediato a Concepción entra a la mar el río Biobío, que forma la línea divisoria o frontera de los indios bárbaros: los más de los vados de este río están defendidos por fuertes, que han condecorado con nombre de plazas, aunque los más en poco se diferencian de obras de campaña; de continuo se están desmoronando, por consiguiente, se gastan anualmente sumas de alguna consideración en sus refacciones. Todo sis­tema de defensa debe variar según las circunstancias: estos fuertes eran necesarios durante el primer siglo de la conquis­ta, cuando para cada español había mil; pero siendo en el día mucho mayor el número de aquéllos que el de éstos, consideramos los más de ellos inútiles, persuadidos de que en el caso de guerra los indios nunca se atreverían a pasar el Bio­bío guarnecido por tan numerosos cuerpos de milicias regu­larmente disciplinados y compuestos de la gente más robusta que tal vez haya en América. Admitiendo que estos indios son los más valerosos de todos los indígenas de este continente, pero siempre son indios sin subordinación, armas de fuego ni disciplina; por consiguiente, no pueden pelear con la menor esperanza contra españoles, no siendo éstos, como en la última guerra (según se dice) mal mandados, o como hasta aquí muy desproporcionado el número de combatientes. Se asegu­ra que los expresados cuerpos de milicias han dicho repetidas ocasiones que sólo necesitan licencia, armas y la promesa del Gobierno de algunas tierras para hacer a su costa la conquis­ta de todo el país habitado por dichos naturales. No dudamos que bien dirigidos la verificarían; pero, aunque es evidente cuan perjudicial es al reino la independencia de estos indios, estamos lejos de insinuar se admita semejante propuesta: de­masiado han padecido ya los infelices indígenas; se deben re­ducir sí, pero según los preceptos de nuestra santa religión y principios de la sagrada humanidad. Esta no es época de tra­tar de semejante proyecto, ha de ser obra de una profunda paz; no obstante, se pueden tomar algunas providencias preventivas, como la de instruirles por medio de un enérgico manifiesto las grandes ventajas que les han de resultar del actual sistema de gobierno, el que nada desea más que una estrecha unión con ellos. Y para quitar todo obstáculo a tan benéficas miras, sería conveniente nombrasen (que según la Historia de Chile en otro tiempo habían solicitado) tres o cuatro diputados que tratasen directamente con el Gobierno los medios de estrechar los enlaces de paz y comercio, y si es posible, para lograr la devolución de la arruinada ciudad de la Imperial. A estos diputados, que deben ser los sujetos de mayor rango entre ellos, se les puede señalar algún corto salario durante su mansión en esta capital, que se deberá procurar sea permanente, respecto de que sus personas serán como rehenes y asegurarán la tranquilidad de sus naciones. Es empresa vana el pensar en reducirlos a pueblos, ni nos parece sería conveniente, porque en ellos podían adquirir luces y conocimientos militares que nos serían perjudiciales, siendo demasiado evidente la invencible antipatía que existe entre las naciones de distinto color, y sólo con haciendas y pueblos españoles establecidos entre ellos, se podrá lograr, como en lo demás del reino, que se entrecasen y que con el transcurso del tiempo formen con nosotros una sola nación.

De lo referido se puede, en nuestro concepto, deducir que expresados fuertes son de poca utilidad y que (sirviéndonos de una expresión vulgar) son como poner puertas al cam­po, porque, además de los vados que defienden, tiene el río muchos, por donde en caso de guerra pueden los bárbaros pasar; y siendo tan corta la guarnición de los fuertes, no
se atreverán a salir para atacar [a] los indios, por no dejarlos indefensos. El plan que conceptuamos debe adoptarse para la defensa de dicho río o línea limítrofe, es abandonar los fuertes de Talcamávida, Colcura, Mesamávida, Yumbel y Tucapel, dejando Los Ángeles, igualmente el Nacimiento, Santa Juana, Santa Bárbara, San Carlos, Villacura y Arauco; fosear por ambas orillas todos los vados y aumentar las patrullas de milicias, que en el día, sin gratificación, recorren de noche todo el río para impedir los robos de los indios: servicio que, verificado este plan, harán con infinitamente más gusto, con respecto a que disfrutarán el comercio libre con los indios, al cual los indicados fuertes ponían mil trabas por órdenes particulares de sus guarniciones, que en lo futuro podrán emplearse con menos gastos y más utilidad en la defensa del importante puerto de Concepción; debiéndose anular las indicadas órde­nes particulares, sean de los comandantes o de la Intendencia, y quitar toda traba al tráfico recíproco de ambas naciones.

El excelente puerto de Valparaíso es punto aún más interesante que Concepción, tanto por ser el granero del Perú (de consiguiente, sus numerosos almacenes siempre provistos de víveres) como por su inmediación a la capital. En su fortificación se ha guardado el mismo método observado en Chiloé, Valdivia, Frontera de Concepción, etc., y es abrazar muchos puntos, fortificarlos mal y guarnecerlos peor, siendo, por lo general, tan poca la tropa en cada punto, que su fuerza es más proporcionada a vigías observatorios que a la defensa de fuertes. Cualquier sujeto de la menor inteligencia, al ver tanta batería abierta en nuestros puertos, se persuadirá que el que las proyectó estaba en la firme inteligencia que sólo por el frente eran atacables y que para el efecto el enemigo precisamente había de entrar en el puerto. Las únicas baterías interesantes que tiene Valparaíso, son San Antonio y el Barón, suficientes para proteger los barcos anclados, pero de ningu­na utilidad para la defensa del puerto, el que todo enemigo debe atacar en los términos ya especificados tratando del de Concepción. Ninguna de las baterías de esta costa, a excep­ción de las de Valdivia, tienen hornillos de bala roja, y son indispensables, por ser arma tan temida de las embarcaciones.

No habiendo estado ninguno de los comisionados en Co­quimbo, ni teniendo a la vista plano alguno de su puerto, por consiguiente no podemos hablar de él con la exactitud que exige un plan de defensa. Tenemos entendido que el puerto es bastante seguro y capaz, pero que el país comarcano no es muy abundante de víveres; por cuyo motivo y por estar situa­do a sotavento, en un extremo del reino, no nos parece de tanta importancia como Concepción y Valparaíso, pero sí de la necesaria para exigir se tomen algunas medidas para su defensa, la que en el día se dice estar reducida a una batería de seis a siete cañones de corto calibre y sin guarnición al­guna.

Aún menos conocimiento tenemos de los puertos de Huas­co y Copiapó; pero nos aseguran que, aunque pequeños, son de bastante abrigo, por consiguiente merecen una corta bate­ría cada uno para la protección de nuestros buques que anclen en ellos.

Las islas de la costa de Chile son el archipiélago de los Chonos, despreciable por todos términos, el de Chiloé, de que ya hemos hablado, la isla de la Mocha, en frente de la embo­cadura del río Cautín o Imperial; la de Santa María, a corta distancia de Arauco, y las de Juan Fernández. La isla de la Mocha es un terreno elevado, pequeño, despoblado, sin puerto alguno, por consiguiente de ninguna importancia. La de San­ta María es igualmente pequeña, desierta pero fértil; tiene dos puertos, aunque reducidos, y no muy seguros; ha sido, nos informan, uno de los puntos de reunión de las embarcaciones inglesas empleadas sobre las costas de este reino en el contrabando, corso y pesca de ballena durante la guerra pasada. En las actuales circunstancias, esta isla es poco interesante; pero cuando lo permita el erario, se debe poblar y erigir en ella un pequeño fuerte para impedir sea un refugio de corsarios y contrabandistas. De menos importancia que esta isla es, nos parece, la de Juan Fernández, pues su puerto, según nos han asegurado varios marinos, es tan malo y peligroso sólo la dura necesidad puede obligar a cualquier barco a ir ahí a hacer aguada y refrescar la tripulación. Lo que únicamente hace esa isla (la de Más Afuera no merece mención alguna) algo interesante, es el ser, por lo general, la altura y punto de demarcación de los barcos empleados en la nave­gación del Callao a Valparaíso; por consiguiente, si algún cor­sario se apoderase de ella, podía incomodar mucho a nuestro comercio.

De esta compendiosa pero verídica descripción de todos los puertos del reino y sus islas, se infiere con evidencia que cualquiera expedición enemiga de primera o segunda orden, únicas que pueden venir con miras de conquista, atacaría en derechura a Concepción o Valparaíso, siendo los demás pura­mente puntos accesorios, cuya pérdida poco influiría en la del reino, pues aunque el enemigo se apoderase de Coquimbo, puer­to más interesante después de los referidos, antes que pudiese penetrar la parte fértil de la provincia, había tiempo para re­unir todas sus fuerzas contra él.

Quedando ya especificadas todas las ideas preliminares y accesorias relativas al plan de defensa, pasaremos a deta­llar el particular relativo de los puertos, única parte del reino, como queda demostrado, accesible al enemigo.

La máxima fundamental en la construcción de fortalezas es el graduar el número y magnitud al erario del Estado que las construye y al ejército que las defiende. Para conciliar la defensa de los puertos con este y demás principios de fortifi­cación con el ejército y población de Chile, proponemos, en lugar de las miserables baterías abiertas, que en el día cons­tituyen su única seguridad, concentrar todas sus fuerzas en un solo punto con una batería avanzada, sin cuya posesión nin­gún barco enemigo puede mantenerse en él. En este punto se debe construir un fuerte, como el que detallamos para el cerro de Chorocamayo en Valdivia; pero, atendiendo a la importan­cia de Valparaíso, su capacidad debe ser mayor y suficiente para una guarnición de trescientos a trescientos cincuenta hombres y sus edificios a prueba de bomba. Para la colocación de este fuerte es preciso atender a la localidad de los puertos, que en esta costa están rodeados de alturas: una de éstas que no tenga padrastros a otra altura que la domine debe elegirse para el fuerte en cuestión, pero cuya elevación no sea tanta que la fortaleza colocada en su cumbre esté fuera del alcance de fusil de la batería avanzada. Pondremos un caso práctico que está a la vista de todos. La batería, por ejemplo, de San Antonio en Valparaíso, cuyos fuegos cruzan con los de la batería del Barón, barre, por consiguiente, todo el fon­deadero y sin su posesión ningún barco puede mantenerse en el puerto; pero si el enemigo, dirigiéndose, como hemos dicho, por las alturas, se presenta sobre la que está encima de dicha batería, a pedradas podrá matar cuantos soldados hay en ella; luego, esta altura, que no tiene padrastro y que está adentro del alcance de fusil de la batería de San Antonio, es el punto que elegimos para la colocación del fuerte referido, debiéndo­se peinar el escarpe que lo separa de la batería expresada, al efecto que la fusilería del fuerte defienda los flancos y gola o espalda de la batería; de modo que si el enemigo intentara atacarla por esos lados, sería víctima de su temeridad, y si aún, mediante un golpe de mano y sacrificio de mucha gente, se apoderase de la batería, tendría luego que arrojarse al mar para huir la inevitable muerte que la guarnición del fuerte a su salvo daría a cuantos individuos permaneciesen en ella. Sin embargo de ser filantes los fuegos del fuerte, ayudarían mu­cho a los rasantes de la batería contra cualesquiera embarca­ciones que tuviesen la temeridad de entrar al fondeadero para atacarla. Las tropas, así veteranas como [de] milicias, no necesa­rias para la guarnición del fuerte y su avanzada, estarían me­jor empleadas en un campo volante que en las actuales des­preciables baterías, que tendrían que abandonar luego que el enemigo se presentase por la retaguardia. Este campo, provis­to de artillería de campaña, es una batería volante que coloca­da en un punto céntrico, observa los movimientos de la escua­dra enemiga, ataca sus tropas en el momento crítico y muchas veces decisivo del desembarco; y si lo verifican, se retira a defender los desfiladeros, cuestas y otros excelentes puntos de defensa que ofrece la localidad, no sólo de la costa, sino lo interior del país. En el caso que el enemigo venza todos los obstáculos y se apodere de las alturas, entonces, o el campo se repliega a algún punto entre Quillota y Casablanca, para cortar la comunicación de las tropas enemigas con la interior del país y esperar refuerzo, ínterin el enemigo, para poner en seguridad su escuadra, que es el objeto primario, dedicará to­dos sus esfuerzos a apoderarse del fondeadero, y de consi­guiente, atacará incontinenti el fuerte; pero estando éste forti­ficado según las reglas del arte, por más que se defienda no lo podrá rendir en un mes, tiempo más que suficiente para que todas las fuerzas de la provincia se reúnan contra él. La bahía de Rosa en Cataluña, además de la plaza tiene para proteger el fondeadero un fuerte llamado el Botón, de sólo la capacidad necesaria para trescientos a trescientos cincuenta hombres, pero bien fortificado, provisto de cisternas, almacenes, y en todo parecido al que proponemos para los puertos de este reino. Una división del ejército francés que sitió a Rosa al fin del año de setecientos noventa y cuatro, puso formal y rigu­roso sitio al Botón, que no pudo rendir hasta después de cua­renta días de trinchera abierta: aún entonces la brecha estaba lejos de ser practicable. Si en lugar de este castillo se hubiera, según el sistema americano, rodeado la bahía de baterías abiertas, sus guarniciones, al presentarse el enemigo por la retaguardia, tendrían que entregarse o huir: igual sería la suer­te de las baterías de nuestros puertos.

El indicado sistema de fortificación nos parece el más adecuado a nuestros fondos y poca tropa veterana y el que incontinente debería ponerse en práctica para la defensa de los puertos Concepción, Valparaíso y Coquimbo; pero no per­mitiéndolo la falta de tiempo y actual escasez de dinero, es preciso atenerse por ahora a la defensa de las baterías referi­das y a la de los campos volantes que han de constituir toda la seguridad de los puertos y para cuyas operaciones es pre­ciso hacer un plan parcial de defensa de cada plaza o puerto. Este plan deberá formarse a la vista de planos iconográficos de las fortificaciones y pueblos, y topográficos de las inmediaciones hasta la distancia de siete a ocho leguas del puerto. Estos planes particulares pueden también formarse por el oficial comisionado, mediante prolijos y exactos conocimientos del país hasta la distancia indicada. El primer objeto de este reconocimiento ha de ser el examen de los puntos donde son practicables los desembarcos: para esta peligrosa maniobra se elige siempre una playa dilatada y espaciosa, a efecto que las tropas puedan formarse fuera del alcance de los cañones del campo volante colocados sobre las alturas que por lo general rodean las playas; igualmente se examina si la mar cerca de la orilla tiene la profundidad necesaria para que las fragatas destinadas a colocarse a derecha o izquierda del paraje elegido para el desembarco puedan acercarse bas­tante a tierra para que sus fuegos cruzados enfilen la playa y protejan sus tropas contra los esfuerzos del campo volante. Conocidas las playas para desembarcos, se pueden en el caso de recelo de invasión hacer algunas defensas preventivas, co­mo son, espaldones alternados, hechos de arena y revestidos de salchichones: estas obras, de trivial o ningún costo, respecto que: deben hacerlas los soldados, imponen al enemigo; detrás de ellos puede el campo volante colocar parte de su infantería provista de algunos cañones del mayor calibre del tren, para disparar a cubierto del fuego de los bajeles contra los enemi­gos al tiempo de su desembarco. La caballería del campo se mantendrá fuera de los fuegos de los barcos, y si lo propor­ciona el terreno, en emboscada hasta el momento crítico del desembarco; este momento es el en que salta en tierra la pri­mera división y regresan las lanchas para transportar [a] la segunda; entonces la caballería, antes que dicha división pueda atrincherarse o cubrirse contra su ataque con caballos de frisa, debe a toda carrera, sin formación y en pequeñas divi­siones, para presentar poco frente al fuego de los bajeles, ata­car a la expresada división; y logrando romper su línea, que no será difícil en la confusión del desembarco, cesará el fuego de los bajeles, para no matar indistintamente amigos y ene­migos. Rendida esta división, la caballería se retira con ella; por consiguiente, libre del fuego enemigo, y con este golpe ate­morizaría tal vez [a] la expedición de toda otra tentativa.

El segundo objeto del reconocimiento deberá ser el exa­men con toda prolijidad del país que media de las playas del desembarco al puerto, para elegir las mejores posiciones de defensa y destruir en lo posible todos los caminos, menos uno, por medio de cortaduras o fosos en las angosturas y escarpando las cuestas de más difícil acceso. El camino que queda es para la ida del campo y para su retirada en el caso que los enemigos hayan superado los obstáculos que se le presentaron en la playa. Este camino debe tener tránsitos laterales fáciles para que las tropas y la artillería puedan con rapidez pasar a ocupar las posiciones referidas, como también para abandonarlas y volver al camino en caso forzoso. Se pueden igualmente practicar en las angosturas de este camino, fosos con puentes provisionales de madera, que en la retirada, luego que hayan pasado las tropas, se incendian, teniendo para el efecto cerca del puente alguna fajina seca. La caballería se colocará en las inmediaciones menos fragosas del indicado camino, aunque por lo general es de poca utilidad en la guerra de montaña; no obstante, atendiendo a la bondad y ligereza del caballo chileno y a la destreza de su jinete, se puede em­plear con ventaja en toda especie de terreno. Como sería per­judicial al público el inutilizar los caminos, esta providencia sólo deberá tomarse en el caso de fundados recelos de inmedia­ta invasión.

De poca utilidad es el mejor plan de defensa si el gobernador o jefe destinado para su ejecución se entera solamente de él en su gabinete y desde éste instruye a los jefes subal­ternos de su cumplimiento. Todo militar a quien sea confiado el importantísimo cargo de una plaza o provincia, debe verificar por sí los indicados reconocimientos, cotejarlos con el plan que se le ha entregado y enterar sobre el mismo terreno a sus subalternos de las posiciones que han de ocupar en el caso de ataque. Algunas falsas alarmas que el enemigo intenta de­sembarco, ya en esta playa, ya en aquélla, impondría al jefe si los oficiales estaban bien enterados de sus instrucciones y a los soldados de lo que debían practicar al frente del enemi­go. Esta especie de paseos militares repetidos con frecuencia y a horas intempestivas, acostumbraría [a] la tropa a las fatigas de la guerra, de que no puede formar idea en el monótono se­dentario servicio de plaza, que la enerva y envicia. Todo sol­dado mucho tiempo en un destino contrae relaciones perjudi­ciales al servicio, se casa, tiene su casita y huerta, en fin, sólo en el color de su casaca se diferencia del paisano; y como él, en el caso de ataque, procuraría poner en seguridad [a] su mujer, hijos y muebles, antes de incorporarse en su compañía, no hay precisión que el soldado sea casado; pero sí la hay abso­luta, que no tenga más cuidados que los de sus armas y ves­tuario, que duerma en el cuartel y que esté siempre pronto a ocupar su puesto, y, si es necesario, perecer en él, en cumpli­miento de su juramento y de las sagradas obligaciones que ha contraído con su rey y patria. De cuanto llevamos referi­do en este particular, y que está acreditado por experiencia en todos los países, se puede inferir la poca utilidad de tropa fija; en cuyo concepto, toda la veterana de este reino deba turnar o mudar de guarnición en cada tres o cuatro años.

Los campos volantes del reino deben ser tres: uno en Coquimbo, otro en Valparaíso, y el tercero en Concepción: deberán componerse de los cuerpos más inmediatos a la costa, y su colocación ha de ser en un punto céntrico con respecto a aquellos donde pueden verificarse desembarcos, que (como llevamos expuesto) se realizarán a las siete u ocho leguas del puerto atacado, para no exponer sus tropas a marchas largas en países desconocidos. Atendiendo a los crecidos gastos de dichos campos, sólo se reunirán en actual guerra; pero las órdenes preventivas deben expedirse con anticipación, no sólo [a] los cuerpos que deben formarle, sino también los correspon­dientes para transportar en caso de ataque a lo interior del país los víveres de los almacenes, ganados, etc. La formación en batalla, según la circunstancia del terreno, la colocación de la artillería y caballería consideramos excusado detallar, per­suadidos que el jefe a quien el Gobierno confíe su mando es­tará dotado del talento y conocimientos necesarios para el de­bido desempeño de tan honorífico como importante cargo.

No debiendo depositarse toda la defensa y seguridad del reino en los campos volantes, consideramos de absoluta necesidad la erección de tres cuerpos de reserva en lo interior del país, y cuya organización deberá hacerse en la forma siguiente: Las tres divisiones militares de Coquimbo, Santiago y Concepción, en que (como se dirá después), se reparte el reino para la disciplina y arreglo de las milicias, para la de los ejércitos de reserva, se subdividen dichos departamentos en dos que se llamarán división de la costa y la del interior de los dos cuerpos de Milicias. De aquélla se compondrán los campos volantes, y de ésta los cuerpos de reserva; para cuya reunión, puntos en que deba verificarse, y demás relativos a su organización, se darán las órdenes correspondientes con la debida anticipación. Los ejércitos de reserva tendrán su tren de campaña de mayor calibre que el de los campos volantes, respecto que los movimientos de éstos han de ser más rápidos que los de aquéllos, además toda pieza que pase de a seis no es a propósito para maniobrar en un país de montaña como el de nuestra costa. Toda nuestra artillería de campaña consiste en cincuenta y ocho piezas, y   son veintisiete en Concepción, veinticuatro en esta capital, y siete en Coquimbo, que repartimos en la forma siguiente: diez para el campo volante de Concepción, otros diez que se deben depositar en Chillán u otro punto de la división del interior para el ejército de reserva; las siete restantes se transportarán a esta ciudad, que tanto por ser la capital, como por su población y situación en el centro próximamente del reino, debe tener el mayor ejército de reserva, y debe ser el último punto de defensa, sobre el cual se han de replegar todos los demás cuerpos en el caso de desgracia; por estos motivos tendrá quince cañones del mayor calibre, y el campo volante de Valparaíso diez; quedando doce para los cuerpos volantes, y de reserva de Coquimbo, cuyo número debe aumentarse con algunas piezas de a dos para el servicio del país áspero y quebrado en las cercanías del Huasco y Copiapó. En cada uno de estos puertos debe haber una batería de cuatro cañones de a veinticuatro para proteger nuestro comercio marítimo. Dichos trenes consideramos bastante numerosos, siempre que se pueda añadir tres obuses de a cuatro a cada uno de los campos volantes, igual número de a seis a los de los cuerpos de reserva; esta arma es la más temible que se conoce en la artillería, por unir en las granadas que arroja el efecto de la bala y bomba; además que cargados con metralla su efecto es prodigioso de cerca.

Hemos detallado ya cuanto nos ha parecido conducente tanto a la defensa general del reino como a la parcial de cada puerto; sólo nos resta tratar de la reorganización de las tropas veteranas, de las milicias y su armamento. Principiamos por el cuerpo de Valdivia. Según queda detallado en las fojas de este Informe, dicho cuerpo queda reducido a trescientos hombres, de los que ciento cincuenta se han de emplear precisamente en la defensa del puerto, y tal vez en el día no los tenga por el excesivo repartimiento en tantos puntos. Los trescientos diez restantes de la antigua fuerza total deberán pasar a esta capital para incorporarse en los cuerpos nuevos, o (si se considera más conveniente) a Concepción por estar más inmediata a aquella plaza; pero, sea que vengan a ésta o aquella ciudad, siempre consideramos necesario se entreveren los cuerpos antiguos con los nuevos para la mejor y más pronta disciplina de éstos.

La importancia de la ciudad de la Concepción y su peligrosa situación a tres leguas de la mar y la de su puerto, no necesitan de comento; sin embargo, estamos informados que la guarnición de aquélla asciende a sólo, en, el día, a cien hombres y la de éste a sesenta. La fuerza total de la tropa veterana de aquella provincia inclusa la compañía de artillería asciende a mil doscientos dos hombres que deben repartirse en la forma siguiente: Destacamento de la Isla de Juan Fernández, ochenta. El de Valparaíso ciento veinte. Puerto de Talcahuano, doscientos. Ciudad de Concepción, cuatrocientos, y cuatrocientos veintidós para guarnecer los fuertes de la frontera de indios. La guarnición de la ciudad deberá dar las partidas de Asamblea que necesitan los cuerpos de milicias, y su número se graduará por la práctica establecida en aquella provincia.

La sede de todo Gobierno, sea éste de la clase que fuere, requiere, para su debido decoro y respeto alguna tropa veterana; la seguridad y tranquilidad interior de todo pueblo grande igualmente la exige. Bajo de estos principios propondremos la creación de algunos cuerpos veteranos en esta capital, cuyo objeto o destino no es sólo para su guarnición, sino también para la instrucción de las milicias y destacamentos de Coquimbo, Huasco y Copiapó. [Los cuerpos en cuestión son los siguientes: Una brigada de artillería compuesta de cuatro compañías de la fuerza especificada en el adjunto estado, y de éstas una se destina a Coquimbo, Huasco y Copiapó]  quedando la mayor parte en aquella ciudad para el servicio de su artillería y disciplina de las milicias de este real cuerpo; los oficiales de esta brigada no deben pasar de la clase de alféreces, ínterin no estén bien instruidos no sólo en la parte práctica sino también teórica de su carrera. Seis compañías de Dragones o bien dos escuadrones, cuya fuerza está igualmente detallada en el anexo estado, y cuyo objeto primario es la disciplina de las milicias de la provincia. Con respecto a que trescientos hombres de la guarnición de esta capital inclusa la compañía de artillería, han de permanecer siempre en los destacamentos de los puertos arriba indicados; esta fuerza unida a la que se emplea en la disciplina de las milicias deja casi ningunas para la atención de esta capital, por cuyo motivo, y para la incorporación de la tropa de infantería de Valdivia, consideramos absolutamente indispensable la creación de seis compañías de dicha clase en esta capital, y cuyo número manifiesta el estado adjunto. La fuerza total de los indicados tres cuerpos asciende a mil plazas; de que rebajado el destacamento de Coquimbo, y las partidas, de. Asambleas apenas quedarán seiscientos hombres, inclusa la compañía de Dragones de la Reina para la guarnición de esta ciudad que sólo excede en cien, próximamente a su actual dotación. El gasto anual de dichos cuerpos, incluso el de tres subtenientes de ingenieros, que creemos precisos para los destinos de Concepción, Valparaíso y Coquimbo, monta ciento sesenta y tres mil setecientos ochenta y ocho pesos, de cuya suma hay que rebajar, las cantidades siguientes: treinta y tres mil novecientos veinticinco pesos, prest de la tropa de Valdivia que se incorporará en estos cuerpos; doce mil, del ramo de fortificación de dicha plaza, quedando siempre [tres mil de su antigua dotación para refacciones de las obras]; tres mil que por un cálculo prudencial se ahorran en los empleos de la Tesorería, capellanes, etc., de manera que la reforma en dicha plaza asciende a cuarenta y ocho mil novecientos veinticinco pesos, a cuya cantidad hay igualmente que sumar las siguientes: cinco mil pesos, que resultarán de la reforma en el cuerpo de Asamblea, respecto a que según nuestro plan sólo quedan en él tres comandantes y veinticinco oficiales próximamente entre alféreces y tenientes; once mil quinientos noventa y cuatro, que cuesta el actual cuerpo de artillería en esta ciudad, y que debe incorporarse en la nueva brigada; veintisiete mil ciento sesenta y siete, a que asciende el gasto de las tres compañías de milicias actualmente a sueldo en esta capital y Valparaíso. Todas las cantidades, sin comprender los ahorros de la frontera de Concepción, ascienden a noventa y dos mil seiscientos ochenta y seis pesos, que restados de la suma total de los nuevos cuerpos, todo el aumento de gastos es setenta y un mil ciento dos pesos, suma (que) nos parece trivial en comparación de los importantes objetos que llena; pues con ellos se han puesto todos los puertos del reino sobre un pie de defensa, si no fuerte, a lo menos algo respetable, estando los más de ellos actualmente casi abandonados. Se ha proporcionado, como después se verá, una corta plana mayor a cada regimiento de milicias; y últimamente queda con una competente guarnición nuestra hermosa capital, única en toda la América que no la ha tenido hasta ahora.

Siendo incompatible a nuestro erario la subsistencia de los cuerpos veteranos que exige el reino para su defensa en época tan crítica como peligrosa, debemos para reemplazar esta falta tomar cuantos medios sean asequibles a efecto de organizar las milicias que constituye la verdadera fuerza militar de Chile. Es lástima que la disciplina y armamento de esta tropa no corresponda a su bella presencia, en que puede competir con la mejor de Europa. No es el número sino la calidad de la tropa de que pende el éxito de las batallas y fija las victorias; así nos parece más adecuado a este principio, a la población del reino y medíos de disciplina, un ejército miliciano compuesto de veinte y cinco mil hombre escogidos, a quienes la patria puede proporcionar algunos alicientes para su servicio, que una general indigesta masa de toda especie de gentes que en función de guerra más servirá de embarazo y desorden que de verdadera utilidad. Los cuerpos destinados a la disciplina de las milicias, son, como ya queda especificado, los veteranos de esta capital y Concepción, que repartidos en pequeñas partidas, se dirigen anualmente para ese efecto a los parajes señalados para las Asambleas. Los destacamentos de los puertos pueden también no sólo atender a la instrucción de las milicias de sus respectivas guarniciones o pueblos, sino igualmente a la de aquellas situadas a sus inmediaciones, con cuya providencia se minorarán las partidas que han de salir de las capitales.

Haciéndonos cargo de cuánto se interesa la seguridad del reino en la disciplina de sus milicias, y que ésta es difícil de lograr por el medio indicado respecto de faltarle un principio de actividad perpetua y además una inmediata responsabilidad, de que sólo se puede esperar el efecto deseado. En este concepto nos parece más conducente a tan importante objeto el plan siguiente, que en poco varía lo substancial del anterior.

Dividimos el reino por lo relativo a las milicias en tres divisiones militares, que son Coquimbo, Santiago y Concepción, con un comandante de Asamblea en cada una de fija residencia en la respectiva capital y un ayudante en cada regimiento; éste ha de ser el jefe nato de la disciplina de su cuerpo, de la cual él es solo responsable, y su ascenso ha de depender únicamente de su mal o buen estado, el que se graduará por su comandante e inspector en las revistas de inspección. A sus órdenes estarán las partidas indicadas de Asamblea: y para que no les sirva de disculpa el mal cumplimiento de éstas, le será facultativo con anuencia del comandante de la división de volver a su cuerpo y pedir el relevo de cualquiera individuo de la partida que no cumpla con su deber. Bajo de estos principios es indubitable que el honor e interés del ayudante le animará a poner su regimiento sobre el mejor pie de instrucción, muy distinto del oficial que con su partida ambulante no tiene iguales estímulos, ni puede tener iguales conocimientos locales que él establece. El ayudante deberá residir en el pueblo, que en sí o sus inmediaciones reúne mayor número de tropas de su cuerpo. Dependiendo todos los ejércitos del desempeño del oficial, el de sus soldados que deben ser meras máquinas electrizadas por la voz del que manda; el ayudante pondrá el mayor conato en la instrucción de la oficialidad que verificará personalmente, dándoles para el efecto un cuadernito que contenga el manejo del arma (no el prolijo inserto en nuestras ordenanzas, sino el moderno); igualmente deberá tener una sencilla explicación de las evoluciones precisas para una función de guerra, omitiendo todos aquellos difíciles y complicados que sólo sirven para brillar en la parada. Como la teoría no sirve sin la práctica, los oficiales deberán mandar por turno a sus compañías; pero sólo con el fin de instruirse, pues la instrucción de la tropa estará enteramente al cargo de las partidas de Asamblea. De poco sirve que los soldados estén instruidos, si sus oficiales no saben mandar; cuya obligación aún es más estrecha en los jefes de los regimientos a quienes se debe hacer entender que ya que el rey y la patria les han condecorado con empleos tan distinguidos, deben poner todo esmero en adquirir aquellos conocimientos tan necesarios para el exacto desempeño de sus importantes deberes, y corresponder a la confianza que en ellos han depositado sus conciudadanos.

Respecto que la asistencia de los ayudantes es permanente, lo será igualmente la de las partidas de Asamblea, y así unos como otros emplearán todos los domingos y días de fiesta del año en disciplinar a las milicias; señalando para el efecto el ayudante, de acuerdo con el comandante de la división y el coronel del regimiento, los puntos de reunión más a propósito, bien entendidos que éstos deberán proporcionarse a la fuerza de la partida de Asamblea, y a que la gente no emplee más que medio día en venir y concurrir al ejercicio, no siendo justo, ni lo permite la escasa población del país, que pierdan las atenciones de su agricultura y oficios. En cada punto de reunión nombrará el ayudante dos sujetos de satisfacción, los que por sí, y distinto del parte que da el sargento o cabo de Asamblea, deben remitirle otro semanal en que especifiquen toda la gente que concurra al ejercicio y tiempo que duró, estos partes, como también los de los sargentos de las partidas, el ayudante remitirá mensualmente al comandante de la división, y además será de su precisa obligación recorrer en los indicados días los puntos de reunión que pueda.

La Asamblea del regimiento se verificará una vez al año, y durará por el término de quince días, durante cuyo tiempo se mantendrá la tropa de cuenta del erario a razón de uno y medio real al día, cuyo costo, graduando el número de las milicias acuarteladas, en veinte y cinco mil, importa al año setenta mil trescientos veinte pesos. A los oficiales no se les abona sueldo por el estado del erario, y los caballos de la caballería deben ser mantenidos por los hacendados circunvecinos, que los proveerán de forraje o potreros, graciosamente. Debe tenerse presente que los oficiales siempre han de ser residentes inmediatos a las poblaciones de sus soldados. El predicho gasto puede disminuirse mucho en los casos siguientes: primero, aquellos cuerpos que mediante el ejercicio de los domingos y días de fiesta hayan adquirido una regular disciplina, no necesitarán de Asamblea general, o sólo de cuatro o cinco días para la revista del comandante de división. Segundo, como la principal dificultad en formar un soldado de caballería es el hacerlo jinete, todo chileno lo es excelente; por lo cual, y por ser tan sencillo el manejo de la lanza y de la espada, como también las evoluciones de caballería, no necesitan estos cuerpos casi de la Asamblea: por los mismos motivos, el ayudante de cada regimiento de caballería y su partida de Asamblea pueden a más de las instrucciones de su cargo, hacerse cargo igualmente de la de un batallón. El cuidado de la pólvora y armas, pago de las tropas durante la Asamblea y otras varias menudencias, requiere un detalle por menor, en que la brevedad del tiempo no nos permite entrar.

En cuanto a la disciplina, el comandante de Asamblea es el jefe nato de los ayudantes de su división y demás individuos de este cuerpo, y como tal responsable a la superioridad de su buen desempeño; en cuya virtud tendrá facultades para mudar de acuerdo con el inspector general cualquier ayudante que no cumpla con su obligación. Además de presenciar las Asambleas, debe visitar todos los regimientos de su división, a lo menos una vez al año para examinar el desempeño de los ayudantes, el estado de la disciplina de los cuerpos, el de las armas, repuesto de pólvora, etc., y concluida la visita dar una puntual relación de todo al subinspector. Dependiendo del cuerpo de Asamblea el importante servicio de la disciplina de las milicias, sus oficiales deben ser escogidos y de todo honor; entre los ayudantes debe haber la clase de alféreces, tenientes de capitanes, eligiendo entre estos últimos el más a propósito para comandante de división en las vacantes que ocurran de esta naturaleza. El buen desempeño igualmente de los individuos de las partidas de Asamblea, será el documento más calificado para sus ascensos.

El empleo de subinspector es de absoluta necesidad, y su buen desempeño influirá infinito no sólo en la disciplina de las milicias, sino también en la tropa veterana del reino. Es el jefe inmediato de los comandantes de las divisiones militares; y su principal obligación debe ser inspeccionar cada año cierto número de regimientos, de modo que en el término de cuatro años todos hayan pasado una revista. Nada es más a propósito para aprender el terrible pero útil arte de la guerra como simulacros militares o batallas fingidas que pueden ejecutarse con dos o tres regimientos en cada revista de inspección. Será conveniente que las inspecciones se verificasen cerca de los destinos donde hay trenes volantes para acostumbrar así a la caballería como a la infantería al fuego del cañón, e igualmente sería de desear que hubiese dos o tres cañones en las Asambleas de los regimientos.

La clase y el armamento de las milicias pueden verificarse en la forma siguiente. Se divide el total del ejército en ocho partes, de las cuales cuatro serán de pura caballería armada con lanzas y espadas; dos de Dragones con sable corto, y demás armamento como la infantería, en cuya clase se coloca: una de infantería y otra de artillería. Esta distribución se hace no sólo con relación al genio de la nación y la calidad del país para la caballería, sino también a las grandes distancias que tienen que andar las tropas en una inmensa costa para acudir al punto atacado o de desembarco. Para el armamento del reino se regulan necesarios al menos veinte y cinco mil fusiles, inclusos los que existen ahora en él; cuarenta mil espadas y lanzas para la caballería; y conceptuándose que la pistola no es de absoluta necesidad, se consideran ocho mil pares suficientes por ahora, dejando la compra de las demás para cuando se halle más ventajoso el erario.

Con respecto a que se trata de establecer fábrica de armas, conceptuamos que por ahora debe consignarse el dinero para la más urgente necesidad, que no admite esperas: en esta virtud reputamos necesaria la compra de doce mil fusiles, que al precio de siete u ocho pesos ascienden de ochenta y cuatro a noventa y seis mil pesos; dos mil quinientos pares de pistolas, que reguladas a cuatro y medio pesos, importan once mil doscientos cincuenta y cinco pesos; doce mil espadas, que a tres pesos, valen treinta y seis mil; veinte y cinco mil lanzas (cuya caña o coligüe debe encargarse a Valdivia),  importan veinte y ocho mil ciento veinte y cinco pesos, reguladas a nueve reales cada una. El total de los gastos de armamentos urgentes asciende a la cantidad de ciento sesenta y siete mil trescientos setenta pesos, debiendo agregarse los auxilios de la fábrica de armas, aunque esto corresponde al Estado de los gastos militares permanentes, lo que se recuerda para ponerse entre las pensiones estables.

El vestuario, cuerda, mecha y otras especies, no las cargamos, porque acaso podrán hacerse de lanas y cáñamos trabajados en el país.

Así, por la compra del armamento, que en el día se hace tan difícil por los cuidados de Inglaterra y demás naciones, como para proporcionar artesanos; y otros objetos comerciales y políticos; conviene mandar a Filadelfia y en seguida a Londres, un mismo comisionado de entera satisfacción, no siendo prudente aventurar ni la urgencia ni la importancia de este negocio a contratos difíciles de cumplirse por personas que casualmente aparezcan a estas costas. Creyéndose que puesto en Filadelfia o Washington un comisionado, se le proporcionarán conductores con más seguridad y ventaja, y con mejores partidos en orden a las compensaciones del riesgo y conducción por rebaja de derechos en otros efectos de comercio.

En vista de no haber en el reino ningún establecimiento ni colegio donde los jóvenes nobles que se dediquen a la carrera militar, puedan adquirir los conocimientos tan necesarios en esta noble profesión; creemos precisa la erección de un Colegio Militar para todos los cadetes indistintamente de los cuerpos veteranos del reino; pudiendo servir de modelo para este establecimiento, el colegio de Segovia en aquella parte que sea asequible.

Concluye la comisión con advertencia que todo lo especificado en este Informe, mira en mucha parte como arbitrios parciales, pues el principal consiste en un plan combinado por toda la América española para su defensa general, cuya noticia sola la libertaría de que la Europa maquinase empresa alguna contra la más débil de sus vastas posesiones. Santiago y noviembre veintisiete de mil ochocientos diez.

Juan Mackenna.

 

Nota: Los días en que las partidas de Asambleas no estén ocupadas en instruir las milicias, pueden emplearse en enseñar a sus oficiales sea en sus casas, o en aquellos parajes que el coronel de acuerdo con el ayudante juzgue más oportuno; igualmente a estos parajes pueden concurrir aquellos soldados que por la mucha distancia u otros motivos no pueden asistir al ejercicio los domingos y días de fiesta. Será igualmente de la obligación de dichas Partidas el mantener siempre limpio, y en buen estado el armamento destinado para los cuerpos de milicias; como asimismo asolear de tiempo en tiempo la pólvora para evitar que la humedad la inutilice.

Otra: El coronel de cada regimiento, de acuerdo con el Cabildo y el ayudante, deben nombrar tres sujetos que presencien el pago a los soldados durante la Asamblea.

Otra: Habiendo pedido el señor comandante de ingenieros en el oficio con que el Ilustre Cabildo acompaña este Plan se tengan presentes sus Informes de 14 -y 22 de noviembre; pide igualmente la comisión que se traiga a la vista el primer informe de dicho comandante, en que propone las reformas que deben hacerse en Valdivia, como asimismo los documentos que el facultativo de esta comisión tiene presentados relativos a la defensa del reino.

Fuerza que debe guarnecer esta capital de Santiago de Chile, con expresión del costo mensual y anual que tendrá, según los sueldos y haberes que se le designará:

Infantería, cuya fuerza ha de ser de 420 plazas, divididas en 6 compañías:

6 capitanes a 50 pesos mensuales, 300 pesos.

6 tenientes, a 32, 192 pesos.

6 subtenientes, a 25, 150 pesos.

6 sargentos primeros, a 15, 90 pesos.

12 sargentos segundos, a 2 por compañía, a 14, 168 pesos.

24 cabos primeros, a 4 por Compañía a 12, 288 pesos.

24 cabos segundos, a 4 por Compañía, a 11, 264 pesos.

6 tambores, a 11, 66 pesos.

348 soldados, a 10, 3.480 pesos.

[Sub total] 4.998 pesos.

Plana Mayor

Comandante, que siendo Coronel, tendrá 125 pesos.

Sargento Mayor, 80 pesos.

Ayudante Mayor, 45 pesos.

Tambor Mayor, 12 pesos.

Capellán, 30 pesos.

Armero, 25 pesos.

[Sub total] 332 pesos.

Costo mensual, 5.330 pesos, que multiplicado por doce importan 63.960 pesos.

Real Cuerpo de Artillería con fuerza de 280 plazas, divididas en 4 Compañías:

12 subtenientes, en quienes según la aplicación y disposición que se observe, se irán proveyendo los empleos de capitanes y tenientes, y que ahora sólo gozarán 32 pesos mensuales, 384 pesos.

4 sargentos primeros, a 21, 84 pesos mensuales.

8 sargentos segundos, a 2 por Compañía, a 18, 144 pesos.

16 cabos primeros, a 4 por Compañía, a 14, 224 pesos.

16 cabos segundos, a 4 por Compañía, a 13, 208 pesos.

4 tambores, a 13, 52 pesos.

232 artilleros, a 12, 2.784 pesos.

[Sub total] 3.880 pesos.

Plana Mayor

Ayudante Mayor con funciones de Sargento Mayor, que según reglamento ha de gozar, 52 pesos.

Costo mensual, 3.932 pesos, que multiplicado por doce asciende a 41.184 pesos.

Nota. Que por lo respectivo a esta arma, debe estarse a lo que proponga el señor Comandante de ella, en quien residen los conocimientos necesarios al efecto.

Caballería que debe constar de 6 compañías en 2 escuadrones y fuerza de 300 plazas:

6 capitanes, a 60 pesos mensuales, 360 pesos.

6 tenientes, a 40, 240 pesos.

6 subtenientes, a 32, 192 pesos.

12 sargentos a 2 por compañía, a 15, 180 pesos.

24 cabos a 4 por compañía, a 12, 288 pesos.

6 tambores, a 12, 72 pesos.

258 soldados, a 10, 2.580 pesos.

Plana Mayor

Comandante, que siendo Teniente Coronel, gozará 135 pesos.

Sargento Mayor, 90 pesos.

Ayudante Mayor, 50 pesos.

Tambor Mayor, 15 pesos.

Capellán, 30 pesos.

Armero, 30 pesos.

[Sub total] 350 pesos.

Costo mensual, 4.262 pesos, que multiplicado por doce, asciende a 51.144 pesos.

Real Cuerpo de Ingenieros

3 subtenientes, a 415 ¼ al mes, son al año, 1.500 pesos

Resumen

Infantería: 63.960 pesos al año.

Artillería: 47.184 pesos al año.

Caballería: 51.144 pesos al año.

Ingenieros: 1.500 pesos al año.

[Total]: 163.788 pesos al año.

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