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El Semanario Republicano
Extraordinario.- 5 de Febrero de 1814.
Tercera Carta de Dionisio Terraza y Rejón a Cayo Horacio. Situación de la revolución. Incitación a mayor resolución. Continúa en el extraordinario del 12 de febrero de 1814.

Mi amigo y dueño: Sé que las desgracias del ejército de Belgrano en el Perú te han hecho tal impresión, que lo has puesto flaco, macilento, y aun impertinente, y como la amistad que te profeso no me permite ser insensible, procuro darte el alivio que necesitas, y que verás en esta receta. Mucho siento verte tan postrado, y mucho más que esto suceda a un hombre que aspira al renombre de filósofo; ni siento menos el daño que nos trae a todos tu maldita enfermedad, que es mil veces más contagiosa y mortífera que la fiebre amarilla, el vómito prieto, la viruela, y cualquiera otra de esta clase. Debes, pues, por caridad separarte de la comunicación de tus conciudadanos al mismo tiempo que te pongas en cura, porque si no, en muy breve termino será imposible aguantar la pestilencia del contagio. Ya he visto que algunos amigos nuestros empiezan a manifestarse con los síntomas de la epidemia melancólica, que vas propagando increíblemente, y como nuestros humores se hallan dispuestos en la presente estación para recibir todo el mal que puede venir del abatimiento de las bilis, me temo muchísimo, que en pocos días se hará general la manía melancólica que te tiraniza.

Tu complexión es bastante débil, Cayo amigo, y tu cura debe empezar por fortalecerte el cerebro. La imaginación demasiado viva te presenta unos fantasmas tan horribles, que te sobrecogen, te amilanan y te hacen cometer mil impertinencias. Tan pronto crees ver a Pezuela [3] en medio de sus cañones, vomitando metrallas, granadas y bombas, como se lo presenta el verdugo con todos sus instrumentos de muerte amenazando tu triste gaznate. El Congreso de Praga se lo pone a la vista como si fuese un dragón devorador de las américas: todo es ruina, desolación, muerte y miseria ante tus ojos; en nada piensas sino en buscar medios de esconderte de los furibundos enojados ministros de la Regencia, de Sánchez, de Abascal [4], de Pezuela, Vigodet [5], y de que sé yo de cuantos más. A 1a verdad no puede darse una situación más triste que la tuya; y es preciso confesar que con mucha razón andas cabizbajo y pensativo. ¿Es acaso poco mal estarse un hombre ensayando a morir todos los momentos de su vida? Valiera más que le despenaran cuanto antes, y le quitasen de encima el insoportable peso del miedo, que es el origen de los mayores males. Tanto es esto, Cayo amigo, que te has puesto inconocible: ya no sólo te hallas abandonado de aquellos sentimientos heroicos del republicanismo, sino que aún has perdido el uso de la crítica para raciocinar con acierto. Voy a demostrártelo, para que veas que no estoy equivocado.

Tú no eres ahora como el mayor número de los hombres, que buscan ansiosamente aquellas cosas que desean. Si los demás solicitan noticias favorables, tú las desprecias, y sólo crees a puño cerrado lo que nos es más adverso. La prueba de esto está manifiesta en aquel Semanario donde, pudiendo haber publicado las noticias más tristes para Montevideo, que constaban de la comunicación oficial de Vigodet al Virrey de Lima, fuiste a embocarnos la especie falsa precisamente de una carta particular, en que se decía que había en aquella plaza 6,000 hombres de guarnición [6]. Los oficios de Vigodet son melancólicos: en ellos pinta el gran respeto que le causan las tropas de Buenos Aires, hace el mayor elogio del entusiasmo, valor y disciplina de sus enemigos sitiadores y pondera con asombro la fortaleza, la actividad y los recursos del pueblo glorioso del Río de la Plata; pero para ti tiene más fuerza una carta de un hombre desconocido, que un documento oficial que tienes a la vista. Si esto no es haber perdido la chaveta, o habérsela destemplado con el miedo, digo que yo soy el mayor bolonio de todos los bolonios. Digo lo mismo por las noticias de México y Caracas, que como son favorables, no haces más que apuntarlas con una frialdad suma, y nos llenas los Monitores con noticiones de la evacuación de España, derrotas de Soult y de Bonaparte, y con otras cuantas baratijas que nos hacen reventar la hiel. ¿Esta es la filosofía? ¿Esta es crítica? ¿Esto es tener buena la cabeza?

No, Cayo carísimo, es preciso confesar que lo haces mejor en las letrillas satíricas del Semanario, que en los rasgos políticos del Monitor. A lo menos yo soy de sentir que haces mucho daño a la causa de Chile con dar tanto pasto a tu manía melancólica, y deseara como soy Rejón, que supieras ocultar un poco el terror pánico que vas tomando a las armas de Pezuela y a las derrotas de Soult. Ya sabes que el miedo abulta y acerca los objetos tristes mucho más que si se viesen en el telescopio de Herschel; procura pues defenderte un poco de tu melancolía, y escucha los remedios que te doy.

Considera en primer lugar, Cayo mío, que nuestra causa fue muy ardua desde sus principios; que desde el primer día de nuestra revolución debimos prepararnos para vencer o morir, pues hasta hoy no se han conocido en el mundo otros términos a las grandes empresas que se tientan contra los tiranos. Si se vence con la constancia, con la fortaleza, con el entusiasmo, la obra tiene un fin glorioso, y es alabada por todos los hombres buenos y malos, grandes y chicos. Si se pierde por la cobardía, por la pusilanimidad, por el bajo miedo, no queda animal viviente que no desprecie a los autores de las innovaciones, y el cuchillo, la horca, el verdugo, los calabozos, los destierros y todas las demás cosas funestas son el resultado preciso a indispensable. Para convencerse de esta verdad no se necesita estudiar mucho, ni calentarse la cabeza con registrar los fastos remotos de la historia, basta extender la vista sobre la revolución de nuestra América. En México, en Caracas, en Quito, en el Perú, estamos hartos de ver ahorcados y fusilados a los cobardes que prefirieron entregarse a sus enemigos, a la gloria de morir peleando. En los mismos países hemos visto que los hombres libres, desengañados de su primer error, y agobiados con el peso de una tiranía nueva y más refinada, cuanto más cerca de una conquista, se han despechado y arrostrando furiosamente la muerte, han logrado abatir a los déspotas con doble trabajo del que hubieran tenido al principio. Todo esto lo sabes tú tan bien como yo, pero no quieres aprovecharte de ello. Tú debes saber que si Sánchez, o Pezuela te logran en sus manos, ya sea rendido como un cordero, ya sea después de una honrosa capitulación, te han de hacer representar la tragedia del asesinato del Príncipe de Orange. ¿De qué te servirán entonces las noticias funestas con que te diviertes ahora? ¿De qué consuelo te habrías hecho con el miedo tan anticipado que te tomas? Los enemigos no entienden de las disculpas generales de no sé que, pensé que, entendí que; ellos sólo conocen lo que es miedo, y lo que es buena voluntad, y como deben creer que lo segundo ni puedes tenerles en mucha abundancia, es muy seguro que te hagan echar un par de cabriolas en el aire. Yo, a lo menos, creo que no escaparía de acompañarte, y por esto no me gusta tratar de composturas, ni de capitulaciones.

Es preciso hacer un ánimo resuelto a morir o vencer, y mirar con desprecio e indignación los pasos falsos que presenta el miedo como baluarte de las desgracias. Si queremos parecer dignos de conseguir la libertad, debemos tomar el rumbo opuesto que llevan los esclavos; hacer el ánimo a morir primero, que ceder un punto de la empresa heroica en que hemos entrado; decidirse a no vivir no siendo libres, y sepultarse entre las ruinas de la patria antes que verla hecha presa de un tirano. Pero si en vez de pensar así, sólo tratamos cada uno de huir el cuerpo al comprometimiento, estudiando modos de conservar la vida en cualquier caso, es necesario conocer que no éramos nosotros los hombres que requerían las circunstancias, y que hubiéramos hecho mejor el papel de una monja o de una beata que el de un revolucionario, para quien no debe haber riesgo ni peligro.

Hasta ahora jamás hemos tenido un contratiempo, siendo así que por la misma naturaleza de las cosas debemos haber experimentado a cada paso nuevos contrastes de la suerte, que jamás es constantemente favorable. El proyecto grandioso de dar libertad a unos países que habían gemido tres siglos en la esclavitud más apurada, presentaba desde luego un millón de inconvenientes, entre los cuales la opinión era el mayor. Debíamos conocer desde entonces que habíamos de tener en contra enemigos poderosos; que habíamos de sufrir algunas desgracias, y que si la suerte nos era del todo adversa, no nos quedaba otro recurso que la muerte de los hombres grandes. Nosotros conocimos que la España nos quería mirar todavía como a unos miserables colonos, que debían vivir bajo el yugo de su metrópoli: vimos que las naciones cultas del globo se escandalizaban de la tiranía de nuestros amos, y del sufrimiento cobarde que manifestamos nosotros; quisimos sacudirnos del despotismo, y tomamos el ejemplo de los suizos, de los holandeses, de los americanos del norte, y en una palabra, de todos aquellos pueblos que hoy hermosean las páginas de la historia con las acciones magníficas que dieron por testimonio de su amor a la libertad. Pero cuando tomamos ejemplo de aquellos héroes para sacudir el vergonzoso yugo de nuestros tiranos, debíamos también haber tomado el de sus virtudes, su constancia, su valor, su desprendimiento del interés personal, y todo lo demás que nos falta. Y en esto, ¿qué hazaña hemos creído hacer? ¿Cómo pensamos lograr nuestros fines? Temblando a todas horas, soñándonos en los patíbulos y en los destierros ¿cómo llegaremos al fin de nuestra empresa? ¿O creías tu, Cayo, amigo, que el proyecto de la libertad era lo mismo que un capítulo de frailes, en donde no se arriesgaba el pescuezo? Pobre de ti, si has caído en tamaño desatino, y más pobre, si piensas ahora en granjearte la compasión de los Sánchez y de los Pezuelas con llenar los Monitores de noticias lisonjeras para ellos. Persuádete de que ya estás condenado a costear un día de diversión a los señores realistas, y buscar la defensa por otra menos ridícula.

Yo te aseguro, Cayo de mi alma, que no hallo modo alguno de conservar mi vida en el caso remoto de ser humillado por estos diablos del sistema antiguo; y así como todo hombre sabe que ha de morir, cuando llegue el término de su vida, así yo sé que la mía concluirá con la ruina del sistema de América. Estoy muy conforme, porque aunque no lo estuviera fuera lo mismo, y no trato de otra cosa que de hacer a mis enemigos todo el mal que pueda, mientras viva. Yo sé que morir de un modo o de otro, todo es lo mismo en la sustancia, y que con el convencimiento que tengo de la justicia que defiendo, me sobra para morir tan tranquilo como el que más. Esto es en cuanto a lo funesto; y en cuanto a lo favorable soy también muy opuesto a tu modo de pensar. ¿Quién es el mentecato que piensa que nos hallamos tan apurados? ¿Cuáles son las pérdidas que hemos tenido? Que Pezuela haya ganado dos victorias en el Perú, he aquí todo el mal, todo el susto, todo el desconsuelo de los melancólicos como tú. ¿Y qué tenemos con esto? ¿Se acabaron los recursos? ¿Se acabaron los patriotas? Si todos fuesen como algunos que yo conozco, seguramente todo se habría acabado, y los porteños de Buenos Aires habrían ya capitulado reconociendo la Regencia por patrona, y poniendo su virrey a usanza antigua; pero no somos todos tan débiles, y hay todavía pólvora y balas para hacer nuevos esfuerzos. Buenos Aires se ha visto otras veces en peores circunstancias, y en un abrir y cerrar de ojos ha surgido como el aceite en el agua. México ha sido el teatro de la guerra más sangrienta, y después de miles de desgracias, de miles de derrotas y de miles de muertes, hoy los patriotas son los dueños de todo el país. Caracas ha estado a punto de perderse enteramente: allí hasta la misma naturaleza parece que quiso probar el valor y la constancia de los republicanos [7], pero todo ha cedido al deseo de ser libres. ¿Qué hubiera sido de aquellos tres grandes estados, si todos los hombres se hubiesen convertido en Cayos? Días ha que el Diablo hubiera dado cuenta de todo.

Mas Chile, en donde hasta hoy no ha habido un contratiempo por parte de los enemigos exteriores, ¿qué tiene de amenazador contra tu vida? Que se perdiese todo el mundo; que Pezuela se volviese un brujo, y aniquilase a Buenos Aires; que Calleja [8] dominase a México; que Monteverde [9] sepultase a todos los caraqueños, ¿por eso acaso los chilenos debíamos contarnos con los muertos? ¿Tan poco valemos, que no podríamos esperar del tiempo y de la suerte, que fuesen con nosotros más benignos? O porque los demás hubiesen muerto en la gloriosa lid de la libertad, ¿debíamos nosotros entregarnos como cochinos al carnicero para que nos degollase cuanto antes?   

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[3]

Joaquín de la Pezuela (N. del E.).
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[4] Fernando de Abascal (N. del E.).
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[5] Gaspar de Vigodet (N. del E.).
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[6]

La única referencia que, al menos parcialmente coincide con esta afirmación, es la contenida en el número extraordinario de la Continuación del Semanario Republicano del 10 de Noviembre de 1813.
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[7] Referencia al terremoto del 26 de Marzo de 1812 (N. del E.).
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[8] Félix María Calleja (N. del E.).
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[9] Domingo de Monteverde (N. del E.).
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