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La Inocencia en el Asilo de las Virtudes Drama en tres actos
Acto III

Sala bella y espaciosa

ESCENA I

Faber y Phillip.
Faber aparece arreglando su reloj.

Faber: Son las nueve de la mañana: tiempo hay para todo.

Phillip; Phillip.

Phillip (Responde dentro): Señor (Sale después).

Phillip: ¿Qué mandáis?

Faber: Mañana temprano hemos de partir: arregla esos papeles... ¿No dormiste anoche, muchacho?

Phillip: Leí hasta muy tarde: he comprado un libro que trata de los hombres ilustres de Basilea: tiene láminas muy bonitas. He llorado acordándome de mi condiscípulo Pedro Bernoulli. Qué gratos días pasábamos en de la universidad de Bolonia, hasta que recibí la fatal nueva de la bancarrota de mi padre!

(Se enjuga los ojos).

Faber: No te aflijas; tu eres mi hijo. Sabes que debo la vida a tu buena madre, que me asistió en la fiebre amarilla que me asaltó en la isla de Malta. Sabes que, estando ella para morir, me apretó la mano y me dijo “Cuidad de Phillip; sed padre de este pobrecito”. Sí, Phillip, yo soy tu padre; yo conozco tu honradez, sé cuánto me amas; aún después de mis días, no serás pobre. Te aseguro que si mi Matilde…

(Se enternece).

Phillip: ¿Es alguna hijita vuestra? No: no sois casado... aunque los hombres...

Faber: Tráeme tu libro, Phillip.

(Phillip sale por el libro).

Faber (solo): Todo se conjura para traerme a la memoria a Ester y a Matilde. Parece que me persiguen sus sombras.

(Phillip entra con el libro y lo entrega)

Faber: Bien. Deja arreglados esos papeles.

(Vase Phillip)

(Faber se sienta a hojear el libro y considerar sus láminas).

ESCENA II

Faber solo

Faber: Esta es la emperatriz Catalina II, llorando sobre el sepulcro del sabio Juan Bernoulli. Era destino de los Bernoullis hacer derramar lágrimas, y conducir a la soledad de los sepulcros.

(Sigue hojeando).

Aquí… ¡Qué hermoso está el carro del sol gobernado por Jaime Bernoulli! Éste no quiso casarse; miró con desdén la tierra manchada con infidelidades e ingratitudes.

(Melish aparece en la puerta dando tres golpes con el bastón sobre el pavimento).

ESCENA III

Melish y Faber.

Melish: ¿Anda por aquí mi caro amigo Faber?

Faber: ¡Oh amable Melish!

(Se abrazan tiernamente y toman asiento).

Melish: Llegué ha tres días de Baltimore, y anoche supe que estabais en Filadelfia.

Faber: Cómo os ha ido en vuestra expedición?

Melish: Todo ha sido felicidad. Cuento con el favor de los americanos para la impresión de mis viajes por Norte América.

Faber: La suscripción es segura: sabéis lo que son estos hombres; y la obra es tan interesante y honrosa a todo americano… Contad también con vuestros amigos.

Melish: Mil gracias.

Faber: Según me escribisteis, el estado de la sociedad en el país es cada día más floreciente. La América se presenta en su pudor virginal, y con todas las gracias de la juventud. Son rápidos sus progresos en la civilización, en las ciencias, en la agricultura, artes y comercio. La población se aumenta de un modo prodigioso… Ya se ve: la libertad y la sabiduría de la Constitución hacen milagros. En Pittsburg la población se ha más que duplicado en diez años, y sus manufacturas rinden anualmente un millón de pesos…! En poco tiempo, las riberas del Ohio hasta Pittsburg se han cubierto de poblaciones. Los terrenos parecen todos jardines…

Melish: Y lo que me encanta es que no se alteran, sino que florecen más y más la frugalidad y la inocencia de las costumbres. La emigración de hombres útiles y de familias laboriosas y desvalidas crece por instantes. Todos hallan aquí su patria, y lo que no gozaban en su patria, la libertad y la seguridad, garantidas por leyes paternales e imparciales. ¡Espectáculo asombroso! Las gentes, las familias de diferentes países, lenguas y religiones, viven unidas en imperturbable paz, hermandad y caridad. Todo esto, y los movimientos de Sud América, me persuaden que, bajo los auspicios de la Divina Providencia, el nuevo mundo va a abrir los brazos para amparar a la especie humana, fugitiva de las opresiones de la Europa y aún del Asia.

Faber: Aún estamos en el gran proyecto de formar una vasta colonia de originarios de África, donde los pobres negros vivan libres y contentos gobernados por nuestras leyes y por gobernantes electos por ellos mismos. La legislatura de Virginia está muy empeñada en tan sabia y humana empresa.

Melish: Lo harán los americanos… Tienen grandes hombres, virtudes y riquezas. El cielo los bendice. Ya se ve: ¡cómo no ha de bendecir el cielo al asilo de la humanidad infeliz! Las oraciones de las mujeres de este país, los ruegos y los suspiros de unos corazones tan puros, tan compasivos y religiosos, harán que lluevan las bendiciones del cielo sobre la afortunada América. Os referiré lo que vi y observé en Wallingford, en Harmonía y en Baltimore. Conozco vuestro carácter; os agradará esta breve relación.

Faber: Ojalá os oyese yo hablar desde la aurora hasta la noche.

Melish: “Se reunieron en sociedad las doncellas de la deliciosa villa de Wallingford en el estado de Connecticut. Eligieron a una de ellas para que fuese guardando el dinero que resultaba del cultivo de las hortalizas, que aquella amable sociedad enviaba a vender en la plaza de Hartford. Pasado algún tiempo, la tesorera informó a la sociedad que ya tenía una cantidad de pesos muy considerable. Las jovencitas se juntaron en congreso en el campo para deliberar qué harían de tanto dinero. Resolvieron a pluralidad de votos edificar una iglesia. Lo hicieron; el templo es precioso”. Lo he visto, como leeréis en mis viajes. Me hallé en la dedicación del dicho templo.

Faber: ¡Qué gracia! ¡Si estas criaturas son admirables! ¿Y cómo fue la dedicación del templo?

Melish: Sabéis cuán respetadas son las doncellas en este país; que salen solitas, y que no hay hombre alguno que se atreva a hablarles una palabra. Sabéis también cuán respetada es la propiedad. Ellas resolvieron en su congreso que no asistiesen hombres a su función, exceptuando el magistrado del pueblo. Un hijo de Sud América y yo obtuvimos licencia para asistir por ser extranjeros; pero con la condición de ir con el magistrado, que nos llevó allá junto al altar. Luego las doncellas cantaron con voces de ángeles en inglés el salmo ciento cuarenta y siete, que parece el himno de las Américas. Concluido el salmo, la bellísima joven que presidía la sociedad, se puso en pie; y extendiendo los brazos y elevando al cielo sus hermosos ojos, dijo en tono profético:

Dios bendijo a los pueblos de la América.
El gran Dios es custodio de la patria.
Otras naciones no fueron tan felices.
Alabad al Señor y dadle gracias.

Permanecieron en oración como media hora, hasta que el magistrado dio con el bastón tres golpes en el pavimento y dijo:

“La iglesia queda consagrada al ser Supremo, y cada una puede retirarse en paz”.

Faber: ¡Qué hermoso está todo esto! ¡Seguid hablando!

Melish: Nunca se borrarán de mi menioria los floridos campos, las florecientes fábricas, las habitaciones elegantes, las costumbres cándidas y amables del pueblo de Harmonía.

Sabéis que el sabio y virtuoso Rapp en 1804 condujo a América ciento sesenta familias disgustadas del espíritu intolerante del consistorio luterano de Wurtemberg en Alemania. Ellas se reunieron en sociedad y formaron un pueblo; y en memoria de sus sentimientos fraternales lo llamaron Harmonía. Veréis en mis viajes sus progresos rápidos sus manufacturas, y la riqueza, abundancia e inocencia con que viven en común. La unión de sus matrimonios es inalterable; las doncellas son muy honestas y laboriosas; los hombres sobrios y trabajadores. “Todavía no ha habido un delito que castigar”. Estuvimos en su templo y oímos sus himnos armoniosos.

Al amanecer del día siguiente, escuchamos la voz del centinela de la noche, que dijo: “Llegó la aurora; hemos dado un paso más hacia la eternidad; el tiempo corre, el cielo nos espera”. Entonces el hijo de Sud América saltó del lecho diciendo: “No salgo más de aquí; voy a pedir al señor Rapp que me dé por esposa a una de estas jóvenes admirables”. La conversación entre Rapp y el joven fue así:

¿Sois hombre de bien? --Sí, señor.
¿Creéis que hay un Dios? --Sí, señor.
¿Sabéis trabajar? --Trabajaré.
¿Sois compasivo? –Sí, señor.

¿Amaréis siempre a vuestra esposa y a vuestros hijitos? --Esa es la grande obligación de la naturaleza.

Pues bien: viviréis un mes en la posada para que las señoras se aseguran de la pureza de vuestras costumbres.

En fin, el joven se quedó en Harmonía. Pero la relación va ya muy larga: os fastidiará.

Faber: ¿Cómo ha de fastidiar siendo tan interesante y deliciosa? Continuad.

Melish: En Baltimore, el solemnísimo día 4 de julio, cuando las salvas y las músicas saludaban a la aurora, apareció en la entrada del puerto un buque con una bandera blanca. El buque no se movía. Se vio con el anteojo que la bandera tenía unas letras azules, y que la batía una mujer como pidiendo auxilio. La falúa del gobierno salió a reconocer al buque, y vio que el letrero de la bandera decía: Amparo! Generosa Baltimore!

Faber: ¿Cómo decía?

Melish: (Accionando.). ¡Amparo! ¡Generosa Baltimore!

Subiendo a bordo encontraron un espectáculo muy triste, y oyeron una reltción muy lastimosa. Unas mujeres infelices venían haciendo casi toda la maniobra; había entre ellas algunas niñitas casi desnudas y muertas de hambre; cinco hombres, que venían con ellas, estaban casi moribundos por haber salido heridos. El piloto apenas se podía tener en pie. El buque procedía de las costas de Tierra Firme, huyendo de las crueldades del general español Monteverde. La falúa regresó a dar cuenta. La noticia se difundió por la ciudad. Jamás me pareció más grande que aquel día la compasiva Baltimore. ¡Hubierais visto millares de señoras sobre la playa trayendo vestido y alimento para aquellas pobrecitas! Se embarcaron cuantos pudieron en los botes, fueron a bordo y las trajeron a sus casas. El comercio recibió bajo su amparo a los hombres. Empezaron a colectarse limosnas, y se abrió una suscripción. Fue tal la generosidad del pueblo que a las cinco de la tarde ascendía la suscripción a quince mil pesos.

Faber: He de escribir a Baltimore pidiendo una de esas niñitas. En mí hallará un padre.

Melish: La señora Clara Taylor se hallaba entonces en Baltimore. Como no tiene hijos y es tan rica y generosa, ha traído consigo a dos de aquellas niñitas. Ha dotado a la una en veinticinco mil pesos; y para la dote de la otra cuenta con la generosidad de sus amigos.

Faber: La Clara tiene el corazón de una princesa. Ella ha sido siempre la madre de los emigrados. Ellos le han de levantar estatuas, y han de hacer célebre su nombre sobre el teatro del mundo. Yo dotaré a la otra niñita. No ha de ser la Clara más gente que yo.

Melish: ¿Queréis que os la traiga para que la veáis? Es muy bella y sabidita.

Faber: Yo quisiera ir… Pero he amanecido muy molestado de la gota...

Melish: Voy a traerla: está aquí a un paso…

(Vase).

Faber: Phillip.

Phillip: Señor.

Faber: ¿Supiste del viejo Sobrignoli? Yo no lo veo ni lo oigo.

Phillip: Sí, señor. Un criado suyo me dijo que su enfermedad no es de mayor cuidado… Yo no lo vi. Señor: ¿dicen que es muy rico?…

Faber: No es pobre de trescientos mil pesos. Él es poco escrupuloso. En la última especulación, quedó muy mal conmigo.

(Entra Melish trayendo de la mano a Matilde).

Melish: Os dejo aquí a esta huerfanita. Ella hallará en vos un padre, si escucháis a vuestro corazón.

(Vase).

ESCENA IV

Faber, Matilde y Phillip.

Faber: Sea usted muy bienvenida, señorita… Alléguese usted.

(Se acerca Matilde).

¿Cómo están los patriotas de Tierra Firme…?

Matilde: Dicen que se han perdido por su mala cabeza…

Faber: ¿Usted es de Venezuela?

Matilde: Yo soy alemana.

Faber: ¿De qué parte de Alemania?

Matilde: Del cantón de Soleure.

Faber: ¡De Soleure!…

Matilde: ¿Usted es de Soleure?

Faber: Estuve allí. ¿Cómo se llama usted?

Matilde: Matilde Tell, para servir a Dios y a usted.

Faber (Conturbado): ¿Y tu madre cómo se llamaba?

Matilde: Ester Bernoulli.

Faber (Se asombra y toma en los brazos a Matilde): Dime hijita, ¿dónde esté tu madre?

Matilde: La mataron los realistas.

Faber (Se estremece): ¡La mataron! ¿Cómo la mataron?

Matilde: Había ido al muelle a vender pan con la señora inglesa, que nos tenía en su casa; y vinieron de repente los tiranos y dijeron “Todas estas judías, todas estas herejes son patriotas”, y las mataron a palos.

(Llora).

Faber: ¿Y cómo lo supiste?

Matilde: Unos paisanos nos lo vinieron a avisar; y la hija de la señora y yo nos fuimos huyendo a otro pueblecito.

Faber: ¿A qué vos vinisteis de Soleure?

Matilde: A buscar a mi padre.

Faber: ¿Y cómo te has venido ahora aquí?

Matilde: La inglesita me dijo: “Ya vienen los tiranos y nos han de matar, porque dicen que diz que somos judías, que diz que somos herejes: vámonos a Estados Unidos, allí no nos ha de faltar un pan que comer, porque allí las gentes son muy buenas, ellas nos darán limosna, y con eso arrendaremos unas tierrecitas y sembraremos todo cuanto hay, y criaremos gallinas, e iremos a vender a la plaza, hasta que Dios, Nuestro Señor, nos de un buen marido que nos mantenga.

Faber: ¿Y cómo se llama la inglesita?

Matilde: Margarita Walpole.

Faber: ¿Y dónde está?

Matilde: En Baltimore. Las señoras la van a casar.

Faber: ¿Y tú te quieres casar?

Matilde: Sí, señor.

Faber: Todavía eres muy chiquita.

Matilde: En sabiendo una mujer leer y escribir, ya se puede casar.

(Faber se sonríe y la acaricia tiernamente).

Faber: Tú eres mi hijita; desde hoy me has de llamar tu padre, tu papá.

Matilde: ¿Y no se acordará usted también de la pobre Margarita Walpole?

Faber: Sí, hijita; se hará cuanto tú quieras. -- Phillip.

Phillip: Señor.

Faber: Lleva a este angelito; que la señora de la casa me la entretenga con sus niñas. Vuelve al punto, que te voy a enviar en diligencia a Baltimore.

(Vanse Matilde y Phillip por la puerta de la antesala).

ESCENA V

Faber solo

Faber: Necesitaba respirar... ¡Moriría la pobre Ester! De otro modo, ¿cómo viniera sola esta criatura? ¿Cómo he de dudar de la virtud de una mujer, que, hallándose en país libre y rica, se expone a tan grandes peligros por buscarme? ¡Vivir del trabajo de sus manos! verse reducida a tanta pobreza! ¡Infeliz de mí! ¡Si clamara contra mí al cielo su sangre inocente! Yo procedí con precipitación… me hice juez de mi propia causa, y la soberbia oscureció mi juicio. ¡Es posible que, confiada a la protección del hombre la débil mujer, el hombre haga estudio de deshonrarla, de oprimirla y de hacerla infeliz! ¿Cómo saldré de la incertidumbre, y de las ideas inelancólicas que me afligen? Según sus expresiones, Melish está en el secreto… ¡Maldito sea el secreto!… --Phillip… Phillip.

Phillip: Señor.

Faber: Parte al momento; busca por todas partes al señor Melish… que lo necesito mucho.

(Phillip sale con precipitación y vuelve a entrar)

Phillip: El reverendo doctor Carlos Powell, de Inglaterra.

Faber: Voy a recibirlo.

(Sale y entra con Powell y toman asiento).

ESCENA VI

Faber y Powell.

Faber: No voy a vuestro cuarto con frecuencia por no interrumpir vuestras santas ocupaciones… Yo soy de los que más os aman y os admiran. El domingo nos hicisteis derramar muchas lágrimas con vuestro discurso sobre cómo debemos imitar la misericordia de Dios en hacer bien y en perdonar los agravios. ¡Vuestro estilo es tan dulce, y el cielo da tanta unción a vuestras palabras!

Powell: Sí, amigo, todo lo bueno nos viene de Dios. ¡El hombre que ha de hacer por sí! --Señor: me trae un asunto de importancia. Judas Sobrignoli está en el artículo de la muerte. Este hombre era judío. Ha sido iluminado por el padre de las luces, y hoy al renacer la luz, ha recibido de mi mano el santo bautismo.

Faber: Pues él decía que era cristiano, y cristiano verdadero.

Powell: Ya lo es. Dios lo ha recibido en sus amorosos brazos. Os traigo una carta suya, firmada de su propio puño, y que ha querido que yo también la firmase con dos amigos vuestros y míos. Tened la bondad de leerla.

(Dale una calla que Faber lee en alta voz).

“Filadelfia…, etc.

“Mi amado señor: Estando para comparecer ante el tremendo tribunal de Dios vivo, cuya luz ha alumbrado mis tinieblas os confieso y declaro que todo cuanto dije, e hice que otros dijesen, contra vuestra inocente esposa la señora Ester Bernoulli, fue una atroz calumnia, parto de mi maldad y malicia. Os dejo albacea y heredero de mi caudal, que asciende a cuatrocientos mil pesos; pero os comunico, en esta carta, que mi voluntad es que toméis para vos cincuenta mil, y todo lo demás lo deis a los pobres. Os ruego me perdonéis acordándoos de la misericordia de Dios. Adiós, señor Tell, hasta que nos veamos en el cielo.

Firmado. Judas Sobrignoli.- Juan Melish.- Francisco Gamero.- Carlos Powell.

(Breve silencio).

Faber: ¡A qué hora viene a decir la verdad este hombre! ¡Él ha sido el verdugo de una esposa inocente, de una joven amable!… ¡Qué hipocresía! ¡Qué malicia! ¡Malvado! Vaya (arroja la carta al suelo) a los infiernos con su caudal. Nada quiero de usureros, de ladrones, de asesinos... ¡Perverso!

Powell: Dios lo ha perdonado... Dios lo recibe en su seno paternal… ¿y nosotros no imitaremos la clemencia amabilísima de Dios?

Faber: Señor: yo lo perdono; pero os advierto que no tomaré un centavo de su caudal. He faltado al respeto debido a vuestra dignísima persona… perdonad. Pero la muerte de mi amable Ester… ¡Si acaso…!

Powell: ¡Adorable Providencia! ¿Quién no alabará vuestra sabiduría y vuestros cuidados paternales? Esperad un momento, señor Tell.

(Vase con precipitación).

Faber: Siete años ha que no probaba mi corazón un consuelo tan dulce. Dios anuncia por los labios de este hombre incomparable su verdad y sus beneficios.

ESCENA ÚLTIMA

Powell, Ester, Matilde, Melish y Faber.
(Ester trae de la mano a Matilde).

Melish (Con viveza y en voz alta): ¡Alegría... lágrimas de ternura!

Matilde: ¡Padre mío! Ved aquí a mi madre.

Faber (Corriendo a abrazar a Ester): ¡Amada Ester!

(Se abrazan).

Ester (Ya fuera de los brazos de Faber, lo mira con ternura y dice llorando): ¡Oh, Tell!

Faber (postrándose a sus pies): Yo dudé de tu virtud... Yo creía a tus enemigos... cuando tu ejemplar ternura...

Ester (Levantándolo): Padecimos; hemos sido consolados… Sea bendito el nombre del Señor…

Matilde: Así decía usted, madre mía, cuando salimos a tierra agarradas de una tablita, después que nos estuvimos ahogando en el mar.

Powell: Así es como la omnipotente mano del Ser Supremo defiende y ampara a la inocencia.

Melish: ¡Viva la inocencia feliz en el asilo de las virtudes!