La vida de Mauricio de Nassau, Príncipe de Orange, fue una cadena de combates, sitios y victorias. Embriagado con sus sucesos y fama, deseó desgraciadamente otra corona diferente de la de laurel: no satisfacía su ambición el renombre del Mayor General de Europa, proyectó deslucir la obra de su padre, elevando un trono en el seno de la libertad. Para lograr este designio le era necesaria la cooperación de Barnevelt, pero este republicano aunque amaba a Mauricio, amaba más a su patria, y reprobó de tal suerte un proyecto contrario a la libertad de sus conciudadanos, que Mauricio sólo recibió de su declaración, confusión y vergüenza, la que se mudó luego en odio sanguinario. Por entonces la República, lejos de ocuparse únicamente en consolidar su libertad y su poder, estaba agitada por vanas disputas acerca de la influencia de la divinidad en las acciones de los hombres. Dos sectarios se dividían el imperio de los espíritus, que se habían acalorado tanto que era necesario ser de alguno de los dos partidos. Barnevelt se declaró por el más tolerante; esto bastó para que Mauricio se determinase a abrazar el otro, y llevó a tal exceso el abuso de su autoridad, y su ascendiente sobre los fanáticos, que hizo perecer en un cadalso al republicano más virtuoso que se ha conocido. Mauricio murió más desgraciadamente; el remordimiento, la amargura, y la desesperación lo arrastraron al sepulcro.
La república concedió el estadhouderato a su hermano Federico, que con iguales talentos para la guerra, y una ambición mas oculta, contribuyó a hacer a su patria una de las grandes potencias de Europa. Bajo su estadhouderato la Holanda, antes tan habitada, que solicitó inútilmente a todas las potencias para que la gobernasen con la condición de librarla del yugo y venganza española, obligó a la España a reconocer la independencia de los que llamaba rebeldes.