Excelentísimo Señor:
Luego que recibí cerca de Pilarco [sic] el oficio del General [sic] Mackenna, en que da parte de la memorable acción del 20, y su marcha sobre Talca con todo el ejército, conocí, que no debía hacer más movimiento, que asegurar la división de mi mando, no aventurándola a ninguna acción, hasta que el ejército estuviera sobre las orillas del [río] Maule, en que debía distraer al enemigo para proteger su paso. Para esto pensé replegarme sobre las Quechereguas, hasta tener esta noticia, y recibir el refuerzo que había pedido a la capital; pero habiéndolo consultado con la mayor parte de los oficiales, todos fueron de opinión contraria, manifestándome el disgusto de la tropa, y la mucha deserción que experimentaríamos, exponiéndonos a quedarnos con la mitad de la fuerza, a lo que se agregó la pintura que me hizo don Casimiro Alvarado de una situación 23 cuadras de la ciudad de Talca, en la que podía atrincherarme, seguro de que una fuerza doble no podía destruirme. Todos estos principios me hicieron bastante fuerza y no pensé en otra cosa, que en llegar a aquel punto y mantenerlo hasta las noticias ciertas de la inmediación del General [sic] Mackenna; pero habiendo llegado cerca de la ciudad, conocí, que a tal situación podía poner todas las seguridades dichas por Albano, menos la de hallarse dominante, antes por el contrario estaba dominada por una altura al tiro del cañón entre la plaza y ella. En aquel momento todos los soldados ansiaban porque atacásemos al enemigo, que se hallaba atrincherado dentro de dicha plaza, y lo mismo los oficiales y muchos agregados patriotas de aquellas inmediaciones que me aseguraban la debilidad del enemigo, y su disposición para evacuar la ciudad en el momento en que viera un poco de resolución en mi división. Todo esto me hizo no pensar en atacarlo, porque no tenía un plan formado para ello, y mucho más por hallarse el enemigo perfectamente atrincherado, y con una fuerza mayor que la mía; y sólo intenté amagarle, desplegándole mi batalla colocando la artillería en el centro y la caballería en dos alas a las retaguardias de la infantería, con el objeto de conservarla para el momento de mandarla a atacar por derecha a izquierda en el desorden de la infantería enemiga. En este estado intime la evacuación de la plaza al Comandante enemigo, el que me contestó que tenía un tercio más que mi fuerza, y que estaba resuelto a defenderse: entonces insistiendo todos que era engaño, y que sólo pensaba en fugarse, resolví siempre el amenazarle y marché en batalla hasta una cuadra de las bocas calles, que miraban a la plaza, desde donde conociendo, que el enemigo podía hacer su salida por la derecha de la ciudad, y dejarme encerrado en una especie de ensenada, que hace la ciudad en algunas casas, y huertas, que hay en sus inmediaciones, me hice firme, manifestando, que era excusado el mantenernos de esta suerte, porque el enemigo ya no se iba; donde se me replicó, que siquiera adelantase un cañón con su piquete de infantería a la boca calle a ver que movimiento hacia; y conociendo que en esto nada aventuraba, lo ejecuté, pero en el mismo instante llega a mis manos el oficio de Mackenna que remití a V.E. y el conductor del [sic] él me da la noticia que el refuerzo había pasado el [río] Maule al mismo tiempo que él, lo que mi [sic] hizo tomar la resolución de retirarme, avisado también por el Comandante don Enrique Larenas, que una gruesa guerrilla venía a atacarnos por la retaguardia, pensando en tomar una posición más ventajosa para batirnos a pampa rasa, aunque algunos imprudentes querían que nos entrásemos a la ciudad, en donde estrellados contra sus trincheras, nos hubiera[n] cerrado las bocas calles sin salvar un hombre, y pereciendo la división. Pude al fin ponerme en la situación que quería, y en donde empecé a batirme, porque el enemigo salía por la derecha de la ciudad, y desorganizadamente se sembró por todo el campo, sacando tres piezas de artillería con la que empezó a hacernos sus tiros con bastante acierto, siendo el primero bastante para haber muerto dos hombres, para que la Compañía Cívica se empezase a desorganizar, huyendo vergonzosamente los dos Magallanes que se hallaban en ella, no viendo a su cabeza ningún oficial que la contuviese, y yo juntamente con mi ayudante Rivera, pudimos ponerla en formación, pero ya tan cortada toda la gente, que aún el ruido de nuestro cañón les hacía echarse en tierra, hasta que no pudiendo mantenerlos en su formación, se pusieron en una vergonzosa fuga, observando que algunos oficiales fueron los primeros que dieron el ejemplo, y dejando sola la artillería, ésta se mantuvo haciendo fuego hasta el último momento sostenido por sus valientes oficiales Aldunate y Picarte, los que se retiraron cuando el enemigo estaba sobre ella, y entonces me retiré igualmente con mi Sargento Mayor y mis dos ayudantes; perseguido por una partida enemiga, escapé milagrosamente, con el objeto de caer a [sobre] San Fernando, y reunir [a] todos los dispersos; pero llegando a aquella villa, ya la partida de Bezanilla y Prats, con quienes yo contaba, se había replegado a Rancagua, a donde vine igualmente, y di mis órdenes competentes para que no se dejara pasar a ningún soldado lo que ha sido difícil verificar. Pido a V.E. que se me forme un consejo de guerra para que en él parezcan los esfuerzos que ha hecho, sin que hayan sido bastantes para evitar esta desgracia; pero sí para que conozca lo que el mundo entero que he llenado los deberes de un oficial de honor, y que desea la libertad de su patria.
Dios nos guarde a V.E. muchos años.— Santiago, 3 de abril de 1814.— Manuel Blanco Encalada.- Excelentísimo Supremo Director del Estado.
P.D.
No puedo menos que recomendar a V.E. el valor de los comandantes Larenas, Bascuñán y Plata, de mi Sargento Mayor Díaz, y mis dos ayudantes Rivera y Labbé, y los oficiales Reyes, Thomson, Larena, Palacio Pozo, Allende y Fontecilla, como que me consta por mi vista. Reservando algunos hasta que reciba los partes de los comandantes Bascuñán y Larena; no diciendo nada de la caballería por haberla tenido de retaguardia en sus principios. Igualmente el Teniente de milicias don José Romo, que no teniendo destino se puso a mi lado ayudándome a contener la gente hasta el último momento, en que me salvó la vida.— Blanco.