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Diarios, Memorias y Relatos Testimoniales
Lord Thomas A. Cochrane: Memorias.
Capítulo VI. Vuelta al Callao; Abandono de Lima; Vacilación del general San Martín para ocupar la ciudad; Pérdida del San Martín; Excesos de los españoles; Proclamación...

Vuelta al Callao; Abandono de Lima; Vacilación del general San Martín para ocupar la ciudad; Pérdida del San Martín; Excesos de los españoles; Proclamación de la independencia; Se abroga San Martín el poder absoluto bajo el título de Protector; Mi representación; Su respuesta;  Estado de motín de la escuadra por el descuido en que se la tiene.
Llegamos al Callao el 2 de julio; sabiendo que Lima no podía sostenerse por más tiempo, estando falta de víveres, y que el virrey meditaba abandonarla, creí debía abstenerme de toda demostración que pudiese impedir semejante determinación, y me retiré a distancia del puerto a esperar el resultado, que ya no podía tardar, puesto que el pueblo se había vuelto tumultuoso, y que toda esperanza de socorro por parte de los españoles se había abandonado.

Sin embargo, habiendo sabido el 5 de julio que el virrey estaba haciendo esfuerzos para obtener se prolongase de nuevo el armisticio, me volví otra vez a la bahía con el San Martín, hallándose el O’Higgins ausente de la costa.

El 6 abandonó el virrey la ciudad, conservando, empero, la fortaleza del Callao, cuya guarnición se había reforzado con las tropas que habían evacuado a Lima y depositado en los fuertes gran cantidad de material de guerra.

Con sorpresa de los peruanos y chilenos no hizo el ejército libertador movimiento alguno para posesionarse de la capital, y como las tropas españolas la abandonaran sin dejar gobierno existente, grandes desórdenes se temían, por lo que tuvo el Cabildo que pedir al capitán Basilio Hall, que estaba entonces allí con el buque de guerra inglés Conway, le prestase su asistencia para mantener la tranquilidad y proteger la propiedad pública y privada. Aquel oficial envió inmediatamente una partida de marinos, la que contribuyó a conservar el orden.

Habiendo informado el virrey al general San Martín de que iba a abandonar la capital, éste entró en el puerto con la goleta Sacramento, sin dar, sin embargo, órdenes para su ocupación. El día 7 entró en Lima, sin órdenes, un destacamento de caballería, que el 8 fue seguido por otro de infantería.

Al entrar en el puerto el día 8 me quedé sorprendido de encontrar que el general San Martín no había aún salido de su goleta, aunque ya el ejército libertador estaba entrando en masa en la ciudad, y la ocupación era completa; a bordo se quedó todavía hasta la noche del 10, que fue cuando saltó a tierra secretamente.

Como los fuertes del Callao continuasen en poder del enemigo, me preparé a atacarlos y a destruir las embarcaciones que estaban a su abrigo. Sabiendo la guarnición mis intenciones, el día 11 echó a pique a la San Sebastián, única fragata que había quedado en el puerto, para que no cayese en nuestro poder. Al día siguiente llegaron el O’Higgins, Lautaro, Pueyrredón y Potrillo; de modo que la escuadra estaba otra vez completamente reunida.

Se ha dicho en el capítulo anterior que yo me había apoderado en Mollendo de una partida considerable de granos por haberse roto el armisticio. Teniéndola aún a bordo y hallándose la ciudad oprimida por el hambre, el general San Martín mandó que el trigo, del que había más de dos mil fanegas, se desembarcase en Chorrillos, libre de derechos. Como el San Martín estuviese sumamente cargado, puse reparo en ello a causa de lo peligroso del anclaje, mucho más desde que la sola ancla que había a bordo estaba hecha de los restos de dos anclas rotas amarradas juntas; pero de esta objeción no se tuvo cuenta, y, como lo había previsto, aquél varó en la costa de Chorrillos, en donde, por la fuerte mar de leva que sobrevino, se fue a pique.

El 17 recibí un convite del Cabildo para ir a visitar la ciudad, y al desembarcar noté se habían hecho preparativos para dar a esta visita el carácter de una entrada pública, habiéndose preparado carrozas con diputaciones de las diversas corporaciones. Encontrando que tal era el caso, rehusé entrar en Lima de un modo tan ostentoso, puesto que el general San Martín había entrado en ella de noche y secretamente. Me ví, sin embargo, obligado a dar una especie de besamanos en palacio adonde concurrieron a felicitarme las autoridades y los principales habitantes. El general San Martín rehusó asistir a esta demostración de felicitaciones, quedándose en La Legua, casi a medio camino entre Lima y el Callao, donde había establecido su cuartel general, creyendo, probablemente, que semejantes honores eran prepósteros para uno a quien él podía, como capitán general, considerar su subordinado y con tanta más razón cuanto que no le habían ofrecido el mismo cumplimiento.

Al siguiente día mandó el general San Martín crear una guardia cívica en lugar de la guardia española que había evacuado la capital, nombrando comandante de ella al Marqués de Torre Tagle. Al mismo tiempo el general retuvo consigo todo el ejército libertador, que si se hubiese enviado sólo una porción de él en perseguimiento de los españoles en retirada, la mayor parte de ellos hubiesen corrido a protegerse bajo el estandarte de la Patria. Después se supo que el coronel Rodil, que los mandaba, fusiló a un gran número en el acto de desertar, las guerrillas patriotas mismas, sin ser ayudadas habían derrotado a los que permanecían unidos; de modo que si se hubiese enviado una división del ejército libertador para cooperar con aquéllas, todo el ejército español habría quedado aniquilado, en lugar de formar, como luego lo hizo, el núcleo de una fuerza que, después de mi partida para Chile, no sólo amenazó la independencia del Perú, sino también la de la república de Chile.

No encontraron oposición alguna, y dejadas en defensa las poblaciones que se habían adherido a la causa de la independencia, los españoles en su retirada cometieron grandes excesos contra los habitantes del interior, quienes se encontraron expuestos a los rigores de la ley marcial, sin que se hiciese lo más mínimo para protegerlos, siendo que el haberles prometido protección fue uno de los principales móviles que los indujo a no prestar obediencia al virrey, a cuya merced, o más bien, falta de ella, se hallaban ahora expuestos.

En vez de ir a llevar protección a los peruanos del interior se lanzaron proclamas sumamente pomposas, por las que se dejaba ver que se había tomado la ciudad a fuerza de combates, aunque no se había disparado un solo tiro, excepto non el destacamento del coronel Arenales y la escuadra, cuya vigilancia en mantener el bloqueo y sus anteriores acciones habían desalentado de tal modo al enemigo y reducídolo a tales apuros, que el abandono de la capital era inevitable. Ni siquiera se necesitaba de toda aquella numerosa fuerza presente para mantener a Lima, habiendo estado sus habitantes demasiado tiempo sujetos a calamidades que no tenían deseo de volver a sufrir.

Pero el general San Martín, al retener el ejército llevaba otras miras que las de proteger a aquéllos que habían confiado en sus promesas; necesitaba la fuerza militar para otros objetos muy distintos de aquéllos que él había anunciado en sus proclamas y que el Gobierno chileno le había confiado.

El 24 mandé al capitán Crosby se dirigiese al Callao en los botes y cortase todas las embarcaciones del enemigo que pudiese traer consigo. Este servicio fue desempeñado del modo más bizarro, trayendo al día siguiente dos buques mercantes, San Fernando y Milagro, y la corbeta de guerra Resolución con otras varias lanchas, quemando además, dos embarcaciones que estaban a tiro de fusil de las baterías.

El 27 el Cabildo me convidaba para asistir a la proclamación de la independencia del Perú. Como su carta de convite reconoce ampliamente los servicios de la escuadra, la transcribiré aquí:

Lima va a solemnizar el acto más grandioso que haya efectuado en tres siglos, o desde su fundación: la proclamación de su independencia y absoluta exclusión del Gobierno español, lo mismo que del de toda otra potencia extranjera; y deseando este Cabildo dar a la ceremonia todo el decoro y solemnidad posibles, cree indispensable el que V. E., que tan gloriosamente ha cooperado a la realización de tan deseado objeto, se digne asistir a este acto con sus ilustres oficiales el sábado 28 del corriente.
Imaginándome que yo y los oficiales habíamos sido los principales instrumentos en establecer la independencia del Perú, pues fueron vanas mis instancias para con el capitán general, a fin de que dejara obrar al Ejército, acepté la invitación; ¡pero júzguese de mi sorpresa cuando durante la ceremonia veo distribuir medallas, en las que se atribuía al general San Martín y al Ejército todo el mérito de haber hecho lo que sólo la escuadra había consumado! Las medallas tenían esta inscripción: "Lima obtuvo su independencia el 28 de julio de 1821, bajo la protección del general San Martín y el ejército libertador".

La declaración de la independencia se había, sin embargo, completado según las promesas e intenciones del Gobierno chileno. Al enarbolar la bandera nacional pronunció las siguientes palabras el general San Martín: ;Perú es desde este momento libre e independiente, por el consentimiento unánime del pueblo, y por la justicia de su causa, que Dios proteja”.

Los habitantes de Lima estaban en un estado de gran contento al ver terminado el dominio de los españoles, que había durado siglos; y al ver que su independencia de acción  estaba plenamente reconocida, según lo había estipulado Chile.  En testimonio de reconocimiento, una diputación del Cabildo se presentó al día siguiente al general San Martín, ofreciéndole en nombre de los habitantes de la capital, la presidencia de su ahora independiente Estado. Con gran sorpresa de los enviados, se les dijo en pocas palabras que su ofrecimiento era enteramente superfluo, puesto que ya había asumido el mando, el que conservaría todo el tiempo que le pareciera, y que entretanto no permitiría se formasen reuniones para discutir los asuntos públicos.

Así es que el primer acto de esa libertad e independencia tan ostentosamente proclamadas la víspera era el establecimiento de un Gobierno despótico, en donde el pueblo no tenía voto ni parte; ¡y esto por el general de una República que sólo existía en virtud de la voluntad del pueblo!

En esta extraordinaria apropiación de poder no se me consultó para nada, probablemente porque conocían que yo no me prestaría a nada que no fuese sostener intactas las intenciones del supremo director de Chile, según estaban declaradas en sus proclamaciones. Ahora se me presentó más evidente que el haber tenido al Ejército en la inacción era con el objeto de conservarlo entero para sostener las ambiciosas miras del general, y que con toda la fuerza al presente en Lima sus habitantes estaban completamente al capricho de su titulado libertador, pero en realidad conquistador.

Como la existencia de esta autoridad constituida por sí misma no estaba en menos oposición con las instituciones de la República chilena que con sus promesas solemnemente hechas a los peruanos, volví a trasladar mi pabellón a bordo del O’Higgins, determinado a adherirme solamente a los intereses de Chile, pero sin mezclarme de modo alguno en los procedimientos del general San Martín mientras no me atacasen en mi inmunidad de comandante en jefe de la Marina chilena.

El 3 de agosto dio el general San Martín una proclama teniendo, por objeto lo mismo que había declarado antes al Cabildo: manifestaba que si bien era harto notorio que sólo aspiraba al retiro y a la tranquilidad, se veía, sin embargo, obligado por una responsabilidad moral, a reunir en su persona todo el poder, y que por lo tanto, se declaraba Protector del Perú nombrando para sus ministros de Estado a don Juan García del Río, don Bernardo Monteagudo y don Hipólito Unanue.

Hallándome a la sazón a bordo de la almiranta, no supe nada acerca de esta proclamación; pero como la escuadra estuviese aún sin ser pagada de un año de sueldo y de los 50.000 pesos que le había prometido el general San Martín, me fui a tierra el 4 de agosto a reclamar el pago de aquélla, habiendo los marineros concluido ya su tiempo. Ignorando el título que se había apropiado el general San Martín, le pedí cándidamente discurriese algún medio de satisfacer estos pagos.

Me abstendré de referir por mí mismo lo que pasó en esta entrevista; pero como mi secretario estaba presente, y a su regreso a Inglaterra publicó una relación de ella, la que es en todos sentidos verdadera en sustancia, la insertaré aquí con sus propias palabras:

Al día siguiente, 14 de agosto, lord Cochrane, no sabiendo que San Martín había cambiado de título,  fue a palacio, y comenzó a rogar al general en jefe discurriese algún medio de pagar a los marineros extranjeros que habían cumplido su tiempo y llenado su contrata. A esto respondió San Martín que ;él nunca pagaría a la escuadra chilena, a menos que no fuese vendida al Perú, y entonces el pago sería considerado como parte del precio de adquisición”. Lord Cochrane entonces le repuso que ;con semejante arreglo la escuadra de Chile sería transferida al Perú por el pago simplemente de lo que se debía a los oficiales y tripulaciones por los servicios que habían prestado a ese Estado”. San Martín frunció las cejas, y volviéndose hacia sus dos ministros, García y Monteagudo, les mandó se retirasen, a lo que se opuso su señoría representando que ;como no sabía bien la lengua española, deseaba que quedasen como intérpretes, por temor de que pudiera considerarse ofensiva cualquiera expresión mal entendida”. San Martín se volvió entonces al almirante, y le dijo:
-"¿Sabe usted, mi lord, que yo soy el protector del Perú?"
-"No", le respondió su señoría. "Mandé a mis secretarios le informasen a usted de ello", repuso San Martín. "Eso es inútil ahora, puesto que me lo acaba usted de decir en persona”, le replicó su señoría, "y espero que la amistad que ha reinado entre San Martín y yo continuará existiendo entre el Protector del Perú y mi persona". San Martín, entonces, restregándose las manos, dijo: "Lo único que tengo que decir es que ¡yo soy el Protector del Perú!”. El modo como pronunció esta última frase excitó al almirante, quien, adelantándose, dijo: "Entonces me compete a mí, como antiguo oficial de Chile, y, por consiguiente, el representante de la Nación, el pedir se cumplan todas las promesas hechas a Chile y a la escuadra; pero, ante todo, y principalmente a la escuadra". San Martín repuso: "¡Chile! ¡Chile!; yo nunca pagaré un real a Chile, y, en cuanto a la escuadra, puede usted llevársela adonde quiera y marcharse cuando usted guste; con un par de bergantines tengo bastante".
Al oír esto, García salió de la sala y Monteagudo se fue a un balcón. San Martín se puso a pasear en la sala por un corto tiempo, y volviéndose a su señoría, le dijo: "Olvide usted, mi lord, lo pasado". El almirante replicó: "Lo haré cuando pueda". Y al instante dejó el palacio.
Lord Cochrane estaba ahora desengañado por el hombre mismo; los repetidos rumores que había oído acerca de su conducta pasada se agolparon a su imaginación, y conociendo lo que podría adelantarse por lo que ya se había hecho, convino conmigo su señoría en que su vida no estaba segura en tierra. En vista de esto montó a caballo y dirigiéndose a Boca Negra, se fue a bordo de la fragata [1].

Una cosa ha sido omitida en la presente narración. El general San Martín, al conducirme hasta la escalera, tuvo la temeridad de proponerme siguiese su ejemplo, es decir, faltase a la fe que ambos habíamos jurado al Gobierno chileno, apropiar la escuadra a sus intereses y aceptar yo el cargo más elevado de primer almirante del Perú. Casi es excusado decir que deseché proposiciones tan deshonrosas y al oír esto dijo en un tono irritado, ;que ni pagaría a los marineros sus atrasos ni la recompensa que él les había prometido”.

Cuando regresé a la almiranta encontré la siguiente comunicación oficial ordenándome hiciera una salva en honor de la elevación de San Martín al Protectorado:

Lima, 4 de agosto de 1821.

Mi lord:

S. E. el Protector del Perú me ordena acompañe a V. E. el adjunto decreto orgánico que anuncia su exaltación al mando supremo, para que, por medio de V. E., quede instruida la escuadra de este memorable acontecimiento. En su consecuencia, dará V. E. las órdenes para que sea reconocido el nuevo Gobierno por las fuerzas navales de su mando, dependientes de la República de Chile.
Yo espero que V. E., penetrado de tan alto motivo, hará que se celebre con la dignidad que corresponde y que sea compatible con la actitud marcial en que se hallen los valientes que tiene a sus órdenes.
Tengo la honra de ofrecer a V. E. los sentimientos de la más distinguida consideración y aprecio con que soy su atento servidor.

Excelentísimo señor.

B. Monteagudo.

A S. E. el muy honorable lord Cochrane, vicealmirante de las fuerzas navales de la República de Chile.

Aunque esto era pedirme reconociese al general San Martín como investido de los atributos de un príncipe soberano, me sometí a ello con la esperanza de que representaciones pacíficas le atraerían al terreno de su deber para con el Gobierno chileno, no menos que para con sus propios intereses. El 7 dé agosto le dirigí la carta siguiente:

Rada del Callao, 7 de Agosto de 1821.

Mi querido general:

Me dirijo a usted por la última vez dándole su antiguo tratamiento, conociendo que la libertad que yo pudiese tomarme como amigo podría usted, bajo el título de Protector, no hallarla decorosa; mas con un caballero de sus circunstancias la consideración de incurrir en su desagrado no será una razón para que me abstenga de decir la verdad. No, aunque tuviera la certeza de que tal sería el efecto de esta carta, desempeñaré, sin embargo, tal acto de amistad en pago del apoyo que usted me prestó en un tiempo en que se trataban los planes y complots más viles para expulsarme del servicio de Chile, no por otra razón más que por haber personas de corta comprensión y de baja astucia que miran con odio a aquéllos que desprecian actos soeces consumados por viles artificios.
Permítame usted, mi querido general, le ofrezca la experiencia de once años, durante los cuales fui miembro del primer Senado del mundo [2},  y le diga lo que por un lado me preocupa y lo que temo y aun hasta preveo por el otro, pues lo que habrá de acontecer respecto a los actos de Gobiernos y naciones puede ser predicho con tanta certeza, en virtud de lo que nos enseña la Historia, como las revoluciones del sistema solar. En sus manos está el ser el Napoleón de la América del Sur, como está en su poder el hacerse uno de los más grandes hombres que en el día ocupan la escena del teatro del mundo; pero también tiene usted la facultad de elegir su carrera, y si los primeros pasos son falsos, la eminencia que usted ocupa le hará, como del borde de un precipicio, caer de un modo más pesado y cierto.
Los escollos contra los que hasta aquí se han estrellado los Gobiernos de la América del Sur han sido la mala fe, y, por tanto, son medios efímeros No ha surgido todavía un hombre, excepto usted mismo, capaz de elevarse sobre los demás y de abrazar con mirada de águila la extensión del horizonte político. Pero si en su vuelo se fía usted, cual otro Ícaro, en alas de cera, su caída pudiera aplastar la libertad naciente del Perú y envolver a toda la América del Sur en anarquía, guerra civil y despotismo político.
La verdadera fuerza de los Gobiernos es la opinión pública ¿Qué diría el mundo si el primer acto del Protector del Perú fuese anular las obligaciones de San Martín, por más que el reconocimiento sea una virtud privada y no pública? ¿Que se diría si el protector rehusase pagar los gastos de la expedición que le ha colocado en el puesto elevado que ahora ocupa? ¿Qué si se esparciese por el mundo que ni aun siquiera tenía intención de remunerar a los empleados de la Marina que tanto contribuyeron a su buen éxito?
¿Qué bien puede resultar de marchar por un sendero tortuoso y que no pueda alcanzarse por un camino derecho y llano? ¿Quién ha aconsejado una política torcida y el ocultar los verdaderos sentimientos e intenciones del Gobierno?
¿Es un espíritu de intriga el que ha dictado rehusar la paga a la Marina de Chile, en tanto que el Ejército está doblemente pagado? ¿Se trata de este modo de enajenar los ánimos de la gente del servicio al cual se hallan ligados y atraerlos con semejante conducta al Perú? Si así fuese, lo predigo, el resultado será todo lo contrario, pues habiendo esperado y esperando aún su remuneración del Perú, si saliesen fallidas sus esperanzas lo sentirían en consecuencia.
Mire usted a qué estado deplorable el Senado ha reducido la hermosa y feraz provincia de Chile. ¿Es acaso su notoria falta de buena fe la que ha privado a sus habitantes, a pesar de sus minas y de sus terrenos, tanto públicos como confiscados, de los recursos que el Gobierno español mismo poseía, y del crédito necesario para procurarse un peso en calidad de empréstito en país extranjero y aun en el suyo mismo? Digo, por lo tanto, mi querido general, que cualquiera que le haya, aconsejado el comenzar su protectorado con medidas indignas de San Martín, es un hombre sin reflexión o de perversa índole, que usted debería expulsar para siempre de sus consejos.
Observe usted, mi querido general, las lisonjas que los serviles de todos los países prodigan aun al más indigno cuando está en el Poder. No crea usted que es a la persona de San Martín a quien el público está adicto. No se imagine que sin una conducta recta y digna se granjeará usted la admiración y el afecto del linaje humano. Sobre este punto ha sido usted en parte harto feliz, y gracias al cielo tiene usted en su mano el poder ser más aún. Los aduladores son más peligrosos que las serpientes más venenosas y después de ellos lo son los hombres de saber cuando no tienen la integridad y el valor suficiente para oponerse a medidas ruines que se han discutido de antemano o de las que se ha hablado aún por mera casualidad.
¿Qué necesidad política pudo haber existido para tener por un tiempo ocultos los sentimientos del Gobierno con respecto a la suerte de los españoles del Perú? ¿Por ventura el Ejército y el pueblo no estaban prontos a apoyar sus medidas, y no ha pedido a voces el último la expulsión de aquéllos? Créame usted, mi querido general: después de su manifiesto, el haber sólo secuestrado los bienes de los españoles que quedaban es una medida a la que no debió haberse recurrido sin que ellos hubiesen posteriormente cometido algún crimen.
De los sentimientos que abrigo en mi pecho nadie puede engañarme. De los sentimientos de los demás juzgo por los míos propios, y como hombre honrado y amigo le digo cuáles son éstos.
Pudiera decirle mucho más, mi querido general, con respecto a otros asuntos de menor importancia; pero como los que anteceden son los actos que al pronto considero por tener de ellos conocimiento y ser funestos en sus consecuencias, sólo añadiré por ahora, que si los reyes y príncipes tuviesen en sus dominios un solo hombre que en todas ocasiones les dijera la verdad sin disfraz, se habrían evitado frecuentes errores y hubiesen sido infinitamente menores los males que experimenta el linaje humano.
Claramente verá que no tengo interés personal alguno en éste o cualesquiera otros puntos que discrepen con los suyos; bien al contrario: si yo fuese bajo e interesado no daría este paso decisivo e irrevocable para arruinar mi porvenir, no teniendo otra seguridad, según la consecuencia de mi sinceridad, que la buena opinión que tengo de su discernimiento y de su corazón.
Considéreme usted en todas las circunstancias su seguro amigo,

Cochrane.

A esta carta el general San Martín me respondió en 9 de Agosto lo que sigue:

Lima y Agosto 9 de 1821.

Mi lord:

La mejor prueba de amistad que podría desear de usted es la explicación sincera de sus sentimientos respecto al camino que debo seguir en mi nueva posición política. Usted ciertamente no se ha equivocado cuando bajo el título de Protector no ha esperado algún cambio en mi carácter personal. Felizmente la alteración sólo ha sido en un nombre, que en mi sentir reclamaba el bien de este país, y si en la elevación en que usted me ha conocido siempre ha encontrado en mí docilidad y franqueza, habría sido un agravio de parte de usted a mí, negarme ahora confianzas que le he escuchado siempre con agrado, como de un hombre ilustrado y de experiencia en el gran mundo; mas ya que usted me ha hecho justicia, me permitirá algunas observaciones sobre el espíritu de su última carta.
No es mi ánimo analizar las causas que hayan influido en la decadencia actual del Estado de Chile, ni mucho menos aprobar del todo los consejos de su administración. Errores por inexperiencia, actos de inmatura resolución, inexactitud en los cálculos financieros y falta de previsión, pueden haber contribuido a obstruir los primeros canales de la riqueza de aquel país; pero no veo tan difícil como usted remediar estos males ni puedo fijarme en su origen sin aventurar tal vez mi juicio. Estoy, sí, convencido de que un religioso cuidado de la conservación del crédito del Gobierno le habría franqueado abundantes recursos.
Como conozco, pues, por una parte, que la buena fe del que preside a una nación es el principio vital de su prosperidad, y como por otra, un orden singular de sucesos me ha llamado a ocupar temporalmente la suprema magistratura de este país, renunciaría a mis propias ventajas y traicionaría a mis sentimientos si una imprudente delación o una servil deferencia a consejos ajenos me apartase de la base del nuevo edificio social del Perú, exponiéndolo a los vaivenes que con razón teme usted en tal caso. Conozco, mi lord, que no se puede volar bien con alas de cera; distingo la carrera que tengo que emprender y confieso que, por muy grandes que sean las ventajas adquiridas hasta ahora, restan escollos que sin el auxilio de la justicia y de la buena fe no podrían removerse.
Por fortuna, mi lord, no he olvidado esta máxima en todo el período de mi vida pública, y la religiosidad de mi palabra como caballero y como general ha sido el caudal con que he girado en mis especulaciones; resta ahora examinar la naturaleza y límites de mis compromisos respecto de la escuadra para fundar mis obligaciones. Me es muy lisonjero declarar a usted que a la cooperación de las fuerzas navales ha debido el Perú mucha parte de su libertad; esto mismo se habría expresado en la moneda de la jura si en el torbellino de negocios que me cerca hubiera podido atender a la inscripción que se me presentó por modelo; usted me ha oído tributar de un modo público mis aplausos al mérito y seña lar al héroe.
Yo he ofrecido a la tripulación de la Marina de Chile un año de sueldo de gratificación, y me ocupo en el día en reunir los medios para satisfacerla; reconozco también por deuda la gratificación de 50.000 pesos que usted ofreció a los marineros que apresaron la fragata Esmeralda, y no solamente estoy dispuesto a cubrir este crédito, sino a recompensar como es debido a los bravos marineros que me han ayudado a libertar el país; pero debe conocer, mi lord, que los sueldos de la tripulación no están en igual caso, y que no habiendo respondido yo jamás de pagarlos, no existe de mi parte obligación alguna. Esta deuda pertenece al Gobierno de Chile, de cuya orden se enganchó la tripulación. En la comisaría de aquel Estado deben existir los cargos de oficiales y marineros, y en el respectivo ministerio, el rol y sus alcances, y aunque supongo justo que, en la escasez del erario de Chile, se le indemnicen de algún modo sus gastos expedicionarios, ésta será para mí una agradable atención, pero de ningún modo reconoceré el derecho de reclamarme los sueldos vencidos.
Si yo pudiese olvidar alguna vez los servicios de la escuadra y los sacrificios de Chile para sostenerla, revelaría un principio de ingratitud que ni como una virtud pública o privada estaría incluida en mi moral. Tan injusto es prodigar premios como negarlos a quien los merece; me ocupo del modo de realizarlo con respecto a la escuadra, y de proponer al Supremo Gobierno de Chile pensamientos que concilien todos los intereses.
Nadie más que yo, mi lord, desea el acierto en la elección de medios para concluir la obra que he emprendido. Arrastrado por el imperio de las circunstancias a ocupar un asiento que abandonaré así que el país esté libre de enemigos, deseo volver con honor a la simple clase de ciudadano. Mi mejor amigo es el que enmienda mis errores o reprueba mis desaciertos. César habría hecho morir al nieto de Pompeyo si no hubiese escuchado un buen consejo. Yo estoy pronto a recibir de usted, mi lord, cuantos usted quiera darme, porque acaso el resplandor que de intento se me presenta delante de mis ojos me deslumbre sin conocerlo. Y en esta parte siempre me encontrará usted accesible y franco.
He preferido dar a usted por el pronto esta contestación privada porque la enfermedad del caballero García me ha impedido el hacerlo de oficio: la daré en el momento que me sea posible.
Entretanto, creo será a usted grato saber que el benemérito coronel Miller ha ocupado con sus tropas a Ica, y que el general La Serna ha sufrido tal pérdida de bagajes, transportes, efectos y soldados, que no ha podido moverse de su situación, y el 1º de éste aun ignoraba el general Canterac [3] la posición de La Serna. El Callao sigue también en grandes apuros. Ojalá veamos pronto el término de esta campaña, y que usted tenga siempre motivos de conocer que en, ninguna situación deja de ser consecuente con sus principios, su amigo afectísimo, Q. B. S. M.

José de San Martín.

En esta carta atribuye San Martín su usurpación a ;un extraordinario curso de sucesos felices”, omitiendo mencionar que ni dio una acción ni ideó nada que condujera a ello, en tanto que desde el principio hasta lo último no hizo más que poner cuantos obstáculos pudo para evitarlo. Manifestó que el hacerse un mérito de la caída de los españoles, atribuida por la inscripción de la medalla al Ejército y a sí mismo, era una equivocación que había ocurrido ;por no haber podido, en medio de la precipitación de los negocios, prestar su atención al modelo que le habían presentado”, siendo así que él mismo escribió la inscripción después de deliberar y consultar largo tiempo con otros, quienes le aconsejaron no mencionara en aquélla a la escuadra.

En la misma carta repudia toda conexión con Chile, aunque había jurado fidelidad a aquella República como capitán general de ella. Niega haberse nunca comprometido a pagar los salarios de la escuadra, cuando fue sólo bajo esta condición como se hizo a la mar desde Valparaíso, y que su propia escritura especificando esta promesa se aceptó como el primer móvil. A pesar de que era él mismo un oficial de Chile, trata a éste como a un Estado con el que nada tiene que ver, y cuyas deudas declara no quiere pagar, como me lo había dicho ya el 4 de Agosto; en una palabra, ¡dice que propondrá a Chile el que pague sus propios marineros! En cuanto a su promesa de dar a los marineros la paga de un año en recompensa de sus servicios, ni nunca pensó ni la dio; mientras que los 50.000 pesos prometidos a los que capturaron la Esmeralda y está "tratando de recoger", hacía tiempo que había "recogido" muchas veces aquella cantidad de los antiguos españoles, quienes ofrecieron igual recompensa por la captura de cualquiera de los buques de la escuadra chilena, y se los guardó. Afortunadamente, sus propias cartas prueban todas estas cosas, pues no me atrevería a mencionarlas si no estuviesen apoyadas por testimonios tan irrefragables.

Más tarde el general San Martín negó al Gobierno chileno que hubiese él rehusado, el 4 de agosto, pagar a la escuadra. ¡Ya se ha visto la misma aserción de su propia letra, con fecha del 9! Durante todo este tiempo la escuadra se ha liaba en un estado de completo abandono; ni siquiera se le suministraban las provisiones necesarias para su subsistencia, sin embargo de que el protector tenía abundantes medios para poder suplírselas. Su objeto era obligar por hambre a que desertasen oficiales y tripulación, para acelerar así el desmembramiento de la escuadra que yo no quería poner a la disposición de sus miras ambiciosas.

El sano consejo que contenía mi carta nunca me lo perdonó el general San Martín, porque después cayó como se lo había predicho; y eso que no había mérito en la profecía, pues las mismas causas producen siempre iguales efectos. Adherido a mi propio deber, me consideré estar fuera de su mando y me determiné a no seguir otra conducta que la de sostener, en cuanto estuviese en mi poder, las promesas que el Gobierno chileno había hecho al pueblo del Perú.

Ocultando por el presente su resentimiento el protector, y considerando que los fuertes del Callao estaban aún en poder de los españoles, procuró disculpar la naturaleza desagradable de nuestra entrevista del 4 de agosto, asegurando que ;él sólo había dicho o quiso decir que tal vez convendría a Chile el vender algunos de sus buques al Perú, puesto que éste los necesitaba para la protección de sus costas”; añadiendo que el Gobierno de Chile consagraría en todo tiempo su escuadra a la protección del Perú”. Repitió se liquidarían los atrasos de la escuadra así como las recompensas que se le habían prometido.

Como nada de esto se cumplía, la escuadra comenzó a mostrar síntomas de revuelta a causa de la conducta del Protector. El 11 de agosto le escribí dándole parte de que el descontento de los marineros iba en aumento, rogándole de nuevo se practicase la paga. En vista de esto se expidió un decreto ordenando que se destinaba una quinta parte de los ingresos de derechos de aduanas para pagar al Ejército y a la Marina; pero como los fuertes y el puerto del Callao estaban en manos de los españoles, esos ingresos eran enteramente insignificantes, por lo que la escuadra consideró con razón que aquella medida era sólo un subterfugio.

El Protector respondió a mi carta el 13 de agosto, insinuando al propio tiempo que yo debería volver a considerar mi decisión de no aceptar el mando de la proyectada Marina peruana.

He aquí su carta:

Lima, agosto 13 de 1821.

Mi lord:

He contestado en la de oficio a la carta de V. S., relativa al asunto desagradable del pago de la escuadra, que nos causa tanta inquietud, porque no podernos hacer lo que querríamos. Nada tengo que añadir sino mi declaración de que nunca miraré con indiferencia a cualquiera cosa que pertenezca a V. 5. Dije a V. S. en Valparaíso que su suerte sería igual a la mía, y creo haber probado que mi sentimiento no ha variado, ni podrá variar, porque cada día se hacen más importantes mis hechos.
No, mi lord, no miro con indiferencia cosas que conciernen a V. S., y sentiría que no esperara hasta que yo pueda convencerle de la verdad. Si a pesar de todo esto y. S. se determina al paso que insinuó en la entrevista que tuvimos hace algunos días, será para mi una dificultad de la cual no podré desenredarme, pero espero que, conformándose con mis deseos, concluirá la obra emprendida, y de la cual depende nuestra común suerte.
Adiós, mi lord; se repite de V. S. con el más sincero aprecio su eterno amigo,

José de San Martín.

Al muy honorable lord Cochrane, comandante en jefe, etc., etc., etc.

La aseveración de que no podía satisfacer a los marineros era un subterfugio: tenía abundantes caudales procedentes de la expoliación por mayor que había hecho a los españoles, a cuya insostenible situación, había yo aludido en mi carta de 7 de agosto. También esperaba que conformándome a sus deseos aceptaría el nombramiento de primer almirante; las consecuencias de esto, juntamente con el decreto transfiriendo los oficiales de Chile, sin su consentimiento, al servicio del Perú, hubieran sido pasar a su Gobierno la escuadra chilena.

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[1]

Veinte años de residencia en la América del Sur”, por W B. Stevenson, publicado en 1825.  Volver.

[2]

Se refiere a haber sido miembro de la Cámara de los Lores de Inglaterra. Volver.

[3]

Canterac, general español, de gran actuación en la guerra del Perú. Volver.