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Capítulo I. Santiago.
El Gran Meeting. La Ley de Cementerios Ante la Opinión Pública.

EL GRAN MEETING.
La Ley de Cementerios Ante la Opinión Pública.

(De El Independiente de 10 de Julio).

Inmensa excitación de 5.000 concurrentes.- Entusiasmo indescriptible.- Conclusiones del meeting.- El directorio.- Imponente desfile por la Plaza de Armas y otras calles centrales.

Como era de esperarlo, el pueblo de Santiago ha sabido corresponder al llamamiento que se le había hecho, en nombre de la libertad y de sus creencias, para protestar enérgicamente contra los desmanes del Gobierno.

Para nadie será ya un misterio la profunda indignación que en el pueblo ha levantado el inicuo proyecto de ley sobre cementerios.

La protesta unánime del pueblo viene a manifestar claramente cuánta es la hipocresía de aquellos que pretenden escudarse con las razones de conveniencia social para conculcar los derechos más sagrados.

Bien habrán comprendido esos falsos partidarios de la libertad que el pueblo no está con ellos, que la opinión los desmiente y que no nos hallamos dispuestos a tolerar por más tiempo sus tiránicos atropellos.

Aun no había llegado la hora fijada para el meeting y ya una numerosísima concurrencia había llenado el espacioso local del Círculo de Obreros, y de tal suerte, que a los mismos invitantes les costó trabajo llegar hasta el recinto. Las calles adyacentes se veían atestadas de grupos de personas que no había logrado entrar.

El espectáculo que presentaba el anfiteatro, era imponente. Las galerías que lo circundan estaban profusamente adornadas con guirnaldas y banderas. Un gran toldo cubría el anfiteatro. En el proscenio se hallaba la mesa directiva y muchos de los invitantes más respetables. El resto del local se veía del todo lleno por los concurrentes que pasaban de cinco mil personas, contándose entre ellas lo más escogido de nuestra sociedad.

En todos los semblantes se retrataba el entusiasmo y el ardor que en los corazones nobles y en los ánimos levantados infunde el santo deber de la defensa de sus derechos.

Don Miguel Barros Morán, presidente de la mesa, abrió la asamblea en el nombre de Dios y explicó el objeto de la reunión. Sus palabras fueron recibidas con unánimes aplausos.

Hablaron en seguida los señores don Miguel Cruchaga, don Antonio Subercaseaux, don José Tocornal, don Rafael Egaña y don José Ramón Gutiérrez M.

Todos estos oradores, en discursos brillantes, abundaron en los sentimientos de indignación que ha despertado en el país el insolente atropello de la libertad, del derecho de propiedad y de la conciencia católica, que se llama ley de cementerios.

Se hizo resaltar el irritante contraste que hacen la indolencia y torpeza de nuestros gobernantes en el manejo de los negocios de la guerra y de la paz, con el porfiado ahínco que gastan en ultrajar y perseguir a sus propios conciudadanos.

Los oradores presentaron a la reprobación pública la ingratitud de que se hace reo un Gobierno que paga nuestra generosidad y paciencia sin límites durante las horas de peligro común, con el desconocimiento y el atropello cada día más audaz de nuestras libertades y nuestros derechos más sagrados.

Unánimemente encarecieron, los oradores nombrados, la necesidad absoluta de que el pueblo se ponga de pié para estorbar resueltamente el paso a los secuestradores de su soberanía y conculcadores de su conciencia religiosa. Hicieron presente la urgencia de organizarse y disciplinarse bajo la bandera de la libertad y de la fe, y de no omitir recurso, esfuerzo ni sacrificio de ningún género hasta haberse hecho respetar cumplidamente.

Los estruendosos aplausos con que el concurso recibía las palabras de los oradores, manifestaron cuán de acuerdo se hallaban con las ideas y propósitos expresados por éstos.

Después que el señor Egaña había hecho uso de la palabra, la concurrencia pidió con unánimes aclamaciones que hablase don Carlos Walker Martínez. Accediendo a los deseos de todos, el popular tribuno subió al proscenio, donde fue recibido con los gritos espontáneos y unísonos de ¡Viva el verdadero diputado por Santiago! ¡Viva el campeón de la libertad electoral! etc.

El señor Walker Martínez, en frases viriles, manifestó la necesidad de unirse y disciplinarse para resistir a los avances del Gobierno, y pidió al pueblo que se comprometiese solemnemente a obedecer la voz de orden que diese en cualquiera circunstancia el Directorio que nombrase la asamblea, por graves y dolorosas que fuesen las extremidades a que hubiese que llegar en defensa de la libertad atropellada y de los derechos burlados. La concurrencia entera, poniéndose de pie, juró entusiasta hacer respetar su libertad y sus derechos por todos los medios y en cualquier terreno a que se le llamase.

En seguida el señor Blanco Viel, don Ventura, haciendo un breve resumen de los discursos pronunciados en aquella reunión, sometió a la aprobación de la asamblea las siguientes conclusiones:

Los ciudadanos reunidos en la Asamblea pública del 8 de julio de 1883, han acordado:

1º. Protestar enérgicamente contra las pretensiones reaccionarias del Ministro de lo Interior, manifestadas en el Congreso, en orden a declarar comunes los cementerios existentes e impedir la fundación de cementerios católicos.

2°. Dar un voto de aplauso a los senadores y diputados que, en materia de cementerios, han defendido el orden legal existente, respetuoso de la creencia religiosa, y un voto de aliento a los que defienden la libertad de cementerios.

3º. Trabajar por todos los medios que estén a su alcance para exigir el respeto de sus creencias y ejercitar sus derechos con toda la amplitud que reclaman su culto y su conciencia respecto de cementerios.

4°. Nombrar una Comisión para que haga prácticos los propósitos manifestados, se ponga en comunicación con las provincias y convoque a los presentes en las circunstancias y para los fines que crea convenientes.

Esta Comisión se compondrá de los siguientes señores: Miguel Barros Morán, Evaristo del Campo, José Clemente Fabres, Cosme Campillo, Matías Ovalle, José Tocornal, Carlos Walker Martínez, Ladislao Larraín Gandarillas, Miguel Cruchaga, Eduardo Edwards, Antonio Subercaseaux, Bonifacio Correa Albano, Enrique De-Putrón, Macario Ossa, José Antonio Lira, Ramón Ricardo Rozas, Enrique de la Cuadra, Carlos Irarrázaval.

La concurrencia manifestó con estruendosos aplausos su aprobación a cada una de esas conclusiones, a medida que fueron leídas, aclamando también con vivas entusiastas el nombre de cada uno de los caballeros que componen el Directorio.

Después de esto, el meeting quedó terminado, y el señor Blanco pidió a la concurrencia que se dirigiese ordenadamente a la Plaza de Armas, punto en que se disolvería la reunión.

Así se hizo, en efecto, y aquella numerosísima multitud principió a desfilar con el más perfecto orden y compostura hasta el lugar indicado. Ni un solo descomedimiento, ni un solo grito hubo en todo el trayecto que tuvo que recorrer la inmensa concurrencia, desde la calle de Salas hasta la Plaza de Armas.

Aquí se formaron algunos grupos que aclamaron el nombre de varios oradores del meeting y de algunos prohombres del partido conservador; pero todo esto se hizo con la mayor decencia y compostura.

***

Mientras el meeting, el Presidente de la República tenía en su casa una escolta de Cazadores.

Circuló ayer, el rumor de que durante el día se mantuvo acuartelado el 8º de línea.

***

He aquí los discursos pronunciados en la grande Asamblea:

El señor Barros Morán, don Miguel, (Presidente)

Señores:

Abro la presente Asamblea en el nombre de Dios. (Aplausos estruendosos).

Al oír los aplausos que inmerecidamente me tributáis, no sé qué admirar mas, si la magnitud de vuestra benevolencia, o la grandeza de mi reconocimiento y gratitud. Lo cierto es que vuestra benevolencia retempla mi espíritu y me anima a dirigiros la palabra; palabra no de ilustración, sí de patriotismo; de respeto de vuestros derechos políticos, de defensa de nuestras creencias católicas e intereses religiosos, hoy rudamente ofendidos por bastardas aspiraciones de unos pocos hombres públicos, que pretenden turbar la tranquilidad de los vivos y la paz de los muertos, relajando nuestros cementerios católicos.

Tan grave ofensa hiere de muerte nuestros más caros sentimientos, nuestra fe religiosa; compromete el destino futuro de nuestros hijos, el porvenir feliz de la patria.

Permanecer indiferente a tan grandes males sería abdicar el estimado y hermoso título de chilenos, de ciudadanos de libertad e independencia. Protestar dentro de la órbita legal contra semejante procedimiento, contra legisladores que conculcan nuestros derechos y vulneran nuestro bienestar social, es el objeto de tan solemne y hermosa reunión. (Aplausos).

Ahora permitidme, señores, recomendaros que protestéis con constancia y entereza. Recordad que tales virtudes dieron a España el triunfo sobre los sarracenos y a Roma sobre Cartago; que la fe inquebrantable de los romanos hizo que la Ciudad Eterna llegara un día a ser la señora del mundo.

Ni creáis, señores, que el ejercicio de ese derecho se asemeja a aquel árbol fatal de la India que causa la muerte al viajero fatigado que a su sombra se cobija. No, señores, ese derecho se ejerce y respeta en todas las naciones del globo, y Chile desde su independencia lo ha usado siempre con éxito feliz. Respetad la ley; y con frente serena, ligera la planta, ocurrid al llamado de la patria, de la patria amada, que con voz doliente nos recomienda el ejercicio de nuestros derechos políticos, dormidos en el sueño de la indiferencia pública, y de nuestros intereses católicos seriamente amenazados por los políticos que hoy nos gobiernan. (Una salva de aplausos despidió al orador).

***

El señor Cruchaga (don Miguel).

(Fue saludado con calurosos aplausos).

Señores: No me honréis con vuestros aplausos. No los deis al sencillo cumplimiento del deber. Guardadlos para el día del triunfo o convertidlos en vigorosos esfuerzos para las pruebas de la gran campaña.

No hemos rasgado nosotros el antro profundo en que se anidan las malas pasiones, y, sin embargo salen a dañarnos con su aliento las que son pálidas y cobardes.

En este país, que el mar, al abandonarlo, fecundizó con sus seculares algas; en el seno de este pueblo cuya vigorosa sangre indígena había sido acalorada por la heroica sangre castellana y vivificada por la fe religiosa, corrían con el   perfume de nuestros valles estos dos supremos alimentos del alma inmortal: la fe y el valor.

Y por esto nacieron y se fortificaron en él estos dos profundísimos amores: el amor a la religión y el amor a la patria, hermanos ambos del origen más alto y que, al unirse en estrechísimo lazo, formaron la epopeya de nuestra guerra y su colosal portada: el martirio de Prat.

En este pueblo se podía vivir y morir.

Con caídas y con progresos, en las evoluciones perpetuas de la inteligencia humana, creían los unos que la religión debía ser la base primordial de sus generosos propósitos, llevando con ella al seno de las sociedades los elementos de la libertad que brotan de su fecundo seno, mientras otros levantaban aquella idea a regiones más puras, pero manteniéndola siempre en la esencia del orden social y buscaban a la libertad como ancho baluarte de la fe religiosa y de la democracia política.

Pero en todas partes, en los campos más contrapuestos donde se alzaba la bandera religiosa y en donde se ostentaba la enseña de la libertad, llevada por corazones con fe, siempre animaba nuestros esfuerzos e impulsaba nuestros anhelos la creencia inmortal en la sublimidad del espíritu.

Los vivos luchábamos para empujar a la vida esta patria de nuestros perpetuos amores, y los muertos que nos habían ejemplarizado con esas grandes lecciones que aquilata el abandono del mundo, esperaban en la oración de la tumba llegar con nosotros a presentar gloriosa esta patria del destierro a las sublimidades de la patria inmortal.

Poníamos entonces en su lugar verdadero a aquellos dos seres más respetados que con nosotros vivían, respetados el uno por el amor y el otro por el temor y el castigo.

Vosotros y yo los conocemos.

¡Qué hermosísimo y radiante era el rostro de aquella virgen de arriba! ¿No es verdad?

Tiene la forma que atribuimos al ángel y la ternura de nuestras madres.

Formado su pie de esencia misteriosa tan fácilmente le da cimiento piramidal para defender a los que la quieren, como alas de fuego para volar llorando, ante los que no la respetan, a las regiones del cielo.

Alimentada con esencias que la tierra no rinde, da a todos los que necesitan, su leche sin hiel.

Manda con su menor palabra, porque enajena a quien la oye, con amor imperecedero.

En sus trenzadas pestañas anidan los genios de la paz que brotan de sus miradas profundas, vertiendo la pureza de la intensidad de los cielos.

A ella rendíamos nuestro culto. No queráis olvidarlo.

No lo dábamos al otro, al otro que no podéis olvidar, al otro, el viejo, horrible y gordo de la calle de abajo: el señor Estado.

Era, y será siempre éste, protuberante y ancho de vientre, inflado de carnes, de mirada sanguínea y oscura y gran consumidor de alimentos carísimos y grasos.

Gústanle mucho los gorriones y las aves parleras de las más variadas formas y plumajes; come de ellas con marcada preferencia las lenguas y partes nobles, y gasta, como es natural, en muchos mayordomos para su custodia y regalo, y en millares de lacayos de sus lacayos.

Educado en la única escuela que en ese tiempo había para los niños de mala índole, aprendió solo el mote que en la portada de la escuela había: “la letra con sangre dentra”. Y como cosa única que aprendiera, la masticó mucho y la perfeccionó sustituyendo a la palmeta el fusil y el látigo del verdugo.

Nosotros y muchos más le sosteníamos por necesidad para que castigara a los malos.

Pero en todos nuestros duelos íbamos a ver a la virgen de arriba y le decíamos: Virgen de nuestro amor, líbranos de ese horrible viejo.

Le quitamos, hace ya muchos años, la herencia para que se contuviese y no pudieran venir señores, a más de glotones, imbéciles o cobardes.

Castiga tú a los malos y le quitaremos el poder que le dimos por necesidad.

Es muy caro, decían los hombres. Es muy feo, agregaban las mujeres.

Todos deseamos tu leche sin hiel y la orden de tu serena mirada. La virgen nos respondía: no puedo. Ese viejo, es necesario tan sólo para los malos.

Y después, sollozando, nos decía: esos no me obedecen, porque no me quieren.

Nosotros respetábamos al viejo porque la virgen lo mandaba. Pero ella era la única que nos inspiraba amor.

En el seno de este pueblo se podía vivir y morir. Ahora el cambio es grande.

Triunfa y quiere engordar más el señor Estado. La libertad ha sido ofendida. La guerra, que las armas hicieron triunfante, está en estagnación por la política.

La incompatibilidad entre el funcionario que legisla y el funcionario que ejecuta, ha sido lanzada a la calle como huésped importuno.

La libertad, para constituir los elementos del poder público, está paralizada en la senda en que el error pudo alguna vez llevarnos a la verdad.

Y lo que es más, y sin embargo no es extraño, algunos pequeños magos, conociendo nuestro antiguo amor por aquella virgen de arriba, al ver que la tenemos en abono y para distraer más nuestra descuidada atención, forman una excusa, con que persiguen a los más indefensos, a los lívidos muertos, a nombre de aquella deidad piadosa de las palabras de miel.

La han despojado de su blanquísima túnica y cubierto con ella al señor Estado.

A su lado han puesto canastos de mirto y de rosas. Y mientras en sus conciliábulos se dice es preciso aumentar los lacayos del mayordomo de una de las secciones de gorriones y convertir para ello un derecho de los inocentes en deber nuestro que produzca medros, con voz fingida, para imitar aquella muy dulce, que conocemos, nos dicen para tentarnos: dedicaos al amor fácil y sin riesgo, a la ternura de vuestros naturales afectos. Mi mano bienhechora os tendrá unidos y felices en la vida, sin esos terrores absurdos de la conciencia, y os dará después en vuestros viejos días el sepulcro llorado de vuestras familias y el olvido benévolo de la comunidad del destino.

Pero no os engañareis vosotros, como no me engaño.

No tiene ahora el ser cubierto con la blanca túnica esa mirada profunda y límpida de la hermosísima virgen; no son esas sus palabras de ternura infinita.

Quien habla es el viejo horrible. Quiere aumentar sus gorriones y su mundo de carnes.

Y cómo dejaríais de conocerle. Basta ver el momento en que habla. Aquí se hace la guerra a los muertos mientras allá mueren los vivos. Y la palabra no es franca y de frente. El dardo está embozado.

Si no justificareis jamás, comprenderéis a lo menos, como yo comprendo, que esos inmensos trastornos, en que la humanidad se suicida para materializarse; en que generaciones enteras se precipitan indiferentemente al campo de batalla o a la guillotina, como ofuscadas por la sangre del propio sacrificio, para arrancar de su general holocausto una nueva humanidad, que juzgan que ha de salir regenerada.

La grandeza del espectáculo hace aparecer en el vértigo de sangre cómo pirámide de verdad, la que tiene tan solo cimiento de fango.

Pero, ¡aquí! ¡aquí! Puede producir ese estrago la sangre que hemos vertido y que seguimos vertiendo en brazos de la patria y en brazos de la fe.

¿Y quiénes son los gigantes de amplio sacrificio que vienen a pedirnos en cambio de la gloria de sus servicios el abandono de nuestras creencias, la resignación indiferente de nuestras almas? No son generaciones de mártires.

Es un Ministro de lo Interior que olvida su primer deber: el de la paz pública, y quiere constituirnos con ley de rebelión contra nuestra Carta Fundamental, contra nuestra propiedad, contra nuestro derecho, contra la libertad más grande de nuestras almas: la libertad de nuestra fe y de nuestro culto.

El pide sacrificios y palabras de aliento a favor de la bandera y del éxito y entre tanto se presenta aislado porque sus compañeros aparecen distraídos y como conocedores de que no marcha a feliz jornada. La bandera que presenta es negra y con jirón en que se ostenta el emblema del suicidio.

Es la bandera de la libertad liberticida.

¡Éxito! ¿Y para qué? Para que nos veamos obligados a remover a nuestros queridos muertos y recalentarlos con nuestras lágrimas. Dejádles morar en paz. Están tan tranquilos en el seno de nuestra comunión religiosa que no acaba ni en el cielo.

Algunos que le ayudan traen en cestos de mirtos y de rosas ofrendas al amor fácil, a los afectos tiernos y nos tientan y nos convidan al sepulcro blando y muelle de la indiferencia del alma dentro de la ternura del afecto.

Esas son flores cogidas en los jardines del viejo horrible. Ocultos están los áspides venenosos.

Nosotros queremos conservar la tradición de los siglos, la tradición de las pirámides. Estamos por los amores que nunca acaban.

No leemos la ley a trozos ni doblamos las anchas hojas en que los pueblos rechazan con leyes y con prácticas la revolución embrionaria que les destroza y les degrada. Leemos la ley en el alma y en aquella historia que nunca tendrá fin.

Señores: La libertad, la virgen de la leche sin hiel, triste, no por las ofensas que le hacen los que no la quieren, sino por el abandono en que la tenemos, ingratos a su palabra encantada, se encuentra ahora asilada en el templo.

No la dejemos volar a las regiones de la altura.

Llamemos para venerarla aun a los que en campo extraño recuerdan todavía sus palabras, y juntos todos corramos a servirla.

Solo la religión y la libertad pueden salvar y engrandecer la patria (Calurosos y prolongados aplausos).

***

El señor Subercaseaux (don Antonio).

No hace mucho, señores, leía en las páginas de una obra escrita por don Faustino Sarmiento, ex Presidente de la República Argentina, la más típica de las aberraciones morales.

Suponía ese escritor, al hablar del progreso moral de nuestra raza, que el cristianismo obraba muy lentamente sobre el espíritu y que producía siempre en los caracteres la esclavitud y la servidumbre.

Decía enseguida, después de revestirse con toda la gravedad de un filósofo --¡escuchadle bien!-- que la elevación moral de las razas americanas era debida a la introducción del caballo. (Sensación).

He aquí, señores, un nuevo tópico de la libertad moderna. He aquí a las instituciones democráticas, confiadas al proceloso lomo de los potros. Y he aquí, en cierta manera, explicado el hecho triste y notorio de que la libertad, cansada al fin de recorrer las pampas, de salvar vallados y de trasmontar los Andes, haya venido a quedar entre nosotros por las patas de los caballos. (Grandes aplausos).

Amo la libertad, señores, y por esta razón estaré constantemente reñido con esa filosofía que pretende encontrar su cuna en los museos antropológicos, en el ascendiente mono, en las quijadas prehistóricas y en la negación de esa verdad histórica que nos la muestra con la luz de la razón sana, en el humilde pesebre de Belén.

Esa libertad, que hoy en día se pasea impávida por nuestras calles, violando el hogar de los obispos, amenazando la conciencia católica, quemando registros electorales, removiendo la tierra santa de los muertos y reclutando esbirros contra el derecho, es libertad al fin, pero libertad digna de su origen espurio, también digna de los parias que quieran soportarla y aplaudirla. (Muy bien).

Deseo para mi patria todo el esplendor de la gloria y de la grandeza, y más que eso, le deseo todos los bienes de la paz y del orden. (Bravo, muy bien).

Pero cuando veo conjurados contra su destino, todos los elementos destructores de la moral política, todas las tendencias demoledoras del orden social cristiano y todos los apetitos del cortesano siento algo como el grito de la conciencia, que manda levantar la voz contra ese sistema de consentimientos que nos ha colocado en la pendiente y que luego nos acercará al abismo. (Aplausos).

No quisiera por cierto, ver levantada en nuestras colinas y sacudida por las brisas de nuestro valle la bandera revolucionaria; pero desearía ver en todas partes al ciudadano defendiendo sus derechos, al pastor alentando a su grey al padre de familia mostrando a sus hijos el camino del deber, y a éstos empeñados en salvarlo con la cabeza erguida y con fe en el corazón.

Desearía ver al pueblo rescatado de esa servidumbre oprobiosa a que se le quiere conducir con la vista vendada, por una vía, donde, si es cierto que se encontrará el halago de las malas pasiones, también es cierto, que encontrará, las cadenas de su esclavitud. (Bravo).

Desearía, que nuestros mismos enemigos en ideas, los liberales honrados, se unieran a nosotros en obra santa de la redención popular, no para prestarnos un contingente político, sino, para conquistar juntos esa vida democrática en que las creencias religiosas tienen a lo menos tantos fueros como la incredulidad y el libertinaje.

Abandonaos imaginariamente a los instintos salvajes de la persecución y del odio.

Suponed, que dueños del poder irresponsable pudierais llegar hasta el hogar, con el propósito nefando de sofocar los latidos maternales y de ahogar en la garganta de los hijos la voz de la naturaleza.

Seríamos unos infames ¿no es cierto? (Sí, sí). Pues eso mismo son para mí todos los que abusando del poder, llevan los odios de su apostasía hasta el hogar de su fe. (Aplausos prolongados).

Hace poco, señores, se invocaba la libertad para amparar el desnudo grotesco de unas cuantas Terpsícores falsificadas, y a mí no me cabe duda de que mañana se volverá a invocar, en obsequio de esas casas de salud, donde la autoridad piensa colocar bajo su paternal protección el comercio de la desgracia y del crimen. (Cierto, muy bien).

Sea en hora buena; pero que el país sepa antes, que nuestros mandatarios, los que ayer en nombre de la libertad nos negaron un pedazo de tierra para sepultarnos, se ruborizarán, colocando a esa misma libertad en la puerta de un lupanar. (Bravo, muy bien).

¡Ya se ve! Después de haberla hecho servir de sepulturera de nuestros derechos electorales, justo era que la convirtiesen en   cancerbera de nuestras conciencias. (Prolongados aplausos).

Estamos, señores, así lo ha asegurado el ministerio, en pleno régimen de libertad.

Los restos de nuestras huestes vencedoras, sucumben en el Perú. Se forja una paz ridícula, que nos obligará a terciar en la guerra civil del país vencido. La empleomanía y el nepotismo no tienen límites. (Ésa es la verdad).

Los representantes que se permiten disentir de la opinión del Gobierno, son estigmatizados y se les declara réprobos.

¿Qué faltaba, señores, a esa visión de los ensueños ministeriales?

Faltaba sólo ver descender a los cuervos sobre ese pedazo de tierra, donde pagamos el último tributo de amor y de respeto a los que fueron nuestros padres, nuestros hermanos y nuestros hijos. (Grandes aplausos).

El programa está cumplido, señores, y de ello no son muchos los que tienen derecho a quejarse. Pero, olvidemos lo pasado y dando un adiós varonil a los halagos seductores del egoísmo, a las comodidades y al descanso del hogar, reivindiquemos nuestros derechos de ciudadanos y probemos, colocados frente a frente de nuestros perseguidores, que es impotente la tiranía contra la libertad escoltada por el pueblo. (Eso es lo que queremos. Muchos aplausos).

Yo no me atrevería a deciros “¡seguidme!”, pero si lo hicieran aquéllos a quienes honor obliga, veríamos pronto desaparecer esas nubes tempestuosas incapaces de producir el rayo, por más sombrías y tenebrosas que se las vea atravesar el horizonte.

Porque esas nubes, señores, llevan en su propio seno el principio de destrucción, y están cansadas. Vienen de muy lejos, vienen de esa tierra del genio, donde jamás podrá prender el principio republicano, porque la libertad se ahogará siempre en los excesos de la licencia, porque la democracia no se puede aprender en las inmundas páginas de Zola, Kock y Naquet y porque los Washington, los Lincoln, los Portales, los Tocornal, los Bulnes y los Montt, no se hacen con la madera de los héroes de la comuna, de esos héroes que levantaron sobre un charco de sangre y podredumbre la bandera que nos amenaza, la bandera de la “libertad o la horca”.

(El orador deja la tribuna en medio de las más estruendosas manifestaciones).

***

El señor Tocornal (don José).

(Al ponerse de pié el orador es saludado por una salva de aplausos).

Acepto, señores, vuestro aplauso, porque sé muy bien que el no se dirige a mi modesta persona, sino a los principios que defiendo; lo acepto, por que ese aplauso es también un grito de indignación contra el despotismo.

Católico y ciudadano de una República, fiel a mi religión y a mi patria, he defendido la libertad política avasallada, y hoy vengo a luchar con vosotros por la libertad religiosa perseguida.

Dejadme, pues, participar de vuestro noble entusiasmo y unir mi débil voz al grito de viril indignación que arranca a vuestros corazones ha conducta odiosa del Gobierno en la cuestión cementerios.

Cegados por el orgullo y sedientos de arbitrariedad, los hombres que gobiernan han llegado a creerse omnipotentes, ¿sabéis porqué? Por que la guerra exterior desarmó los partidos; porque guardamos silencio ante el escándalo inaudito del incendio de los registros de Rancagua; porque permanecimos impasibles en presencia de los atentados cometidos contra la libertad electoral, en presencia del inmundo escamoteo de la elección de Santiago.

Tomaron por miedo y por flaqueza lo que no era, señores, más que patriótica prudencia, y desde entones creyeron que todo les era permitido, hasta profanar las cenizas de nuestros padres...

Y, notadlo bien: el señor Santa María y su Ministro de lo Interior han iniciado la era de las persecuciones religiosas y de los disturbios sociales, que son en todas partes su inevitable consecuencia, cuando no se divisa aún el término de la larga y sangrienta lucha en que estamos empeñados; sin que sea dado medir la magnitud de los sacrificios que ella imponga todavía a los chilenos.

Y yo os pregunto, señores: mientras dure esta situación excepcional, grave y solemne, creada por la guerra; mientras en el territorio aliado se oiga el estampido del cañón chileno; mientras la sangre de nuestros hermanos esté enrojeciendo las nieves eternas de la sierra del Perú, después de haber humedecido las abrasadas arenas del desierto, ¿no es el deber más imperioso e ineludible de un gobierno honrado y patriota apaciguar los ánimos, mantener a toda costa la unión de la gran familia chilena, alejar todo motivo de agitación y discordia interior? ¿No debe, con preferencia a todo, consagrar su atención, su actividad y su tiempo a los asuntos de la guerra, hasta imponer al enemigo la paz que reclaman el honor y los legítimos intereses de Chile?

¡Pues bien! Esta es la época que los señores Santa María y Balmaceda han considerado como más propia y oportuna para llevar a cabo sus innobles propósitos de persecución y de venganza: y, ¡cosa triste para el patriotismo! les vemos emplear días, semanas, meses enteros en su campaña anti-católica, en disciplinar y aumentar con nuevos enganches sus desorganizadas huestes parlamentarias para alcanzar, como un voto de aliento y de confianza, la consumación de una grande iniquidad.

¡Ah! señores: el Perú y Bolivia observan atentamente nuestra situación interior, y mucho temo que ese voto de aliento pedido por el señor Balmaceda sea también un voto de aliento a Cáceres y Montero para prolongar su tenaz y desesperada resistencia.

¡Oíd, valientes defensores de Chile! Mientras vosotros sufrís, lucháis y morís por la patria, el Gobierno se ocupa, ante todo en perseguir a vuestros conciudadanos, y cuando regreséis a vuestros hogares, los infelices mutilados, los que hayan perdido en las penalidades sin cuento de cuatro años de campaña los medios de ganar su vida, no encontrarán, como en otros países, un asilo para su gloriosa invalidez; en cambio les ofrecerá el Gobierno, para su descanso, el cementerio laico, el cementerio común, el cementerio del Estado.

¡Ved cómo cumple el Gobierno sus más sagrados deberes!

Por dolorosos que sean, cumplamos nosotros, hombres de fe y de libertad, los que nos impone ese doble carácter ante la actitud cada vez más amenazante del liberalismo impío.

Se nos quiere arrebatar nuestros cementerios, se nos niega la facultad de establecer otros costeados exclusivamente con nuestro dinero: en una palabra, el Gobierno y sus secuaces no quieren que los católicos se entierren, según su creencia, en cementerios benditos; no quieren que el sagrado símbolo de la redención preste a nuestros despojos mortales su sombra bienhechora; nos niegan lo que no pueden negar a ningún extranjero que pise nuestras playas: la libertad de la tumba.

Ante esta amenaza insolente, ante esta agresión brutal contra uno de nuestros más respetables e indiscutibles derechos, la actitud de los católicos no puede ser dudosa. Debemos luchar unidos y resueltos, debemos sacudir el egoísmo y la indolencia y resistir con firmeza inquebrantable en defensa de la libertad religiosa.

Somos el derecho y somos el número; nuestra causa es simpática para los hombres de libertad.

En el campo de nuestros adversarios voces elocuentes se levantan todos los días en la tribuna y en la prensa para decir al Gobierno: deteneos; no tenéis razón; la enmienda propuesta por el senador Vergara y aprobada por el Senado es expresión de la verdadera libertad; lo que vosotros queréis es una ley de opresión y tiranía.

¡Honor a los hombres independientes que, sin pertenecer a nuestras, filas, saben hacernos justicia y tienen valor, harto raro en estos tiempos de bajeza y servilismo, de encararse al César y decirle lo que tanto cuesta decir: la verdad! (Aplausos prolongados).

***

El señor Walter Martínez (don Carlos).

(Que es llamado a la tribuna con grandes aclamaciones).  

No   estaba inscrito, ciudadanos, entre los oradores que habían de dirigíos la palabra; pero me pongo de pie a vuestro llamamiento y agradezco vuestros cariñosos aplausos. Más que a mi persona los estimo dirigidos a la bandera que he representado en los últimos tiempos juntamente con aquellos valientes amigos que no la arriaron nunca en la lucha que trabaron contra el actual Gobierno... (Aplausos) ¡que es una vergüenza para la República! (Grandes aplausos).

¡Vergüenza para la República, porque es astro opaco y sin órbita, nave sin rumbo ni brújula, confusa mezcla de degradación y de intriga, de inercia y cobardía, de atolondramiento, de apostasía y favoritismo desfachatado! (¡Cierto! ¡Cierto! Aclamaciones).  

El señor Tocornal pintaba con tristes colores el cuadro sombrío que ofrece esta desgraciada nación presa de aquellos buitres voraces y, ¿qué queda?, añadía con harto desconsuelo. Sí, queda algo que no recordó el distinguido orador; queda algo que hasta aquí no existía en nuestra administración: la corrupción venal en las altas esferas del poder. Se adquiere con dinero el influjo, a trueque de dinero se dan destinos públicos y se compran con dinero   hasta los decretos administrativos. (Grandes aclamaciones).

Pero ¿qué extraño que esto suceda, desde que los mismos asientos del Congreso han sido comprados, y desde que el primer paso de esta administración fue la falsificación y el robo de las urnas electorales? (Grandes aplausos).

¿Qué extraño, vuelvo a repetirlo, desde que el primer indigno ejemplo no sólo quedó impune sino que fue premiado con buenos destinos para los estafadores y para los miembros de su familia?

Entre otros casos comprenderéis que me refiero, ciudadanos, al escamoteo de tres mil pesos del primer alcalde de la Municipalidad de Santiago, gran elector de Chile y miembro del Senado durante esta especie de regencia de Luis XV que se llama administración de don Domingo Santa María. (Prolongadas aclamaciones).

¿Juzgáis el cuadro muy negro? Ciertamente que lo es: pero debéis saberlo, que más es lo que callo que lo que digo... Y que las pruebas de lo que afirmo las tengo en mi poder. (Aplausos entusiastas).

Pues bien, este es el gobierno que porque no tiene honra para engrandecerse entre los vivos viene a hacer la guerra a los muertos. (Interrupciones y aplausos).

Conocedlo, hijos de la clase obrera, que tomasteis voluntarios el fusil para ir a batiros por la causa de Chile en el extranjero, y sabed que el Gobierno os corresponde negándoos la tierra bendita para dormir el sueño eterno; vedlo, valientes jóvenes, que regresasteis a la patria volviéndole cubiertas de laureles sus banderas, y pensad que el Gobierno atropella vuestra dignidad de hombres, vuestro antiguo prestigio de pundonorosos oficiales; meditadlo, nobles soldados, los que habéis derramado vuestra sangre en los campos de batalla, los que aun erráis por aquellas inhospitalarias y arenosas playas, los que estáis todavía con el arma al brazo, y mirad que cuando se empieza por ultrajar la memoria de los muertos y quitar al pueblo sus más sagrados derechos, se acaba por convertir a los soldados en verdugos;... y que ese es el papel, que el Gobierno os guarda para más tarde si desde luego no robustecéis en el fondo de vuestra conciencia la resolución inquebrantable que ya empiezan a imponeros los hechos... (Prolongadas aclamaciones).

¡Curioso espectáculo: un pueblo tan grande que allá muere y un Gobierno tan pequeño y tan miserable que aquí manda! (Aplausos y hurras al orador).

Temió y con razón, mi distinguido amigo el señor Subercaseaux que llegase una hora fatal en que el viento de nuestras colinas hiciera ondear las banderas de la anarquía... Justo temor, ciudadanos, y ¡Dios nos libre de tamaña desgracia! Pero entre ella y ser esclavos, ¡mil veces ella! (¡Sí, sí! Prolongadas muestras de adhesión).

Andando el tiempo, la indignación, desbordada tal vez... Oigo un rumor que causa esta palabra. La repito, ciudadanos, para llamaros vivamente la atención. Tal vez llegue el día en que la indignación desbordada estalle como una tempestad, porque los pueblos no son recuas de bestias, y suelen cansarse de sus tiranos; y existe además un derecho incontestable, que es el de la resistencia, cuando los Gobiernos rompen los vínculos de la moralidad y del respeto a la ley y se convierten en verdugos de la sociedad, en estafadores públicos y en profanadores de sepulcros. (Aplausos).

Nuestro meeting de hoy es el primer paso, el paso de la protesta tranquila, ciudadanos; y yo os pido encarecidamente sólo una cosa por el momento, de acuerdo con lo que aquí debemos dejar establecido; y es lo siguiente: Estar siempre dispuestos a oír el llamamiento de la Junta Directiva que se nombre al efecto; a seguirla en todo y por todo, como aquellos soldados de Navarra seguían el penacho blanco de su caudillo; a obedecerla, en fin, para proceder en todos nuestros actos futuros de la vida política con unión, con armonía, con esa abnegación enérgica, que es más que nunca necesaria en las circunstancias solemnes y difíciles. (Muestras y gritos de aprobación).

De esta suerte se estrellará ese Gobierno sobre las piedras de sus propios delitos; y el pueblo de Chile lo arrojará de su seno, así como el mar arroja del fondo de sus olas a los cadáveres corrompidos. (Prolongados y grandes aplausos y vivas al orador).

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El señor Gutiérrez Martínez (don José Ramón).

¡Te han hecho justicia, pueblo de Santiago!

Fuiste grande en la hora de los tremendos conflictos, diste tu tranquilidad, diste tus ofrendas de sangre y de dinero, todos los tributos que la patria te pedía para salir airosa de la prueba a que dos enemigos la sometieran: todos esos tributos los rendiste en aras del patriotismo con ánimo sereno y corazón levantado. Y ahora, provocando discordias intestinas, alarmando las conciencias, hiriendo las fibras más vibradoras del corazón humano, las fibras del sentimiento religioso, atropellando tus fueros y tu libertad, es como te han correspondido a tantos sacrificios y grandezas tantas.

¡Te han hecho justicia, pueblo de Santiago!

Me traslado con el pensamiento a una época no lejana y veo al dolor batiendo su ala sombría sobre tus hogares consternados; veo que el espectro de la guerra vaga en medio de la lobreguez de las sombras, pálido, sordo, insaciable y torpe como la muerte, acallando el estrépito de las fábricas, esparciendo la desolación en los talleres y el silencio en los campos, desgarrando las vestiduras de los hijos y el corazón de las madres; y en medio de este cuadro, al cual presta su luz la antorcha luminosa del patriotismo, veo también que la sonrisa de las resignaciones heroicas ilumina los semblantes de los que lloran su abandono, su orfandad y su miseria.

Aun se ve más; vese que los desgraciados, que las madres sin pan, los valetudinarios, los hombres sin trabajo y con hijos hambrientos, el pudiente y el desvalido, salen al paso de los cuestores que recaudan para la patria y les dicen: ¿Qué quieren mis mandatarios? ¿Quieren mi dinero, mi sangre? Ahí está mi última joya; ahí está mi último hijo; ahí está mi último pan.

Los mandatarios quieren tu calma y tu silencio, responden los cuestores; quieren que no hables, que no censures aun cuando haya yerro, que te resignes, aun cuando haya torpeza y que bendigas la mano de los que pudieran sacrificar estérilmente a tus deudos, tus ofrendas y tus esperanzas.

Bien, responde el pueblo de Santiago y el pueblo de Chile, y a fuer de leal, cumplió siempre su palabra, aunque pudo muchas veces romper sus patrióticos compromisos, a fuer de valiente y pundonoroso.

Y pudo romperlos, porque lastimosamente se sucedían los yerros, las dilaciones desesperantes, las torpezas sin nombre; y, a pesar de todo, en la hora de los triunfos providenciales, ahí estás, pueblo de Santiago, vagando por las calles lleno de gozo, entonando himnos de victoria, olvidado de tus resentimientos para con los mandatarios, olvidado de tus antiguas querellas, perdonando los agravios, abrazando a tus adversarios; ahí estás, delirante de entusiasmo, despidiendo en las puertas de la ciudad a las huestes que parten vivando a la patria; ahí estás con la sombra del pesar en la frente y el mutismo del dolor en los labios, caminando en pos de los gloriosos ataúdes que nos devuelve la victoria; y en todas partes te muestras magnánimo, prudente y cariñoso.

Los gobernantes de aquellos tiempos, que trabajaron por el engrandecimiento de Chile, comprendieron a medias tus sacrificios. Negáronse a promover cuestiones conculcadoras de tus derechos y lastimadoras de tus creencias, cuando ciertos hombres, que jamás han querido la ventura del pueblo, los instigaban a que hiriesen tus conciencias, ya que, para tan perversos conspiradores, los hijos católicos del católico Chile no tenían bastante desgarrado el corazón, ni títulos bastante para su silencioso respeto.

Pero los mandatarios de hoy, éstos que nada han hecho por el buen nombre y la tranquilidad de la patria; ésos que están ahogándose en un piélago de dificultades que por donde quiera les improvisa su impotencia o su espíritu de intrusión urgente en las pequeñas cosas, son los que de un manotón se han aferrado de la conciencia del pueblo católico para aturdirlo y para salvarse ellos mismos del naufragio que los amenaza.

¡Te han hecho justicia, pueblo de Chile!

He aquí, ahora; lo que a su turno te dan en el momento de los fáciles retornos y de las justas compensaciones, los gobernantes que aún te tienen con luto en el corazón y con zozobra en el alma.

Dadme pan para los hijos de los mártires, dice el pueblo; pagad vuestras deudas de dinero, ya que sois impotentes para pagar deudas de gratitud, dice a sus mandatarios; y éstos responden: No podemos.

Dadme un asilo para los infelices que arrastran su invalidez por esas calles, partiendo de lástima los corazones. No podemos. Hay ocho millones sobrantes, es cierto; pero hay que traer un cargamento de preceptores del extranjero.

Si tenéis dinero sobrante, disminuidme las contribuciones, exclama el pueblo. No podemos.

Dadme la paz, que faltan brazos para la industria; dádmela, que la fiebre extermina a nuestro Ejército, que la inacción lo enerva, que el enervamiento lo corrompe. No podemos, responden los gobernantes; estamos fuertemente preocupados con las cuestiones de arzobispo, de provinciales y de cementerios.

¡Y nada se da a este pueblo que lo ha dado todo! Y a su conducta prudente, a su tolerancia cotidiana, a su generosidad sin límites, sin un pretexto justificable, sin una causa determinante y en la época más inoportuna se le promueven violaciones odiosas de sus fueros.

Si esto no es ingratitud ¿qué es? ¡Ah! ¡Ni siquiera han sido justos cuando pretendían ser liberales!

¿Dónde está el cadáver infecto que aguarda de la promulgación de esa ley de cementerios el permiso para pasar los umbrales de la mansión de los muertos, donde lo haya detenido una mano intolerante? ¿Dónde está el escándalo social que reclama la promulgación urgente de una ley tiránica, ya que no de libertad?

Si hay prisa de precaver con tiempo las futuras violaciones del derecho ajeno, que se le garantice, enhorabuena, pero sin atropellar otros derechos.

Pero, no: muchos de nuestros sedicentes liberales no persiguen ideales de verdadera libertad: persiguen solapadamente las instituciones y las creencias católicas. En nombre de la justicia y de una lógica sin maestros en la historia de la filosofía, hase pedido recientemente en la Cámara de Diputados de Chile y por un conspicuo representante del partido liberal, protección y privilegios para los libres pensadores, que forman, según la expresión de ese representante, la ínfima parte de la población, al mismo tiempo que se pedía el atropello y el avasallamiento de los católicos, que son los nueve décimo de los pobladores de Chile, al decir del mismo representante. Con esa lógica, los poquísimos coolíes que vagan por esas calles y que sin disputa son la colonia menos numerosa; tendrían derecho a ser los más privilegiados y debiéramos, en obsequio de ellos, convertir en pagoda la Catedral de Santiago.

Con leyes de esta naturaleza marchamos al cataclismo, a la disolución social; fermentarán en el seno de esta sociedad gérmenes funestos; sobrevendrán los crueles antagonismos, la recrudescencia de las luchas intestinas, las explosiones de la indignación religiosa, el abatimiento, la postración y la degradación moral; y en un momento oportuno para sus intereses y fatal para nuestra honra, esas naciones rivales que nos rodean, que nos odian y que nos acechan podrían tomarnos cuenta de sus derrotas y hacernos pagar con nuestra desaparición de la escena del mundo nuestros tiempos de pueblo libre, viril y cristiano.

Y día llegará en que el viajero, cuando recorra nuestras calles y plazas buscando los vestigios de nuestra pasada grandeza, encuentre derruidos los monumentos, hechos trizas sus pedestales y cubiertos por el polvo del olvido y el musgo del tiempo los nombres ilustres de nuestros ínclitos conciudadanos; y al preguntarse entristecido las causas de tamaña decadencia, oirá que gimen tristemente las brisas de la patria y verá que se alza ante sus ojos el fantasma de la discordia, ceñida su frente con el gorro frigio del jacobinismo intemperante.

¡Pero, no; eso no sucederá!

Al morir, el último de los Gracos tiró un puñado de polvo al cielo, dijo un orador insigne, y nació Mario; Mario no tan grande por haber deshecho a los cimbrios cuanto por haber anonadado en

Roma la aristocracia de la nobleza.

Pues bien, señores, antes que los enemigos de la patria avienten las cenizas de nuestros mayores, antes que se tiren al viento los despojos de nuestras libertades, ¿surgirá entre nosotros un Mario, no tan grande para vencer al enemigo exterior, cuanto para sofocar en el seno de la sociedad chilena al monstruo del despotismo sin Dios, sin patria y sin conciencia?

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