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Capítulo I. Santiago.
Segundo Meeting

Un duelo nacional. Una corona de eterna gratitud sobre la loza funeraria de un santo y un sabio.

Manifestación de duelo. (Invitación).

(De El Independiente de 24 de julio de 1883).

El pueblo de Santiago acaba de ser sorprendido con la terrible e inesperada noticia de la muerte del Iltmo. señor Obispo de la Concepción doctor don José Hipólito Salas.

Apenas podemos medir el alcance de esta tremenda desgracia, que arrebata a la patria uno de sus más preclaros hijos, a la Iglesia, el insigne Obispo, el atleta eximio, el brazo robusto, el Prelado eminente, y a los católicos el modelo perfecto de incontrastable energía, de actividad sin límites, de vigor y de maravillosa fuerza para defender la causa de Dios.

Entre las elevadísimas prendas del alma de ese grande hombre ninguna se manifiesta más de realce, en estos días de prueba, que su poderosísima energía moral para luchar contra la corriente invasora que amenaza echar por tierra los fundamentos religiosos y sociales en que descansa el edificio de la prosperidad nacional.

Hoy que no nos queda sino su memoria venerada, es necesario invocar su poderoso espíritu como el ejemplo vivo y acabado de lo que debe ser el católico en los momentos presentes.

Su levantado carácter, sin rival en la prueba, debe servirnos de enseña y de guía en la lucha en que nos encontramos empeñados.

Cuando pensamos que ha caído en la brecha el jefe augusto de la Iglesia de Concepción, no podemos hacer otra cosa que agruparnos alrededor de sus despojos mortales y pedir al cielo valor para soportar la tremenda desgracia, y fuerza para imitar en algo al menos al santo Obispo que lloramos.

En homenaje a la memoria del ilustre difunto, y para serenar nuestras almas, postergamos el meeting que se organizaba para mañana, y a fin de recordar la tradición gloriosa de sus virtudes religiosas y cívicas, invitamos al pueblo de Santiago a una mera asamblea que tendrá lugar en el Teatro de Variedades el lunes 23 de los corrientes, a las 7 P. M.

Miguel Barros Morán, Matías Ovalle, Antonio Subercaseaux, Evaristo del Campo, Carlos Walker Martínez, Miguel Cruchaga, José Clemente Fabres, Cosme Campillo, Ramón Ricardo Rozas, Carlos Irarrázaval, Enrique De-Putrón, José Tocornal, Ladislao Larraín, Bonifacio Correa, Enrique de la Cuadra, Macario Ossa, José Antonio Lira, Eduardo Edwards.

***

La Grande Asamblea.

El pueblo de Santiago correspondió de una manera espléndida a la cita que se le había dado en nombre de la religión y de la libertad. El Teatro de Variedades presentaba anoche un espectáculo magnífico y consolador: es algo que alienta y fortifica ver en estos tristes días de postración y abatimiento una junta de hombres libres que se congregan espontáneamente para protestar contra los avances del despotismo. Nadie faltó a la cita: el teatro estaba lleno en todas sus localidades por una concurrencia numerosa y escogida, donde se representaban todas las categorías sociales, y que manifestaba hasta la saciedad cuán pobre es el círculo que rodea y aplaude a los hombres del poder.

A las siete y medía se instaló la Asamblea, que presidió el distinguido ciudadano don José Ciriaco Valenzuela, y a que sirvió de secretario don Enrique Nercasseaux Morán.

Abierta la sesión “en el nombre de Dios”, usó de la palabra don Enrique De-Putrón, que pronunció el brillante discurso que insertamos más abajo, y cuya lectura nos ahorra el entrar en los aplausos que merece.

De seguida, habló don Carlos Concha S., cuyo valiente discurso mereció a la concurrencia repetidas ovaciones. Después subió a la tribuna don Enrique Nercasseaux Morán que, en un breve discurso, manifestó cómo los que hoy se llaman liberales no son sino verdugos y opresores de la libertad, que la proclaman a todos los vientos, pero que la aborrecen de veras y tratan de hacerla desaparecer de nuestras instituciones y del país. Habló, en comprobación de estos asertos, de que los pseudo-liberales nos están gobernando sin contrapeso desde hace veinte años y sólo han sabido hacer fuego contra la libertad electoral, la libertad de enseñanza y promulgar la tiránica y absurda ley de cementerios.

Siguióle en el uso de la palabra el señor don Francisco Undurraga Vicuña, que fue con justicia calorosamente aplaudido por la inmensa concurrencia, y cerró esa falange de brillantes oradores el hábil estadista y distinguido escritor don Miguel Cruchaga, que en una calorosa improvisación mostró cuán pequeños y mezquinos son los hombres que dirigen la política del actual Gobierno cuando se les compara con hombres de la gran talla y enérgico carácter del ilustrísimo señor Salas.

¡Qué buenas verdades pudo escuchar el auditorio, arrancadas del convencimiento de uno de nuestros hombres públicos mas ilustrados! El señor Cruchaga tiene el don de hacerse escuchar con placer. La primera palabra fue el homenaje sincero a la memoria de uno de los hombres más notables que han ocupado un lugar, no sólo en Chile, no solo en América, sino en todo el mundo, en un puesto prominente: el Iltmo. señor Salas.

Nos queda su memoria, decía el señor Cruchaga; más todavía, nos queda su noble ejemplo, que todos debemos empeñarnos en imitar.

Pocos ejemplos más dignos; ellos jamás dejarán en las prácticas de esas saludables enseñanzas el dejo amargo del llanto comprimido: dejarán el placer de la obligación cumplida.

De rodillas todos los católicos para implorar del cielo la transmisión del mágico encanto de aquellas virtudes preclaras, de aquella sorprendente inteligencia. Sí, señores, todos en esa actitud para proclamar sus méritos, imitar su ejemplo y llevar nuestros votos hasta el templo de la inmortalidad, en que hoy vive.

Señores, agregaba: bebamos esas enseñanzas; pongámonos todos de pié para recibir sus inspiraciones, y estad seguros de que saldremos triunfantes. Ningún crimen se consuma cuando se oponen resueltos delante del culpable los hombres de fe y de convicciones. Combatiremos con el ejemplo del Iltmo. Prelado que se va, dejándonos confortados con su fe.

Sigamos, señores, ese grande ejemplo; retemplemos nuestras convicciones apoyándonos en esa gran columna. Hoy es la Iglesia la única lumbrera que guiará a los caminantes que buscan el rumbo de la libertad. Busquemos su apoyo; reemplacemos a los que caen en la lucha, seguros de que será siempre el triunfo de los que creen en las santas doctrinas, y de los que aman al mismo tiempo a la libertad.

Entre un pueblo que así cree en los principios de la libertad y un ministro que los niega, el triunfo no es dudoso; será siempre el triunfo del derecho y de la justicia.

(Grandes aplausos).

Al retirarse el señor Cruchaga fue objeto de las más calorosas manifestaciones.

***

He aquí algunos de los discursos:

El señor De-Putrón, don Enrique.

(Al adelantarse a la tribuna fue calurosamente aplaudido).

La persecución es una de las fases del despotismo menos perjudiciales para la libertad.

El odio o la venganza la inspiran siempre, y el odio y la venganza son pasiones que ciegan a los hombres y producen en la mente aquella demencia que el poeta romano sólo podía comprender como un azote del Olimpo para los réprobos de Júpiter.

Y es este, señores, el carácter de la persecución que comienza entre nosotros.

La ley de expropiación de los cementerios no satisface ninguna necesidad social; no es salvaguardia de ningún derecho, y en cambio es un despojo para los católicos, de nuestra propiedad, y lo que es mil veces mas odioso, es la invasión en el terreno de la conciencia, impidiendo al hombre que rinda a Dios el culto de su creencia religiosa, arrebatando a Dios sus derechos y atribuyéndolos al Estado, gran pontífice y único dios del paganismo liberal.

No obedece, pues, señores, la ley con que se inicia la persecución a ningún propósito elevado. Todavía yo podría comprender, sin embargo, esta fuerza que arrastra al Ministerio, posponiendo los mas caros intereses de la patria, a ocuparse de cadáveres y a revolver el polvo de las tumbas, si su actividad fuera a desplegarse en las sierras del Perú, en donde la azada del soldado, convertido en sepulturero, no alcanza a cubrir los restos insepultos de sus hermanos, que caen a millares, segados por el plomo enemigo y por la influencia de su clima mortífero. Santa ofrenda de abnegación y sacrificio que la patria admira; pero que sus gobernantes, en sus odios de sectarios, no saben premiar ni agradecer.

Yo comprendería todavía la cementeriomanía ministerial si pudiera encerrarse en una tumba y cubrirse con el polvo del olvido el cadáver de la libertad.

He dicho que estas persecuciones son las que menos mal hacen a la libertad, porque su carácter agresivo y violento subleva en las víctimas el sentimiento de su dignidad ultrajada y levantan resistencias enérgicas, constantes e irresistibles.

Y que lo comprendemos así lo está probando la actitud que empieza a asumir la República protestando con enérgica indignación y alistándose, para luchar, con inquebrantable constancia, a fin de detener el despotismo o caer víctimas de la violencia, para hacer más odioso su triunfo.

Desde el primer estampido del cañón que anunció la guerra gloriosa que hace Chile, el partido conservador plegó su bandera política y llevó al altar de la patria sólo ofrendas de abnegado patriotismo.

Hoy, la política mal inspirada de un ministerio, compuesto de hombres de partido y no de hombres de Estado, nos llama de nuevo al palenque de las ideas. Contestémosle sin miedo, y llamemos a luchar con nosotros a todos los hombres de corazón recto, para quienes la política es la ciencia de hacer felices a los pueblos y no la de oprimir y perseguir al adversario.

El despotismo liberal no quiere reconocer que haya algo a donde no alcance la acción del gendarme, y por eso se entra de lleno en el campo de la conciencia, y en su insensatez, quiere arrebatar a Dios lo que le pertenece: el alma con sus destinos inmortales. Tamaña y tan absurda pretensión no extraña en los que profesan la falsa teoría liberal de que se reviste al despotismo; pero es bochornoso para la dignidad humana contemplar la cortesana, casi diría, la servil complacencia de esos hombres que, profesando ideas contrarias sirven de instrumentos para sus propósitos liberticidas a un Ministerio que enarbola el éxito como bandera; tan poderosa carga sobre ellos la servidumbre.

Y cuidado que su responsabilidad es enorme. Su concurso es aliento para la obra inicua. Los gobiernos no osarían el desconocimiento de la justicia, el atropello de la libertad, si no hubiera servilismo para callar y para aplaudir.

Y al hablar, señores, de este abatimiento del espíritu, de esta falta de caracteres ¿cómo no recordar con el más profundo respeto, corno contraste y como lección, la grande y venerable figura del Obispo de la Concepción?

¡Ah! señores, yo habría podido creer que su alma santa rompía su atadura mortal y volaba al cielo para huir de las miserias de la hora presente, si no supiera que esa grande alma era la del hombre fuerte del Evangelio, para quien vivir es luchar por el bien.

No, él no rehuía el combate.

Glorioso paladín de la fe; era el Bayardo sin miedo y sin reproche que llevaba animoso las huestes de la Iglesia a pelear las batallas de la justicia y del deber cristiano.

Señores, el Obispo de la Concepción ha muerto, no oiremos ya su voz inspirada que era luz para la inteligencia, vigor para el alma y consuelo para el corazón, pero su espíritu nos quedará como estímulo y como ejemplo. El recuerdo de ese grande hombre será para nosotros, en medio de las luchas de nuestra azarosa vida, la columna de fuego que mostraba a los israelitas en el desierto la tierra de las promesas.

Sí, señores. Necesitamos luchar y luchar sin descanso, porque las luchas que tienen por objeto la defensa de los derechos de la conciencia católica no admiten transacción, aun cuando el despotismo administrativo nos hiciera llegar al imperio de la fuerza con todas sus deplorables consecuencias.

Podremos ser dominados pero no vencidos. Podemos entregar al Estado nuestra vida material, pero no podemos entregarle nuestra personalidad moral, porque la abdicación del imperio de nuestra conciencia sería la consagración de todos los avances del poder, sería la absorción de nuestra vida espiritual por el Estado, ese hombre gordo, de cuyo vientre no saldríamos sino convertidos en materia nauseabunda.

Necesitamos para ello luchar como hombres. Pero somos católicos, la lucha no nos sorprende. Nuestra religión divina no nació en palacios de oro ni fue arrullada por las sonrisas del César; se alzó a la contemplación de los siglos desde lo alto de una cruz.

Y esa Cruz, señores, que agrupa a su sombra a las generaciones humanas, era un patíbulo que la persecución, inmolando al Justo, convirtió en bandera inmortal que ampara todo derecho, que ampara toda justicia.

Y la Cruz, señores, para derribar el grande ídolo del paganismo, el Estado-Dios, el emperador espiritual no tuvo a su servicio cortesanos; su cárcel y el tormento fueron la cátedra desde donde el cristianismo irradió sobre el universo entero su luz regeneradora.

Ya lo veis, la persecución no es nueva en nuestras filas.

Y así como los grandes huracanes y las tempestades en el orden físico purifican la atmósfera y alejan los miasmas deletéreos, en el orden moral las persecuciones injustas levantan los caracteres y alientan a los pusilánimes. Nosotros, retirados por patriotismo de la vida pública, depuestas nuestras armas y ocupados de nuestros negocios privados, hacíamos, si no una vida egoísta, una vida floja. Hoy, congregados de nuevo por una petulante agresión, unidos nuestros corazones en una santa y común aspiración, estrechadas fraternalmente nuestras manos, juremos con el corazón sereno y levantado, dando siempre al César lo que es del César, no dar jamás sino a Dios lo que es de Dios. (El orador fue despedido por una salva prolongada de aplausos).

***

El señor Concha Subercaseaux, don Carlos.

(Fue calurosamente aplaudido por la Asamblea, que le saludó como representante de la juventud católica).

No tengáis a mal, señores, que entre las voces de hombres que han vivido años que los honran, y nos honran a nosotros, venga también la mía a hacerse oír.

Hoy que es vergüenza para algunos confesarse creyentes de las doctrinas cuya consecuencia ha sido la civilización del mundo, y hoy que es timbre de mentido honor y falso progreso para otros el hacer gala de aversión y odio a la religión que consagra nuestra Carta Fundamental, hoy debe ser para la juventud no ya un deseo, sino un deber ineludible, un deber sagrado, sostener, defender sus convicciones.

Deploramos la pérdida del más esforzado campeón de la causa religiosa y de ninguna manera podríamos honrar mejor su memoria que imitándole en el valor y energía que él tuvo para sostener los principios.

Por eso venimos, como lo sabéis vosotros, a una reunión de protesta contra la ley que él con su talento y con su ciencia, fue uno de los primeros en calificarla de opresora. Sí, señores, reunión de doble protesta: protesta en nombre del ciudadano que ve desconocidos dos de sus más preciosos y caros derechos, la libertad de la conciencia y la libertad del individuo; y protesta en nombre de la fe que se siente herida al ver profanadas las puertas de su templo.

Las leyes políticas en un pueblo son fáciles de dictar, porque son fáciles de corregir; empero no sucede igual cosa con las leyes sociales, pues que una mala ley puede producir efectos que una vez desarrollados son de tan difícil curación, que rara vez cicatrizan.

Las leyes políticas pueden proceder a los hechos que son su materia; las leyes sociales no deben, no pueden ser otra cosa que la reglamentación de lo actualmente existente.

Mas, a qué hablar de leyes sociales y políticas cuando la que próximamente será ley de los cementerios, no es ni de éstas ni de aquéllas, que ella cabe dentro de otra categoría, desconocida hasta en las aulas oficiales; la categoría de las leyes del desquite.

Y ¿podrá alegarse la urgencia y de ahí la necesidad, de la ley que reglamenta la sepultación de los cadáveres, cuando en su sola discusión han empleado los mismos que la han hecho, seis largos años?

Pero, estoy seguro, que vosotros no habéis olvidado que no hace aún dos meses el país entero anhelaba con esperanzas consoladoras, casi diría con confianza, la reunión del Congreso; cifraba en él --acaso por capricho-- la expectativa de mejores días; se hablaba de una estricta cuenta que se tomaría al Gabinete que por dos años ha dejado a las nieves y a las epidemias aniquilar nuestras tropas; se señalaban ya hasta los luchadores del que debió ser tan saludable combate.

La situación era, pues, para el Gobierno, amenazadora y fue necesario desarmar a esos, por el momento, patriotas adversarios, valiéndose de una evolución que, si podía mostrar astucia, no señalaba honradez ni en las ideas ni en los hombres.

Aparentó ser el defensor de los derechos del Estado contra las pretensiones de la Iglesia, gritó: al clericalismo, emprendió la campaña contra las creencias y lanzó la cuestión religiosa.

Aquellos anunciados como tan formidables lidiadores, olvidaron los intereses de los pueblos y los deberes del ciudadano, para acordarse de las pasiones del sectario, y deponiendo convicciones y promesas, emplearon las armas que aprestaban para la pelea, en la defensa y el sostén de aquellos a quienes ellos mismos juzgaban indignos del poder.

Veis, pues, señores, cuáles fueron las causas y los orígenes de esta ley: de un lado el desquite, del otro el miedo.

Oyéronse discursos que convencieron a todos en las calles, en los clubes, en las secretarías de las cámaras, pero los mismos que antes no negaban la entrada a la razón, mirándose ya al frente con los depositarios del poder y los dispensadores del favor, se inclinaron sumisos y obedientes, amoldando sus conciencias a los deseos del jefe del Estado.

Dicen, señores, que esta ley y las otras de reforma que vendrán después, son exigidas por el país; dicen, en consecuencia, que nosotros, que constituimos su inmensa mayoría, las pedimos.

Yo digo, por vosotros, falso, señores. Se nos calumnia.

Es, señores, que la conciencia liberal moderna se ha puesto en la almoneda de los pretendientes.

Es que los sentimientos de patriotismo que se ciernen en la altura, se cotizan por la debilidad de los amigos.

Es que, por fin y por desgracia, emigraron juntos del poder, la fe religiosa, que es el sostén de la moral pública, y los verdaderos liberales. (Salva de estrepitosos y prolongados aplausos).

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Terminado el discurso del señor Cruchaga, el señor Valenzuela declaró cerrada la Asamblea, después de aprobadas las siguientes conclusiones propuestas por el secretario:

I. Rendir un homenaje de profundo respeto a la memoria del distinguido campeón del catolicismo, Ilustrísimo Obispo doctor don José Hipólito Salas.

II. Dar un voto de aliento a los obreros de Talca, que se han puesto a la vanguardia entre los pueblos de la República para protestar contra la inicua ley relativa a los cementerios.

III. Hacer activa propaganda en favor de las ideas católicas, para unificar la opinión pública que condena al Ministro de lo Interior.

(La concurrencia se retiró con todo orden).

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