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Capítulo I. Santiago.
Tercer Meeting de Protesta.

¡Al pueblo de Santiago! Invitación.

(De El Independiente del 31 de julio).

La Comisión Popular nombrada en la Asamblea del 8 de Julio, invita a los ciudadanos de Santiago al gran meeting que tendrá lugar mañana domingo 29 a la una de la tarde en el Círculo de Obreros, calle de Salas número 3.

La santidad de la causa que defendemos nos obliga a pedir nuevamente la adhesión onerosa del pueblo chileno en favor de los principios religiosos y de los verdaderos intereses de la patria, conculcados y ultrajados por el actual Gobierno.

Santiago, julio 28 de 1883.

Miguel Barros Morán, Matías Ovalle, Antonio Subercaseaux, Evaristo del Campo, Carlos Walker Martínez, Miguel Cruchaga, José Clemente Fabres, Cosme Campillo, Ramón Ricardo Rozas, Carlos Irarrázaval, Enrique De-Putrón, José Tocornal, Ladislao Larraín, Bonifacio Correa, Enrique de la Cuadra, Macario Ossa, José Antonio Lira, Eduardo Edwards.

***

La Asamblea.

Una numerosa concurrencia que no bajaría de cinco a seis mil personas, asistió anteayer a la asamblea popular a que se había convocado por tercera vez al pueblo de Santiago.

El patio y las galerías del espacioso local del Círculo de Obreros estaban repletos de una concurrencia, que tanto dentro de ese recinto como fuera de él, supo guardar la mayor compostura.

El distinguido caballero don Miguel Barros Morán abrió el meeting en nombre de Dios, y acto continuo, entre los aplausos y aclamaciones entusiastas de la concurrencias hicieron uso de la palabra varios oradores, cuyos discursos publicamos en extracto a continuación, porque la falta de espacio en estas columnas no nos permite darlos íntegros, como eran nuestros deseos.

***

Se puso entonces de pié el señor Fabres, que fue recibido con una salva de aplausos que se repitieron al final de casi todos los períodos de tan juicioso y valiente discurso.

He aquí un extracto de la arenga del señor Fabres:

Señores:

El mal estado de mi salud no me ha permitido asociarme a vosotros en las reuniones anteriores, y ese mismo mal estado no me ha permitido tampoco formar un discurso cual yo deseara y cual corresponde a la gravedad del asunto que nos reúne en este lugar. Pero no he querido rehusar un pequeño contingente a la defensa de la religión y de la patria, y he consignado por escrito, en los momentos que mi enfermedad lo permitía, las ideas y conceptos que quería comunicaros, y que no me ha sido posible encomendar a la memoria, por lo que os voy a dar lectura, pidiéndoos de antemano mil perdones por los defectos e incorrecciones de mi discurso.

El señor Fabres dio enseguida lectura al discurso siguiente:

¿Sabéis, señores, lo que quiere decir el cementerio laico? El cementerio laico significa la negación de la existencia de Dios, significa la negación de la inmortalidad del alma: el cementerio laico es el símbolo, la expresión mas funestamente elocuente de que todo termina con la muerte, de que más allá es la nada; es la negación más audaz de la moralidad, es la supresión de la sanción divina y eterna.

Tal es, señores, la grande obra de los fementidos liberales.

¿Sabéis, señores, los propósitos que persiguen los promotores y sostenedores del cementerio único y profano?

Con el cementerio único y profano, se quiere evitar toda separación para borrar así toda distinción entre los hombres disolutos, impíos y de malas costumbres, y los hombres honrados que cumplen sus deberes para con Dios, para con su familia y para con sus semejantes. En el bullicio del mundo y en el torbellino de los negocios, como también con la esperanza de la enmienda o del arrepentimiento, pueden pasar más inapercibidas las malas costumbres y la impiedad; pero con el silencio profundo que viene en pos de la muerte, y en la soledad aterradora y justiciera de las tumbas, aparecen con vivo realce las malas costumbres y la impiedad, así como cobran reluciente aureola las virtudes, la piedad, las buenas obras.

Figuraos ver en un mismo cementerio dos tumbas, inmediata la una de la otra. En la primera se contiene el cadáver de San Vicente de Paul y en la otra el de Voltaire. ¿Habría cosa más chocante, más irritante; habría atentado más insolente contra la justicia y la moralidad? ¡San Vicente de Paul, el padre de los pobres, el consuelo de toda desventura, el amparo de toda desgracia, el corazón en que tanto ardió el amor de Dios y de sus semejantes, y que consagró a su servicio todos los momentos de su vida, al lado de Voltaire, uno de los hombres más perversos y uno de los caracteres más repugnantes, en cuyo corazón no ardió jamás género alguno de amor noble y desinteresado; al lado de Voltaire, que con risa sarcástica y burlona despreció a la humanidad, el que llegó a hacer de la falsedad un proverbio, y del embuste una profesión; amigo desleal, que se burlaba de los desgraciados, y que ni siquiera llegó a sentir el amor de la patria, mancillado una de sus más puras glorias!

A la injusticia irritante, a la impiedad única y proterva, agregan todavía los fautores del cementerio laico la ruindad y la perfidia. Con la impía y sacrílega ley que se trata de dictar, contra la cual venimos a protestar, se quiere ejercitar mezquina y ruin venganza contra el Sumo Pontífice, Padre común de los fieles, el Vicario de Nuestro Señor Jesucristo, por haber rehusado conferir el cargo de Arzobispo de Santiago a una persona que, según los dictados de su conciencia, no podía, promover a tan elevado cargo, y en cuya promoción ha insistido nuestro Gobierno porfiada, hostil y hasta insolentemente.

¿Y cuál es la obra de libertad que envuelve el cementerio laico?

Esto no podrán contestar los fautores del cementerio laico, porque no han hecho jamás obra alguna de libertad.

Ya veis, señores, cómo trata el liberalismo impío a la libertad de conciencia.

El mismo servicio les debe la libertad electoral. La farsa, el escarnio, el cinismo han llegado al más alto grado: no hay nación en la tierra en que la libertad electoral esté más envilecida y ultrajada.

La libertad de enseñanza, como la defensa de las otras libertades, importó para los conservadores su caída del poder público. Después de dura y tenaz lucha, apenas si hemos conseguido algún ligero desahogo en la libertad de enseñanza. El liberalismo impío no tuvo dificultad para consignar en la ley las palabras libertad de enseñanza, pero sostuvo porfiada lucha para impedir todos los efectos de esa preciosa libertad.

¿Y sabéis, señores, cuál era la razón que a medía voz, y como quien comunica el santo y seña, se daban los mismos liberales para impedir y sofocar la libertad de enseñanza? Esa razón consistía, señores, en que los católicos dejábamos de estar oprimidos y podíamos sacar alguna ventaja de esa libertad: ¡curiosos liberales son éstos a quienes la libertad los amedrenta!

Otro tanto, y aún tal vez peor cosa, nos acontece con la libertad de asociación. El liberalismo impío la ha combatido con todos sus esfuerzos y con todos sus recursos, y no nos ha dado el menor alivio. Al fin de rudo y prolongado combate convino en consignar en la ley las palabras libertad de asociación, porque así se dejaba un pretexto con que defenderse; pero se negó tenazmente a conceder el más ligero efecto legal a esa preciosa y benéfica libertad.

¿En qué consiste entonces, señores, el liberalismo de los liberales impíos, enemigos de Dios? Si no favorecen ninguna de las libertades públicas, y por el contrarío les hacen la guerra más implacable, ¿de dónde arrancan entonces el título de liberales? Yo os lo diré, señores, y no os escandalicéis, porque los mismos liberales lo confiesan. Todo su sistema, todo su credo político está reducido a este dogma tan sencillo como absoluto: odio a la Iglesia, guerra a los católicos. Cuando se presenta ante los liberales impíos un proyecto de ley, lo único que tienen que averiguar, la única piedra de toque para saber si el proyecto es liberal o no, es averiguar si daña a la Iglesia o perjudica el derecho de los católicos.

Mientras más daño cause a la Iglesia, mientras más dañe el derecho de los católicos y los oprima, más suben los quilates del liberalismo del proyecto. Si por el contrario, el proyecto respeta los derechos de la Iglesia y de los católicos o les hace justicia, ¡ah! Entonces es anti-liberal, retrógrado, oscurantista, y sus factores deben ser privados del agua y del fuego.

Aquí tenéis, señores, el resumen más fiel de la doctrina del liberalismo impío. Exceptuamos de buena voluntad algunos liberales honrados, leales, consecuentes, que otorgan la libertad para todo el mundo, pero creedme, señores, entre nosotros son poco esos hombres, y entre los hombres del poder son todavía más raros.

***

Después del señor Fabres, hizo uso de la palabra, entre los aplausos de la concurrencia, el distinguido caballero y ferviente católico señor don Evaristo del Campo, que encantó a los asistentes con un discurso lleno de rasgos de cristiana y sencilla elevación, aplaudido desde el principio con las mayores manifestaciones de entusiasmo. Helo aquí:

Señores:

Acepto vuestros aplausos porque sé muy bien que no se tributan a mi humilde persona, sino a la noble causa que estamos defendiendo.

No vengo, señores; a haceros un discurso: ello me sería imposible. En el torbellino de ideas que cruzan por mi mente no sabría cuál de ellas elegir por punto de partida, ni cómo desarrollarlas.

Se me ha pedido, sin embargo, que os dirija la palabra, y lo hago sin trepidar. Si ésta es una audacia de mi parte, disculpadme en gracia a mi buena voluntad y en homenaje a la bandera que sostenemos.

La ley de cementerios, próxima a promulgarse, despojará a los católicos de sus tumbas bendecidas. No satisfecha con esto, les negará el derecho de trasladarlas a otro lugar para ser enterrados allí con los ritos de su religión y con las oraciones que ella dirige a Dios por los que se despiden de este valle de lágrimas.

Esa ley es altamente inicua y vejatoria para los católicos chilenos, entre los cuales figuramos nosotros: ella nos niega lo que concede a los disidentes y libre-pensadores sin distinción de nacionalidad.

Los extranjeros ligados con Chile por pactos internacionales, pueden reclamar un pedazo de tierra en que sepultarse según su religión.

Nosotros, los católicos de Chile, sancionada la ley de cementerios, no tendremos semejante derecho. Podremos sepultarnos, es verdad; pero en el cementerio laico y obligatorio, en donde no gozaremos de las oraciones y plegarias conque la Iglesia ha acostumbrado siempre enterrar a sus muertos.

Los libre-pensadores chilenos tendrán como los extranjeros perfecta libertad para ser sepultados en lugar que no pugne a sus convicciones. No así nosotros, pues nos veremos despojados del cementerio bendito y sometidos a la promiscuidad de tumbas, rechazadas por nuestras creencias.

De manera, señores, que promulgada la ley de cementerios, quedaremos de peor condición que los extranjeros y que nuestros compatriotas libre-pensadores. Y si lo primero es chocante, lo segundo no puede ser más odioso.

Los libre-pensadores, a juicio de uno de los más ilustrados defensores de la ley de cementerios, se hallan en Chile respecto de los católicos, en la proporción de uno a diez; de manera que sólo representan la décima parte de los habitantes del país. Pues bien, a esta décima parte de los chilenos, no ha trepidado la ley en sacrificar las nueve décimas restantes. ¿Somos, acaso, los católicos parias en esta tierra, cuya independencia nos legaron nuestros padres creyentes y cuyo honor e integridad hemos defendido nosotros, creyentes como ellos?

Tan horrenda injusticia se consumará, señores, en nombre de la libertad, porque a pretexto de ella se nos arrebata el derecho de enterrarnos conforme a nuestras creencias. ¿Y por qué se nos trata de ese modo? Pero, ¿acaso por eso dejarnos de ser ciudadanos chilenos, que representamos, a lo menos los nueve décimos de la población? ¿Y por qué se hace entonces, en odio a nosotros, una excepción que no se hace respecto de nadie? ¿Por que se nos niega el derecho de dormir en paz el sueño de la eternidad? Esto se ve, se palpa, pero no se explica. Somos la inmensa mayoría del país; en proporción pagamos nuestras contribuciones de dinero para llenar las arcas del Estado; en igual proporción pagamos también esa contribución de brazos vigorosos que defienden la honra de la patria contra sus enemigos exteriores. Soportarnos todas las cargas que la Constitución y las leyes nos imponen; pero no disfrutamos los derechos que ellas nos otorgan. Somos, pues, parias en esta tierra digna de mejor suerte. ¡Y eso, por ser católicos y nada más que por serlo! ¿Puede haber algo más inicuo y odioso?

Y luego, señores, ¿cuál será el resultado de la famosa ley de cementerios defendida con tanto interés por el Gobierno y sus amigos? Después de la vejación que ella inferirá al derecho de los católicos, el único fruto de esa ley será amortiguar poco a poco los sentimientos religiosos del pueblo, hasta que, promulgándose otras leyes más eficaces y adecuadas, se logre extinguir en él toda fe.

Tal es, a juzgar por los hechos, el fin que persiguen los liberales descreídos de esta patria desgraciada. Y si su propósito llegara a realizarse, ¿qué sería de Chile, de este país valiente, laborioso y honrado, que posee las virtudes de sus padres porque conserva la fe que de ellos heredó?

Si las enseñanzas del libre pensamiento sustituyeran a las enseñanzas del cristianismo, ya se concibe a dónde nos conduciría ese cambio de ideas y principios. Desterrada la idea de una vida futura, la misión del hombre en la tierra estaría limitada a llevar una existencia siempre corta y nunca del todo feliz y aniquilarse con la muerte. ¿Y a título de qué se empeñaría el hombre por conservar la vida cuando ésta le fuera penosa, si después de la muerte empieza la nada? Tal empeño sería insensatez. Que al sufrimiento siga la desesperación y a ésta el suicidio, he aquí lo único razonable, cuando se cree que la muerte es la extinción completa del ser humano, y que muriendo perece para siempre, como perece el gusano que se encuentra en el polvo del camino y que el transeúnte aplasta y extingue al pasar.

A esta ley inexorable, resultado fatal del abandono de la fe, no podrá sustraerse nadie, cualquiera que sea su condición social. Todos serán arrastrados al abismo común abierto por la negación de Dios y por el desprecio de las enseñanzas de la Iglesia.

Y ¿qué será entonces de vosotros, obreros honrados y creyentes, que como las aves del cielo buscáis diariamente vuestro sustento y el de vuestros hijos? ¿Qué será de vosotros, desheredados de la fortuna, hijos predilectos del Salvador del mundo, que honró la pobreza y el trabajo presentando como padre ante los hombres al humilde y santo carpintero de Galilea? Cuando la miseria llegue a las puertas de vuestro hogar, cuando no tengáis pan ni trabajo con qué ganarlo, olvidados de Dios y de sus promesas infalibles, faltos de la resignación que tan sólo inspira la fe, todas las sendas las veréis cerradas, excepto aquellas que conducen a los vicios y al crimen.

Pero, perdonadme, obreros honrados, y tan honrados como buenos católicos. El cuadro que acabo de trazar no es propiamente el vuestro sino el de vuestra posteridad. Yo confío, y vosotros debéis confiar también, en que no os abandonarán vuestras convicciones católicas, y que mediante ellas y la protección del cielo, salvaréis del cataclismo que habrán de producir las nuevas doctrinas. Pero ¿podréis acaso abrigar igual confianza respecto de vuestros hijos? ¿No serán ellos tal vez víctimas de la perversión de los principios que hoy día se propagan y que se intenta consignar en leyes opresoras del sentimiento cristiano? He aquí mi temor.

Y luego ¿qué suerte va a correr esa porción más desvalida del pueblo que forma, puede decirse, la capa inferior de la sociedad? Llevando una existencia penosa, entre la ignorancia, la miseria y el vicio, ¿quién podrá impedir que un día se desborde como, torrente devastador cuando sienta su espíritu vacío de todo sentimiento religioso y su corazón ardiendo en deseos de mejorar su suerte? Allá le llevará, no lo dudéis, la propaganda liberal y descreída con sus funestas leyes que, atacando el catolicismo, no hace mas que pervertir al pueblo.

¡Principiará la obra la ley de cementerios, la continuará la del matrimonio civil, la adelantará la que establezca la separación de la Iglesia y el Estado y la consumará la que sancione la enseñanza oficial obligatoria y sin Dios! Hecho esto, lo demás vendrá solo; el pueblo habrá perdido toda idea religiosa, todo sentimiento de virtud, y pasará sin violencia de la corrupción al crimen.

Cuando a este término se haya llegado, cuando el pueblo haya perdido toda fe religiosa, cuando el frío materialismo sea su dogma, cuando no tenga más regla de conducta que su conveniencia, ni otro móvil que el deseo de procurarse el placer ¿qué harán los libre-pensadores en presencia de su obra? ¿Cómo gobernarán a ese pueblo desmoralizado, cuyos instintos sólo podría moderar el temor, que no siempre obra con eficacia? ¡Ah! señores, ya me imagino ver a esos valientes novadores huir amedrentados del pueblo que habrán corrompido para sustraerse a la destrucción causada por la dinamita o el puñal.

Triste es sin duda el cuadro que la imaginación se dibuja al pensar en las consecuencias de las leyes anticristianas que empiezan a dictarse entre nosotros. Pero por eso mismo debemos redoblar nuestros esfuerzos y luchar sin tregua hasta que se nos haga justicia y se reconozca nuestro derecho. Nos hemos reunido ya tres veces para protestar contra la opresora ley de cementerios; y yo confío en que si es necesario, el sol que alumbra esta asamblea la alumbrará cien veces más hasta que alcancemos el fin que nos hemos propuesto. Si así no lo hiciéramos, abdicaríamos nuestro derecho de ciudadanos católicos y libres, y presentándonos como humildes esclavos, autorizaríamos a nuestros mandatarios para abusar más y más en nuestro daño. Pero no; la asamblea de hoy se repetirá, como he dicho, cien veces más o cuantas sean necesarias para alcanzar justicia, y no dudéis, señores, que la alcanzaremos.

Somos el número y por consiguiente la fuerza; se nos respetará o sabremos hacernos respetar. Nacidos en un país democrático, trabajaremos sin descanso porque nuestras instituciones no sean letra muerta, sino disposiciones positivas que garantizan el derecho de los ciudadanos contra el abuso del poder. Emprenderemos esta cruzada perfectamente unidos y nada habrá que pueda resistirnos; porque el pueblo que se apoya en la ley y defiende los fueros que ella le otorga, es invencible.

Preparémonos, pues, para obrar con energía y decisión. Reunámonos para comunicarnos mutuamente nuestro entusiasmo y alentarnos a la defensa de nuestras libertades. Así formaremos una montaña de granito a cuyo pié se estrellarán impotentes los designios de nuestros opresores y esa ola de impiedad que nos invade.

***

En pos del señor del Campo, don Francisco Undurraga V., animoso y joven orador que por segunda vez se presenta ante el público en la tribuna popular en la actual campaña contra el autoritarismo del Gobierno, tomó la palabra y expresó entre otros conceptos los siguientes:

¡Ciudadanos!:

¡Ha llegado la hora de prueba para todos los chilenos libres!

El Presidente de la República y su Ministro de lo Interior han arrojado el guante de servilismo y arbitrariedad a la nación.

Han oprimido nuestras conciencias en un círculo de hierro.

Han profanado las tumbas, y los que hemos nacido libres no podemos morir ni enterrarnos con libertad y como cristianos.

¡Noble Santiago! estrechemos las manos con todos los pueblos de la República y recojamos el guante que nos lanza un Gobierno sin fe y sin respeto por nuestras leyes.

Probemos a esos opresores que la indignación de un pueblo libre les hará desaparecer de la escena cómica y burlesca que representan.

El deslizarse, señores, en el camino del despotismo es muy peligroso; allí tenéis a los Estuardo, uno de los cuales llegó al cadalso y el otro, arrojado del poder, tuvo que abandonar para siempre su patria.

El Imperio Romano nos pone de relieve muchos ejemplos. El Portugal también, cuyo primer ministro Pombal, que con sus consejos trató de arrastrar al rey por las sendas vedadas del despotismo, tuvo el tristísimo fin de ser arrojado de la corte, murió olvidado y su cadáver quedó por largos años insepulto.

¡Ciudadanos! ¡Al puesto del honor! Ya que probasteis vuestro valor y arrogancia en el norte, uníos en compacta fila y rindamos sin desmayar todo el tributo que merece tan noble causa.

Es necesario que siga la opinión pública manifestándose con energía y entereza, porque ella nos dará el triunfo con perseverancia y unión.

***

Cuando terminó el discurso precedente, se puso de pié el señor don José Antonio Lira, el católico convencido y distinguido jurisconsulto, y dirigió la palabra a la asamblea en un discurso lleno de vigor, cuyos trozos principales reproducimos a continuación:

Más costaría callar que hablar ante vosotros, queridos conciudadanos.

No son días de paz y de bonanza éstos en que nos toca vivir; son ciertamente de intranquilidad y preñados de iniquidades. Felizmente no somos hijos de menguados; ejemplos de firmeza de voluntad incontrastable nos legaron nuestros padres.

Y ¡mirad qué diferencia! Los patriotas de 1810 carecían de recursos materiales, eran poquísimos en número, ignoraban los rudimentos de la vida republicana, y criados bajo una dominación absoluta, desconocían los fueros de la libertad.

Nosotros, que somos muchísimos, gozamos las ventajas de la vida libre, conocemos los recursos del régimen republicano, hemos contribuido a asegurar sus bases, podemos reunirnos en los lugares más públicos a discutir nuestros intereses, a afirmar nuestros derechos. Gravemente culpables, indignos de compasión seríamos si dejáramos dominarnos por unos pocos, que, durante un pasajero letargo nuestro, escalaron el poder.

Y esos pocos nada respetan: mirando a lo más alto, soñaron dominar la Iglesia cristiana, maestra de toda verdad levantada, madre que cría esos seres extraordinarios, asombro del mundo en todas edades; e idearon darle un pastor entresacado de los lobos, hambrientos de devorarla.

Nada respetan: quisieran borrar de nuestras aulas la historia de nuestros mayores, como asustados de que les pidan cuenta de esa patria que ellos formaron grande y unida. Y para mostrarles la pujanza de su brazo van a perturbarles la paz en que dormían.

Y en su delirio intentan aun quitar la santidad a nuestros matrimonios, privarnos hasta de los sacramentos, hacerse árbitros de arrebatarnos a nuestras esposas, de violar nuestros hogares para dirigir ellos a nuestras familias. ¿Lo conseguirán? ¿Podrán continuar, sin obstáculos, su obra de persecución y de exterminio de todo lo santo y grande?

A nosotros nos basta quererlo para imponer al poderoso: Dionisio, Nabucodonosor, Nerón y demás monstruos dominaron sobre pueblos envilecidos. En la nación formada por los O’Higgins, adelantada por los Egaña, Portales, Tocornal, aún oímos la voz de un Salas, aún nacen hombres grandes como lo atestigua el héroe de los héroes, Arturo Prat.

Queramos, pues, hacernos respetar; y garantidos estarán nuestros derechos; la persecución retrocederá y en humo se convertirán los que creyeron enseñorearse de nosotros.

Trabajemos con energía; esperemos con confianza: la labor es larga y dura, pero no enojosa; no cosecharemos hoy; pero es cierto que podemos traer con nuestros esfuerzos la madurez de los frutos.

***

A continuación del señor Lira, hizo uso de la palabra don José María Eyzaguirre, joven entusiasta y católico ardoroso. Su discurso fue interrumpido a menudo por los aplausos estrepitosos de la asamblea. He aquí el extracto de esa excelente pieza de oratoria:

Señores:

El eminente Obispo y el ilustre ciudadano cuya súbita muerte hemos llorado estos días, y no dejaremos de llorar jamás, en sus postreros y cortos momentos, no tuvo otros recuerdos que los que le inspiraran su ardiente y profundo amor a la religión y a la patria.

Esta última y sublime plegaría del incomparable Pastor y del gran patriota es, para mí, señores, un toque de llamada y una palabra de aliento, a los hombres de fe y patriotismo para que, entusiastas y decididos, nos agrupemos en torno del sagrado y querido estandarte de la fe y de la libertad, nos aprestemos con varonil entereza al combate y entremos desde luego a la lucha con la seguridad y confianza de los que siempre saben obtener la corona del triunfo.

El momento, señores, para llevar a cabo esta grande obra de abnegación y patriotismo, no puede ser más oportuno.

Los hombres que nos gobiernan, olvidándose que deben ser los abnegados servidores de la nación, se han convertido en sus sistemáticos opresores y perseguidores.

No hay que extrañarlo.

Los padres de la patria, como hombres verdaderamente amantes de la libertad y sinceros creyentes, constituyeron la naciente República libre y religiosa, democrática y creyente.

Haciendo un dogma político de las sublimes palabras del Divino Maestro: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, impusieron a los Presidentes de la República en la misma Carta Fundamental la obligación estricta de ser los guardianes celosos de las libertades públicas y protectores obligados e hijos obedientes de la Iglesia.

¿Por qué, señores, sin haber cambiado nuestra Constitución política y nuestro derecho público, profesando la misma religión casi la totalidad de nuestros conciudadanos, presenciamos hoy día la ruina de las más caras y preciosas libertades y la persecución de nuestras creencias católicas?

Duro es decirlo, pero debo hablaros con toda la franqueza del amigo político y la sinceridad de un hombre de convicciones:

Porque hemos presenciado impasibles la muerte de la libertad del sufragio.

No extrañéis, pues, señores, que sobre las ruinas de la libertad electoral los liberales descreídos hayan levantado a nuestra vista y paciencia un verdadero castillo de inconstitucionalidades, injusticias, infracciones de las leyes, abusos y arbitrariedades de toda especie.

Tenemos, señores, presidiendo a la República --convertida hoy en imperio merced a nuestros liberales autoritarios-- un Emperador Pontífice que ha sido ungido en las logias y consagrado por los apóstoles del absolutismo y del servilismo.

¿Podremos continuar cruzados de brazos los que tengamos siquiera una chispa de amor a nuestra patria y a nuestra religión?

Vuestra actitud resuelta y varonil me dice elocuentemente que no.

Volemos, pues, señores, al combate y luchemos con todas nuestras fuerzas hasta vencer o morir.

***

Ocupó en seguida la tribuna el joven don José Tadeo Lazo, que entusiasmó a la concurrencia con un discurso lleno de magníficos rasgos oratorios.

Más o menos dijo el señor Lazo:

¡Chilenos! Éramos libres por la Constitución y por nuestros principios. Los padres de la patria, al proclamar la independencia de Chile, dieron la libertad a su pueblo y eligieron por religión “La Católica”, respetando las creencias de la inmensa mayoría de sus conciudadanos.

Fuimos libres, hasta que, ha poco tiempo, un gobierno despótico y ambicioso nos quitó la libertad, privándonos de la libre elección de los representantes del país en el Congreso.

Ya ha sido aprobada por el Congreso la ley de cementerios, destinada única y exclusivamente a perturbar la paz y tranquilidad de los católicos que duermen el sueño de la muerte; y no contento con esto nuestro Gobierno, ha dictado un decreto en que nos prohíbe exhumar de un cementerio que muy luego será execrado, los restos queridos de los que fueron nuestros padres y amigos.

Tan arbitraria medida no tiene otro objeto que reprimir las elocuentes manifestaciones de los católicos chilenos, tendientes a reprobar la conducta del Gobierno y detenerlo en su camino.

Tal decreto nos prueba que nuestros mandatarios se han constituido en nuestros amos, y están dispuestos a oprimir y vejar a la Iglesia Católica, sin escuchar las innumerables y enérgicas protestas de los hombres de fe y libertad.

Ya vosotros, hijos de Chile, conocéis los propósitos del Gobierno; ahora os toca tomar una resolución firme y enérgica para demostrarle que es muy difícil detener a un pueblo que quiere recobrar la libertad de sus creencias y la honra de su patria.

Hagamos saber al Gobierno, que si no toma en cuenta para sus actos las protestas del pueblo, estamos decididos a aceptar todos los sacrificios por la defensa de nuestra fe.

No nos dejemos seducir por las promesas halagadoras de paz y libertad de conciencia que nos hacen los enemigos de la Iglesia, porque van dirigidas a debilitar nuestro entusiasmo, y ellos aprovecharán de nuestro enervamiento, que tan fatal nos ha sido, para llevar a cabo sin temor sus planes liberticidas

Devolvámosle la paz engañadora que nos ofrecen con la lucha, y su pérfida amistad con la voluntad para el sacrificio.

***

Antes que el secretario leyese las conclusiones del meeting, hizo uso de la palabra el señor don Manuel G. Balbontín. Los asistentes lo recibieron con aplausos estrepitosos y vivas entusiastas.

El orador, profundamente abatido por una desgracia recientemente ocurrida en el seno de su hogar, produjo con su palabra en la concurrencia honda sensación.

Sentimos que la falta de espacio en nuestras columnas no nos permita publicar íntegro su discurso; del cual nos permitimos dar el siguiente extracto:

¡Ciudadanos católicos, es decir, ciudadanos de la gran República de Cristo!

Venciendo la resistencia, o más bien, el retraimiento que me imponen mi carácter y mi situación, vengo a buscaros para que me acompañéis en la solemne reclamación a que me obliga un doble agravio que está a punto de infringírseme en mis sentimientos de católico, comunes con los vuestros, y en mis sentimientos de esposo y padre. La vehemencia de la afección herida no me permite guardar la soledad de la viudez. Ayer no más perdía a una esposa modelo, ardiente cooperadora de mi fe, madre de mis hijas y hábil maestra de sus virtudes; y sus cenizas, tibias aún, se hallan amenazadas de profanación, a virtud de una ley inicua, fomentada por un apóstata y sancionada por la servil impiedad que el fraude ha introducido en nuestros cuerpos colegisladores.

¿Cómo salvar tan crítica y angustiada situación? Yo bien sé que el triunfo final será para los católicos, porque si no hoy, mañana y cada día más la verdad se irá imponiendo en las conciencias engañadas o apáticas.

¿Iremos a levantar las masas populares y a hacer de ellas un torbellino que todo lo destruya? Las tempestades sociales como las naturales, sólo toca a Dios causarlas cuando llega la época fatal de su cumplimiento.

¿Echaremos mano del puñal o del plomo para destruir al hombre que, ¡oh vergüenza!, resume ahora en Chile toda la masa del poder público y elabora los atentados que nos amenazan? Si tal hiciéramos, obligados por la urgencia, abusaríamos de nuestra libertad. Lo que nos cierra ese camino es la ley de Dios que nos lo prohíbe; de modo que ese Dios a quien ellos atacan, es el que los salva.

Y ya que ese mismo Dios nos cierra el camino para hacernos justicia por nosotros mismos, pidámosle que la haga en lugar nuestro. No es la primera vez que emplazado ante el tribunal de Dios el autor de un crimen, comparece fiel a la cita terrible que se le da en la hora y lugar señalados. Con la misma fe emplacemos nosotros a don Domingo Santa María; yo lo hago con todas las veras de mi alma a nombre de mis hijas y a nombre de mi esposa muerta, cuyas cenizas quieren profanarse; y con la sagrada facultad sobrehumana que semejantes títulos no pueden menos de darnos, pidamos y casi exijamos de Dios que excite en ese hombre el recuerdo de su piedad pasada, la época de su niñez, las íntimas emociones de sus actos de religión, el fervor sincero de sus padres cuyo polvo se sacudiría también en la tumba ante el sacrilegio de su hijo; que conozca la vileza de los cortesanos que lo adulan, y sienta el dejo amargo de las ambiciones humanas una vez satisfechas, y que ya él, en más de una ocasión, en su corto Gobierno, debe haber apurado en ancha copa; para que así, siendo más consecuente con la virtud que con el mal, vuelva sobre sus pasos, o al menos se detenga al borde del abismo a que ciego se precipita.

***

Así que terminaron los discursos precedentes, el secretario de la asamblea, señor Nercasseaux Morán, propuso las siguientes resoluciones, que fueron calurosamente aprobadas por los asistentes:

1ª. Protestar contra el decreto gubernativo del 25 de julio, que prohíbe las exhumaciones del cementerio actual, por estar en abierta contradicción con nuestra Carta Fundamental, con las leyes vigentes y con los sentimientos de la naturaleza.

2ª. Dar un voto de fraternal aplauso a los pueblos de la República que, con grande uniformidad, se han adherido al movimiento iniciado por el pueblo de Santiago, celebrando meetings y aceptando pública y enérgicamente la comunidad de nuestra causa y de nuestras aspiraciones.

*** ***