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Capítulo II
Té Ofrecido en Santiago a la Comisión de Valparaíso.

He aquí la invitación al té con que se obsequió a la Comisión Católica de Valparaíso por la Comisión de la Asamblea Popular de 8 de Julio:

Santiago, Agosto 22 de 1883.

Muy señor nuestro:

El pueblo de Valparaíso ha levantado su enérgica voz para protestar contra las leyes tiránicas con que hoy agitan al país el Gobierno y su Congreso, y al efecto enviará a esta capital una comisión que expresará su pensamiento al mismo Presidente de la República.

Deber nuestro es, pues, saludar dignamente a los representantes de tan viril pueblo y comunicarnos con ellos; para lo cual rogamos a usted se sirva concurrir el sábado próximo, a las 8 P.M., a la calle del Chirimoyo, número 21½, donde se obsequiará con un té a la expresada comisión.

Miguel Barros Morán, Matías Ovalle, Antonio Subercaseaux, Evaristo del Campo, Carlos Walker Martínez, Miguel Cruchaga, José Clemente Fabres, Cosme Campillo, Ramón Ricardo Rozas, Carlos Irarrázaval, Enrique De-Putrón, José Tocornal, Ladislao Larraín, Bonifacio Correa, Enrique de la Cuadra, Macario Ossa, José Antonio Lira, Eduardo Edwards.

***

EL TÉ EN EL CÍRCULO CATÓLICO.

A las nueve de la noche, el extenso y hermoso salón del Círculo Católico, cubierto de mesas, se veía completamente lleno por una concurrencia tan numerosa como distinguida.

A la entrada de la comisión de Valparaíso, que venia acompañada por el directorio nombrado en la asamblea popular del 8 de Julio, una orquesta colocada en el anfiteatro alto del salón, rompió con el himno nacional, y la concurrencia prorrumpió en entusiastas vivas y aclamaciones. Algunas señoras y señoritas presenciaban también aquella hermosa fiesta de fraternidad desde el mismo anfiteatro

Colocada la comisión de Valparaíso y el directorio de Santiago en la mesa de honor, al fondo del salón, y después de los primeros servicios de la mesa, el señor don Miguel Barros Morán, presidente del directorio, ofreció el té a los dignos representantes del pueblo católico de Valparaíso, y la concurrencia entera, poniéndose de pie, aclamó con estruendosos aplausos a los nobles representantes de la varonil ciudad vecina.

Siguiéronse después los elocuentes brindis que publicamos más abajo, y que eran interrumpidos a cada paso por las más vivas y entusiastas demostraciones de los concurrentes.

Pero cuando esas manifestaciones de ardiente fraternidad se convirtieron en una ovación verdaderamente espléndida, conmovedora y elocuentísima fue cuando el señor Fabres habló del ilustre General Escala a quien el Gobierno ha pretendido colocar en una picota, pero a quien en realidad ha colocado en un puesto de honor con la orden del día sin nombre y sin procedente del 22.

Y poco después, cuando el mismo ilustre veterano tomó la palabra, fue aquello un verdadero delirio de entusiasmo. Seria imposible tratar de expresar con palabras la actitud de la concurrencia, que puesta de pie, daba en aquellos momentos la más espléndida y elocuente reparación al noble soldado, gloria de la patria y del ejército. Durante largos momentos le fue imposible al General Escala decir una palabra, porque las aclamaciones, los aplausos y los vivas se lo impedían. Fue aquello una ovación verdaderamente indescriptible, pero bien fácil de comprender, dados los antecedentes que la motivaban. Creemos que aquellos magníficos momentos de entusiasmo habrán compensado ampliamente en el espíritu del noble y glorioso soldado el amargo desprecio con que debió recibir la orden del día insolente y mezquina en que se pretendió borrar su nombre del ejército, como si con la pluma de un escribiente del Ministerio se pudiesen borrar las páginas inmortales de gloria, escritas para la posteridad con la punta de una espada jamás vencida.

En suma, las manifestaciones de cariño, de fraternidad y de entusiasmo de que fue ayer objeto en la capital la comisión de Valparaíso, han debido dejar a ésta una impresión que le probará cuán profunda, cuán sincera y cuán decidida es la unión que hoy reina entre todos los católicos de la República. Esa comisión podrá decir al noble pueblo que la envió, que ha encontrado a Santiago dispuesto a todo, preparado a todo, y que obrando unidos, no está lejano el día de las grandes victorias y de las grandes reparaciones.

Hoy, la juventud católica de Santiago debe dar un banquete al señor don Santiago Lyon, representante de la juventud de Valparaíso.

Brindaron en medio de los aplausos a cada paso repetidos de la concurrencia, los señores Barros Moran, Keogh, (Presidente de la comisión de Valparaíso), Ovalle (don Matías), Pastene (de la comisión de Valparaíso) Tocornal (don José), Lyon, Fabres, Cruchaga, Cifuentes, General Escala, Ventura Blanco, Rozas (don Ramón R.), Walker M. (don Joaquín), Concha Subercaseaux, Subercaseaux (don Antonio), Del Campo (don Máximo), Tocornal (don Enrique), Uriondo (de Valparaíso), Ossa, y por fin el señor Barros Morán, dando por terminada la manifestación.

***

DISCURSOS

He aquí ahora algunos de los brindis pronunciados:

EL SEÑOR MIGUEL BARROS MORÁN

(Al levantarse el orador la concurrencia se pone de pie y lo aclama).                      

Señores:          

La comisión nombrada por la grande asamblea del 8 de Julio, cumple uno de sus más gratos deberes festejando a la honorable comisión que nos envía el católico y hermoso pueblo de Valparaíso, y a nombre del Directorio de Santiago, que tengo el honor de presidir, hago fervientes votos porque este grandioso movimiento se desarrolle en todos los pueblos de la República, atribulada por los pérfidos ataques, que incesantemente se están haciendo a la religión del Estado por sus gobernantes, que juraron protegerla y respetarla. (Aplausos).

Contener, dentro de la órbita legal, estos avances inmotivados y autoritarios, es sin duda el patriótico deseo del heroico pueblo de Valparaíso, como lo es de todos los buenos y leales católicos del país.

Pues bien, señores de la honorable comisión, podéis informar a vuestros comitentes, que por difícil y penosa que sea la situación que atravesamos, estaremos siempre de pie en el puesto del deber; somos chilenos y no imitaremos a los puritanos que abandonaron la partida para ir a ejercer en tierra extraña sus creencias religiosas. (Prolongados aplausos).

Mas, si contra nuestros ardientes deseos y legítimas esperanzas nos visita la adversidad político-religiosa hasta consumarse la obra fatalmente comenzada, cúmplase entonces el destino que la suerte de Chile nos depara; pero antes que legar a nuestros hijos una religión envilecida y a la patria su mayor desventura, lucharemos con fe, constancia y entereza, recordando que cuando Moisés tocó por primera vez la roca de Oreb no salió agua; repitió el golpe con fe cristiana y el agua brotó en abundancia..... Constancia y entereza, señores, y el porvenir será nuestro. (Estrepitosos aplausos).  

Ahora, permitiéndome alzar la copa en homenaje a la digna comisión que nos visita, bebamos porque en la defensa de nuestros derechos e intereses católicos nos acompañe la fortuna hasta alcanzar un porvenir feliz a la religión y a la patria. (Aplausos entusiastas y vivas al orador).

***

EL SEÑOR M. Luis Keogh

(La concurrencia se puso de pié y prorrumpió en grandes aplausos).

Dijo más o menos lo siguiente:

Comisionado por el pueblo católico de Valparaíso para pedir al Presidente de la República una pequeñísima concesión, me ha complacido ver que en esta gran ciudad se defienden hoy y se defenderán mañana, con igual interés, los altos derechos del catolicismo.

Cuando el Gobierno que desgraciadamente hoy rige los altos destinos de este país, tan patriota y tan católico, ha tratado de vulnerar sus derechos, el altivo pueblo de la gran capital de la República ha sido el primero en levantar su voz y en organizar su respetable asociación que sirve de ejemplo y de modelo a los demás del país.

A la esforzada Santiago siguió la valiente y autonómica Talca. La consecuencia necesaria de este movimiento de opinión fue que del norte al sur, y de los Andes al Océano, se levantara en Chile ese gran movimiento, de que Valparaíso se hace un notable adalid.

¿Y cómo no hacerlo así? ¿Cómo es posible no protestar del atentado? ¿Cómo seria tolerable, que Valparaíso, la reina del Pacífico, como con justicia se le llama, no se hiciese representar en este armónico concierto de la protesta y de la confraternidad?

Ese gran pueblo, que tantas pruebas ha dado de abnegación y de patriotismo, que ha sabido morir por el honor de la patria, ha sido de los primeros en escuchar la voz de orden que le diera el pueblo de la capital, y está de pie delante de vosotros.

Aquí estamos señores representantes del pueblo católico de Santiago, para expresaros que hemos sido vilmente engañados.

Nuestros gobernantes han visto en Valparaíso, en su adelanto material, un pueblo exclusivamente comercial que jamás turbaría la paz inalterable de que se creen los eternos poseedores, y que jamás se mezclaría en el movimiento religioso.

Ilusión, señores, deplorable ilusión, y la prueba la tenemos en la espléndida manifestación que presenciamos.

Debo decir algo sobre el resultado de nuestra comisión. Hoy hemos tenido una entrevista con S. E. el Presidente de la República, y es necesario que nuestros amables invitantes sepan la manera como nos ha recibido, y en verdad, no corresponde a las que se guardan los caballeros entre sí. Con la sonrisa en los labios nos dijo que él sabía como se hacían estas cosas, y que por ello nos negaba el derecho que teníamos para asumir la representación del pueblo de Valparaíso.

Señores: vosotros sabéis muy bien que somos aquí la genuina expresión de los sentimientos religiososdel pueblo de Valparaíso. Sabéis también que ese pueblo varonil tiene en ocasiones la calma suficiente para tomar sus resoluciones; que piensa mucho antes de resolverse; pero cuando se resuelve acentúa muy bien su pensamiento.

De aquí viene, señores, que el directorio del partido católico de la capital puede contar con la actitud resuelta del pueblo de Valparaíso, con la seguridad de que sus decisiones serán obedecidas, sobretodo, cuando se trate de condenar la conducta de los hombres que nos gobiernan, o más bien dicho, que nos tiranizan. Los católicos de Valparaíso no quieren hoy otra cosa que la libertad de poder disponer de un pedazo de terreno donde descansen sus cadáveres, bajo la consoladora sombra de la cruz.

***

EL SEÑOR DON MATÍAS OVALLE

(Al levantarse de su asiento, la asamblea lo saluda con una salva de aplausos).

Bien poco tiempo hace, señores, que nos reuníamos, que el pueblo se conmovía, y alumbrados por aquella estrella gloriosa que cual luminoso faro dejara radiante nuestro legendario héroe en la rada de Iquique sobre los mástiles de la Esmeralda, con el pecho levantado por el entusiasmo patriótico y con la mente delirante por la alegría, celebramos los triunfos increíbles que obtenían las armas de la República contra sus enemigos extranjeros; o bien se reunía el pueblo para alentar a sus conductores a seguir con paso firme el camino que le señalaba el castigo a los que habían ultrajado nuestra honra nacional, y a ofrecer en holocausto a la patria aquella sangre de héroes y aquel oro que a torrentes se derramaran en territorio enemigo. (Aplausos entusiastas).

Pero ¡cuánto han cambiado las cosas en tan poco tiempo! Ahora nos vemos en la necesidad de reunirnos para alentar nuestro patriotismo, alistarnos también a luchar, no contra enemigos extranjeros que tratan de mancillar nuestra honra nacional, sino contra enemigos domésticos que atentan contra nuestros derechos y ponen en tortura nuestra libertad de conciencia, esta libertad inherente a nuestro ser, que no la hemos recibido de ninguna ley humana y de la que sólo a Dios somos deudores. (Calurosos aplausos).

Es altamente inverosímil lo que en Chile está sucediendo. Somos dos millones o más de católicos los que lo habitamos; los centenares de desertores de la religión en que nacieran, por malas artes, se han apoderado del poder público, y convertido en instrumento de venganza la autoridad que la ley creara como depositaria de la fuerza y riqueza públicas para proteger los derechos de todos.

No hablo entre extraños, no necesito pasar en revista la serie de violaciones de la Carta Fundamental que envuelven los últimos actos de los depositarios del poder público, tendentes todos a violar nuestra conciencia de católicos o nuestros derechos de ciudadanos. El hecho existe, por inverosímil que parezca, y nos ha provocado a una lucha político religiosa, de la que nos creíamos extraños atendidos nuestros antecedentes de nación y las disposiciones de nuestras leyes.

Nosotros, antes del 1° de Junio, sólo aspirábamos, como lo hemos dicho, a trabajar por la formación de un gran partido político que agrupara a todos los hombres que con honradez quisieran cobijarse bajo los principios protectores de la verdadera libertad, en perfecta armonía con los de orden público y con los de legitima autoridad, y que precaviera a la República de nuevos asaltos al poder. Por otra parte, miramos con inquietud los grandes intereses religiosos comprometidos en luchas políticas, a las que acompañan de ordinario tantas miserias e intrigas. Pero si así pensamos como políticos y si como chilenos amamos con delirio nuestra patria, como católicos amamos con respeto nuestra Iglesia, obedecemos sus leyes, que rigen nuestra conciencia y acatamos sus preceptos, que se imponen a nuestra fe; y he aquí explicado por qué no podemos esquivar la lucha a que se nos provoca, aceptándola en  el palenque que nos ha sido dado elegir. (Aplausos).

Entramos sin más armas que la Constitución y las leyes: armas de efecto lento, si se quiere, pero estas armas en manos de la opinión son irresistibles. Contra ellas nada pueden los ejércitos ni los millones.

La lucha será larga, pero no importa; nos acompaña la fe, y la fe es perseverante. Luchamos por la justicia, y lo haremos con fortaleza y templanza, compañeras de esa virtud. (La concurrencia aclama con entusiasmo al orador).

Lo que precede, señores, no es el objeto principal de mi brindis. Este es el de felicitar, el de honrar al pueblo de Valparaíso. A ese pueblo, orgullo de la República, siempre de los primeros en las viriles demostraciones de patriotismo, siempre el primero en la labor fructífera, y ahora de los primeros en las legítimas exigencias del derecho. (¡Cierto!, ¡Cierto!, ¡Cierto!).

Ese pueblo nos ejemplariza, y como a nosotros, a todos los pueblos de la República.

Y vosotros, dignos amigos y respetables huéspedes, que venís de allí trayendo el ánfora llena hasta los bordes de ese fluido misterioso producido por el consorcio del patriotismo y de la fe de los católicos de Valparaíso que fecundará y producirá óptimos frutos en esta patria tan querida, servid de testigos de los tributos de admiración que rendimos a las virtudes de ese gran pueblo.

Brindo porque todos los pueblos de la República imiten el patriótico y cristiano ejemplo que nos da el de Valparaíso. (La asamblea, de pie, aplaude al orador).

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EL SEÑOR DON JOSÉ TOCORNAL

Señores:

Esta numerosa reunión de católicos ha manifestado ya con reiterados y atronadores aplausos la viva complacencia con que ha escuchado las palabras de confraternidad y aliento que nos envían nuestros hermanos de  Valparaíso.

El distinguido caballero señor Keogh nos ha representado con sencilla elocuencia la actitud resuelta de ese pueblo que parece animado por el espíritu de la noble Inglaterra, de esa nación que, así como la más religiosa, es la más próspera, la más altiva y libre.

Vosotros lo sabéis, en la hora del peligro y del    sacrificio, en todas las situaciones difíciles y solemnes de nuestra vida nacional, Valparaíso no ha dejado nunca de colocarse a la altura de un gran pueblo.

Fiel a sus honrosas tradiciones, hoy no ha podido permanecer indiferente y frío ante los injustos y repetidos ataques de que es objeto la religión que profesamos, la religión de nuestros padres, la que meció la cuna de la República, la que ha bendecido siempre las enseñas gloriosas que han guiado nuestras legiones a la victoria.

Los católicos de Valparaíso, enviando una comisión a Santiago para solicitar del Presidente de la República un pedazo de tierra donde puedan sepultar sus muertos católicamente, han puesto de relieve cuanto hay de odioso, de irritante y de tiránico en la conducta del Gobierno.

Era preciso que la negra mano del rencor y la venganza borrara de nuestra Carta Fundamental el artículo que consagra la igualdad ante la ley para que ciudadanos chilenos se vieran en el duro caso de pedir como un favor lo que los extranjeros tienen como un derecho envidiable.

Era necesario que el jefe de la nación relegara por completo al olvido el juramento que prestó, al ceñirse la ambicionada banda, para que los católicos tuvieran que enviar comisiones para recordárselo y para pedirle amparo y protección en el ejercicio de uno de los más respetables e indiscutibles derechos del catolicismo.

Era indispensable atropellar de la manera más audaz el artículo constitucional que declara inviolable la propiedad para que, por un simple decreto gubernativo, se impidiera a la Iglesia hacer de sus cementerios el uso a que están destinados.

La libertad individual y el respeto a la Constitución tenían que rodar muy abajo por la pendiente del despotismo para que, vigente aún el artículo 5° de nuestra Carta, los católicos pudieran sepultarse según las prescripciones de su fe, sino según los extravagantes caprichos de Césares de pacotilla que se inspiran en la honradez, en la abnegación y patriotismo de Washington y Portales, porque se han propuesto emular la triste celebridad de Francia, Guzmán Blanco y Veintemilla.

Debemos decirlo muy alto a nuestros conciudadanos: para arrebatarnos la libertad de la tumba ha tenido S. E. que sepultar tres artículos constitucionales, ha tenido que pisotear un juramento solemne, dando así a Chile un ejemplo tremendo de inmoralidad, y un espectáculo grato por demás a los que pregonan nuestra decadencia moral y política, a los que contemplan con mal reprimida cólera nuestro engrandecimiento territorial y el brillante resplandor de nuestras victorias.

Hemos sido temerariamente provocados y la lucha está empeñada.

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DON SANTIAGO LYON PÉREZ.

Me ha cabido la honra de representar en esta amistosa reunión a la juventud católica de Valparaíso.

Estoy seguro de que no seria fiel intérprete de sus sentimientos si mi primera palabra no fuese un saludo de fraternidad, de admiración y de entusiasmo a la enérgica y distinguida juventud de Santiago.

Hoy, señores, que la nave del Estado va traidoramente conducida a los escollos, Valparaíso, la gran ciudad del comercio y del trabajo, alza en alto su voz para confundirla con la vuestra y condenar la injusticia.

Chile entero, señores, levanta erguida la cabeza y serena la frente ante la tempestad que amenaza. En estos momentos no hay vacilaciones ni temores: la voz de la juventud entusiasta se deja oír tanto en las lejanas playas de Valparaíso como en las elevadas rocas de los Andes.

Estamos de pié para imitaros y seguiros: vuestras filas serán las nuestras, y, bajo el sagrado estandarte de la religión, llegaremos al triunfo también juntos.

El porvenir es nuestro.

Mañana, deshecha como la espuma de los mares, veremos la soberbia de los hombres de hoy.

Brindo, señores, por el entusiasta abrazo que hoy une a Santiago a la juventud de Valparaíso, y por la religión, que es el lazo indestructible.

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EL SEÑOR DON JOSÉ CLEMENTE FABRES.  

(La asamblea lo aclama con calor).

Señores:

Nuestra más enérgica protesta debe ser contra la doctrina inmoral y corruptora con que los falsos liberales, los hipócritas de la libertad, tratan de cubrir y aun de legitimar su odioso despotismo.

Esa doctrina consiste en el respeto ciego a la ley, o sea la obediencia pasiva e inconsciente.

Yo la rechazo, señores, en unión con todos los hombres honrados y patriotas, porque ella importa la negación de los principios fundamentales del régimen republicano, porque con ella se consagra la arbitrariedad y el absolutismo del legislador, y porque con ella desaparece el ciudadano para convertirse en paria o en ilota. (Aplausos).  

La ley que contraríe a la Constitución, la ley que salga de la órbita que ella ha trazado al legislador, no es ley, no tiene derecho a nuestro respeto, sino al contrario, merece nuestro más alto desprecio.

El legislador que extralimita las facultades que le otorga la Constitución, no tiene derecho a nuestra obediencia, porque se hace culpable de un abuso, de una traición. La Constitución del Estado está sobre todos los poderes públicos, porque ella es el Código que nos rige.

Si la ley mereciera ciega obediencia, deben merecerla también los mandatos del Ejecutivo: uno y otro poder es soberano e independiente, y ambos arrancan igualmente sus atribuciones de la Constitución del Estado. Que sostengan los mentidos liberales las legítimas consecuencias de su insensata doctrina (Aplausos).

Pero a ellos les basta proclamar la obediencia ciega de la ley, pues en cuanto a los mandatos del Ejecutivo, la imponen de hecho y con descaro sin necesidad de anunciarla. ¿Y qué más pueden necesitar para disponer a su arbitrio de los destinos de la nación?

La doctrina es cómoda y de una ventaja inapreciable. Como el Presidente de la República, mediante las enseñanzas y prácticas del liberalismo imperante, elige él personalmente a los diputados y senadores, y sólo deja a sus subalternos las tramoyas de las actas y de los escrutinios, quedan las leyes a merced del Presidente de la República, quien con más desahogo que el Zar de las Rusias o el Sultán de la Turquía, puede hacerse dueño de vidas y haciendas sin arrostrar siquiera la responsabilidad personal de sus propios actos. (Aplausos).

Inculquemos, señores, en el pueblo las verdaderas y legítimas nociones de la libertad, porque así haremos un gran servicio a la patria. Que sepan todos los habitantes de la República, de cualquiera clase y condición que sean, que la ley contraria a la Constitución del Estado o que versa sobre materias que no son de su competencia, no es ley, y nadie está obligado a cumplirla. (¡Bien!, ¡Muy bien!).

Habéis visto ayer, señores, que por haber enunciado el ilustre y benemérito General Escala una sombra de estas verdades se ha declarado en la orden del día de la Comandancia General de Armas que no pertenece al ejército.

¡Cómo, señores!, ¿no es verdad lo que hemos estado viendo con nuestros propios ojos durante cuarenta y cinco años? ¿El general Escala no pertenece al ejército? Una de las más brillantes glorias del ejército de Chile ¿no le pertenece? (Sensación. Aclamaciones al General Escala. La concurrencia se pone de pie y aclaman al ilustre veterano).

Permitidme, señores, pagar el tributo de mi cariño y de la justicia a la amistad de cincuenta años que me liga con el caballero sin miedo y sin tacha, con el Bayardo de nuestro glorioso ejército, con el ilustre General Escala; amistad que cobra en estos momentos más realce por haber sido iniciada en el valiente y abnegado pueblo de Valparaíso, cuando tomábamos el libro en nuestras manos para aprender a leer. (Profunda sensación).

¿Dónde estaban esos liberales de la omnipotencia de la ley cuando Escala a los quince años de edad era vencedor de la confederación Perú-Boliviana en los campos de Yungay, en la Portada de Guías, en la entrada a Lima? ¿Qué cosa eran, qué papel harían los hipócritas de la libertad cuando el joven Escala quedaba herido de la mano izquierda en Santiago, y perdía el brazo derecho en Loncomilla por defender las instituciones y al orden público? Los mentidos liberales ¿no han visto ayer a Escala vencer a los peruanos y bolivianos como general en jefe de nuestro ejército en Pisagua y en Dolores? (Vivas y aplausos. La asamblea se levanta y aclama al general Escala).

Nuestro ejército con sus ilustres jefes, entre los cuales figura con vivo lustre el General Escala, han vencido en diez gloriosas batallas a un enemigo superior en número, que estaba atrincherado y fortificado en su propia casa; nuestro ejército ha tenido que luchar con el vasto desierto y su implacable intemperie, con el hambre y la sed, con climas mortíferos y hasta con la ineptitud y ambiciones de nuestros gobernantes; nuestro glorioso ejército, con el mismo derecho con que los héroes de Esparta colocaron en las Termópilas aquella memorable inscripción que nos ha conservado la historia, ha dejado escrita esta otra en las arenas abrasadoras del desierto y en las rocas solitarias de las playas del Perú: Viajero, vé a decir a Chile que he muerto por defender su honor y la integridad de su territorio; que aquí ha vencido y humillado a sus enemigos, y que ha colocado su nombre a tal altura que las naciones de más elevada talla tienen que alzar su frente para contemplarlo. (Aplausos prolongados y entusiastas).

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EL SEÑOR DON ABDÓN CIFUENTES.

(Al ponerse de pie es saludado por una salva de estruendosos aplausos).

Señores:

Cuando la revolución de Febrero conmovió los cimientos de las sociedades europeas, los católicos alemanes, a quienes una dispersión de siglos mantenía aislados, indefensos y desprevenidos, fueron en Europa los primeros que dieron el ejemplo de unirse y organizarse para defender vigorosamente la religión y la sociedad amenazadas. Para ello fundaron en Maguncia la Unión Católica Alemana el 3 de Octubre de 1848.       

No tenían antes un solo diario, una sola asociación, una sola de esas instituciones necesarias para alcanzar el imperio de la opinión, para defender  los principios tutelares del orden social.

En quince años de una labor infatigable, la situación había cambiado por completo. La Unión Católica Alemana había fundado más de cuatro mil escuelas católicas, dos magníficas universidades, diez grandes diarios, catorce revistas científicas y literarias, como cien periódicos de menor importancia y, lo que valía más de todo eso, cerca de quinientas asociaciones de todo género, que eran otros tantos focos de ilustración, de actividad y de progreso. La Unión era como un inmenso taller que realizaba maravillas. (Repetidos aplausos).

Esta misma prosperidad provocó las iras de Bismark, cuyo genio armado de un poder omnipotente y desvanecido con los resplandores de la gloria, movió cielo y tierra contra la Iglesia y los católicos alemanes, jurando anonadarlos bajo el peso de una guerra implacable y gigantesca.

Apenas han transcurrido ocho años y ya conocéis el resultado de esa lucha inmensamente desigual. El gigante se declara vencido y ofrece él mismo la oliva de la paz. (Aplausos).

La Iglesia alemana, cubierta de gloria, se levanta hoy más robusta y vigorosa que nunca. (Entusiastas aplausos).

Dieciséis años más tarde que la Alemania, el 8 de noviembre de 1864, los católicos belgas, a quienes los ataques y los triunfos de la impiedad cogían también desprevenidos organizaban la Unión Católica de Bélgica, que ha realizado las mismas obras que la Unión Alemana. Un solo hecho quiero citaros de esa fuerza creadora y fecunda cual ninguna.

Sabéis que hace poco, la mayoría parlamentaria que por hoy domina los destinos de ese país, suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. La Bélgica católica respondió a ese golpe con un ejemplo que para su gloria es único en el mundo.

Nos obligáis, dijeron los católicos, a crear a nuestra costa escuelas cristianas para nuestros hijos, y además nos obligáis a costear el presupuesto de instrucción para los vuestros. Pues bien, costearemos nuestras escuelas; pero os advertimos que, el día que seamos mayoría, suprimiremos el Ministerio de Instrucción Pública, a fin de que cada cual costee la educación de sus hijos.

Y, en seis meses, señores, oídlo bien, ¡en seis meses, y a fuerza de enormes sacrificios de dinero, los católicos belgas crearon y organizaron escuelas para más de cuatrocientos mil alumnos! (Sensación).

¡Qué magnífico espectáculo, señores, es el que ofrece la inagotable fecundidad de la fe católica! Estos admirables ejemplos revelan el inmenso poder de la unión y son monumentos vivos de la eterna juventud de la Iglesia. (Ruidosas aclamaciones).

Señores: Yo os invito a que imitemos estos ejemplos saludables. Los esfuerzos aislados, por heroicos que sean, son estériles para la defensa de las grandes causas. Se acaba de fundar entre nosotros la "Unión Católica de Chile”. Que todos nos hagamos un deber y un honor de pertenecer a ella y de propaganda hasta el último confín de la República. (Voces unánimes: ¡Sí!, ¡sí!).

Me diréis acaso que es tarde; que esa obra lenta y paciente de organización pacífica es de resultados seguros, pero tardíos; que la defensa de la Constitución atropellada, y de las más preciosas libertades públicas, grotescamente escarnecidas, exigen remedios más enérgicos y prontos. Me diréis que la iniquidad se pavonea insolente en las alturas y que hace gala de su perseverancia en el mal, desafiando audazmente a la conciencia pública.

Todo eso será tan cierto como que los sucesos nos han tomado desprevenidos y desarmados. Pero yo os diré, señores, que nunca es tarde para tomar el buen camino; yo os pondré delante de los ojos un ejemplo de lo que sabe hacer la mano providencial que rige los destinos humanos. (Profunda atención del auditorio).

Dos naciones se conjuraron ayer en secreto para humillar a Chile y repartirse sus despojos. Chile estaba desprevenido y desarmado; pero aceptó el reto con heroica valentía. Sonó la hora y tuvimos que improvisarlo todo: oficiales y soldados, organización y disciplina. Fue preciso encargar a Europa cañones y fusiles; tuvimos que encargar hasta la pólvora y las fornituras. Nuestros soldados tuvieron que aguardar nueve meses mortales en Antofagasta porque no llegaban ni las cápsulas para los rifles.

Y sin embargo, ya lo veis: nuestros enemigos exteriores yacen postrados en el abismo de desventuras que soñaron para nosotros, y el provocado y desprevenido se ha engrandecido y conquistado glorias inmortales. (Aplausos prolongados).

Y yo, señores, tengo fe profunda en que la Providencia, que ha dado tantas pruebas de amor especial a este país, hasta haber sido nuestro gran táctico en la guerra extranjera, depara a nuestros enemigos interiores la misma adversa suerte que a nuestros enemigos exteriores. (Sensación).

Halagados con los fáciles triunfos que les prometían nuestro desarme y nuestra desprevenida confianza, nuestros césares de pacotilla, como tan propiamente los ha calificado el señor Tocornal, han declarado insensata guerra a la libertad y a la religión.

A la obra, señores, todos los que sientan arder en sus corazones la santa indignación contra las viles cadenas de la servidumbre. A la obra todos los hombres de fe, que el triunfo definitivo no es dudoso.

La Iglesia católica, que ha cantado los funerales de dieciocho siglos de continua batalla y de continua victoria, saldrá de esta prueba tan gloriosa y benigna, como siempre, y seguirá su camino al través de las edades segura de sus inmortales destinos. (Aplausos prolongados. La concurrencia se pone de pie y aclaman al orador).

***

EL SEÑOR GENERAL DON ERASMO ESCALA.

(Al ponerse de pié, la asamblea lo aclama con entusiasmo delirante. Se oyen muchos vivas y hurras al noble veterano).

Señores:          

Después de la famosa orden del día, sin precedente en la historia militar, había resuelto guardar sobre esta materia el más profundo silencio, a fin de que el fallo de mi conducta lo dieran mis conciudadanos y los militares honrados de mi país.

Y llamo conciudadanos a todos los que, desde el encumbrado señor hasta el pobre gañan, trabajan por la felicidad de la patria; mas no merecen ese título aquellos que, lejos de servir a la República, se gozan, como el monstruo de la mitología, en desgarrar las entrañas de su madre... Y llamo militares honrados a aquellos que anteponen el cumplimiento del deber y la hidalguía del honor a todas las consideraciones personales y a los mezquinos halagos del poder... (¡Bien!; ¡Muy bien!).

Tal era mi resolución, señores; pero designado para levantar mi voz en esta significativa manifestación hacia los correligionarios de Valparaíso, he sacrificado mi voluntad en aras de la obediencia que debo por mis ideas políticas a los jefes de la Junta Directiva. (Aplausos).

Si la orden del día dada el 22 del corriente mes hubiera sido un acto espontáneo de la autoridad militar de Santiago, no tendría más significado que una venganza personal de un antiguo subalterno contra un jefe que, por su propia dignidad, no descenderá jamás a hacer en público tristísimas revelaciones; contra un jefe, muy inepto si se quiere, pero feliz en su pobreza y contento en su retiro, porque, después de sesenta y cuatro años de servicio y abonos, puede legar a su patria una espada sin mancilla, y a sus hijos el tesoro de la honradez y la lealtad. (Sensación profunda).

Pero, convencido de que esa orden del día revela una autoridad superior, no puedo, señores, darle aceptación con mi silencio, porque ella envuelve el desconocimiento absoluto de la disciplina militar y la injuria más grave a la noble carrera de las armas. (Aplausos estrepitosos).

Declarando sin rango alguno en el ejército a un general de división que ha recibido ese título, no de las manos del Gobierno, sino de la nación, por su legítimo Congreso, se incurre en abierta contradicción no sólo con el buen sentido, sino con la voluntad misma del Congreso y con la práctica constante de ser llamados por el Gobierno los militares retirados a formar parte de comisiones del servicio, sin faltar ejemplos de haberse expedido títulos de ascensos a jefes que habían calificado absolutamente sus servicios, como acaeció no ha mucho al distinguido contralmirante Simpson, que estando retirado, fue elevado a la dignidad del vicealmirantazgo.

Y ¿cómo sorprendería, señores, a los tratadistas esta curiosa teoría de ocupar en el escalafón militar más alto rango el flautín de una banda que un general retirado? ¡Ah! Y ¿cuánto sorprendería esta nueva ordenanza a los viejos veteranos de la guerra francoprusiana que salieron de su apartado retiro para servir a la patria en el mismo rango con que habían calificado sus servicios? (¡Perfectamente!).

¿No es verdad, señores, que difícilmente podría haberse ideado una medida más hábilmente tomada para relajar la disciplina militar? Por mi parte, os lo aseguro, habría preferido gustoso perder la sola mano que me queda, antes que estampar mi firma  al pie de una orden que pasará a la posteridad como una mancha de ignominia para el ejército chileno... (Sensación). 

Y, ¿qué decir señores de la peregrina idea de aseverar en un documento oficial, como es la orden del día, de que el militar, desde que ciñe su espada, pierde el derecho de defender sus creencias, de juzgar la conducta de sus mandatarios, y adquiere la obligación de ser un esclavo abyecto de cuantas opresiones e injusticias se cometan bajo el manto sagrado de la ley?

Por la misma razón de ser el soldado el defensor más celoso de la ley, tiene la obligación de ser el primero en denunciar los abusos cuando son conculcadas las leyes, escarnecida la Constitución y encadenada la libertad religiosa de los pueblos. (¡Bien!, ¡muy bien!).

Y, si en este sentido se me ha juzgado culpable, yo acepto sobre mis hombros la responsabilidad de esa falta, porque ese fue también el crimen de los padres de la patria que, siendo soldados, troncharon las leyes de esclavitud que oprimían a Chile, mereciéndoles ese horrendo crimen la gloria de expiarlo en el mármol y en el bronce que han eternizado su memoria... (Bravos entusiastas y repetidos).

Ese es también el crimen del pueblo viril de Valparaíso que, por medio de sus honorables representantes, protesta del servilismo a que se quiere reducir las conciencias.

Es ese, en fin, el gran crimen que cometemos en este momento todos los que aquí nos hallamos, oponiendo nuestras quejas y nuestras resoluciones al despotismo de los que no pudiendo en su delirio declarar guerra directa contra Dios, dirigen sus golpes contra la fe y la libertad, los dones más hermosos que Dios ha dispensado al hombre.

Brindo, pues, señores, por el exacto cumplimiento de lo que han afirmado las autoridades de Santiago en la parte final de la orden del día del 22; esto es: “que el ejército sea siempre el mejor guardián de la paz.” Porque el soldado no debe aceptar jamás que sea perturbada la paz de las conciencias, la paz de nuestros hogares y la paz de los sepulcros en que descansan nuestros muertos.

 (Al concluir, el orador es felicitado por muchos de sus amigos, y la concurrencia entera lo aplaude entusiasmada durante varios minutos).

***

EL SEÑOR DON RAMÓN RICARDO ROZAS.

Señores:

Esta gran manifestación que estrecha en abrazo fraternal a dos grandes pueblos de la República, no sólo significa la comunidad de fe, de intereses y de aspiraciones que los liga, sino también la expiación de una gran falta común.

Los distinguidos emisarios que traen la protesta de más de veintisiete mil ciudadanos de Valparaíso contra los ataques de la libertad de conciencia, y nosotros que los acogemos con el sincero entusiasmo de la fraternidad y de la desgracia, sentimos un mismo pesar y casi diría un mismo remordimiento; el haber consentido que Valparaíso fuera la cuna de la candidatura del actual Presidente de la República y que Santiago le diera vida con una abstención injustificable y sólo de última hora. (¡Perfectamente!).

Sobrada razón tenemos para sentirnos pesarosos  de no haber agotado nuestros esfuerzos para impedir la exaltación del hombre que presagiaba la tiranía y el despotismo a que hoy obedecen su sistema de gobierno y su odio a Dios. Nuestro deber nos exigía entonces hacer infructuosa una candidatura combatida por elementos poderosos, en representación de las puras glorias militares, pues esa candidatura era ayer, como lo es hoy, la más encarnizada denigradora de esas puras glorias. (¡Cierto!; ¡Muy bien!).

La indiferencia con que Valparaíso consintió en que tal candidatura fuera proclamada en su seno y la indolencia con que Santiago y los demás pueblos de la República la vieron surgir, son culpas, señores, que es preciso expiar con esfuerzos generosos, con constancia incontrastable, con sacrificios sin cuento, a fin de detener en lo posible los males que todavía ha de acarrear al país. (Aplausos).

Yo bien veo que estos dos pueblos viriles, sacudiendo el habitual marasmo, se presentan ante las autoridades de la República armados del derecho de protesta y de petición, resueltos a ejercitarlos en toda su amplitud. Han despertado a los golpes del despotismo, y la lucha los hará fuertes como a los robles de las montañas el soplo de los huracanes. (Aplausos entusiastas).

No es posible cruzarnos de brazos cuando vemos que en esta República de hombres libres se pretende implantar el absolutismo como régimen de Gobierno y el ateísmo legal como forma de progreso. En Chile va desapareciendo a grandes pasos la República, porque de hecho un solo hombre dispone de toda la suma del poder público y porque el empeño  de los legisladores chilenos es únicamente complacer al César, arrojando a Dios del santuario de las leyes. (Aplausos). 

Con un Gobierno absoluto y una ley atea, no tardaremos mucho en rodar hasta el abismo a que se precipitaron la Roma pagana en los tiempos antiguos y la Francia demagógica en los tiempos modernos.

Los pueblos que saben estimar esos dos tesoros, el uno en la tierra y el otro en el cielo, la libertad y la fe, deben trabajar porque no desaparezcan aplastada la una por la tiranía y ahogada la otra entre los brazos de la impiedad. (Repetidos aplausos).

La campaña que nos ha de conducir al logro de este doble objeto está ya felizmente iniciada.

Brindo, señores, porque las nobles aspiraciones de los pueblos iniciadores de esta lucha, encuentren calorosa cooperación en todos los otros pueblos de la República. (Aplausos prolongados y aclamaciones al orador).

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DON JOAQUÍN WALKER MARTÍNEZ.

Si fuera lícito, señores, aplaudir lo inicuo e inmoral, y si no hubiera además tan nobles intereses heridos, yo enviaría desde aquí un voto de agradecimiento a los que con sus torpes atropellos han despertado al país del letargo en que yacía y puesto de pie a las dos capitales de la República, Santiago y Valparaíso. (Aplausos).

Sí, señores, las situaciones claras son en todo, y principalmente en la vida social y política, más, mucho más preferibles que las solapadas maquinaciones de una artera hipocresía. Prefiero a nuestros adversarios declarándonos hoy abierta guerra a los católicos, que postrados como ayer ante el trono de León XIII, con mentida fe y fingida sumisión, para llevar su mano perturbadora al seno mismo de la Iglesia. Prefiero ese rudo diputado que ha propuesto el divorcio semestral en nombre propio al que con más cultura, pero menos lealtad, ha calumniado a San Alfonso de Ligorio para defender el concubinato legal. (Aplausos estrepitosos).  

Ya no caben las alucinaciones que perturban los criterios, ni caben las abstenciones, que serian en estos momentos criminales.

La inacción tradicional de la mayoría de nuestros compatriotas ha hecho dueños absolutos del poder a un puñado de liberticidas. Que el exceso del mal, que el empeño puesto por éstos en conculcar los derechos más sagrados de la conciencia y en lanzar al país en los disturbios de la guerra religiosa, traiga pronto la reacción, y ocupen los puestos de defensa aquellos que quieran paz para la República dentro de un régimen de libertad. (Aplausos).

Y esta es, señores, la bandera en torno de la cual hoy nos agrupamos. “Respetad nuestras creencias, usurpadores del cementerio católico”, hemos gritado desde el primer momento en Santiago. “Dadnos a los nacionales la misma libertad de que gozan los extranjeros disidentes”, han venido a decir nuestros conciudadanos de Valparaíso. “No hiráis con la prostitución del matrimonio”, exclamamos todos, el tierno corazón de nuestras madres, y considerad hasta dónde es cruel la ley que las separa de sus hijos haciendo más duro ese sacrificio que sólo puede atenuar lo sagrado del sacramento. (Calurosos aplausos).

Bebamos, pues, señores, porque el despertar de los hombres patriotas sea fecundo en resultados y nos conduzca a la organización de un gran partido que busque el progreso y la felicidad de la nación en la mayor suma de libertades para el ciudadano, a fin de oponer así robusto dique a los avances autoritarios de los que en nombre de la supremacía del Estado nos niegan hoy el ejercicio de los más sagrados ritos de nuestro culto, con el mismo cinismo con que falsearon ayer escrutinios, quemaron registros electorales y formaron Congresos de una pieza; integrados con sus eximios falsificadores!(Vivas y hurras al orador).  

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EL SEÑOR DON ANTONIO SUBERCASEAUX.

En una de las últimas sesiones de la Cámara de Diputados el honorable señor Amunátegui se manifestó profundamente alarmando con la rebelión del clero contra el omnipotente de esta tierra.

Dijo que la soberanía nacional no podía ser burlada impunemente, y si no dijo más fue por que el período iba ya demasiado largo.

No quiero interpretar intenciones; pero, al leer ese discurso, cúmulo inexplicable de contradicciones y ensalada cruda de especies canónicas, se me ha dibujado en la mente la figura de un idólatra que, prosternado ante el hombre gordo de mi distinguido amigo don Miguel Cruchaga, le ofrecía en holocausto su memoria, sus textos y hasta su brazo.

¿Qué faltó al señor Amunátegui en esa épica peroración para sembrar el pánico en las filas de los perseguidos?

Le faltó sólo armarse con un yatagán de cartón y embestir contra esas sombras que tenía por delante que lo mortifican en su tránsito al Olimpo.

¡La soberanía nacional está, señores, en peligro, porque los curas se resisten a dar pase para los cementerios profanos, y no lo estuvo nunca cuando don Domingo Santa María violaba de todas maneras las leyes del individuo, es decir, las leyes que consagran la soberanía del derecho, que es la soberanía del pueblo!

No creo que un sabio como don Miguel L. Amunátegui se atreviera a prohijar aquella teoría del infame Tomás Hobbes, que asignaba al ciudadano el rol de esclavo que por única ley le daba la ley del egoísmo; pero cuando lo vi, jadeante y salpicado de sangre y de lodo en ese entrevero a arma blanca en que los católicos perdimos nuestros más preciados derechos, exclamé: ¡He ahí al liberal, he ahí a nuestro antiguo correligionario!

Los tiempos corren y con ellos se alejan muchas veces las ilusiones y las esperanzas.

Yo las tuve un día francamente, en alguno de esos hombres que se llaman liberales, cuando coexistían para hermanarse y ser fecundas en bienes de paz y de libertad, las dos leyes del progreso moderno, la ley del pueblo y la ley del poder.

Pero hoy, señores, entre los escombros del edificio liberal y en el borde de esa fosa común, donde el sectarismo anti-católico quiere hacer de las creencias una especie de gusanera nacional, maldigo de esos hombres y los rechazo con toda la energía del alma.

Cuando uno sale de la plaza pública en nombre de la creencia, no lo hace, señores, persiguiendo la probabilidad de un triunfo material.

No creo que en esta campaña del derecho, consagrada por más de medio siglo de vida republicana, contra un despotismo advenedizo, seamos nosotros los llamados a triunfar políticamente.

Pero sí creo que la energía y la constancia de nuestra acción, si puede mantenerse, lo que espero y lo que deseo en el terreno de la legalidad, horadará la piedra en que hoy se rompen todas las nobles aspiraciones y todas las conquistas de la libertad.

Roto ese obstáculo que ha detenido el progreso del país y que tiene en cobarde tortura el corazón de los católicos, no seria el último en aplaudir el advenimiento al poder de cualquiera de los enemigos políticos, que en las actuales circunstancias han querido consagrar en la ley, el principio de tolerancia y de justicia.

Esos hombres, señores, llámense radicales o llámense liberales, son al menos dueños de sus convicciones, y por esta razón en sus actos públicos recordarán siempre el refrán de hoy por mí mañana por ti.

El partido conservador que es un partido de principios, no puede sino rechazar a los que amoldan su espíritu a todos ellos.

Brindemos entonces una copa, a los hombres honrados de todos los partidos políticos.

A la libertad sin presupuestos y sin gollerías, a esa libertad pobre y generosa, que reside en todoslos grandes corazones.

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DON MÁXIMO DEL CAMPO.

Señores:

Apresurémonos a usar del derecho de defender en alta voz nuestras libertades, ya que no nos lo han arrebatado todavía. Tal vez mañana se dirá que nuestras palabras y nuestras protestas tienden a frustrar las leyes de la República y se nos impondrá silencio, en nombre del liberalismo.

Cuando pienso, señores, en las leyes político-teológicas que están en discusión, vienen involuntariamente a mi memoria las palabras de profunda verdad que oí una vez a un hombre de juicio y de experiencia. Todo se olvida, decía, todo pasa muy pronto en este país: en mi larga vida he conocido a muchos hombres que por sus hechos eran acreedores al desprecio público y que, sin embargo, han alcanzado puestos y honores que no merecen. Algo parecido es lo que acaece con las leyes tiránicas que se trata de promulgar.

En el calor de la indignación que ellas producen y en medio del polvo de la lucha que ellas levantan hemos llegado a prestarles una seriedad que no tienen y, hemos perdido de vista su mezquino origen y la menguada causa que las ha engendrado.

Conviene no olvidemos ese origen, que es y será siempre la condenación de estas inicuas leyes y el proceso de los que las han formulado y defendido.

Cuando el actual Gobierno subió al poder, se encontró con la cuestión arzobispal fenecida ya desde dos años antes y se propuso hacerla revivir. Tratando de hacer surgir al candidato de sus simpatías, quiso ejercer presión sobre la Santa Sede, la amenazó con dictar leyes anti-cristianas. El diplomático de Chile puso su firma al pie de esas amenazas. El Padre Santo, con una magnanimidad y una prudencia que son un alto ejemplo, propuso a Chile el más honroso avenimiento: ofreció honores para salvar la dignidad del protegido y, lo que es más, ofreció reconocer el patronato de la nación, siempre sostenido por ésta y jamás aceptado por la Santa Sede. El Gobierno rechazó esa ventajosísima propuesta: hizo de una cuestión de principios una cuestión de personas, y pospuso el interés de la nación y la tranquilidad de los ciudadanos a su amor propio, a su soberbia y a sus miras particulares. Vino enseguida la expulsión del delegado del Papa, con desprecio del derecho internacional y aun de la cortesía.

Han venido, por fin, las leyes opresoras de nuestras conciencias, para dictar las cuales ha sido necesario atropellar la Constitución del Estado y violar los juramentos que ella impone, sin allanar primero esos obstáculos, siquiera por respeto a las formas.

Después de todo esto, que es una página de historia, y de historia de ayer, en que hemos sido testigos y actores, ¿se pretenderá hacernos creer en la sinceridad y firmeza de los propósitos y de las convicciones liberales? ¿se pretenderá exigirnos respeto a la rectitud y seriedad del liberalismo?... No, señores, arrancadle la máscara y sólo veréis una mezquina venganza: la ira, el despecho y el odio a todo lo cristiano, se cubren con los nombres pomposos de secularización del país, de progresos y de reforma liberal. Las leyes inspiradas por estas pasiones, no son leyes dictadas para el bien del país, son leyes dictadas contra nosotros para tiranizar nuestras creencias y corromper al pueblo.

Dejadme recordar que un eminente hombre de letras, Villemain, que fue también hombre de Estado, contemplando el espectáculo de la grande, de la noble, de la libre y religiosa Inglaterra y haciendo quizás comparaciones con lo que veía en su propia patria, escribió esta valiente frase: la impiedad y el  servilismo se hermanan muy bien...

EL SEÑOR CIFUENTES, (interrumpiendo:) L’impieté est canaille.

Mientras haya en Chile católicos, y los habrá siempre; mientras haya hombres de principios que sean consecuente con ellos; mientras haya hombres que amen el deber y sepan cumplirlo, se protestará en contra de esas pretendidas leyes liberales que nos arrebatan nuestra libertad de conciencia; se protestará en la prensa y en la tribuna, en la asamblea popular, en la plaza pública y en el seno de la familia.

Cuando la libertad de la palabra nos sea arrebatada, nosotros mismos seremos aún una protesta muda pero viviente.

Tengamos fe y constancia, y no dudemos de que el triunfo será nuestro, porque si es posible oprimir a los hombres, es imposible oprimir las ideas y matar las convicciones.

Señores:

se ha pedido hasta ahora la no promulgación de las leyes que se preparan contra nosotros en nombre de la justicia, en nombre del derecho, en nombre de la libertad; yo me atrevo a reclamar en nombre del Gobierno.

Sí, señores, en nombre del Gobierno, porque sé que hasta aquí jamás se ha levantado un edificio estable sobre la arena movediza de las pasiones.

Las leyes injustas llevan dentro de sí el cáncer que las corroe y que forzosamente ha de matarlas; y ese cáncer es la idea que sabe tomar forma definitiva, pero que al fin, tarde o temprano, tomará alguna bastante enérgica, bastante fuerte y bastante poderosa para derribarlas.

***

Carta que se leyó en la misma reunión.

Señor don Ramón R. Rozas, Santiago.

Bondadoso amigo:

Invitado por Ud. para asistir esta noche a la manifestación que los católicos de esta capital hacen en favor de los católicos de Valparaíso, me es bien sensible no aceptarla, por motivo de salud; pero no obstante me adhiero a ella, con toda mi fe de creyente y de católico, sin dejarle de manifestar mi eterna gratitud al caballero que hoy rige los destinos de nuestro país, por cuanto este magistrado ha hecho la obra más grande que quizás ningún católico habría hecho, cual es la de unir y estrechar a los católicos que de algunos años a esta parte habían dado en suicidarse, teniendo por bandera el aislamiento y el indiferentismo.

Si a don Domingo Santa María le debemos los católicos nuestra unión y el estrecharnos hasta formar un solo cuerpo para hacer revivir nuestras creencias hasta el punto de que los católicos de la humilde provincia de Maule se hallen confundidos con los católicos del primer puerto de nuestro Chile; es justo, a mi juicio, agradecerle a este caballero lo que ha hecho por nosotros.

Que don Domingo Santa María continúe su obra de persecución contra los católicos y que los católicos den comienzo a su engrandecimiento son los deseos de su afectísimo amigo.

E. Morel.

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EL SEÑOR DON ENRIQUE TOCORNAL.

Os pido un aplauso por un amigo ausente, un Bayardo sin miedo y sin mancha: don Carlos Walker Martínez. (Grandes aplausos y vivas al señor Walker).

           

Señores:

Acabo de publicar un folleto sobre la ceguera de los actuales gobernantes, empecinados en hacer la guerra, sin haber concluido la que todavía está pendiente con el Perú y Bolivia; pero no creáis, por un solo instante, que el objetivo del espíritu belicoso sean los Estados Unidos de Norte América, la Inglaterra, la Alemania o alguna otra nación poderosa. Eso traería peligros serios y no daría lugar a facilísimas victorias.

Nuestros hábiles y expertos hombres de Gobierno han declarado guerra implacable y tremenda a la ciudad de los muertos para impedir que los cadáveres se sepulten en campo sagrado, porque la cruz, el agua bendita y los ritos del culto católico les causan horror y espanto. (Aplausos).

Los extranjeros establecidos en Chile tienen cementerios garantidos por tratados internacionales, y los chilenos estamos privados del derecho de sepultura eclesiástica. (Aplausos)

Los judíos crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo; pero Poncio Pilatos concedió a José de Animatea el permiso de descolgar de la Cruz el cuerpo del Redentor, y sepultarlo, no en el cementerio laico, esto es, en el Haceldalma o campo de sangre comprado con los treinta dineros devueltos por Judas, sino en un sepulcro nuevo, tallado en la roca. Nerón mandó degollar a San Pablo y crucificar a San Pedro, y dejó que los cristianos recogerán los cuerpos de estos mártires que, desde diecinueve siglos, son el objeto de un no interrumpido culto; y si los Césares que le sucedieron sacrificaron millones de fieles, jamás obligaron a sepultar en cementerios paganos. (Aplausos).

Recorriendo los cenotafios de la vía Apia, el viajero no encuentra una sola inscripción cristiana, porque los millones de mártires, confesores y fieles se sepultaban en tierra bendita dentro de las catacumbas, donde las insignias de cada sepulcro dan testimonio de la clase de muerte.

Nuestros gobernantes han dejado atrás a Poncio Pilatos, a Nerón y demás Césares. Si éstos se entretuvieron con las fiestas del circo, el Presidente y Ministros de Chile se regocijan con las lágrimas de los que han perdido a un deudo querido y agregan al sufrimiento la rebuscada y exquisita mortificación de arrancar al corazón lacerado el consuelo de sepultar el cadáver en campo santo. A los oídos de esos hombres suena mal el canto de la Iglesia y son antipáticas las palabras que el sacerdote, revestido con sus ornamentos sagrados, pronuncia antes de depositar en la tierra el cadáver. (Sensación).

Al paraíso condúzcante los ángeles y salgan a tu encuentro los mártires.

La policía de Santiago abandona las calles de la ciudad y concentra toda su vigilancia en dos o tres puntos. El cementerio parroquial está completamente sitiado día y noche para impedir que penetre un solo cadáver. Así lo exige y lo quiere el liberalismo imperante.

También hay otro punto muy custodiado donde se ven, en el corto espacio de tres cuadras, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta y a veces más gendarmes para guardar el sueño de ciertos personajes, interrumpido por las ánimas benditas, que no cesan de penar en determinadas calles. (Estrepitosos aplausos).

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EL SEÑOR DON MACARIO OSSA.

Señores:

Mi primera palabra en estos momentos solemnes, señores, será mi felicitación sincera al noble y católico pueblo de Valparaíso, y muy especialmente a los obreros católicos de ese pueblo viril, dignamente representados por la comisión que nos honra con su presencia. (Aplausos y vivas a la comisión de Valparaíso).

La persecución a la Iglesia, Nuestra Madre querida, ha principiado ya, y los adversarios de nuestra santa causa, envalentonados con los triunfos ya obtenidos, siguen impertérritos su obra destructora, pero no por esto debemos amedrentarnos. La causa que sostenemos es la más santa y la más justa de las causas. Es la causa de Dios. (Grandes aplausos).

Recordemos, señores, que Nuestro Señor Jesucristo, cuando vino a fundar su Iglesia sufrió las rechiflas de los judíos, y en medio de las burlas de los Herodes, Pilatos y Caifás, les dijo: Nunc est potestat tenebrarum. Ahora es el poder de las tinieblas.

Sí, bien podemos nosotros palpar en estos momentos que ahora es el poder de las tinieblas, pues las reformas anti-católicas que se quieren implantar en esta patria querida, tan profundamente católica, nos lo están claramente demostrando.

Pero no temamos, señores, porque ese mismo Dios hecho hombre, cuando vio las vacilaciones de sus apóstoles, antes de recibir el divino espíritu, les a dijo: Post tres diem resurgam. Resucitaré después de tres días. En efecto, señores, vosotros recordareis muy bien cómo el Salvador del mundo sufrió tormentos sin cuento y hasta la muerte ignominiosa de la Cruz, pero resucitó al tercer día triunfante y glorioso, venciendo a la muerte misma. También nosotros triunfaremos si, unidos como estamos, luchamos con tesón y con entereza, si animados del espíritu de sacrificio y abnegación, no desmayamos. Sacrificio y abnegación exige de nosotros Aquel que tiene en su mano la suerte de las naciones.

Yo alzo mi copa en estos momentos por que la unión de los católicos de Chile esté animada y vivificada por el sacrificio y la abnegación. (Estrepitosos aplausos).

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