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Capítulo V. Los Atropellos.
Chillán.

EDITORIAL DE EL INDEPENDIENTE DE 15 DE SEPTIEMBRE DE 1883.

Un respetable vecino de Chillán nos refiere en carta fechada el 5 del actual, un suceso odioso que el día anterior había ocurrido en la ciudad, despertando unánime indignación en los que tuvieron que presenciarlo.

Los hechos ocurrieron de la manera siguiente:

El día 3 de septiembre fallecía en Chillán la señora Petrona Melo, esposa del distinguido caballero don José 2° Guíñez, quien había llegado con ella el día anterior desde Pemuco, lugar de la residencia de ambos, con el objeto de atenderla en su enfermedad.

Pocas horas después de muerta la señora, su esposo tomó las medidas necesarias para conducir el cadáver a Pemuco, a fin de sepultarla en el cementerio del lugar, que es parroquial, y donde los amantes hijos de la señora acompañados del pueblo entero esperaban sus restos mortales.

Pero mientras el desconsolado esposo se preparaba a cumplir con el sagrado deber de ejecutar la última voluntad de la difunta, y mientras los hijos aguardaban consternados el cadáver de la que les había dado el ser para tributarle los últimos homenajes de su amor, el Intendente de Chillán ponía en movimiento a la policía, impartiéndole órdenes terminantes y repetidas, como si se tratase de ir a sorprender alguna banda de famosos salteadores.

Con gran rapidez y belicoso aparato atravesó la patrulla las calles de la ciudad en dirección al camino de Pemuco. Después de galopar una hora, a tres leguas de distancia dieron los soldados alcance al señor Guíñez, y le gritaron alto y le quitaron el cajón en que iban los restos de la señora.

La impresión del atribulado esposo puede comprenderla sin esfuerzo quien se coloque en su lugar. Vanas fueron sus protestas y súplicas. ¿Qué podían los infelices ejecutores del atentado contra las órdenes terminantes del jefe de la provincia?

El señor Guíñez y el cadáver de su esposa fueron obligados a deshacer el camino que habían hecho, y entraron prisioneros a la ciudad. 

Mientras que el cajón se dejó por ahí a la expectación pública, él señor Guíñez se fue a la Intendencia a alegar su derecho, a pedir justicia, a implorar piedad.

No se trataba de exhumación, puesto que aún no habían transcurrido 24 horas desde el fallecimiento de la señora; no era tampoco vecina de Chillán, como que sólo el día antes de su fallecimiento había llegado a la ciudad: por último, no existía ley ninguna que impidiese a la familia cumplir con sus propios deseos y la voluntad de la difunta: si el punto estaba en los derechos, el doliente se allanaba a pagar los que se le exigieran.

Pero todo fue inútil. El Intendente no podía ponerse en contradicción con las tendencias liberales del Gobierno a quien servía. Si antes los cadáveres eran de las familias, ya el derecho de éstas se ha transferido al Gobierno. Es la policía la encargada de vigilar los cadáveres y de honrar la memoria de los difuntos.

Los grandes dolores son, empero, tenaces, y el señor Guíñez insistía en reclamar los restos de la madre de sus hijos.  Acosado por las súplicas y no encontrando qué responder a las razones del interesado, una idea salvadora se ocurrió al Intendente, idea que, no importando un brutal e inmediato desahucio para el solicitante, ofreciera al mandatario la oportunidad de prosternarse ante el Gobierno.

Consultaré al Ministro, dijo para terminar, el señor Merino al señor Guíñez.

Y el cadáver, y los dolientes y los espectadores, se quedaron aguardando la suprema resolución de aquel gravísimo negocio de Estado.

¡Oh, República modelo, en la cual bajo el gobierno de los más adelantados y honrados liberales, no es lícito a los hijos dar a la tierra el cadáver de su madre, ni a los viudos el de sus esposas, sin previa licencia del Gobierno!

¡Oh, descentralización administrativa! y cuán regocijada y orgullosa debes sentirte allí a la cabeza del programa del ilustre partido liberal, escrita con grandes caracteres!              

Pero no divaguemos. Un corto rato después de haber dicho el señor Intendente, para libertarse de importunas súplicas y quejas, que iba a consultar al Gobierno, tomó la pluma y escribió el siguiente decreto:

Chillán, septiembre 4 de 1883.
Con esta fecha he decretado lo que sigue:
Teniendo presente que don José 2° Guíñez ha dado cumplimiento al supremo decreto de 14 de agosto último que ordena la inscripción de los fallecidos en el Registro Civil de defunciones, y que el mismo Guíñez y su esposa residen en la subdelegación de Pemuco, decreté:
Concédese a don José 2º Guíñez permiso para hacer trasladar el cadáver de su esposa a la población de Pemuco, para inhumarlo en el cementerio de dicha población. Anótese.
Merino. Andrés Gazmuri.

Aquella merced que del cadáver de la madre por decreto se hacía a la familia, ¿había sido de la Moneda? ¿O era efecto de la bondad del Intendente? ¡Quién sabe! En todo caso, lo cierto es que éste aseguró que lo que decretaba, lo decretaba propio motu, pues el señor Ministro no se había dignado enviar contestación a su consulta.

El cadáver fue entregado al esposo, que volvió a ponerse en camino adonde los hijos estaban aguardando el fúnebre convoy.

No queremos extendernos en las tristes reflexiones que sugiere el hecho que acabamos de referir, ateniéndonos a los datos de nuestro respetable corresponsal.

Hay algo de tan brutal, de tan salvaje, de tan odioso en esos soldados que corren por los caminos públicos en persecución de los cadáveres de los atribulados deudos que los conducen y custodian, en esos sables que van a interponerse entre el esposo y los restos de la esposa, entre los hijos y los restos de la madre, que faltan las palabras para encarecer  una abominación semejante.

¡Triste consecuencia de las leyes que se dictan en la embriaguez del combate, con la ceguera del odio! Por el miserable placer de la venganza se profanan los sentimientos más sagrados, se obliga a los  agentes del Gobierno a desprestigiar la autoridad, se lleva el dolor a los hogares y se siembra en los corazones ese odio profundo que en los pueblos oprimidos va poco a poco arraigando en el silencio, hasta que llega el momento de las grandes locuras y de las catástrofes irremediables.

Z. Rodríguez.

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