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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo II

CAPÍTULO II
Toma de Talca por los españoles.- Nombramiento de Francisco de la Lastra de Director Supremo.- Instrucciones y misión del comodoro Hillyar.- Estado del ejército patriota.- Situación general de Chile.- Se nombran plenipotenciarios de Chile para negociar con Gaínza a Bernardo O’Higgins y Juan Mackenna.- Preliminares y discusiones entre los agentes de ambos ejércitos para llegar a un avenimiento.- Tratados de Lircay.

 

Poco después que la Junta Gubernativa volvió del sur por haber ya cumplido la misión de destituir a José Miguel Carrera, la ciudad de Talca, defendida por una pequeña legión de bravos mandada por el bizarro coronel Carlos Spano, cayó el 4 de mayo de 1814 en poder del jefe realista don Ildefonso Elorreaga, no antes de una resistencia sublime. Allí murió “el valiente Spano, a quien se encontró acribillado de heridas al pie de la bandera que tuvo la gloria de defender hasta el último instante de su vida” (1).

Este desastre que costó a los patriotas víctima tan ilustre, levantó en Santiago la más honda indignación. Se hicieron repetidos cargos a la Junta y se la hizo responsable de los desaciertos que motivaron la caída de Talca. Asediada por mil amenazas y envuelta en la corriente de tenaz oposición, la Junta se vio obligada a renunciar y poner las riendas del mando en manos de un Director Supremo. Este puesto, lleno de responsabilidad, fue dado al coronel Francisco de la Lastra, gobernador de Valparaíso, hombre honorable, pero de un carácter algo débil, irresoluto, sin la avilantez y energía superiores que requerían las circunstancias por que atravesaba el país.

En los mismos días que Gaínza se encerraba en Talca a causa de los desastres de Quechereguas y que O’Higgins se ponía en marcha para batirlo, se presentó en Santiago el comodoro inglés M. James Hillyar que el 8 de febrero había llegado a Valparaíso al mando de los buques de guerra la Phoebe y la Cherube. Hillyar “venía comisionado por el virrey del Perú para pacificar el reino de Chile por medio de una honrosa rendición de las armas insurgentes” (2).

Para que Gaínza le diese entero crédito, el virrey Abascal había dirigido una nota a dicho jefe, fechada el 11 de enero de 1814, en la que le ordenaba que marchase en perfecto acuerdo con Hillyar. Entre los artículos de que constan las instrucciones dadas por Abascal al comodoro inglés, es digno de llamar la atención el número 10º que dice lo siguiente: “siempre que los chilenos ratifiquen el reconocimiento que han hecho de Fernando VII, que en su ausencia y cautividad reconozcan la soberanía de la nación en las cortes generales y extraordinarias, y reciban y juren la constitución española hecha por las mismas, los recibirá en sus brazos (el virrey) como un verdadero padre, echando en olvido todo lo pasado sin que directa o indirectamente se proceda contra ninguno por más o menos parte que haya tenido en la revolución, en el concepto que deben admitir la audiencia, gobierno y empleados por la soberanía, como lo estaban antes, con sólo la diferencia dictada por la propia constitución, y que para el resguardo de las personas, propiedades y sostén de la administración de justicia han de recibir la guarnición necesaria de tropas chilotas interín se organiza otra de todo el distrito”.

Lastra escuchó con atención las palabras de Hillyar, quien lo describió con negras pinceladas el cuadro que presentaba la América en aquellos momentos de general desgracia. Los argentinos derrotados, México subyugado, Caracas reconquistada, España próxima a independizarse del poder extranjero, el alto Perú libre de revueltas, Abascal en situación de dar cualquier golpe de mano con un ejército numeroso, la revolución desprestigiada a los ojos de la Europa.

Lastra por su parte conocía muy bien el estado de Chile. Es cierto que las tropas de O’Higgins, aunque diezmadas con los combates y marchas, estaban en aptitud de atacar con éxito a Gaínza; pero, también es cierto que el país estaba esquilmado, pobre, abrumado con la guerra, sin recursos, sin caudales para pagar a los valientes que peleaban por el honor e independencia de él. La superioridad de nuestro ejército era relativa. Valía algo tomando como punto de comparación el realista, es decir, era menos malo que las despedazadas y poco morales legiones que conservaba la causa real en Chile; pero no por ello dejaba de ostentar en su disciplina, en su organización, en sus medios de combate y en la clase de su armamento, vacíos profundos difíciles de llenar, anchas heridas que era casi imposible cicatrizar a causa de la miseria y carestía general que reinaba en campos y ciudades.

Esta situación precaria es la que hace sostener al señor Vicuña Mackenna en la Vida del general Mackenna y en notas puestas a la Memoria de Benavente, el hecho de que las divisiones patriotas eran víctimas de una carencia absoluta de medios de acción, lo que las ponía en la triste emergencia de estar a la defensiva y expuestas a ser asaltadas y vencidas con facilidad.

Encontramos exagerada esta opinión y creemos que O’Higgins y Mackenna podían atacar a Gaínza con noventa probabilidades de victoria. Pero, al mismo tiempo que pensamos esto, estamos en perfecto acuerdo con el triste cuadro que con maestría pinta el señor Barros Arana en las líneas siguientes:

“La campaña del sur se había alargado todo un año sin fruto alguno; el erario público se había agotado sin que los donativos voluntarios bastasen a satisfacer las necesidades del ejército; todos los chilenos tenían que lamentar males y perjuicios causados por la guerra: el comercio estaba paralizado; las tropas habían asolado las ricas y fértiles provincias de su tránsito: y cada batalla costaba a la patria algunos centenares de chilenos, porque, por desgracia, eran chilenos los soldados de ambos ejércitos.

“En el campamento, es verdad, no se había sentido aún desfallecer el espíritu marcial, pero en las ciudades y particularmente en Santiago todo el mundo miraba la guerra con disgusto. Ya no se creían las victorias del ejército insurgente, acostumbrados como estaban todos a ver celebrar por tales las acciones de la campaña de 1813; y si faltaban quienes propusieren rendirse al enemigo era sólo porque temían los castigos a que los hacían acreedores sus compromisos” (4).

Esto no puede ser halagüeño. Una tregua, o un armisticio, era un descanso, un alivio para poderse reorganizar y curar las llagas abiertas por la guerra. Estos móviles no otros fueron los que hicieron peso en el ánimo de Lastra, en el de su inspirador, José Antonio de Irisarri, que era Intendente de Santiago en aquel entonces, y en el de José Antonio Errázuriz, Camilo Henríquez, Gabriel José Tocornal, Francisco Ramón Vicuña y Juan José de Echeverría que componían el Senado Consultivo.

Convenidos en el plan de los tratados, después de largas conferencias y debates con Hillyar, se envió a O’Higgins la nota que lo detuvo en su avance. En ella se le daban las instrucciones necesarias para que, sirviendo de Plenipotenciario en compañía de Mackenna, entrase en arreglos de paz con Gaínza según las bases que le incluían en copia y aprobadas por el Director Supremo y el Senado (5).

En cumplimiento de esta misión se dirigieron al sur el Comodoro M. James Hillyar y el notable abogado argentino don Jaime Zudáñez que estaba comisionado para servir de consultor en derecho a los plenipotenciarios patriotas.

Aceptados los cargos por los jefes del ejército, Hillyar marchó a Talca, en donde estaba el Cuartel general de Gaínza, el 27 de abril de 1814. El jefe español recibió con exquisitos cumplimientos al Comodoro inglés y desde luego no aceptó el proyecto cuya aprobación se le exigía. Se fundaba en que no lo creía digno para la causa real y además en que le hacían mucho peso las órdenes primitivas que al embarcarse en el Perú con dirección a Chile le dio Abascal, órdenes que le prohibían de un modo categórico y muy explícito tratar con los patriotas y acoger cualquiera solicitud en ese sentido que no entrañase el propósito de rendirse a discreción.

Sin embargo, poco más tarde, visto el estado lastimoso de su ejército, el avance que hizo O’Higgins con sus soldados hasta colocarse a cuatro leguas de Talca para intimidarlo, la carencia y miseria en que se encontraba y el desastre seguro que se le esperaba si ofrecía la menor resistencia; aceptó una entrevista con los plenipotenciarios patriotas la que se señaló para el día 12 de mayo (6).

A la hora fijada los negociadores de ambos ejércitos se dirigieron a un rancho que se empinaba en un punto casi equidistante de Talca y Santa Rita, pequeño lugarejo que está a poco más de legua y media de aquella ciudad. Gaínza venía acompañado de su secretario, el experto abogado chillanejo José Antonio Rodríguez Aldea, y escoltado por 25 soldados de caballería mandados por el capitán Ángel Calvo. O’Higgins y Mackenna, llevando de asesor para las cuestiones de derecho a Jaime Zudáñez de que ya hemos hablado, se presentaron protegidos por otros 25 dragones a las órdenes de don Ramón Freire. Hillyar llegó también en momento oportuno.

La discusión fue acalorada y larga, sobre todo entre los dos abogados que parecían haberse desafiado a quien citaba más leyes y a quien desplegaba mayor locuacidad en la defensa de sus ideas.

Había momentos que, mientras O’Higgins y Gaínza, como dos buenos y antiguos amigos, se paseaban por los alrededores del rancho para calentar un poco el cuerpo con los rayos del sol y discutir con más tranquilidad los puntos generales del tratado y las causas que impulsaban a las colonias americanas quererse emanciparse del poder español; los dos abogados, impasibles en sus puestos, tenaces hasta la exageración y constantes en sus ideas, se batían con singular entusiasmo y sostenían enojosas polémicas por una palabra, un epíteto, una coma. Era aquello un verdadero certamen forense.

Después de algunas horas de un debate, a veces pacífico y otras veces tempestuoso, se convino en una redacción determinada que, casi aprobada del todo, los plenipotenciarios realistas quisieron madurar a solas. Al efecto se encerraron en el rancho y salieron a las dos horas trayendo una serie de enmendaturas y correcciones.

Al imponerse O’Higgins de ellas, exclamó con marcada indignación:

-- Esto no es proceder de buena fe; seguirá la guerra.

En balde Gaínza y Rodríguez Aldea, le hicieron numerosas observaciones para convencerlo. Tanto O’Higgins como Mackenna, permanecieron inflexiones en sus primeras ideas.

Gaínza, buscando un medio de transacción que subsanase los obstáculos que impedían un arreglo, dijo a O’Higgins:

-- No veo inconveniente para que mientras vienen respuestas del virrey, los dos gobernemos provisionalmente el país, con independencia el uno del otro; Ud. podría encargarse de la parte que se extiende al norte del río Maule, y yo de la que hay al sur.

A tan original y extraña proposición, O’Higgins contestó en el acto:

-- No, de ninguna manera; perdemos el tiempo; no habrá tratado si se rehúsan las bases propuestas que ya habían sido aceptadas.

Gaínza, vencido por la actitud firme de los patriotas, tuvo que ceder.

El jefe realista, perseguido por dudas que como fantasmas cruzaban por su espíritu y dejándose llevar más por la corriente de los sucesos que por sincero convencimiento, aprobó los tratados, llamados de Lircay por haberse celebrado cerca de ese riachuelo, y se volvió a su campamento, silencioso, absorto, sumido en las sombrías cavilaciones que le causaban lo que había hecho.

El 3 de mayo quedaron los Tratados definitivamente canjeados y firmados.

En el fondo, lo que se acordó fue un olvido del pasado y retrotraer las cosas al estado en que estaban antes de abrirse las hostilidades con la península.

El artículo 1° del tratado, base de él, dice:

“Se ofrece Chile a remitir diputados con plenos poderes e instrucciones, usando de los derechos imprescriptibles que le competen como parte integrante de la monarquía española, para sancionar en las Cortes la Constitución que estas han formado, después que las mismas cortes oigan a sus representantes; y se compromete a obedecer lo que entonces se determinase, reconociendo, como se ha reconocido, por su monarca al señor don Fernando VII y la autoridad de la regencia por quien se aprobó la Junta de Chile, manteniéndose entre tanto el gobierno interior con todo su poder y facultades, y el libre comercio con las naciones aliadas y neutrales, especialmente con la Gran Bretaña, a la que debe la España, después del favor de Dios, y su valor y constancia, su existencia política” (6).

Por el artículo 2°., los realistas debían abandonar la ciudad de Talca en el espacio de treinta horas y en un mes el resto del país.

Por el 3º se declaraban libres los prisioneros de ambos ejércitos.

Por el 11, se especificaban la clase y número de rehenes que debían mutuamente darse como prenda del cumplimiento del tratado.

 

Notas.

1. Gay. Historia Física y Política de Chile. Página 26 del tomo VI.

2. Barros Arana. Historia general de la independencia de Chile. Tomo II. Página 405.

3. Barros Arana. Historia general de la Independencia. Tomo II. Página 409.

4. Véase el proyecto de tratado en el Apéndice número 1.

5. Los señores Amunátegui en su concienzuda obra La Reconquista española, dicen que la conferencia tuvo lugar el 3 de mayo. Seguimos la fecha que O’Higgins pone en unos fragmentos de un Diario redactado por él y publicados por el señor Barros Arana en el número 81 de El País.

6. Véase el número 2 del Apéndice.