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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo XVI

CAPÍTULO XVI
Osorio corta el agua de la ciudad.- Se da la orden de ataque.- Son las diez de la mañana.-Carga de los Talaveras.- Son despedazados por los defensores de la trinchera de la calle de San Francisco.- Altivez de Maroto.- Pericia de los patriotas.- Las demás divisiones son derrotadas también en el primer asalto.- Actitud de O’Higgins.- Indignación de Osorio al saber de la derrota de los Talaveras.- En despecho ordena a Barañao una carga con los Húsares.- Barañao carga con sus caballo y es destruido por la metralla.- Barañao se rehace y dispersa sus soldados por las casas y techos.- El capitán San Bruno construye una barricada protegido por Barañao.- Barañao recibe una herida grave.- Admirable salida de Maruri e Ibáñez.- Destruyen parte de la barricada enemiga.- Pasan a cuchillo a una partida de Talaveras y vuelven a la plaza.- Documentos sobre este suceso.- Maruri es hecho capitán en el campo mismo de batalla.- Concluye el segundo asalto de los realistas con seria derrota.- Al anochecer emprenden un tercer ataque y de nuevo son rechazados.- La ciudad de Rancagua durante la noche del primer día de combate.

 

Antes de principiar el ataque general, Osorio tuvo la previsión de cortar la acequia que suministraba agua a la ciudad, con lo cual reducía a morir de sed al ejército patriota a los habitantes de la villa. El jefe realista, apenas tuvo conocimiento que en la ciudad se habían puesto en las banderas tricolores, negros crespones, se sonrió y ridiculizó lo que él llamaba petulancia de los sitiados. Estaba tan confiado en el poder irresistible de su ejército, en el valor y pericia de sus oficiales, y abrigaba tal desprecio por las tropas de O’Higgins, que creía de buena fe que le bastaría presentarse a la plaza para rendirla.

Los hechos van a probarle lo contrario.

A las 10 de la mañana del 1º de octubre, Osorio imparte con sus ayudantes la orden de que las cuatro divisiones, que ocupan ya sus puestos de combate, se lancen a la carga en columnas cerradas de ataque.

Los jefes divisionarios no se hicieron dar segunda orden. En el acto arreglan sus tropas y se dirigen llenos de varonil entusiasmo al asalto de las trincheras.

Es muy digno de llamar la atención la carga de los Talaveras. Su activo y orgulloso comandante, el coronel Rafael Maroto, español desde la bota al kepi, hizo que su cuerpo, formado en columna cerrada y fusil al brazo como en día de ejercicio, marchase a posesionarse de la trinchera sur. Al cruzar Maroto por delante del jefe del Real de Lima, este le dijo:

- Mi coronel ¿cómo ataca Ud. en columna cuando estamos sobre las trincheras?

El altivo Maroto, con tono agrio y ceño adusto, le contestó diciéndole: “que a un jefe español no se le hacían advertencias y que los bigotes le habían salido en la guerra contra Napoleón”.

En honor de la verdad, Velasco tuvo más respeto por la estrategia al hacerle la pregunta al comandante de los Talaveras. Si asaltar trincheras con infantes lanzados en columna cerrada es un arrojo sobrehumano, no deja por ello de ser también una monstruosidad en táctica militar.

El hecho es que los bravos defensores de la trinchera sur, luego que a lo lejos de la calle de San Francisco notaron el avance impasible de los Talaveras, cargaron de metralla hasta la boca de los cañones y, poniendo de mampuesto los fusiles, hicieron las punterías con la mayor certeza posible. En esta situación quedaron en profundo silencio, esperando con fría calma que el enemigo estuviese a tiro de pistola.

Cuando esto se verificó, a la voz de ¡fuego! ¡fuego! dada simultáneamente por los capitanes Astorga y Millán, salió de la trinchera un torrente de balas de fusil y de metralla que cayeron, como puestas con la mano, al frente de las espesas columnas de los Talaveras. Estos al principio se detuvieron, después vacilaron, y al fin, acribillados, hechos pedazos, procuran salvarse y huir. Esta tarea no era tan sencilla. Envueltos ellos mismos en la angosta calle como entre las mallas de una red, sofocados por el humo de la pólvora, aturdidos con el estampido de los cañones disparados a boca de jarro, detenidos los unos por los otros en medio de la mayor confusión, seguidos de cerca por el fuego incesante de los patriotas, tropezando con los cadáveres y heridos que caían de momento en momento: aquellos bravos tuvieron que esperar que los de retaguardia volviesen atrás y se corriesen por las calles circunvecinas. En cambio los de vanguardia, abandonando sus filas, se apoyan como pueden en las paredes, se ocultan los unos tras de los otros y se arrastran por el suelo hasta conseguir despavoridos refugiarse en las casas y calles laterales.

Mientras parte de la primera división realista sufría tal descalabro, los que atacaban las trincheras del norte, oriente y poniente, después de poner en juego un valor extraordinario fueron despedazados por los patriotas que imitaban a los defensores de la calle de San Francisco en heroísmo o habilidad. Entre los asaltantes merecen especial atención los capitanes Marqueli y Casariego que llegaron con su tropa a las mismas barricadas y tuvieron que ser expulsados con la culata de los fusiles y la punta de las bayonetas.

O’Higgins con sus ayudantes, durante este primer asalto general, corría en todas direcciones, alentaba a los débiles, hacía recoger a los heridos para conducirlos a una casa que estaba al frente de la iglesia de la Merced y que había sido destinada para hospital de sangre, mandaba personalmente auxilios a los lugares más amagados, entusiasmaba a los bravos de las trincheras con su palabra, su ejemplo, su patriotismo.

Este primer ataque duró cerca de una hora, teniendo los sitiadores que replegarse no antes de haber dejado el campo sembrado de cadáveres.

Osorio, que charlaba tranquilamente con varios oficiales del Estado Mayor en una casa que había escogido para guarecerse y descansar mientras sus valientes soldados morían en sus puestos, tuvo muy luego conocimiento de la derrota de los Talaveras. Su cólera no tuvo valla. Se desbordó como torrente comprimido en su alma y lleno de despecho, ciego de furor, llama al bizarro Manuel Barañao, comandante de los Húsares de la Concordia, y le da de palabra la terrible orden de cargar a caballo, tercerola a la espalda y sable en mano, sobre la trinchera de San Francisco, advirtiéndole que arrancase y clavase los cañones que allí había.

Esta enormidad estratégica, sin nombre en la historia de los errores militares, demuestra de sobra la pequeñez de miras que como soldado y jefe tenía Osorio.

El intrépido Barañao tuvo que obedecer, aunque con experto juicio comprendió que se le lanzaba al fondo de un abismo sin salida. En tan dolorosa emergencia, perora a su escuadrón, lo organiza como puede, y diciendo a Maroto que estaba cerca de él, --de esta suerte se pelea en América--, se dirige a carrera tendida sobre la trinchera saltando cadáveres, pedazos de madera y cuanto obstáculo encuentra a su paso.

Como era de esperarse, Millán y Astorga en lugar de intimidarse se sonrieron al ver aquella barbaridad de Osorio. Inmediatamente los cañones y fusiles de la trinchera vomitan sobre el ardoroso Barañao una lluvia de fuego que lo dispersa y lo hace girar sobre sí mismo para buscar protección en las calles de atravieso. Barañao se cubrió de gloria cargando a la cabeza de sus Húsares; pero nada consiguió.

Osorio hablando de esta carga, se expresa así en su parte oficial: “Luego que el tiempo lo permita daré a V. E. la noticia correspondiente, ciñéndome por ahora a recomendar a V. E. a los jefes de las divisiones, al valiente Barañao que a la cabeza del Escuadrón con el fusil a la espalda y sable en mano entró a escape por la calle que mira al sur, en donde fue herido gravemente por una bala de metralla en el muslo izquierdo, habiéndolo sido antes su caballo por una de fusil”.

Estos desastres probaron a los realistas que Rancagua no era presa tan fácil de tomar y que era preciso emprender el asedio de la plaza de un modo más en armonía con los preceptos elementales de la táctica militar.

El primero en pensar y obrar así fue Barañao, quien mandó echar pie a tierra a sus Húsares, los hizo salir a los tejados y allí, agazapados y protegidos por los aleros, dio la voz de fuego contra los defensores de la trinchera sur. Fue en esos momentos cuando tan digno oficial, honra del ejército enemigo, recibió la herida grave de que habla Osorio y que lo imposibilitó para seguir al frente de sus tropas.

Casi junto con Barañao y protegido por éste, el capitán de Talaveras Vicente San Bruno, tan famoso más tarde por las atrocidades y crímenes que cometió durante la luctuosa Reconquista Española en expiación de los cuales fue fusilado por los patriotas después de Chacabuco, San Bruno, decimos, valiente por naturaleza, cruel hasta el delirio, hábil como soldado y fanático como buen español de aquella época, se puso a construir a una cuadra de la trinchera mencionada una especie de barricada o reducto compuesto de vigas, líos de charqui, muebles y troncos, y colocó sobre ellas cañones resguardados por sus tropas

(1).

Concluida la tarea, a las dos de la tarde se rompen los fuegos por ambos lados, a la vez que se da comienzo al segundo asalto general de las divisiones realistas.

O’Higgins tuvo en esta circunstancia una escapada que el vulgo apellidaría milagrosa y providencial. Estaba cerca del hospital de sangre de que hemos hablado, censurándole acremente a un cirujano Morán su falta de valor al ocultarse durante el primer ataque, cuando “una bala de cañón pasa por entre ambos sin herirlos”.

Después de este incidente, O’Higgins siguió su camino con dirección a la trinchera de San Francisco. Allí tuvo conocimiento de la barricada construida por San Bruno y comprendió con facilidad el gran peligro que había en dejarla en pie. Resolvió entonces ejecutar una salida para arrasarla.

Al efecto llama al denonado subteniente de la legión de Arauco Nicolás Maruri y al alférez de Dragones Francisco Ibáñez, les da cincuenta soldados escogidos (2), les señala con su espada el punto que deben atacar, los anima con su voz, hace descargar a un mismo tiempo los tres cañones de la trinchera para que los asaltantes salgan protegidos por el humo, y les dice que confía en que han de clavar la batería enemiga.

Aquel puñado de hombres inspirados por un amor sublime a la patria y movidos por un heroísmo que sólo dan la desesperación y un respeto caballeresco por el honor de la bandera que se defiende, se lanzan como leones embravecidos sobre la barricada, acuchillan con su afiladas bayonetas a los Talaveras, principian a destruir las empalizadas y se preparan para clavar los cañones cuando San Bruno, alentando con el ejemplo a sus soldados, los hace volver a la carga en mayor número y obliga a Maruri a buscar su salvación en las casas vecinas y en las calles laterales.

Millán entretanto barre con sus piezas la calle e impide así el avance del enemigo y la reconstrucción de la barricada. O’Higgins presencia en persona esta lucha de titanes desde la trinchera patriota, y organiza con increíble actividad los medios para proteger la retirada de Maruri. Como puede, por encima de los tejados o por el interior de las casas, envía a aquel heroico oficial una granada de mano, algunas municiones y el aviso de que los realistas le preparan una emboscada. En verdad, San Bruno no era hombre que se dormía sobre sus laureles. Rechazado el ataque de los patriotas, resuelve impedirles la vuelta a la plaza, cortándoles la retirada y batiéndolos hasta exterminarlos. Prepara con dicho objeto una partida de Talaveras, les da un cañón y los manda por dentro de las casas a fin de salir de atravieso a Maruri cuando intente replegarse a la trinchera de Millán. El oficial designado para ejecutar este golpe de mano cumplió al pie de la letra las instrucciones y, cruzando cercas y tapias horadadas al efecto, se pone en acecho en el patio de una casa.

Maruri, por anuncio de O’Higgins y por inspección personal, tuvo pleno conocimiento del plan de San Bruno y tuvo la feliz inspiración de sorprender a los Talaveras en su propio escondite. Concebir tan audaz proyecto, prueba elocuente del excepcional temple de alma de aquel bravo oficial, y ponerlo en práctica sobre la marcha, fue obra de segundos.

Acompañado de los sobrevivientes del asalto de la barricada realista, escaló los tejados de las casas, y arrastrándose en profundo silencio, se colocó en las alturas de los techos que rodeaban el patio en donde los Talaveras, arma al brazo y lanzafuego encendido, esperaban ansiosos el momento de cumplir su misión.

Una granada de mano arrojada al medio del patio por el mismo Maruri y que al estallar en mil pedazos produjo un estrépito horrísono, fue la señal de ataque de los patriotas y el despertar de los realistas sorprendidos. Tras del estallido de la granada, viene el fuego de los rifleros y tras de éste los osados insurgentes bajan bayoneta calada y acuchillan a cuanto talavera encuentran a su paso, escapando sólo dos.

Realizado este verdadero prodigio, Maruri volvió a la ciudad trayendo consigo un cañón, dos prisioneros y laureles inmortales. O’Higgins lo estrechó entre sus brazos y lo hizo capitán sobre el campo de batalla (3).

Igualmente rechazadas fueron las divisiones en las otras trincheras, después de dos horas de un batallar encarnizado y sangriento. Este segundo asalto terminó a las cuatro de la tarde.

El radiante sol que durante varias horas había iluminado aquel campo de lucha y de exterminio, poco a poco, sin sentir, se hunde en el horizonte, dejando tras sí arreboles de oro que a su vez son disipados por las sombras de oscura y tenebrosa noche.

Mientras los cielos parecen pedir silencio y reposo, los realistas reúnen de nuevo sus tropas y al anochecer dan un tercer asalto, tan infructuoso y tremendo como los anteriores. Se estrellan impotentes contra las bayonetas de los patriotas.

A las nueve de la noche, hora en que terminó este esfuerzo tenaz de parte del enemigo, el campo de batalla ofrece un tristísimo espectáculo. Las calles están sembradas de cadáveres; a los pies de las trincheras y principalmente en la calle de San Francisco están éstos amontonados formando piras. Las murallas y la tierra están salpicadas de sangre. En los hospitales provisorios gimen centenares de heridos. La ciudad a esas horas sólo es alumbrada por las rojizas llamaradas de los incendios que en varios puntos se declaran a causa del bombardeo y del enemigo que intencionalmente enciende varias chozas y casas. Negras e inmensas columnas de humo, coloreadas por los reflejos de aquellas hogueras, se levantan y confunden a grandes alturas.

¡Pobre Rancagua!

Durante aquella noche de angustias y dolor, los patriotas siguen impasibles en su obra de defender la plaza. Rehacen las trincheras casi destruidas con la metralla; apagan como pueden el fuego del incendio; aumentan los medios de resistencia; recogen las municiones que comienzan a escasear, beben las últimas gotas de agua a fin de apagar la quemante sed que los devora; recogen los muertos, y prestan cariñosos auxilios a los heridos.

¡Que cuadro tan digno de un pincel, inspirado por el genio y el patriotismo!

Los realistas en cambio horadan las murallas con el objeto de avanzar las operaciones del sitio, hacen nuevas barricadas; distribuyen por doquier centinelas para evitar sorpresas nocturnas; y estudian afanosos la manera de concluir con los valientes que palmo a palmo defienden el estrecho espacio de tierra en que se sustentan sus banderas, postrer refugio de la patria moribunda, tumba gloriosa de los últimos sostenedores de la gran causa de la independencia nacional.

 

Notas.

1. Osorio en el parte oficial de la batalla recomienda especialmente a este capitán y dice: “Al capitán don Vicente San Bruno que a fuerza de mucho trabajo construyó una trinchera en ella (en la calle del sur) para contrarrestar la del enemigo”.

2. En el número de hombres que llevó Maruri hemos seguido lo que dice su hoja de servicios que, en compañía de varios certificados de suma importancia, nos ha facilitado su hijo el teniente coronel don Juan Maruri. El documento mencionado después de enumerar los varios encuentros en que se encontró dice:” y en el sitio de Rancagua en el que se distinguió por su valor y arrojo, muy particularmente en una salida que hizo al mando de cincuenta hombres, atacando una trinchera enemiga defendida por más de cincuenta hombres, los mismos que fueron pasados a bayoneta, apoderándose de dicha fortificación con su artillería, demás armamento y municiones, por este hecho de armas, fue distinguido en el acto con el grado de capitán.

En la Memoria que se atribuye a O´Higgins se dice que Maruri e ibañez llevaron cien hombres, que los Talaveras eran cien, y que los cañones tomados fueron dos y que el primero era teniente y el segundo capitán. Estos son errores manifiestos como lo probaremos reproduciendo más adelante un certificado del mismo O’Higgins, otro de José Miguel Carrera y otro del coronel Francisco Calderón.

3. Copiamos a continuación, para que no se crea que hay hipérbole en esta narración, tres certificados que sobre Nicolás Maruri dieron tres próceres de nuestra independencia y que originales tenemos en nuestro poder:

“El conocido valor y arrojo con que se distinguió don Nicolás Maruri bajo de mis inmediatas órdenes en Chile contra el ejército expedicionario de Lima, en las acciones de Guilquilemu, Quilacoya, Gomero, el Roble y Quilo, lo hicieron acreedor, de la clase de sargento que era, a subteniente del batallón de Penco; se halló en los ataques del Quilo, Tres Montes y Quechereguas, se señaló en la batalla y ataques de Rancagua extraordinariamente, y en particular, en la salida que hizo de mi orden, con cuarenta y cinco hombres, contra una trinchera a distancia de dos cuadras de nuestra línea, sostenida por más de cincuenta hombres enemigos a los que pasó a la bayoneta, tomándoles el puesto y quitándoles la artillería, municiones y armamento que me entregó en la plaza; por cuya acción a nombre de la patria le concedí el grado de capitán de ejército que fue después aprobado, y a pedimento del interesado para que haga el uso que le convenga, le doy el presente certificado en Buenos Aires a 6 de junio de 1815.

Bernardo O’Higgins”

He aquí el segundo certificado:

“Don Nicolás Maruri me pide informe de sus servicios y empleos en Chile.

De la clase de sargento del batallón de milicias de infantería fue ascendido a la de subteniente del batallón veterano de Concepción por haber manifestado su buena disposición en la acción de Guilquilemu, contra las tropas del rey en el mes de agosto de 1813. Se halló en la acción de Quilacoya y en la de Gomero, en el Roble, en el Quilo, en los Tres Montes, y en Quechereguas. En el sitio que Osorio puso a Rancagua se comportó con un valor extraordinario e hizo una salida con poco más de cuarenta hombres contra una batería sostenida por más de cincuenta hombres; la tomó, pasó a cuchilla la tropa, y entregó el cañón con un tambor, y varias tercerolas. Por esta acción que es superior a lo que parece en el papel, se le concedió grado de capitán, grado a que ascendió con tanta más razón, cuando no se conocían entre nosotros premios por los servicios militares.

“Su patriotismo es muy acreditado y es su presencia interesante en las líneas americanas.

José Miguel Carrera”.

He aquí el tercer certificado de nuestra referencia:

“Don Francisco Calderón, coronel y comandante del batallón de infantería número 2º y mayor general en el ejército de la patria de Chile.

Certifico que don Nicolás Maruri, teniente de mi cuerpo, fue graduado de capitán, consecuente a una salida que hizo en el sitio de Rancagua contra los sitiadores, a quienes con la mayor intrepidez quitó un cañón, mató a los que lo defendían y con sólo cuarenta hombres impuso en aquella salida terror al enemigo. Este oficial fue incorporado en mi cuerpo, por infinitas acciones distinguidas en que se halló desde la entrada del enemigo en Chile, por su constancia en las fatigas, por su acreditado y extraordinario arrojo en las acciones de guerra, y por su conducta y acendrado patriotismo que todo junto hacen un hombre de los más beneméritos, y acreedores a la gracia de los que aman la libertad y sean verdaderos patriotas: a su pedimento le doy este en Buenos Aires a 20 de agosto de 1815.

Francisco Calderón”.