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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo XX

CAPÍTULO XX
Honda impresión que causa en los defensores de Rancagua a retirada de la 3ª división.- Se creen traicionados.- Heroica actitud de O’Higgins.- Palabras que dirige a los defensores de las trincheras.- Esfuerzos de los soldados.- Sexto ataque emprendido por los realistas.- Son de nuevo derrotados.- Lamentable estado de la ciudad y de los defensores.- No tienen artilleros.- Les faltan municiones, víveres y agua.- Estragos horribles del incendio.- Efectos causados por el bombardeo.- Calor sofocante.- Explosión del parque.- Sétimo ataque de los realistas.- Muerte heroica del capitán Hilario Vial.- Nadie, sin embargo, piensa en capitular.- O’Higgins resuelve abrirse paso por las filas enemigas a viva fuerza.- Elocuentes palabras que dirige a la tropa.- Manifestación heroica hecha por O’Higgins a Freire.- Salen los patriotas.- Carga sublime de los Dragones.- O’Higgins cruza una barricada.- Milagrosa escapada que tuvo.- Llega al camino de Chada y da una última mirada sobre la plaza.

Ya es hora de reanudar los acontecimientos.

 

Cuando los defensores de Rancagua tuvieron conocimiento de la retirada de la 3ª división, la única esperanza de ellos, la única tabla de salvación, se deja oír en la plaza y en las trincheras las terribles exclamaciones de:

--¡Traición!

--¡Traición!

--¡Traición!

O’Higgins, que sintió desgarrarse su corazón en el pecho, no pudo expresar ni con el gesto, ni con la palabra, ni con la mirada las emociones que lo agitaron, el abatimiento involuntario que por momentos invadió todo su ser, y la tempestad de indignación que se desencadenó en su alma.

No era temor; era desesperación.

No era miedo el que de ese modo lo hacía desfallecer; era el estupor que naturalmente se apodera de un hombre cuando ex-abrupto cae sobre él una desgracia imprevista y cuando ve desplomarse en un segundo sus ilusiones, sus proyectos, sus planes más queridos, rodeado de cazadores y sorprendido, antes de estirar sus garras, de sacudir sus crines encendidas y de dar el tremendo rugido precursor de sus asaltos desesperados.

El héroe chileno comprendió que, como jefe responsable de la defensa de la plaza, no podía hacer ninguna manifestación de flaqueza, de vacilación, ni si quiera de duda. Yergue, pues, su hermosa cabeza, baja precipitadamente del tejado del Cabildo, llama con un grito a sus ayudantes, sube de un salto a caballo, desnuda su espada y, con rayos en la mirada, energía en el rostro y orgullo en la apostura, corre a las trincheras y habla a los últimos defensores con elocuencia irresistible, vertiendo la desesperación patriótica que estremecía todo su ser en palabras quemantes y cláusulas de fuego.

Llega a una de las barricadas y exclama:

--¡Soldados! mientras nosotros existamos la patria no está perdida.

Sigue su marcha y al encontrarse con los bravos de otra que estaban al pie de sus estandartes, los electriza diciéndoles:

-Es preciso pelear hasta morir y morir como leones; el que hable de rendirse será pasado por las armas.

La guarnición contesta gritando a grandes voces:

-¡Viva la patria!

-¡Mueran los tiranos!

A esa hora 1 de la tarde, el enemigo confiado en que no vendrá ningún auxilio a la ciudad, avanza en cuatro columnas emprende el sexto asalto general. Los patriotas se defienden con heroísmo verdaderamente sublime. Ya no abrigan en sus pechos esperanzas de triunfo. Se sostienen por honor, por no rendirse jamás, por probar que su resolución es de pelear mientras la vida circule por las venas, mientras haya fuerzas para sostener un fusil en la mano. Aquel puñado de valientes quiere morir; pero luchando y matando.

¡Con hombres de ese temple es como Chile se hizo independiente, es como se ha engrandecido y es como ha llegado a las cimas de un progreso material y político que lo colocan entre los primeros pueblos de la América española!

¡Con soldados de esa talla es como la bandera de Chile se ha paseado en cien combates sin que jamás la victoria o el martirio hayan dejado de iluminar sus pliegues tricolores y su estrella esplendorosa!

La defensa de Rancagua, en esos momentos de amargura, es digna de la epopeya. A falta de soldados, los paisanos que han quedado en la plaza y hasta las mujeres, tomando los rifles de los muertos, dan fuego desde las trincheras o desde los tejados de las casas.

El asedio se hace con más encarnizamiento.

Los Talaveras cuando consiguen acercarse a algún lugar que les permita dejarse oír de los patriotas, les gritan entre amenazas e imprecaciones:

-¡Rendirse, traidores!

Los sitiados les contestan con descargas cerradas.

Los realistas son derrotados en el sexto ataque, pero no por eso desmayan. Por el contrario, se repliegan para tomar aliento y prepararse para cargar de nuevo.

¿Cuál era entretanto el estado de la ciudad?

El domingo 2 de octubre fue un día ardiente como de caluroso verano. El sol arrojaba sobre Rancagua y los campos de alrededor rayos quemantes y abrasadores. Como el agua había sido cortada al comenzar el asedio, los sitiados se veían atacados de una sed rabiosa que los tenía como locos y expuestos a morir de insolación.

Los víveres se habían concluido, lo mismo que las municiones.

Los cañones caldeados, no podían cargarse porque los cartuchos estallaban antes de llegar al fondo del ánima.

Había artilleros que a falta de agua, refrescaban sus piezas con orines.

Otros, careciendo de metrallas los cargaban con pesos fuertes.

Los habitantes de la ciudad, encerrados en las iglesias de la Merced y San Francisco, imploraban de rodillas a Dios en medio de los proyectiles que hacían explosión a un paso de ellos y de las balas que cruzaban silbando por el espacio.

De la guarnición, dos tercios estaban muertos en las trincheras o gravemente heridos en el hospital de sangre que se había improvisado en la plaza. Todos los artilleros estaban fuera de combate y había necesidad de suplirlos con infantes que tenían que aprender el manejo de los cañones al frente del enemigo.

Para aumentar los colores sombríos de aquel cuadro de horror, el incendio consumía con sus inmensas llamaradas casi toda la ciudad. Los escombros al caer, los techos al hundirse y las murallas al desplomarse, producían un estruendo aterrador. Un humo negro y espeso se elevaba en forma de espirales gigantescas hasta oscurecer los cielos.

El calor que causaba aquella hoguera colosal, sofocaba a los defensores y acrecentaba la sed que los devoraba.

Para que se pueda tener idea del incendio, baste saber que sólo en la calle de San Francisco ardieron sesenta casas.

Torbellinos de chispas saltaban por doquier, cayendo muchas de ellas en el rostro de los patriotas que impasibles seguían sosteniendo las trincheras perforadas ya y cubiertas de brechas profundas con la metralla y el bombardeo.

Para colmo de tanta desgracia, una de las mil chispas del incendio cayó en unos armones que había en una de la trincheras, haciéndolos volar en mil pedazos entre un ruido infernal. Con este nuevo percance, la pólvora escaseó más y más, lo mismo que los cartuchos.

A esa hora, 4 de la tarde, Rancagua inspiraba lástima.

“A las cuatro de la tarde, dice O´Higgins en la Memoria que se le atribuye, se encontraban más de las dos terceras partes de los soldados de la guarnición muertos, los escombros incendiados que caían de las casas habían quemado algunos armones de las baterías, no les quedaban a los soldados más que dos o tres tiros y a muchos ninguno. Todos los artilleros habían perecido y los que suplían eran soldados de infantería”.

Los realistas que sabían más o menos la situación penosa de la ciudad, volvieron de nuevo a la carga por séptima y última vez.

Los Talaveras con nuevos bríos se lanzaron contra la trinchera de San Francisco en la que hacía esfuerzos sobrehumanos el bravo capitán Antonio Millán. El famoso regimiento de Maroto y de Morgado fue otra vez obligado a replegarse a sus líneas.

Mientras los Talaveras atacaban por la calle de San Francisco, el coronel José Ballesteros jefe de la 1ª división realista que mandaba 1.400 hombres cayó con intrepidez sobre la trinchera del este defendida bizarramente por el capitán Hilario Vial. El choque fue recio. Los realistas parapetados en las casas y alentados por sus oficiales entre los que descollaba el tremendo Vicente Benavides, tan famoso más tarde, mantuvieron un vivísimo fuego hasta que fueron rechazados.

Allí murió lleno de gloria inmortal y entre los laureles inmarcesibles recogidos en la batalla, el simpático capitán Hilario Vial que cayó en su puesto de deber y de honor animando a los suyos mientras le quedó un rayo de vida en su joven naturaleza.

Pero aquella lucha era ya del todo imposible.

Sin víveres, sin municiones, con cañones caldeados al calor rojo, sin artilleros, con un puñado de infantes, envueltos en un mar de llamas, destrozadas las trincheras, sin esperanzas de auxilio, las fuerzas reducidas al tercio de su número, sin agua para refrescar las fauces ardientes y casi ahogados por el humo: con estos elementos en contra no cabía ya medio de seguir luchando y de continuar un sitio que duraba ya más de treinta horas.

La Ordenanza Militar faculta en esas circunstancias la capitulación. La posteridad y la historia, estamos seguros de ello, habría estimado siempre como un hecho memorable y una acción heroica la defensa de Rancagua, aun en el caso de que en esos instantes de supremo dolor y abandono se hubiera rendido.

Pero O’Higgins no era hombre que conocía la palabra capitulación más que de oídas. Sentía latir dentro de su pecho un corazón en el cual jamás por jamás había cabido la vacilación, el terror o el aprecio por la vida en medio de los combates. El bravo de Chillán, del Roble y de Quechereguas no podía, pues, pensar en otra cosa que en morir peleando.

Fue en esos momentos cuando su heroísmo llevado al delirio, le inspiró la idea de cargar con sus dragones al enemigo y de abrirse paso al través de los sitiadores con el filo de su sable y el empuje de su brazo.

Al efecto reúne en la plaza de Rancagua a los jefes, oficiales y soldados sobrevivientes y que no están por sus heridas en la imposibilidad de batirse. Allí el intrépido general patriota siente en su alma las espinas clavadoras de agudo dolor, al ver reducidas sus legiones a un puñado de valientes. Allí, al reflejo del incendio, entre el humo que los envuelve por todas partes y en medio de las balas que cruzan aquí y allá, O’Higgins con voz entera y varonil, dice:

-Compañeros: Hoy es el día de morir con honor, para vivir siempre en la memoria de los hombres; por imposible que parezca nuestra salvación, ya que por treinta siete horas hemos cumplido con el deber más justo que el hombre conoce, de defender la patria amada, sea, pues, al dejarla para siempre, vendiéndoles a los tiranos nuestra sangre a precio muy caro, seguidme, amigos, a recibir la corona del martirio, que una vida de esclavos miserables, es una prolongada muerte.

Al decir estas palabras memorables hace subir sobre los 280 caballos que había en la ciudad, a 300 soldados de la guarnición, tanto de infantería como de caballería. Su plan es retirarse a Santiago. Para ello escoge la calle norte de la Merced que desemboca a la Cañada que está defendida por las caballerías de Osorio, a las órdenes de Elorreaga y Quintanilla.

Esto no los intimida. Saben que tienen que batirse por octava y última vez acostumbrados al fuego y a mirar la muerte con desprecio, no vacilan un solo instante. Los bravos dragones a la voz de mando de Freire, desnudan sus sables y con ellos levantados hacia arriba esperan la orden de carga para lanzarse contra el enemigo y venderles bien caras sus vidas.

Fue en este momento de supremo heroísmo, cuando Ramón Freire comenzó a dar a sus dragones una formación especial, a fin de proteger a O’Higgins en la salida. O’Higgins que en el acto comprendió las nobles y generosas intenciones de su subalterno, dándole un expresivo apretón de manos, le dijo:

--“Capitán Freire, usted es un valiente: celebro mandar hombres de su temple; pero no puedo aceptar el sitio que usted me prepara. Yo, dijo colocándose delante de los suyos y echando su sable al hombro, debo atacar de frente al enemigo”.

Diciendo y ejecutando, cruza a escape la trinchera del capitán Sánchez y se lanza por la calle de la Merced gritando a toda voz:

--¡Ni damos ni recibimos cuartel!

Como ya se sabe, en la calle de Cuadra estaban encargados de impedir la salida a los patriotas los coroneles Carvallo y Lantaño con sus batallones Valdivia y Chillán, ascendentes ambos a 1.002 hombres.

La pequeña división patriota fue al principio detenida en su paso por escombros ardientes, vigas encendidas, murallas desplomadas y cadáveres que cubrían el camino y ofrecían serios obstáculos a los caballos. Suspendida momentáneamente la marcha, se siguió, después de inauditos esfuerzos, a despecho de las balas que silbaban en todas direcciones.

Superados los primeros escollos, al desembocar a la Cañada se encuentran con los restos de una barricada enemiga que les cierra el paso. El caballo de O’Higgins, con las mil correrías del día, va muy fatigado y carece de los bríos que requieren las circunstancias. No puede, pues, saltar la barricada. Al ver en peligro a su jefe, los dragones que van a su lado echan pie a tierra y “agrupándose en derredor suyo levantan la bestia casi sobre sus pechos y la ayudan al otro lado” (1).

Al fin ese puñado de héroes propios de la leyenda, llegan a la Cañada y reciben de flanco los fuegos de otra de las divisiones realistas, mientras que partidas de las caballerías de Elorreaga y Quintanilla, los persigue con actividad. Algunos dan alcance a los fugitivos; pero son sableados sin piedad por los terribles dragones que hacen desesperados esfuerzos por salvar a su general.

O’Higgins, que había tomado el camino de Chada, fue alcanzado por algunos enemigos. Uno de éstos se puso en acecho para caer de sorpresa sobre él. En efecto, escondido entre unos árboles del camino, le sale de repente sable en mano y tira un tremendo golpe a O’Higgins. Sin duda habría perecido el jefe de Rancagua, si oportunamente su ordenanza Jiménez no hubiera barajado el sablazo con su carabina, mientras el otro llamado Soto disparaba a boca de jarro sobre el osado realista, dejándolo muerto sobre el campo.

O’Higgins, que apenas avanzaba trecho a causa del cansancio de su caballo, subió sobre el del soldado enemigo y siguió su camino.

“El sol se ponía, y el caudillo chileno, echando una última mirada hacia el sitio donde quedaban sus compañeros, sólo vio en el horizonte una columna de humo que se levantaba al cielo en el silencio apacible de la tarde. Aquel humo era Rancagua...”.

 

Notas.

1. Juan Thomas. Apuntes sobre la batalla de Rancagua reproducida por el señor Vicuña en la Vida del General Bernardo O´Higgins, página. 298.