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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo XXI

CAPÍTULO XXI
Los realistas penetran a Rancagua por la calle de San Francisco.- Defensa desesperada del capitán Millán.- Heroica muerte de Ibieta.- Lucha hasta morir acribillado de balazos.- El teniente Ovalle sucumbe abrazado de una bandera.- Yáñez sigue el ejemplo y también muere cubierto de gloria.- Asesinato del teniente coronel Bernardo Cuevas.- Destrozos horribles y matanzas hechas por los enemigos.- Escenas sangrientas en las iglesias.- Horroroso incendio en el hospital de sangre.- Mueren los heridos abrasados por las llamas.- Espectáculo que presenta parte de la ciudad.. Idea general sobre la batalla de Rancagua.- Consecuencias para el porvenir.- Número de muertos.

 

Al mismo tiempo que O’Higgins realizaba esta carga portentosa, los realistas penetraban por la calle de San Francisco en donde sólo había cadáveres restos humeantes de la trinchera. En balde el desgraciado cuanto bizarro capitán Millán, que no pudo escapar con los dragones por estar gravemente herido, quiso hacer una inútil y desesperada resistencia. Solo, sin soldados, sin esperanza de auxilio, se arrastró como pudo hasta la plaza principal, dejando tras sí huellas sangrientas de su paso y se asiló en la iglesia parroquial en donde fue hecho prisionero.

La defensa de Rancagua no concluyó con la retirada de O’Higgins. Se acabó el combate general; pero siguieron las luchas parciales de los últimos sobrevivientes y de los heridos de aquella gran batalla. No se van a batir ejércitos; se van a batir unos cuantos héroes que prefieren la muerte a la servidumbre y que no halagan más ideal que o vivir libres o morir antes de ser esclavos.

Así como después de un incendio quedan entre los escombros una que otra llama que brilla por segundos para extinguirse luego; del mismo modo, después de aquella lucha de titanes que duró más de treinta horas, entre las ruinas de la ciudad y de las trincheras, todavía hacen esfuerzos sublimes algunos patriotas que, aún vencidos, no dan ni reciben cuartel.

Entre estos oficiales dignos de la inmortalidad, descuella en primer término el capitán José Ignacio Ibieta, adalid que merece figurar al lado de los héroes de Homero. Habiéndole cortado las piernas una bala de cañón, desangrándose, sin más fuerzas que las de su alma superior, agobiado por la sed, el hambre, la fatiga y la fiebre que le producen sus heridas, abatido por un dolor agudísimo, de rodillas, defiende el paso de una trinchera, quema los últimos cartuchos, cierra sus oídos a las promesas de perdón que le hacen los realistas a nombre de Osorio y se bate hasta caer peleando al pie de una bandera. Así murió Leonidas.

En la plaza principal suceden otras escenas que caben muy bien en el cuadro de algún inspirado artista. El teniente José Luis Ovalle, mientras los españoles penetran por la calle de San Francisco, se abraza de uno de los estandartes y oprimiéndolo contra su corazón lo mantiene en alto hasta recibir una herida mortal. En ese estado quiere escapar; pero, después de recibir dos lanzazos, es tomado prisionero.

Al abandonar Ovalle la bandera, corre a ocupar su puesto el hidalgo teniente José María Yáñez. Este oficial desafía con su voz y los rayos de sus ojos al enemigo, y agita la insignia nacional, hasta caer para no levantarse más envuelto en ella, sirviéndole así de gloriosa mortaja.

Las escenas finales que cerraron la batalla de Rancagua, son sólo comparables a la defensa hecha por Cambronne y el puñado de bravos que lo acompañaron en Waterloo.

Otros desgraciados, cuyos nombres no conserva la historia, siguieron los ejemplos anteriores y recibieron en pago de sus hazañas el ser fusilados a sangre fría en las calles, en las casas o en la plaza.

Al intrépido teniente coronel Bernardo Cuevas, que fue confundido con O’Higgins por una casaca galoneada que usaba, lo fusilaron de un modo ignominioso, estando indefenso y no teniendo a los ojos de Dios y de los hombres otro crimen que haber defendido la libertad, la honra y la independencia de su patria. Durante toda la batalla este oficial peleó con denuedo en la trinchera de la calle de la Merced.

¡Ojalá que este asesinato hubiese sido el único!

¡Ojalá que esta sangre hubiese sido la última que iba a derramarse en aquella horrorosa hecatombe!

Los realistas cayeron sobre Rancagua como los vándalos sobre Roma. Animados de un furor incalificable, entregaron la ciudad al saqueo y a la cólera de la soldadesca desenfrenada. Quebraban las puertas y las ventanas, profanaban las iglesias en que habían tomado asilo los ancianos, las mujeres y los niños, pasaban a cuchillo a los que encontraban a mano, pisoteaban los vasos sagrados y las imágenes.

Hubo uno que penetró a caballo a la iglesia de San Francisco; otro tomó la corona de la virgen del Carmen y arrojándola al suelo dijo refiriéndose a esta:

- También serás patriota, grandísima tal... (1)

El incendio entretanto seguía su obra de destrucción y lamía con sus rojas llamaradas los edificios cercanos a la plaza. Nadie se acordaba de apagar el fuego: los unos por huir de la furia de los realistas y los otros por satisfacer sus iras contra los patriotas.

Antes dijimos que frente a la iglesia de la Merced se había destinado una casa para hospital de sangre. Pues bien, el incendio llega hasta él y muy luego aquello se convierte en inmensa hoguera. Los heridos se lanzan desesperados a las puertas que están cerradas y suben como locos a las ventanas que miran a la calle para pedir auxilio y aspirar aire puro. El humo asoma por doquier; los ayes y gritos de dolor son ahogados por el estruendo que producen los techos al abrirse, las vigas al romperse y los tabiques al ser consumidos por las llamas. Arrastrándose como pueden por el suelo, tomándose los unos de los otros, apoyando el rostro en las rendijas para respirar mejor, hacen colosales esfuerzos para librarse del fuego y para pedir socorro. Todo es inútil. Las chispas saltan en todas direcciones y queman las ropas de las camas y el traje de los heridos. El incendio sigue su marcha y crece como hinchada ola, hasta que después de asfixiar con sus polvorosas nubes de humo a las desgraciadas víctimas, las oprime y consume entre sus brazos de fuego.

Al siguiente día se ven, oprimiendo los hierros de las ventanas, las manos medio carbonizadas de los muertos en tan tremenda catástrofe. En las puertas que dan a la calle, hay restos de los quemados vivos que muestran la desesperación en que murieron con la actitud suplicante de sus cuerpos. Veinte y ocho cadáveres se recogen de aquella hoguera.

De las tropas realistas, las que desplegaron mayor lujo de crueldad fueron los Talaveras. Parecía que hubiesen hecho el juramento de dejar en Chile un recuerdo eterno de su implacable fiereza (2).

¡Así sucumbió Rancagua!

De esas cenizas se levantará luego la patria nueva, con nuevos elementos, nuevos héroes, nuevas victorias; más lozana más joven, más vigorosa y más fuerte.

Con esta hecatombe concluye la patria vieja que es sin duda la más simpática, la más poética, la que más conmueve y la que más entusiasma. Ella fue la que dio el primer grito de independencia; ella la que echó las primeras bases de la República; ella la que sin armas, sin ejércitos, sin disciplina, sin arsenales y sin recursos, dio grandes combates y batallas legendarias; ella la que dando un adiós al pasado, saludó el sol de la libertad que vino con sus brillantes resplandores a disipar las sombras del coloniaje, esa noche de tres siglos de nuestra historia.

La batalla de Rancagua es la más bella página del heroísmo chileno. Nunca el valor de nuestros soldados ha sido puesto a prueba más dura. Se batieron en dicho sitio uno contra tres. Los defensores pelearon treinta y cuatro horas consecutivas, sin agua, con pésimo armamento, con pocas municiones, protegidos tras de trincheras inseguras y construidas a la ligera, al reflejo de un incendio que cubría de humo y de chispas el teatro de las operaciones, con reclutas de un mes de servicio, con un número tan pequeño de artilleros que en la mitad del combate hubo necesidad de valerse de infantes para el manejo de las piezas, sin esperanza alguna de socorro desde el momento que José Miguel Carrera se retiró, sin medios para refrescar los cañones que casi llegaron al calor rojo con tantos disparos, sin ambulancias, sin ninguna de las facilidades de locomoción necesarias para impedir los progresos de un sitio. Y para colmo de tan grande heroísmo, cuando fue imposible la defensa, en lugar de capitular, los sobrevivientes a siete asaltos y a treinta y tantas horas de encarnizado batallar, todavía se encontraron con la pujanza bastante para lanzarse por sobre las barricadas y abrirse paso al través de las filas enemigas con el filo de sus sables y el pecho de sus caballos.

Lo que principalmente concurre a aumentar los colores de aquella tragedia grandiosa, es la resolución inquebrantable tomada desde el principio, de no dar ni recibir cuartel, de resistir hasta el último trance para salvar incólume y sin mancilla el honor de la bandera y de la patria.

De aquí por qué Rancagua fue un ejemplo que comprometió el honor propio de los revolucionarios que vinieron después y dio el tono a las campañas. Chacabuco y Maipo son sólo dos chispas de aquel combate inmortal.

Las pérdidas de ambos ejércitos se calculan en mil trescientos muertos y en proporción los heridos (3).

 

Notas.

1. Estos y otros detalles los hemos tomado de El chileno instruido en la historia de su país, por el Reverendo Padre Fray José Javier Guzmán.

2. Para que no se dude de nuestro aserto, reproducimos lo que el coronel don José Ballesteros, comandante de la 1ª división realista, dice en su libro Revista de la guerra de la independencia de Chile: “No puede negarse que el batallón de Talaveras fue demasiado riguroso en su conducta general. ¿Más qué podría esperarse cuando fue formado en la península de los incorregibles, viciosos y la escoria de otros cuerpos que debieron dar lo peor? Estos fueron depositados en las Casas-Matas, en la barraca y arsenal de la isla de León y conducidos a bordo para la navegación a América desarmados y escoltados por tropas armadas, hasta el mismo buque. Baste este conocimiento para deducir sus operaciones y sentimientos posteriores que movieron particularmente a Chile a un descontento universal por tanta insolencia, ultrajes y violencias cometidas contra las personas más visibles y caracterizadas, sin distinción de uno y otro sexo. Siente decirse: consentidos y autorizados por sus mismos jefes y oficiales”.

3. En el apéndice, bajo el Nº 3, publicamos el parte dado por Osorio al Virrey  Abascal sobre la batalla de Rancagua.